¿MI? BERGAMIN

 

 

a mi amiga Esther, en su triple calidad de

teóloga,

cofrade aguafiestas

y aficionada al toreo

(resultado de la ecuación:

dispuesta a asumir la vida sin afeitarla de cuerna)

 

 

 

El entendimiento del toreo es, naturalmente, consecuencia de una limpia y fina sensibilidad: porque el toreo es lo que hay que ver, cosa de ver, y de entender, por consiguiente: cosa, objeto de la percepción y el razonamiento. Sin sensibilidad o percepción sensible no hay entendimiento de ningún arte o juego; pero lo percibido, o, como dirían los místicos, lo sensado, si es condición de lo concebido, no determina su valoración: el criterio que acepte o rechace el toreo será una cuestión de sensibilidad, como suele decirse, cuando lo sea de inteligencia, de entendimiento racional, y el entendimiento de una cosa es ajeno o independiente de nuestra voluntaria adhesión o repugnancia a ella; el entendimiento no acepta ni rechaza nada, sino sencillamente, lo evidencia, lo verifica. El espectáculo de una corrida de toros no vale únicamente por la impresión sensible que nos causa, por muy sensible que pretenda ser esta impresión; mientras más puramente sensible (confusamente perceptible) sea, será menos inteligible, y más lejos estaremos, por tanto, más imposibilitados, de establecer ningún criterio moral o estético con que poderla valorar. Para saber lo que valga moralmente o estéticamente el toreo, tendremos, ante todo, que entenderlo. ¿Y cómo podremos entenderlo mientras repugne a nuestra sensibilidad, si nuestra sensibilidad se opone confusamente a ello? Los que, pretextando esa exquisita sensibilidad, se niegan a su entendimiento, podrán presumir de lo que quieran; de todo, menos de entendimiento; podrán presumir de instintiva, primaria, rudimentaria sensibilidad, refleja como la de un animal cualquiera; sin que estos reflejos psicopáticos indiquen necesariamente delicada sensibilidad: más de un insensible picador de toros, brutal, se ha desmayado a la vista de una gota de sangre. Una sensibilidad fina verdaderamente es una sensibilidad firme, segura, ejercitada, como la del operador en cirugía; o sea, de rapidísima concepción o racionalización; y solamente esta rapidez funcional en el proceso de lo sensado puede concebir el toreo; es decir, abstraer, conceptuar tan rápidamente por el pensamiento una experiencia sensorial. Esa verificación peligrosa de relaciones evidentes desarrolladas en el espacio y tiempo sensibles, con la precisa exactitud abstracta de un tiempo y espacio matemáticos. El poder conceptuar tan rápidamente lo sensible es propiedad de finísimas sensibilidades las sensibilidades torpes, rudimentarias, carecen de esta facultad; por eso para ellas el espectáculo del toreo es sensacional y repulsivo; porque les es, sencillamente, inconcebible. El toreo es un juego vivo de inteligencia, tan exclusivamente inteligente, que el error más mínimo contra la exactitud en la ejecución de sus suertes le puede costar al lidiador la vida. Pepe Hillo, que lo inventó, verdaderamente, porque establecía sus principios, definiéndolos con geométrica distinción y claridad, aparece en la portada de la edición primera de su admirable metafísica del toreo o Tauromaquia, con la espada y la muleta en una mano, y en la otra, un reloj. Joselito, que verificó admirablemente el arte birlibirloquesco de torear de Pepe Hillo, fue, seguramente, la inteligencia viva, natural, más extraordinariamente sensibilizada; por eso el toreo en sus manos parecía magia, prodigio, maravilla: inteligible juego de prestidigitación.

El toreo es un puro juego inteligible, en el que peligra la vida del jugador; este peligro desinteresado afirma, al entenderlo, que de su verificación estética se deduce, como de toda afirmación estética, una consecuencia moral, o inmoral: la del heroísmo; el heroísmo puro, sin utilidad; el toreo es un juego de heroísmo o un heroísmo de juego: heroísmo absoluto. En este sentido, podría suponerse que es un deporte trascendente, un deporte doblado de significado estético ideal; porque en el toreo se afirman, físicamente, todos los valores estéticos del cuerpo humano (figura, agilidad, destreza, gracia, etc.); y metafísicamente, todas las cualidades que pudiéramos llamar deportivas de la inteligencia (rápida concepción o abstracción sensible para relacionar). Es un doble ejercicio físico y metafísico de integración espiritual, en que se valora el significado de lo humano heroicamente o puramente: en cuerpo y alma, aparentemente inmortal. Esta es su belleza más pura: ser espectáculo visible de una invisible realidad; el traje del torero se enciende de luces inmortales para iluminar sobrenaturalmente lo más natural: la muerte y la vida, simplemente, heroicamente, verificadas como un puro juego imaginativo real. El entendimiento de esta realidad imaginativa, que se verifica vivamente, es como el de una configuración o construcción espiritual sin permanencia; cuando el tocador de guitarra verifica musicalmente una falseta improvisada, dice: “Ahí queda” , como si dijese: “Que nadie la toque” ; y así queda, efectivamente, vista y oída: entendida, sin que nadie, ni él mismo, la pueda volver a tocar. Ver para creer, para entender: sin tocar. El toreo queda, visto y entendido o creído: visible un momento, invisible una eternidad. La inteligencia del toreo es tan sensible, que dice: “Mírame y no me toques” . El toreo sólo quiere ser entendido, puramente, exclusivamente, sin contactos de utilidad: enciende luminosamente la inteligencia humana para que se la vea jugar; que nadie le toque, que todos lo vean, y lo entiendan, nada menos, y nada más. Por esto las morales utilitarias lo rechazan: porque es inteligente exclusivo, hasta la crueldad; porque elude expresamente, expresivamente, toda consecuencia práctica de moralidad. Y es que hay también conviene no olvidarlo, lo que el crítico del pragmatismo René Berthelot ha llamado un romanticismo de la utilidad; son estos románticos sentimentales de la utilidad los que no pueden ver el toreo; y como no lo pueden ver, no lo ven, y no lo entienden; ni tampoco lo pueden tragar, que es lo que quisieran: tragarlo después de haberlo masticado moralmente, porque es táctil, aprehensivo, su gusto o empeño voluntario de utilidad; por eso compadecen al toro, padecen con su pasión mortal y no con la inteligencia inmortal del torero que la burla; porque se identifican prácticamente, sentimentalmente, con el toro, que es el que siente o padece vivo; pero no entienden la inteligente burla y birla que es el arte de birlibirloque verdadero de torear. Todo el que no puede ver el toreo, no lo podrá entender jamás, por falta, no por sobra, de sensibilidad verdadera, de clarividencia; por romántico sentimiento práctico de lo útil. El juego inteligente del toreo no puede andar entre los bobos, como dice un estribillo popular. Es juego imaginativamente racional, enigmático, verdadero; cruelmente perfecto; luminoso, alegre, inmortal. Solamente una transmutación tan antigua de civilizaciones como la andaluza podía originar el toreo; sólo una sensibilidad secular tan honda y depurada podía extremar su pasión por la exactitud, por la inteligencia, hasta ese último afán clarividente, generándolo en un puro juego que asume, paradójico, la vida y la verdad: la vida verificada, sin temor, hasta la muerte. Partido en luz y sombra, rueda el círculo virtual del toreo una vuelta eterna, inmortalmente verdadera. Las incomprensiones y oposiciones que lo rechazan no son otra cosa, en definitiva, más que odio mortal a la inteligencia: acumulación impotente de rencores sentimentales en civilizaciones inferiores por primitivas aún y bárbaras. Es el rencor sentimental de intelectuales de improvisación, que son sentimentales disfrazados, sin sensibilidad todavía para su natural, y sobrenatural, espiritual, entendimiento.

 

Bergamín: ¿teólogo? de la lidia.

 

Tantas cosas que me son arcanas en mayor o menor medida (la tauromaquia trascendente y teologal, el éxtasis de la cruz como cuelgue perpetuo –única golosina de santas inapetentes-, la mirada discreta al tiempo que luminosa -¿discreta por luminosa, por no ser lo mismo la luz que el relumbrón?- de quien fuma desde la inteligencia y no desde la vana compulsión, la afición por la pintura matérica y la música dodecafónica, el vértigo de la heroína como coito interminable, las liturgias sin salida de un Antonin Artaud -con cierto bouquet a vómito rancio-, esa otra cara de la metamorfosis orlandiana que sólo puedo vislumbrar en la omnipotencia de los sueños, el gozo profundo en la lectura de clásicos del Siglo de Oro ...) se me hacen, sin embargo, potencialmente mías en la empatía y/o respeto que siento por sus oficiantes quedando como tierra a descubrir en otras vidas y/o paralelas realidades (a veces, en esta misma realidad, como el gusto por Andrei Tarkovsky que me inculcó el trato con el señor Pinzolas).     

 

El miedo es raíz de la dignidad humana que el torero representa o simboliza en la plaza: lo mismo si es temor que terror: temor divino o terror pánico, que viene a ser igual. La cobardía es todo lo contrario, porque es impunidad en la agresión anónima que esconde la mano que tira la almohadilla como si tirase la piedra (querría que lo fuese) para asesinar al lidiador anónimamente y sin responsabilidad personal alguna. Si el torero representa la dignidad humana por su miedo mismo (lo venza o le venza el miedo a él), el público representa enteramente lo contrario cuando injuria y trata de agredir mortalmente al torero, y aun más que representar, encarna la indignidad humana hasta su rebajamiento peor por su exhibicionismo, tan irresponsable como estúpido, de la cobardía.

Porque el público no es una abstracción amparadora con su anonimato de la irresponsabilidad y de la impotencia del espectador individual que se apoya y oculta en ella para escamotearse a sí mismo, el público que injuria y agrede al torero es ese espectador individual, todos y cada uno de esos espectadores individuales, que le apedrean, a almohadillazos, y lo que es peor, le injurian aludiendo a su respetabilísimo miedo con objetos que desenmascaran su propia cobardía. El torero, tenga el miedo que tenga, y por tenerlo, no es, no puede ser nunca un cobarde. El espectador o espectadores individuales que le injurian y hieren, enmascarándose en su anónima irresponsabilidad, siempre lo son. Y hasta suelen jactarse de serlo. No hablemos de los que aplauden, dentro o fuera de la plaza, esa cobardía, reforzándola con la suya propia.

 

Bergamín escribe de toros y, al hacerlo, escribe de todo.

 

La razón en el juego del pensamiento, como en el toreo, es un punto de partida, de apoyo, de vista y final. De partida, porque parte en dos el mundo del conocimiento, definiéndolo, de este modo, geométricamente, por su propia ley generadora, al partir: como principio de contradicción. De apoyo, porque sostiene en equilibrio justo, con fidelidad de balanza, los dos mundos del conocer: éste y el otro; visible e invisible, natural y sobrenatural; participación de los dos mundos dados al conocimiento, dados a la razón, como dados de azarosa fortuna. De vista o de mira, porque habiendo partido y equilibrado justamente el conocer, unifica la doble imagen dada de lo diverso en una sola, el universo; visto y no visto: in ictu oculi; en un abrir y cerrar de ojos. Y final, porque determina el juego mismo racional del pensamiento, del toreo, como finalismo causal; al modo que un punto de luz engendra el círculo luminoso, en la teoría lumínica del teólogo inglés Grosseteste; como principio y fin o razón de ser: participación de lo divino. La razón de ser del pensamiento, como del toreo, pone todas las cosas en un punto, en su punto, que es punto y hora de razón (duración y simultaneidad); la hora en punto de razón; la hora de la verdad: el acto relativamente más puro. Círculo racional, luminoso: afirmación rotunda. En llegando las cosas a este punto, para el teólogo como para el torero, ya no dejan lugar a dudas. ¡Eh! ¡A la plaza!... El ruedo de la razón es la rueda de la fortuna.

 

 

Cuanto más me acerco a Bergamín más me separa de él una sola cosa (una pero enorme –al menos, para Bergamín-): Pablo Picasso. Si en vez de éste, la enormidad plástica en JB estuviese representada en lo absoluto por El Greco (de quien cierta pintora y escultora griega expresó –y exprimió, por su intensidad- una semblanza definitiva en uno de los últimos números de CRUZ Y RAYA) esa cosa que nos separa sería un motivo más de comunión.

 

No fumo, ya lo dije, salvo pasivamente y tampoco he ido nunca a una corrida de toros. Sin embargo, respeto ambas artes, tanto la de apurar los pensamientos en brasa randiana como la de oficiar la misa del birlibirloque. Sólo sea ese respeto por lo que ya dije aquí en cuanto al tabaco...

Y ya que he aludido a AR, cuán profundamente caro a Howard Roark el siguiente párrafo:

 

Lo que más entusiasma a los públicos, en un arte cualquiera, es tener la impresión de un esfuerzo en quien lo ejecuta, la sensación constante de su visible dificultad: esto les garantiza la seguridad de que pueden aplaudir justamente, premiando el mérito. Pero al espectador inteligente lo que le importa es lo contrario: las dotes naturales extraordinarias, la facilidad, que es estética y no moral; ver realizar lo más difícil como si no lo fuera, diestramente, con gracia, sin esfuerzo, con naturalidad. Es ésta, en todo arte, la supremacía verdadera: vital. Hay que invertir todos los valores para poder afirmar lo contrario.

 

Bergamín, malagueño tenebroso de la cáscara más amarga (antimateria por tanto de María Teresa Campos, nuestra Oprah, la enfermera jefe del pabellón de reposo llamado EXpaña –el mejor de los nidos para los peores cucos-).

 

Bergamín, cofrade aguafiestas en cualquier universo y/o coyuntura, inasequible a los paripés, culo de mal exilio...

 

Bergamín, escorpión sobre rana (pero recordemos cómo todo veneno supone panacea dependiendo de la dosis y la circunstancia: al contrario que los placebos de vacío filisteo, eunucoide, acolchado, tan alabados en la postmodernidad como paradigmas de lo ¿correcto?).

 

Frente a la mesocracia (descornada tiranía de los media –el espejo en que se miran los mediocres-), tú corneas, Bergamín,  con tu desmesura rigurosa, afilada en oro de siglos como la hoja de Guillotin, como ya hiciste en aquel trabalenguas (LLAMEMOSLE HACHE, aquel texto para CRUZ Y RAYA) que suponía tu no es esto, no es esto respecto al devenir republicano (un no es esto, no es esto complementario -por antípoda- al de Ortega).

 

Perder la cabeza por causa de Bergamín, supone recuperarla

(paradoja que ¿nos acerca? a Bataille pero no es lo mismo

–de ahí el mantenerla esposada entre interrogantes-).

 

De sus tres encuentros con la obra (o zozobra) de Franco (en la guerra civil, en su primer y fallido exilio del exilio y en su regreso definitivo –preludio de su definitivo echarse al monte vasco de Nunca Jamás-), Bergamín siente tanto mayor horror no de la sangre vertida o los huesos machacados que implica una política frontal de exterminio sino de la muerte a fuego lento de las ranas que no saben que se van muriendo en la olla (porque en esa olla –podrida- se van muriendo no por exterminio sino por EMASCULACION).  

 

Desde la tontería postmoderna (no hermenéutica, sólo tontería –tontería cínica, para más INRI, como todo lo postmoderno-), se comparó a JB con GeCé (por haber timoneado ambos iniciativas sin anteojeras como CRUZ Y RAYA y LA GACETA LITERARIA seguidas de otras unipersonales como EL ROBINSON LITERARIO de GeCé y EL PASAJERO de un Bergamín ya en el exilio, por tener ambos un punto deudor con la creativa explosión ramoniana y por ser ambos sujetos de difícil taxonomía para la mirada reduccionista). No se ahonda mucho en la comparación si no se fue más allá de eso: JB travesea conceptista por las profundidades de la angustia que ya había empapado a Unamuno y que en el vecino pa(r)ís iba calando a un Mounier o a una Simone Weil en tanto que Giménez Caballero, payaso siniestro, ¿solemniza? sus gags macabros de hooligan de espíritu (una vez profanados, ya de entrada, sus presuntos padres espirituales Ortega y Azaña, da unos pasos de claqué sobre el fanatismo desesperado de Ramiro Ledesma para acabar como jinetero -sí, lo digo así, con la intención más ofensivamente cubana- de las nóminas del banquero Juan March y dorando la píldora a la astucia solipsista del inminente Generalísimo). Dejando ya de antemano señalados sus muy diferentes pasos por allende los mares (el peregrinaje del siempre anómalo Bergamín rebulléndose en el corsé de la diáspora mexicana y su no menos conflictiva estancia final en Uruguay que motivaría su prematuro y catastrófico regreso a España, contrasta rotundo frente a los servicios prestados por GeCé a Stroessner, como la idea de desratizar Paraguay de basura indígena con mantas infectadas de viruela), muchas décadas después no es sostenible la comparación entre la sustantiva decisión final de JB exiliándose a esa Ultima Thule vasca y los apoyos del arrugado y octogenario hooligan GeCé desde su imprenta vallecana a anécdotas violentas de ultraderecha, ni siquiera complots golpistas serios, mero mamporreo de grado epsilon que no mucho después encuadrarían Felipe y Barrionuevo en sus cloacas de Interior.

 

Si queremos buscarle parangón por la acera contraria, hay comparanzas menos odiosas y más estimulantes: así, ese vértigo (quema de naves) con un punto de revanchas personales y otro de euforia justiciera que vive JB durante la guerra civil con sus camaradas escritores de EL MONO AZUL parece anticipar, en su ludismo colabo (colabo prosoviético en su caso), al que no muchos años después sentirían en el París ocupado los intelectuales pandilleros de JE SUIS PARTOUT (aunque Bergamín también tenga algo –en su torva transversalidad de inteligencia a caballo entre una vela puesta a Dios y otra al Diablo- de la duda hamletiana de Drieu –pero sin la luminosa desesperación de éste, con un despego más gracianesco, más abisalmente inexorable: a fin de cuentas, uno nació con vocación suicida y Bergamín, por su querencia a la burla y al birlibirloque, es osadamente cauto, antisuicida, es decir, anticanonizable, como Céline, con quien comparte un ápice de ferocidad pero sin el frenesí nihilista, sin el solipsismo clochard, más calculadoramente funcional, más tauromaquiavélicamente diestro-).

 

En cualquier caso, no falla: a cada nueva información, emanación, recreación, actualización que me llega procedente del mundillo nacional (EXpañol, se entiende) más visceralmente comprendo (justifico –incluso aplaudo-) las ferocidades de JB tanto en la guerra civil como en sus años postreros.   

 

La crueldad es condición ineludible de la belleza, porque lo es de la limpia sensibilidad: de la inteligencia.

 

La evidencia pura de la luz es cruel para los ojos débiles; solamente el vigor encendido de pasión de la inteligencia puede contrarrestar por la mirada la intensidad luminosa del cielo.

 

Una corrida de toros es un espectáculo inmoral, y, por consiguiente, educador de la inteligencia.

 

Qué diálogos sabrosos (“entre Quevedo y Calderón, divinamente humanos”, apostilla Bergamín), mantendría La Niña Guerrillera (Juana de Arco maquisard) con sus epígonas vascas, como la ¿traidora? Yoyes o como La Tigresa Idoia ¿al final también traidora? (especialmente intenso sería el confrontar la irreductible castidad de La Niña –que tanto valoraba Bergamín para una buena lid- con esa pulsión de Idoia por el sexo como factor aperitivo de la ulterior sangre y que nos hace pensar en aquel torvo personaje de la película EL GOLPE, la asesina Canino –aunque, ahora que lo pienso, en esas soledades místicas que la penúltima Idoia dice haber vivido en la cárcel podría ser que ya se hayan consumado esos diálogos ¿tal vez con algunos ecos de aquellas visiones de Santa Catalina de Génova sobre el purgatorio que JB tenía en tan alta estima?: lo que ¿nunca? sabremos es si han dado fruto o han sido baldíos para La Tigresa, hoy por hoy una de las mujeres más enigmáticas del cochambroso ruedo ibérico-).

 

ilustración de Idoia López Riaño

 

El torero, silencioso y solo, no se da a todos los diablos como hace el pelotari desesperado, sino que, porque espera, porque sabe esperar, se da a todos los ángeles.

 

El valor, espera; el miedo, va a buscar.

 

A medida que profundizo en Bergamín creo que aquel último exilio suyo en territorio abertzale fue más espejismo ultraespañol y deseo de trascender algo que él ya consideraba como EXpaña (de –repitiendo su actitud paroxística de cuando la guerra civil- buscar el tuétano sin contemplaciones frente a los simulacros que podían constantinizar, reducir la médula popular ibérica a vana mueca encharolá con afeites emasculadores de democracia formal): mi sarampión abertzale de mediados de los 90, inducido en una buena parte por el falangista Javier Iglesias (quien, abundando en la paradoja a la que nos fuerzan los mitos cuando se traicionan a sí mismos, sólo pudo procurar ser leal a su ideario continuándolo a caballo de la izquierda peronista y de lo abertzale, ya que lo azul propiamente dicho había degenerado en fontanería cloacal al servicio del inepto y venal GAL felipista), ese sarampión, digo, lo siento cada vez más bergaminiano (la diferencia es que yo no muero acunado/confortado/viatificado en pleno espejismo –espejismo que comprendo perfectamente, tanto más poderoso cuanto más se confrontaba con el filisteísmo, la falta de autoridad moral y la rutina vigentes: recuerdo conversaciones entre bromas y veras con el zenmeister sobre exiliarnos a Hondarribia, donde él tenía parientes, siguiendo los pasos de JB, aun fresca en la mirada de Rafa la profunda impresión que le causó su casual inmersión en el entierro de Olaia Castresana cuando paseaba cerca del cementerio donostiarra, y ceremonia que me confesó como uno de los mayores y más estimulantes impactos de su memoria política, rica en situaciones extremas pero a la vez, y ahí nos entendíamos plenamente, no menos parca en lo que hace a personas y momentos merecedores de respeto-, sino que sigo vivo para dejar testimonio con creciente disgusto de los dibujitos de AMENA ¿ornando? la campaña de Euskal Herritarrok y de la entrevista del piojo Ebolé a Otegi y de la paulatina adecuación a la poltrona de Bildu y Amaiur -previa negociación con el zapaterismo surgido del 11M y consolidado con la providencial muerte de Isaías Carrasco- y doy vueltas –movido por ese crescendo de desencanto que siempre permite ver más allá del espejismo- a esa constante kármica de lo abertzale que le lleva a coincidir una y otra vez con los intereses atlantistas y a reafirmar una monolítica hostilidad a Moscú en sus actuaciones y tomas de posición (ya desde la muerte de Carrero –en ese año 73 en que el franquismo iniciaba contactos con la URSS y el almirante mostraba sus reticencias al uso de las bases por los aviones usacos para la guerra de Yon Kippur- y el atentado contra un Ynestrillas que, en puridad, debería de haber sido objetivo de los servicios secretos dadas sus intenciones de atentar contra el rey y contra la cúpula del felipismo llevándose de paso por delante el trámite final de integración en la OTAN –paradójicamente, no mucho antes, y en completo contraste con esta peculiar conducta de ETA, habían sido los Comandos Autónomos quienes sí habían tomado como prioridad las represalias contra el PSOE por sus experimentos antiterroristas- y mucho más explícita en las posturas internacionales en sintonía con el Nuevo ¿Orden? Mundial, ahí los Balcanes –a destacar el obsceno hermanamiento con los sacamantecas kosovares, ese feto transgénico y delincuencial incubado por el Pentágono- o el Cáucaso centrífugo y títere de Turquía e Israel o los diversos terciopelos y primaveras –Libia, Siria, Ucrania...-). El Bergamín tan poco proclive al antiestalinismo, a quien nunca quitó el sueño el piolet en la cabeza del santo patrón de tanto ¿izquierdista? rusófobo pero sí habría seguido con atenta indignación los bombardeos de Yeltsin contra la Duma en otoño del 93 y los de la OTAN contra Belgrado en marzo del 99 (por orden de Javier Solana, miembro de ese PSOE que ETA continuaba blindando al tiempo que practicaba la caza indiscriminada de militantes del PP), y que había roto con el consenso de la transición y repudiado el eurocomunismo precisamente por su encuadramiento prooccidental ¿se habría tragado todos estos sapos sin rechistar o, como me ocurrió a mí, se habría sentido estafado ante algo que perdía sus posibles trazas de anticolonialismo fanoniano y mounieriano para parecerse cada vez más a la mercenaria y turbia gestación de Kosovo e incluso al no menos turbio y sangriento sprint final de Israel para afirmar su estado/baluarte atlantista como hecho consumado? 

 

Insisto, volviendo a estos tiempos decisivos en que estamos: sería muy interesante confrontar a Bergamín con este gran choque entre un Occidente cada vez más acorde con su nombre y una Eurasia que alborea. ¿Qué leería nuestro hombre con más interés y respeto, las ambigüedades troskoatlantizantes de GARA o, por ejemplo, esta teoría visionaria que en buena medida está sirviendo de cimiento a la recuperación del mundo eslavo y de Asia Menor en torno a la Tercera Roma del padrecito Putin, auténtico diestro del birlibirloque político que supera con ello en su praxis regeneracionista la catástrofe natural entendida por el otro padrecito, el georgiano, como único modo de hacer política?

 

Por cierto, la síntesis maestra de Alexander Dugin habría permitido a nuestro hombre trascender aquella su consigna de “con los comunistas hasta la muerte pero no más allá” porque ahora sí se puede ir MAS ALLA y mantenerse leal a la dinámica y entorno que alumbró la llama roja.

 

La identidad de los contrarios, si fuese inmóvil, sería la trampa ideal de la lógica hegeliana: de un hegelianismo lánguido y retorcido también; degeneración y no superación espiritual del raciocinio. Y es que Aristóteles, como Pepe Hillo, sabía torear.

 

Un monstruo de la fortuna es el toro. El torero es un laberinto de razón. Si el sueño de la razón produce monstruos, como el Diablo, la razón de soñar hace laberintos, como Dios.

 

En donde hay una cruz hay un punto; y en donde hay un punto hay una razón: matemática, divina. Para el torero, como para el teólogo, la razón es un punto en el que coinciden, al cruzarse, la voluntad con la inteligencia (afirmación tomista), o la burla con la pasión (afirmación torera). El signo o señal de la cruz afirma el juego del toreo como el de la filosofía: teológicamente. El toreo es una lógica de la burla: una lógica a lo divino.

 

Al toro no se le busca, se le encuentra.

 

Ese arrimarse creciente de lo abertzale a lo antitaurino, a la corrección política, a la hipocresía catalanista (que se va entreverando en el tiempo con la aceptación no menos creciente de los atentados indiscriminados, de las víctimas colaterales, prácticas tan occidentales en su busca de la distancia para cometer más cómodamente la atrocidad masiva –ahí Dresde y Colonia, Hiroshima y Nagasaki, Indochina, Irak, Belgrado, Afganistan, Gaza, Siria...-) ¡cómo habría crispado a JB!

 

El toro se estremece hasta lo más mínimo de su ser en la potente plenitud de su pujanza viva: porque el toro no exagera nunca su poder: al contrario, lo expresa conteniéndolo en la vehemencia dirigida y precisa de la embestida. El toro desdeña todo lo que no sea contradicción exacta y luminosa.

 

Bergamín, aparte las consabidas y providenciales excepciones íntimas, debió de sentirse por lo habitual (no importa en qué latitud ni tampoco en qué coyuntura) tremendamente ajeno a su entorno (entorno que percibiría –en su condición malditamente magistral de cortador de buenos rollitos, de implacable cirujano sajador de tópicos sofronizadores, de saboteador de mentiras ¿piadosas?: reducido tal vez a anticipo de anticlimático compulsivo, no apto para mundos felices, un a modo del Jack Nicholson de MEJOR IMPOSIBLE- como un inmenso Facebook rezumando toda clase de inconsecuencias y autotraiciones, de cobardías travestidas en autocanonizaciones estupendas, de mil huidas idiotas de la muerte -huidas estériles dado que sólo en la constante compaña de la guadaña puede concebirse la vida como realidad fecunda y no como estéril parodia de espectro postmoderno, más cerca de Amenábar que de Quevedo-): me lo imagino rompiendo este aislamiento, comulgando con los demás,  únicamente en un par de ocasiones, ambas llenas de gozosa ferocidad, cuando presidió en la Valencia de 1937 el II Congreso de Intelectuales Antifascistas y en la Hondarribia de sus postrimerías (arropado entre reniegos antiespañoles –en esa fusión grupal sartriana que para algunos nos supone el único modo de encontrarse con la gente-). Yo creo que, por mi parte, habría sentido algo similar en la Navarra vesperal de muertes ilusionadas que Rafael García Serrano describe en tantos momentos de su narrativa sobre los inicios de la guerra civil y también (y esta vez solapado, identificado, plenamente UNO con JB –sin la menor paradoja cainita-) en el Moscú (quien dice Moscú, dice Sebastopol) de ahora mismo.