Prefacio

  Descubrí a W.H.H. por azar, si se considera azarosa mi costumbre ―ya antigua― de comprar libros de Valdemar al buen tuntún y disfrutar en las sofocantes siestas de agosto bajo el ventilador de aspas. Mi primer libro de Hodgson fue Los piratas fantasmas. Habiendo leído con anterioridad, y atentamente, a Melville, no pude dejar de ver el paralelismo descriptivo de los términos marineros y la cuidada narración de la vida en el barco; aquí acaba esa similitud. Sabía de William Hope Hodgson por las referencias de H.P.L. hace en su obra El Terror en la literatura, aunque he de confesar que cuando leí este primer libro no siquiera recordaba lo que decía el señorón sobre este o cualquier volumen hogdsoniano en particular. Rápidamente, y por la sensación que me produjo, este título salió en las conversaciones literarias que a veces tengo por Facebook, donde surgió, lógicamente, de voces lectoras más avezadas y sabias La casa del confín de la Tierra, siendo recomendado insistentemente por señoritas y señoritos, en los que confío para estos menesteres. Viví con intensidad este viaje al terror extremo en unas condiciones bastante favorables. Sólo, en La Casa con Libros, un alojamiento idóneo, en plenas oposiciones.
 Ya sólo me quedaba Los botes del Glenn Carrig que empecé a leer en cuanto pude de nuevo bucear en los libros en busca de alguna calma para mis desdichas.
Poco sé de crítica literaria, de diseccionar frases o de analizar autores, pero esto es una promesa con otros y conmigo mismo. Si, la TRILOGÍA DEL ABISMO. W.H.H., escritor atípico o típico narrador de su tiempo, la era donde la escritura, incluso la pensada para el gran público, no adolecía de esta falta aberrante de imaginación, verdad y humildad de los tochos que componen las grandes pilas de centros comerciales y librerías gigantes a la espera de la avidez del lector de consumo rápido y criterio un poco faltico.

El hombre: marinero, atleta, escritor y soldado

 Willian Hope Hodgson nació en plena era victoriana en el condado de Essex, hijo de Samuel y Lissie. Samuel daba sermones los domingos y el resto del tiempo se dedicaba a producir anglicanitos, pues de este pío matrimonio nacieron doce churumbeles. Se mudaban constantemente a tenebrosas parroquias y la estrechez era evidente. Tanta boca que alimentar debía ser un desafío. Desde chico, W.H., sintió una atracción por el mar, así que su futuro como pastor anglicano que escribía sermones los domingos y traía más almas a este mundo se fue al garete. Bueno, se fue al garete para su padre, que es lo que tenía pensado para él, pues a unos tiernos 13 años va y se escapa para enrolarse en un barco mercante y entra, a pesar de ser un chinorri sin pelos en las piernas, gracias a la mediación de un familiar, en el rudo mundo marinero como grumete. Era enfermizo y enclenque –entre doce hermanos supongo que tendría que luchar por las gachas cual niño espartano– y las burlas y las somantas de hostias de sus rudos compañeros de tripulación eran constantes. Esto le lleva a aprender artes marciales para que no le midieran el lomo. De ese proceso sale un atlético señor inglés muy pendiente de su forma física. Tras estudiar y embarcar de nuevo, viviendo prodigiosas aventuras en sus tres vueltas al mundo ―llego hasta a recibir una medalla por salvar al primero de a bordo en un mar plagado de tiburones―, el bueno de William se cansa. Más adelante entraremos en lo que la mar repercute en la obra de Hogdson. Lo que más le llena en las calmas chichas y en las largas guardias es su afición a la fotografía.
 Abandona la Marina Mercante y le da por montar un gimnasio la “Escuela de Cultura Física W.H. Hodgson” en la que enseña a los policías a dar mamporros con más técnica, y a los ciudadanos a defenderse de los malhechores. Estamos en 1902, el siglo XX, tan completito de horrores acaba de nacer, y la escuela de nuestro amigo se convierte en el primer gimnasio del mundo ―no he contrastado el dato, pero da igual― con luz eléctrica. A la par escribe en gacetillas sobre lo bueno que es hacer abdominales, pero sobre todo aventuras marineras que él tan bien conoce. Aparte, y gracias a sus instantáneas, da un ciclo de conferencias sobre éstas, que tan bien recogían la soledad en alta mar, la violencia de las tormentas y los fenómenos eléctricos asociados. Al ver que sus relatos y el contenido de sus conferencias llegan al papel impreso, se plantea ponerse a escribir de manera profesional. Pero no todo son buenos augurios para el joven, The House of the Borderland fue rechazada 21 veces antes de llegar a ser publicada. Y es que, en mi modesta opinión, aún falta una guerra mundial y una nueva hornada de autores para comprender todo el poder tenebroso de esta fantántica novela, pesadillesca, opresiva y desoladora. Los grandes espacios temporales en los que transcurre la segunda parte de esta obra, y su apariencia de viaje psicotrópico en toda regla, la harían extraña para sus contemporáneos.
 Más adelante, en 1907, ve publicada su primera novela The Boats of Glen Carrig. Esta vez tuvo más suerte y pudo vivir modestamente por las ventas, escasas, y por el favor de la crítica. Los Botes del Glen Carrig trata de lo que queda de un naufragio y las sorprendentes aventuras que tienen que pasar los supervivientes. Ya se percibe el ambiente marinero y la relación humana entre los hombres, enfrentándose a horrendos y preternaturales peligros que esconden  el mar y las islas en las que arriban.
Al año siguiente ve por fin La casa del confín de la tierra en los anaqueles de las librerías.
 Habrá que esperar a 1909 para que The ghost pirates viera la luz, concluyendo así la trilogía de la cual nos vamos a ocupar en esta somera aproximación a Hodgson.
 Pródiga actividad tiene el autor en estos años: polémicas en los periódicos, la defensa de los derechos de autor desde The Author, el boletín de la Sociedad de Autores Británica. Publica obras capitales para el mundo de la literatura fantástica como Carnacki o The Night Land: A Love Tale.
 Se casa y se muda a Francia. Regresa en 1915 a su tierra natal para ingresar en el servicio activo en un mundo en guerra. Vuelve, tras un accidente con un equino, al continente con la 171 Brigada de la Royal Field Artillery. El destino: el frente belga. La misión: pegar tiros en una trinchera. El 19 de Abril de 1918 es volatilizado por una granada alemana cerca de Ypres, a la edad de 43 años. ¿Quién sabe lo que habría deparado esta experiencia si hubiese salvado el pescuezo en la Guerra del 14? Intuyo que un testimonio a tener en cuenta del terror real y embarrado de la vida en las trincheras, y algún nuevo monstruo, formado por la metralla, los cuerpos muertos y las alambradas, aunque todo esto ya es mucho suponer.

Temas recurrentes

 Tanto la Trilogía como su obra restante ocurren en un entorno donde el realismo es la tónica. Ya sea en un barco, en una lejana isla o en una casa de pesadilla, Hodgson es extremadamente meticuloso con la rutina diaria de los personajes, aunque lo que acontezca sea cuanto menos inquietante. Los protagonistas son siempre “hombres de acción” barojianos, salvando las distancias y la fantasía. He leído en muchos sitios la carencia de una profundidad psicológica en sus creaciones, pero es que si hacemos una lectura más pormenorizada, la forma de ser, los anhelos, los deseos y las personalidades están descritas por sus acciones y sus reacciones, no por grandes peroratas filosóficas ni hablando “pa dentro”; además son seres sencillos que se ven envueltos en el misterio y el terror. Como contrapunto, y sin salir de la obra de Hodgson, estaría Carnacki, que se mete en líos ectoplásmicos por oficio y curiosidad. En la Trilogía, los protagonistas se ven abocados a estas extrañas aventuras, se sienten mal, muy mal, mientras los hechos terroríficos suceden y de ser por ellos estarían en una taberna tomando el grog de la casa o con una taza de té entre los labios.

La soledad y la desolación

 Son los puntos fuertes del terror hodgsoniano. Los entornos donde se desarrollan las agobiantes aventuras son lugares solitarios, desolados, tristes y malsanos. Hodgson saca el miedo del monopolio de la oscuridad y las sombras, y nos lo ofrece en distintos escenarios, ya sea en una isla lodosa, en una calma chicha con un sol a plomo o en la atmósfera asfixiante de un barco rodeado de la nada.


 Esa casa del borde de la Tierra, alejada, en un paraje descuidado, donde el viejo que la habita va a morar sus últimos años. Frente al barroquismo de Lovecraft o la frondosidad de Blackwood, nuestro autor dibuja con palabras que se asemejan a paja que se rompe, a polvo de eones que pasan, viendo pasar el Sol en el horizonte como un río de fuego en un mundo que se apaga. Los sucesos extraños que ocurren en esta viviendo en los límites de una tierra extraña, en Irlanda, me llenaron como lector de un raro vacío interno, como si te arrancasen una parte de la mente. Eso, creo, es lo que sentía el viejo de la casa, y lo que el autor pretendía transmitir. Hogdson sabía de esta desolación del páramo, de cuando a su padre como pastor, lo mandaban a recónditas parroquias en tierras yermas y casi despobladas. La técnica de que sea un manuscrito encontrado en unas ruinas nos acerca más a esa incomunicación con el narrador de la historia, siendo lo que cuenta un melón cerrado, sin que puedan intervenir los extrañados lectores, protagonistas secundarios de una historia terrible —que nos representan a todos nosotros—. No es cuestión de espoilear la novela, pero en las dos partes que se separa —la parte de los hombres porcinos y la del viaje a través de las eras— la soledad llega a ser tan infinita que supone la destrucción total del planeta. Y eso ocurre rápidamente en el tiempo, pero lentamente para el que observa (y lee) los grandes acontecimientos cosmológicos que acontecen.
 En Los Botes…, la misma mar es la fuente principal de soledad. Unos náufragos en sus pequeñas barcas rodeados de mar. La primera isla a la que llegan es el paradigma de la desolación, con sus suelos embarrados, sus escasas plantas y su ausencia de vida animal. Y esos gemidos y chillidos nocturnos que no se sabe de dónde vienen. Gritos que también tuvo que aguantar el viejo de la casa del confín. Después el mar de algas, que se extiende millas y millas a su rededor guardando peligros del mar. Esos barcos atrapados por los campos de algas, desportillados, abandonados, muertos bajo el terrible sol y carcomidos por el salitre. El narrador de la historia, que vive en primera persona el horror, al igual que el anterior contador, no sabe bien lo que ocurre, pero actúa con estoicismo extremo. La tensión es constante, llegando a un paroxismo nervioso, que hace que los más débiles de los hombres de la tripulación no lo aguanten. Pero vemos que los protagonistas son duros, firmes, valientes, pues pese a su miedo, actúan, desafiando a lo que no se ve y les acecha desde el mar. Cangrejos gigantes, hombres cefalópodos, krákenes descomunales, babosas repugnantes. La utilización de la rutina como vehículo narrativo es muy eficaz. Al ser marinero, Hogdson piensa en lo que harían unos curtidos lobos de mar en las extrañas circunstancias que les toca vivir; no olvidan buscar agua potable, hacen sus guardias, arreglan su embarcación, aún sin saber donde están e intuyendo peligros que les atormentan. Hombres prácticos y prosaicos; hombres de acción.
 Las similitudes con Los Piratas Fantasmas son evidentes, pero esa desolación es más etérea, más terrorífica. Un buque supuestamente encantado que atrae misterio y muerte en un mar sólo para ellos. Jessop, nuestro narrador, da una explicación plausible, la atmósfera sofocante hace que vivan en otra realidad, en donde la sucesión de acontecimientos, aparte de llevar al otro barrio a unos cuantos marineros sin explicación lógica, desoriente y vuelva locos a los que más saben de los misterios del océano.

El amor

 Aunque parezca mentira, el amor aparece en dos de las tres novelas de la trilogía, aunque de distinta forma.
 En la casa del confín… es el recuerdo, un trasfondo que aparece en sueños del protagonista, y que en el final de los tiempos es un retorno a ELLA, a la mujer amada. No sabemos si en realidad son las fantasías de hombre enfermo de amor y soledad quien escribió el diario que los dos viajeros ingleses encontraron en la recóndita Irlanda. La descripciones, siempre oníricas y etéreas de los encuentros con la amante, parecen producidos por alucinógenos, pero lo más probable es que sean la pena y el vacío lo que cree esos episodios de sentimientos de pérdida.
 En Los botes... se da un episodio de amor romántico entre el narrador y una de las moradoras de un barco abandonado, que los aguerridos hombres del Glen Carrig rescatan de su prisión de algas, a las órdenes del contramaestre, ideal del hombre justo y recto. Lovecraft encuentra desagradable y sensiblero este romance, que podíamos denominar cursi o del que podíamos decir que sigue las reglas del folletín decimonónico. Lo extraño es que entre ataques de hombres cefalópodos y cangrejos como catedrales tampoco quede lugar para el virtuoso amor de estos dos cursis, que por otro lado han demostrado una sabiduría, una valentía y una templanza fuera de toda duda.

Lo porcino

 Ignoro de dónde vendrá esta obsesión mórbida por los cerdos, pero el caso es que la relevancia que tiene en La Casa del confín…, es para no pasar por alto esta nueva alimaña del terror: los terribles hombres-cerdo.
 A base de ruido de pezuñas, de sentir como horadan la tierra, los gruñidos horribles en la soledad de la noche del páramo, hacen que para quien haya leído la obra, jamás se olvide de esas criaturas espeluznantes. He buscado mucho el significado que para nuestro autor significa este terrible sentimiento hacía lo cerdo, pero sólo he encontrado veladas alusiones —tengan en cuentan que no sé inglés demasiado bien— sobre lo impuro del gorrino en la Biblia. ¿Quién sabe si su padre, en casa, a la luz del fuego no contaba a su numerosa prole esas historias tenebrosas del llamado Libro con mayúsculas en contra del mejor de los animales? Las referencias bíblicas hacía la repugancia hacia el cerdo no son muchas, pero claras. Cuando algún reyezuelo déspota —a un tal Antíoco le dio por ahí— quería dar por saco al pueblo elegido les hacía comer cerdo. Herodoto, por su parte, cuenta que los egipcios tampoco podían ver a los cochinos.
 Sea como sea, las espantosas criaturas que acechan al viejo de la casa, son como partículas de un ente maligno completo. Después de matarlos, sus cuerpos ya no están.
 Y es que aunque se salga de esta trilogía, en uno de los mejores casos de Carnacki, cazador de fantasmas, El Cerdo, una criatura de iguales características atemoriza al señor que contrata al detective parapsicólogo. Esos gruñidos, esas paredes rayadas. Esas pisadas. El prototipo de ocultista racional da vez crédito a este monstruoso ser. No todos los casos que investiga son verdaderos, pero el del cerdo, el de esa inmundicia pálida y putrefacta, es cierto.
 No sabemos, de esa motivación, pero bien podíamos decir que el paroxismo del terror no místico ni onírico de todos los libros de Hodgson es el sitio —de sitiar— de la vivienda en los lejanos parajes  de la Isla Esmeralda por estos antropomórficos lechones.

El mar

 El océano, siempre presente por su pasado marinero. Mira el mar como gran mole, donde el terror acecha, pero no por ello deja de maravillarse de los grandes espacios, de la inmensidad casi infinita de ir en un cascarón. Al contrario de H.P.L. que odiaba el mar más por fobia inventada que por otra cosa, el terror marinero de Hodgson se basa, como hemos relatado, en su experiencia más mala que buena en los barcos. Salió como gato que le quitan pulgas de tan cruel empleo, y le dio un filón para sus historias. El salitre sale, rezuma de la pluma de William Hope. Es así hasta en La casa… donde la lucha contra el agua es parte fundamental en la primera parte de la historia. Si bien hemos recalcado lo que sufrió, también deja latente ese compañerismo, ese hermanamiento entre los que unidos por un sino ominoso han de salir del trance lo mejor posible. Incluso habiendo tenido mala experiencia con los superiores déspotas, el líder de Los botes… es un ser virtuoso, que mira por los suyos, sin ser cruel, siendo firme, pero comprensivo con los que están por debajo en la cadena de mando.

Conclusión

 Esto ha sido un leve esbozo, más personal que técnico del hermoso mundo de William Hope Hodgson. A algunos no les dice nada. A otros nos encanta. Creo que lo resumió bien el maestro de Providence:

Aunque favorece conceptos anticuados y sentimentales del universo, y de las relaciones del hombre con el mundo y sus semejantes, Hodgson es quizás apenas inferior a Algernon Blackwood en su fervor creativo de lo irreal. Pocos pueden igualarlo en su descripción de una humanidad sitiada por fuerzas innombrables y monstruosas entidades mediante alusiones casuales y detalles insignificantes, o en comunicar el vago espanto espectral que se relaciona con ciertos edificios o regiones.

Yo sin más les recomiendo su lectura, entre otras cosas porque sin él el concepto de terror cósmico no habría sido lo mismo, y en definitiva, porque es de lectura provecho y de enjundia.