EN COMPAÑIA DE LOVECRAFT



En los últimos meses he leído sin parar a y sobre Lovecraft, ampliando bastante mi visión de él: un montón de correspondencia (con no pocos momentos gloriosos, como su apología del queso o de los helados, sus escarceos como sexólogo desde una perspectiva entomológica poco afecta a la praxis sexual -y respirando por la herida de su propia experiencia matrimonial-, sus lúcidos autoanálisis y hallazgos de Pero Grullo a partir de su profundización forzosa en los rigores de la realidad -hallazgos, en su caso, a través de su síntesis de Mussolini con el New Deal o de prospectivas antiutópicas que otean tanto la postmodernidad como lo políticamente correcto, con su chantaje moral y su pornografía de la buena conciencia que él achaca a determinadas tradiciones etnoculturales-, la emoción ante el traslado a su última casa -aquella que años más tarde habitarían Norman Bates y su mamá- o sus descripciones de sus entornos viejunos favoritos), ensayos (destacando el fascinante WALKING WITH CHTULUH: H.P. LOVECRAFT AS PSYCHOGEOGRAPHER -y precisamente sobre los impulsos de nostalgia peripatética, lo que él llamaba su “pasión anticuaria”, que le llevó a visitar diversas localidades del este y sudeste usaco en busca tanto de lugares como de librerías, me hace pensar en otro referente capital para mí nunca asociado con Lovecraft y que sin embargo tal vez debería de estudiarse desde ese ese prisma, nuestro Azorín-), el abundoso material de Joshi (incluida la exhaustiva biografía -con esa especial atención a sus pulsiones de los años previos a la Gran Guerra, cuando empezó a devorar pulp, y que me hacen pensar en mi preadolescencia marveliana, entre los 11 y los 15, que si yo he considerado quijotesca durante decadas podría haber sido también digna en sus obsesiones de aquel que haría de esas lecturas tardoadolescentes su fatuum en la narrativa weirda-), o la VITA PRIVATA (recopilación de testimonios cercanos de amigos y ex/esposa), que confirman/completan la impresión que en los primeros 80 me produjo la lectura de Sprague de Camp (y a comienzos del presente siglo/milenio la puntilla descarnada de Houillebecq), esto es, que la narración más apasionante de HPL es su propia vida y las emanaciones reactivas en su conflictivo trato con la realidad. Tras la lectura cotidiana, acompañaba la elaboración de mis comiditas con megaescuchas ad hoc (SPACEMEN3/SPECTRUM/SPIRITUALIZED, PINK FLOYD y KRAFTWERK -quasi homónimos no sólo en lo literal del apellido sino en tantos vórtices no euclidianos de ambiente y evocación-).



Leí intensamente sus ficciones en la transición 70/80 y fue uno de sus cuentos primerizos menos celebrados (LA CALLE, cuyo eco resonaría con estruendo en su conflictiva y ambivalente relación con la Gran Manzana -Podrida, diría él en sus humores más negros- y en el trabajo de Houillebecq -más identificación ¿vergonzante? que denuncia si pensamos en las trifulcas de este autor con la pleamar islamista en Francia-), en la traducción de Eduardo Haro Ibars, el que más me impresionó. En mi nostalgia del Madrid de mis primeros años (donde sólo tengo mal recuerdo de los primeros viajes en Metro -que hacía tapándome los oídos porque no soportaba el estruendo en el túnel- y que asocio con la aversión lovecraftiana al subway -en su caso, por miedo a tropezar en las escaleras y por sus reticencias a la muchedumbre y a los espacios pútridos y hediondos-) y mis paseos (estupefacientes en su empatía) por El Viso y Rosales (que recrearía mucho después con Esther, Celia o Carmen, testigos fotográficos de ese entusiasmo nunca perdido), y mi desapego creciente con la ciudad a partir de Gallardón y Carmena (desapego que me hace comulgar con HPL en esa sensación rabiosa de animal acorralado -que diría Houillebecq- y que, en mi caso, puedo concretar en el spam humano que anega lo que en mi niñez tenía todavía mucho de poblachón manchego, en esos ritmos reggaetónicos que atruenan desde coches que pasan bajo mi balcón o desde la terraza aledaña -los sudacas con vocoder deberían ser considerados materia punible-, o ciertos vecinos delincuenciales que tuve que sufrir sobre mi techo durante un par de años, por no hablar de temas más abstractos que ya he tocado con frecuencia en mis diatribas contra la EXXXpaNYa de proxenetas tiernos surgida del 11M).















Después HPL me acompañó de manera ¿in?consciente con mis bailes agarraos con Norman Bates (habitual en mi narrativa, como lo demuestran RELATO SECRETO, LA CANCION DEL AMOR o la revisión "bruttal" de TODOS LOS CHICOS Y CHICAS) que el letrista que me sustituyó en LA MODE también recordó de manera un poco kistch en algún tema del disco LEJOS DEL PARAISO, y con la figura de Sheldon Cooper o con la del bebé geopolítico Stewie Griffin o con el gran retador de necios Ignatius Reilly. Supongo que estaba cantado que en algún momento (más allá del reencuentro ocasional que me deparó Houillebecq) habría de consumar mi coyunda existencial con la Masa Madre lovecraftiana (un saludo al amigo Mame, también próximo a HPL y que preparó el terreno con nuestras bromas y veras sobre materialismo mecanicista, paleozoología y FUTURO SALVAJE -de cuya fusión saldría uno de mis textos más lovecraftianos, aunque los profanos formalistas puede que no lo vean así-).



A MODO DE CODA ¿DISONANTE? // Supongo que mis diferencias con HPL son mi muy distinta valoración del erotismo (agonal tantalización en mi caso y para nada aversión o indiferencia), mi relación con la música como actividad estelar durante no pocos momentos de mi vida (en contraste con su fugaz y forzada experiencia como alumno de violín y, más espontáneos, sus ocasionales arranques como cantor a capella en reuniones), mi relativa afición a los frutti di mare (aunque fue común mi grima -que mantengo aunque más atenuada- por los bivalvos, sobre todo mejillones -y de muy pequeño sólo disfrutaba del mero y el pez espada porque me recordaban a la carne mamífera-), mi (by the way) cada vez más establecida vocación culinaria tanto por necesidad como por placer (que me sitúa en las antípodas de esas dietas draconianas y no muy salubres de latas de judías con tomate sin calentar y café azucarado a destajo -el café me resulta prohibido porque mi organismo lo interpreta como el laxante más eficaz-) o mis peripecias políticas (que en su caso se limitaron a exabruptos y disquisiciones epistolares y que yo viviría de manera más pública, aunque siempre de corto alcance, permeando letras de canciones, iniciativas de autoedición -tanto en papel como en blogs y webs- y colaboraciones en prensa y radio que intuyo nunca fueron ni muy leídas ni escuchadas -aunque las tribunas como RNE y el diario ABC no fuesen precisamente marginales-). Añadiría nuestros respectivos lazos con los idiomas (en su caso, aparte del inglés, sólo con lenguas muertas -latín, griego en menor medida y la lengua quasi muerta del inglés de otros tiempos que él se obstinaba en vindicar-, mientras yo, aparte del castellano, leo con soltura cualquier lengua romance -menos el rumano y, pese a haberlo estudiado, tampoco el latín- y, por la impronta del bachillerato, el inglés -que especialmente estoy recuperando como lector desde hace un lustro y que me ha permitido, entre otras alegrías, buena parte de este reencuentro con el Abuelo Theobald).