Lovecraft somero
por Mameluco Morales.
El origen
Ni la muerte, ni la fatalidad,
ni la ansiedad, pueden producir
la insoportable desesperación
que resulta de perder la propia identidad.
A Través de las Puertas de la Llave de Plata
Eran tiempos mejores, o a lo mejor peores, quien sabe.
Mejores por ser más joven, peores porque dejaron secuelas aún sin resolver. En
una de las múltiples celdas de la colmena estudiantil que es Granada, tierra
pródiga en misterios y malafollá, el
que escribe yacía en un colchón de espuma, viejo y polvoriento; inmóvil, pues
la inexorable gravedad y los kilos que me acompañan a todas partes, me hendían
en la improvisada cama hasta que mi espalda llegaba a tocar, o casi, el suelo
cuadriculado bicolor como tablero de ajedrez sucio. Dormía cerca de un arcón
frigorífico. El botón de encendido del electrodoméstico de gama blanca y de
eficiencia energética agonizante, llenaba el rincón con una tenue luz verdosa.
Las razones por las que dormía en tal situación teniendo una cómoda cama con mi
silueta esculpida no vienen al caso. Allí, con el frío de noviembre filtrándose
por las rendijas de unas ventanas de aluminio –imitación a madera- y mocos en la nariz, soñé por primera vez con
los horrores cósmicos.
Providence´s gift
La emoción más antigua y más
intensa de la humanidad es el miedo,
y el más antiguo y más intenso
de los miedos es el miedo a lo desconocido.
Howard Phillips
Lovecraft era un tipo feo. Lo caballuno de su rostro llena las búsquedas de
imágenes de Google de la manera más alocada. Otra nota biográfica de interés es
que era un señor muy peculiar. Mimado hasta la nausea por su madre y sus tías,
se veía a sí mismo como un inglés americano que entre chapiteles y cúpulas en
las que reluce el sol de la tarde, se encontraba realmente a gusto, recordando
la etapa georgiana, anterior al Cisma – así llama él a la Revolución Americana-
entre el Imperio Británico y los Estados Unidos de América. Y como era un
señor, escribía por ocupar el tiempo, como el que no quiere la cosa. Una vez
hubo quedado solo en el mundo, encerrado en sus habitaciones, se malnutría a
base de dulces y golosinas mientras escribía de rato en rato los relatos de
terror más peculiares de todo el siglo XX. Aunque en la actualidad esté
reivindicado hasta por una parte de la crítica oficial y por una legión de
lectores y admiradores, palabras fetiche como Cthulhu, Necronomicón, Innsmouth, Arkham o Miskatonic son conocidos
por el público nuevo gracias a ese invento del diablo más nerd que son los
juegos de rol. A priori, un medio como cualquier otro para conocer al
equinocéfalo de Providence, pero desgraciadamente, y como pasa en tantas otras
cosas, la chavalería se queda en la más somera de las indagaciones. No saben el
singular personaje que se esconde tras el hombre que hizo de sus pequeñas
manías toda una cosmología que ríanse ustedes del Antiguo Testamento. Mi
relación con H.P.L. nació tarde, rondando el cuarto de siglo. Y cometí el “error” o la excentricidad de tomármelo
en serio como escritor. Algunas veces he sido recriminado por ello. Sé, sin ser
un lumbreras de la literatura y el arte de la escritura, de la limitación de
Lovecraft. Pero algo tiene que tener el vino cuando lo bendicen. Su estilo
barroco, con comas médicos inducidos por la adjetivación obvia y extravagante,
la repetición del esquema y sobre todo, la poca convicción que muestra en sí
mismo, se suple por la imaginación más desbordante, la morbosidad más
exacerbada y la rareza de lo que nos cuenta. Mil veces se ha discutido sobre el
escritor y su obra, el feedback existente entre ambos y qué es más importante.
Personajes peculiares que escriben son acaso más interesantes, en cuanto a
proyección, que las mismas páginas de sus libros. En el caso de H.P.L. es
indisoluble, el disolvente y el soluto de los mimbres del cesto, que están tan entrelazados, tan unidos por
fuerzas iónicas, que la retroalimentación entre vida y obra es algebraica. Y
sobre todo, sin ser memorias u opiniones, sino historias dirigidas para que un
público amplio, poco selecto y siendo generosos, ingenuos, pasaran un poco de
susto leyendo la revista de J.C. Henneberger, Weird Tales (“cuentos
raruzcos” para los no versados en la lengua de Tom Clancy). La literatura
de género pasada por el tamiz de sus terrores favoritos. La magnificación de
los propios miedos hasta convertirlos en cultura popular no es moco de pavo.
Lovecraft era a su vez un hombre de su tiempo y del
pasado. Su racismo basado en el miedo al diferente, su desasosiego por el mar,
la alergia al frío, su aversión al pescado, su gusto por lo viejo, por la
genealogía, se convirtieron en una serie de cuentos y novelitas en donde ese
todo se mezclaba, enmascarado, en tramas que escapaban a la comprensión humana.
Era tan horrendo e inexplicable que así se ahorraba describir las cosas con
detalle. Como decía, yo me lo tomo muy en serio. Y no sé si debería.
La
vieja táctica de los datos inventados
A mi parecer, no hay nada más
misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de
correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia
en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos
llegar muy lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una orientada en su propia
dirección, nos han causado poco daño; pero algún día, la reconstrucción de
conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles panorámicas de la
realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos
enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la mortífera luz
hacia la paz y seguridad de una nueva era de tinieblas."
La llamada de Cthulhu
El germen de este escrito es un antiguo apunte sobre la
sedimentología del río Miskatonic, las playas y la bahía de Innsmouth, y la
existencia del Arrecife del Diablo en un lugar tan septentrional como Nueva
Inglaterra. De lo que urdía en este supuesto artículo científico llamaba la
atención la existencia de huellas enormes en discontinuidades estratigráficas,
anteriores a la fauna de Ediacara o de Burguess Shale, anteriores aún al surgir
de la vida en este planeta. Unas arcillas negras mostraban unas pistas, unos
rastros (icnitas) de seres que no corresponden en la escala del tiempo
geológico a los metazoos; así, en un eón ominoso caminaron o reptaron sobre el
lecho marino de zonas próximas a la vieja Arkham seres descomunales, de los que
la paleontología y la biología oficial obviaban su existencia, pese a la
existencia en unas antiguas fotos halladas en la Universidad de Lima, huellas
semejantes en unas argilitas, en las que se podían distinguir, sin lugar a
duda, lo que todos convendríamos en denominar tentáculos en negativo. Es el
proceso de bastardización que después explicaré.
Como ven, inventar datos poco verosímiles, aunque
poderosamente llamativos, es un anzuelo apetecible para el lector con gran afán
de lo terrorífico, lo ominoso, lo arcano.
Lovecraft repetiría una y otra vez esta técnica, para
dar el halo de realidad, la constatación de lo verosímil, a los caos reptantes,
a los hombres brujo, a sus seres ranipisciformes o a sus extraños viajes
espacio temporales. Aún antes de conocer a H.P.L., a uno le llegan, como de
rebote, menciones y prodigios de libro maldito, del libro de los muertos, el
que después descubres que encuadernado en piel tiene cierres oxidados de hierro
y se llama Necronomicón. Este libro
inventado lleno de datos inventados es un clásico en bibliotecas de colegios y
universidades. El volumen físico no existe, ni existe, ni existirá - aunque ahora te lo vendan en las
megalibrerías- pero miles de frikis, amantes de la cuchufleta biblitecaria, a
lo largo del tiempo han ido sumando a los ficheros de tarjetas de cartulina la
referencia a Kitah Al-Azif (una cosa así como “los que ululan”) obra escrita
por el árabe loco Abdul Alhazred donde San Pedro perdió la sandalia –incluso el
propio Borges que tanto bebe, aunque nos lo quiera ocultar bajo su definición
del caballuno escritor, de Lovecraft hizo la graciata-. Así mismo, le ponía un
mote a cada uno de sus amigos, los amigos que formaban el Círculo de Lovecraft.
Algunos libros y dioses fueron fabulados a su vez por estos señores, amigos del
regocijo literario y de la tontería, en una retroalimentanción de la que
surgiría, sin duda, la ulterior sistematización de los mitos de Cthulhu. No es
cuestión de repetirlos todos ahora, pero algunos hicieron del patrón “libro
inventado-historia verosímil” lovecraftiano un uso bastante efectivo, como
Robert E. Howard en La Piedra Negra o
Los Hijos de la Noche y el libro Unaussprechlichen
Kulten (Cultos sin nombre) del simpar Friedrich von Juntz.
Cthulhu por diversión
Rechazo seguir las convenciones
mecánicas de la literatura popular
o llenar mis cuentos con
personajes y situaciones comunes,
pero insisto en la reproducción
de impresiones y sentimientos verdaderos
de la mejor manera que pueda
lograrlo.
El resultado puede ser pobre,
pero prefiero seguir aspirando a una expresión literaria seria antes que
aceptar los estándares artificiales del romance barato.
Algunas notas sobre algo que no existe
A pesar de la evidente falta de humor en los escritos
fantabulosos de Lovecraft, el gran número de referencias sacadas de las manga,
los nombres rimbombantes y ditirámbicos y cierta crueldad maliciosa, dejan
translucir una personalidad más tendente a la risa –dentro de lo que cabe – de
lo que podría parecer. Los que lo conocieron, tanto por carta (eso que en las
raquíticas clases de inglés del bachiller se llamaba penfriend), como
personalmente era un individuo afable. Y es que H.P.L. lo que es
escribir relatos y novelas no escribió demasiados, pero lo que eran cartas…
cartas escribió miles. En los tiempos donde el Facebook era una entelequia, los
frikis adictos a la ciencia-ficción, al terror y a la espada&brujería
formaban asociaciones de escritores amateurs y se comunicaban por carta. Al
igual que hoy nos ocurre a nosotros con hilos sobre qué superhéroe es más
poderoso –en cualquiera de esos foros de Dios- o comentando –y dándole al
megusta inexorablemante- en los enlaces mongólicos de los colegas en FB, el
genio de Providence dedicaba mucho, pero mucho más tiempo, a escribir chorradas
en inglés arcaizante en epístolas que a hacer cosas realmente importantes. Su
propia imagen proyectada para sus adentros hacía que lo de escribir fuera una
cosa para pasar el rato, el descanso del guerrero, el hobby del gentleman. De todos sus personajes,
humanos y divinos (algunos ya creados por escritores anteriores tal es el caso
del Wendigo – espíritu de los indios algonquinos – sacado a la palestra del
terror por el imprescindible Algernon Blackwood) el más famoso, sin duda, es
Cthulhu, que no deja de ser una digievolución de Dagón, el dios pagano que ya
aparece en la Biblia y que adoraban los fenicios, ese pueblo pesetero y
estraperlista que se dedicó a fundar franquicias Marina D’Or de la Edad del
Bronce por todo el Mediterráneo. Y es Cthulhu su más famosa creación. Sin ser
más o menos poderoso que otros, que sea del mar, y que espera soñando, aún
estando muerto, en el fondo del mar la segunda venida lo convierte en la diana
de Lovecraft. Los seres raros y asquerosos que lo siguen dejan aflorar el
racismo que lo corroe por dentro, donde ve mancillada la tierra santa de Nueva
Inglaterra con gente negruzca, achinada, mongoloide y si, gente que habla
español, como nosotros. La gente que vive en Innsmouth personifica la
repugnancia al ghetto, al mestizaje, a la evidente falta de raciones de
civilización que les que adolecían los inmigrantes. Encima huelen a pescado. Y están fríos como
el hielo. Vamos que no son el ideal de
compañero de cuarto para el señorito melindroso. Lo que pasa es que como este
señor era tan raro, tan raro, que aún siendo antisemita perdido, se casa con
una judía de Nueva York, contra todo pronóstico de sus acaparadoras tías y a lo
mejor de sus gatos. Porque no lo he dicho, pero era el típico que vivía con
gatos y le parecían las criaturas más tiernas de la creación. De seres
tentaculares a los mininos, un salto cuántico.
El Caos y el Cosmos. El auge y la caída del gran Cthulhu
El hombre que conoce la verdad
está más allá del bien y del mal. El hombre que conoce la verdad ha comprendido
que la ilusión es la realidad única y que la sustancia es la gran impostora.
Que aquellos barros vinieron estos lodos es una frase
basada en el principio de la superposición estratigráfica que es bastante de
Perogrullo, pero tenemos que entender que el barro padre y el lodo hijo no son
lo mismo. En el caso de H.P.L. el lodo de los lodos, la más bastarda de sus limazas
fue August Derleth. Como buen hijo
interesado, Derleth, al obtener la herencia de su padre muerto le sacó provecho. Gracias a eso, hoy conocemos a
Lovecraft no como un nombre secundario en una revista de fantasía del año
catapúm. Funda Arkham House, junto a
Don Wandrei – autor inédito para mí
porque no sé inglés lo suficientemente bien- para difundir las obras de
su amigo muerto prematuramente. Y a sí mismo, claro. Continuando comienzos
olvidados del muerto precoz y firmando Lovecraft-Derleth como si de de los
Lennon y McCartney de pulp se tratasen.
Frente
al ateismo materialista de Howard Phillip, August se define a sí mismo “no como
un autor católico, sino como un escritor que es católico”. Esa sutil diferencia
igual nos da que nos da lo mismo. Las energúmenas y poderosas entidades
surgidas de la pluma de Lovecraft son pasadas por un tamiz de entre monaguillo
y tipo enrevesado en lo que todo acaba siendo lo que he dicho desde un
principio, un lodo bastardo, alejado de la idea original, enriqueciendo el
original con una especie de Avecrem moral que hace que el horror cósmico, que
debió llamarse terror caótico, pase a ser una especie de novela gótica de gente
oscura y tal pero que se juntan para luchar contra el mal y cual. Es una
versión simplista, lo sé. La archiconocida sistematización de Derleth en dioses
primordiales y arquetípicos no deja de ser la proyección de los puntos del
maniqueísmo cristiano a las coordenadas del mundo de los seres de otra
dimensión, que apenas reparan en el ser humano y su insignificante presencia
temporal. Además añade lo que en Lovecraft solo eran unos seres secundarios
entre tanto señor con inclinaciones raras y tanto ser abominable: la hembra. Lo que antes había sido la madre
de alguien, las esposas de un Marsh o una antepasada bruja, ahora pasa a un
primer plano. Aunque acusado por algunos
de misógino, H.P.L. no cometió jamás esa falta que perpetran tanto
sociedad como religión occidental establecida; la hembra como fuente del mal.
Pongo hembra y no pongo mujer, pues las sibilinas Evas de exóticos rasgos de
las zonas abisales del océano, no dejan de ser “profundas”, o sea, criaturas
que vienen de sitios tan pintorescos como R´lyeh, sirenas anfibias que atraen
al que no sabe a la sabiduría de su propia maldad. Derleth es el amo. Aunque
parezca que no me agrada el susodicho escritor, no es así. Leo con gusto sus
bastardizaciones. Y es que los amantes de los juegos de rol y peliculillas
rollo La Herencia Valdemar, y en
general, los lectores de Lovecraft, lo somos sobre todo gracias a la labor
cuasi proselitista de August Derleth, aunque después vengan puristas como yo
mismo a ponerlo a caer de un burro, o de un pájaro de esos que te llevan a una
estrella con un beber de hidromiel.
Lovecraft
y yo
Los hombres de ciencia sospechan
algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo.
Los sabios interpretan los
sueños, y los dioses se ríen.
En mi revuelto
mundo onírico emulaba a un Randolph
Carter tal vez inicial, y no pasé de mero aficionado. Sensaciones extrañas,
presencias preternaturales y muertos, muchos muertos. Un prado al atardecer se
convierte en descampado y después en patio de atrás de unas casas viejas. La
hierba era verde y pajiza, y algunas plantas, en ebullición carnavalesca, eran
violáceas y suculentas, henchidas de la sangre de algo o de alguien. Una parada
de bus en medio de aquella nada antinatural. Era allí donde los muetos se
convertían en muertos vivientes o seguían su camino a la putrefacción, por un
proceso que en realidad poco tenía que ver con las invocaciones alquímicas que
Charles Dexter Ward gritara una noche en la casa de sus padres una noche de
Viernes Santo, para reclamar a sus ancestros. Una vez en el psiquiatra, y
contado el sueño entero (era mucho más largo y lo escribí para no olvidarlo),
el alienista mostraba su contento y decía que mis sueños eran muy ricos y
barrocos. Eso parecía complacerle, pero a su vez, una vez que le dije mis
lecturas, me recomendó no seguir ese camino lector. Las pesadillas de esta
índole cesaron, pero en el mundo vigil y en el reino de Hypnos, más tal vez en
el mundo real, me hizo anhelar los sitios apartados y solitarios, las casas
viejas, los libros polvorientos y los extraños cielos que había soñado. Y es
que, como ya le pasase al mencionado Carter, perdí la llave de plata, durante
algún tiempo, y sólo soñé ya con exámenes, quebraderos de cabeza de la clase
ñoña y miedos más cercanos y prosaicos – los peores, sin duda alguna, por
certeros-. Lovecraft daba una importancia al sueño que es palpable en su obra y
es notoria en la vida de los insomnes y despertadizos.
El Ciclo de
Aventuras Oníricas de Randoplh Carter, es sin duda, mi obra favorita del señorón de Rhode
Island. Como si Lord Dunseny mirase el reverso tenebroso de los sueños, la
búsqueda de las dársenas de la ciudad de poniente, la exploración onírica en
pos de la ignota Kadath, atravesando incluso la mítica meseta de Leng, es la
aplicación en fantasías de la dura y cruel realidad de que se cumpla lo que se
desea. Y es que como decía otro antisemita famoso –Nietzsche- , disfrutamos más
del deseo que de lo deseado.