¿MI? BERGAMIN
a mi amiga Esther, en su triple calidad de
(resultado de la
ecuación:
dispuesta a asumir
la vida sin afeitarla de
cuerna)
El entendimiento del toreo es,
naturalmente, consecuencia de una limpia y fina sensibilidad: porque el toreo
es lo que hay que ver, cosa de ver, y de entender, por consiguiente: cosa,
objeto de la percepción y el razonamiento. Sin sensibilidad o percepción
sensible no hay entendimiento de ningún arte o juego; pero lo percibido, o,
como dirían los místicos, lo sensado, si es condición de lo concebido, no
determina su valoración: el criterio que acepte o rechace el toreo será una
cuestión de sensibilidad, como suele decirse, cuando lo sea de inteligencia, de
entendimiento racional, y el entendimiento de una cosa es ajeno o independiente
de nuestra voluntaria adhesión o repugnancia a ella; el entendimiento no acepta
ni rechaza nada, sino sencillamente, lo evidencia, lo verifica. El espectáculo
de una corrida de toros no vale únicamente por la impresión sensible que nos
causa, por muy sensible que pretenda ser esta impresión; mientras más puramente
sensible (confusamente perceptible) sea, será menos inteligible, y más lejos estaremos,
por tanto, más imposibilitados, de establecer ningún criterio moral o estético
con que poderla valorar. Para saber lo que valga moralmente o estéticamente el
toreo, tendremos, ante todo, que entenderlo. ¿Y cómo podremos entenderlo
mientras repugne a nuestra sensibilidad, si nuestra sensibilidad se opone
confusamente a ello? Los que, pretextando esa exquisita sensibilidad, se niegan
a su entendimiento, podrán presumir de lo que quieran; de todo, menos de
entendimiento; podrán presumir de instintiva, primaria, rudimentaria
sensibilidad, refleja como la de un animal cualquiera; sin que estos reflejos
psicopáticos indiquen necesariamente delicada sensibilidad: más de un
insensible picador de toros, brutal, se ha desmayado a la vista de una gota de
sangre. Una sensibilidad fina verdaderamente es una sensibilidad firme, segura,
ejercitada, como la del operador en cirugía; o sea, de rapidísima concepción o
racionalización; y solamente esta rapidez funcional en el proceso de lo sensado
puede concebir el toreo; es decir, abstraer, conceptuar tan rápidamente por el
pensamiento una experiencia sensorial. Esa verificación peligrosa de relaciones
evidentes desarrolladas en el espacio y tiempo sensibles, con la precisa
exactitud abstracta de un tiempo y espacio matemáticos. El poder conceptuar tan
rápidamente lo sensible es propiedad de finísimas sensibilidades las
sensibilidades torpes, rudimentarias, carecen de esta facultad; por eso para
ellas el espectáculo del toreo es sensacional y repulsivo; porque les es, sencillamente,
inconcebible. El toreo es un juego vivo de inteligencia, tan exclusivamente
inteligente, que el error más mínimo contra la exactitud en la ejecución de sus
suertes le puede costar al lidiador la vida. Pepe Hillo, que lo inventó,
verdaderamente, porque establecía sus principios, definiéndolos con geométrica
distinción y claridad, aparece en la portada de la edición primera de su
admirable metafísica del toreo o Tauromaquia,
con la espada y la muleta en una mano, y en la otra, un reloj. Joselito,
que verificó admirablemente el arte birlibirloquesco de torear de Pepe Hillo,
fue, seguramente, la inteligencia viva, natural, más extraordinariamente
sensibilizada; por eso el toreo en sus manos parecía magia, prodigio,
maravilla: inteligible juego de prestidigitación.
El toreo es un
puro juego inteligible, en el que peligra la vida del jugador; este peligro
desinteresado afirma, al entenderlo, que de su verificación estética se deduce,
como de toda afirmación estética, una consecuencia moral, o inmoral: la del
heroísmo; el heroísmo puro, sin utilidad; el toreo es un juego de heroísmo o un
heroísmo de juego: heroísmo absoluto. En este sentido, podría suponerse que es
un deporte trascendente, un deporte doblado de significado estético ideal;
porque en el toreo se afirman, físicamente, todos los valores estéticos del
cuerpo humano (figura, agilidad, destreza, gracia, etc.); y metafísicamente,
todas las cualidades que pudiéramos llamar deportivas de la inteligencia
(rápida concepción o abstracción sensible para relacionar). Es un doble
ejercicio físico y metafísico de integración espiritual, en que se valora el
significado de lo humano heroicamente o puramente: en cuerpo y alma,
aparentemente inmortal. Esta es su belleza más pura: ser espectáculo visible de
una invisible realidad; el traje del torero se enciende de luces inmortales
para iluminar sobrenaturalmente lo más natural: la muerte y la vida,
simplemente, heroicamente, verificadas como un puro juego imaginativo real. El
entendimiento de esta realidad imaginativa, que se verifica vivamente, es como
el de una configuración o construcción espiritual sin permanencia; cuando el
tocador de guitarra verifica musicalmente una falseta improvisada, dice: “Ahí
queda” , como si dijese: “Que nadie la toque” ; y así queda, efectivamente,
vista y oída: entendida, sin que nadie, ni él mismo, la pueda volver a tocar.
Ver para creer, para entender: sin tocar. El toreo queda, visto y entendido o
creído: visible un momento, invisible una eternidad. La inteligencia del toreo
es tan sensible, que dice: “Mírame y no me toques” . El toreo sólo quiere ser
entendido, puramente, exclusivamente, sin contactos de utilidad: enciende
luminosamente la inteligencia humana para que se la vea jugar; que nadie le
toque, que todos lo vean, y lo entiendan, nada menos, y nada más. Por esto las
morales utilitarias lo rechazan: porque es inteligente exclusivo, hasta la
crueldad; porque elude expresamente, expresivamente, toda consecuencia práctica
de moralidad. Y es que hay también conviene no olvidarlo, lo que el crítico del
pragmatismo René Berthelot ha llamado un romanticismo de la utilidad; son estos
románticos sentimentales de la utilidad los que no pueden ver el toreo; y como
no lo pueden ver, no lo ven, y no lo entienden; ni tampoco lo pueden tragar,
que es lo que quisieran: tragarlo después de haberlo masticado moralmente,
porque es táctil, aprehensivo, su gusto o empeño voluntario de utilidad; por
eso compadecen al toro, padecen con su pasión mortal y no con la inteligencia
inmortal del torero que la burla; porque se identifican prácticamente,
sentimentalmente, con el toro, que es el que siente o padece vivo; pero no
entienden la inteligente burla y birla que es el arte de birlibirloque verdadero de torear. Todo el que no puede
ver el toreo, no lo podrá entender jamás, por falta, no por sobra, de
sensibilidad verdadera, de clarividencia; por romántico sentimiento práctico de
lo útil. El juego inteligente del toreo no puede andar entre los bobos, como
dice un estribillo popular. Es juego imaginativamente racional, enigmático,
verdadero; cruelmente perfecto; luminoso, alegre, inmortal. Solamente una
transmutación tan antigua de civilizaciones como la andaluza podía originar el
toreo; sólo una sensibilidad secular tan honda y depurada podía extremar su
pasión por la exactitud, por la inteligencia, hasta ese último afán
clarividente, generándolo en un puro juego que asume, paradójico, la vida y la
verdad: la vida verificada, sin temor, hasta la muerte. Partido en luz y
sombra, rueda el círculo virtual del toreo una vuelta eterna, inmortalmente
verdadera. Las incomprensiones y oposiciones que lo rechazan no son otra cosa,
en definitiva, más que odio mortal a la inteligencia: acumulación impotente de
rencores sentimentales en civilizaciones inferiores por primitivas aún y
bárbaras. Es el rencor sentimental de intelectuales de improvisación, que son
sentimentales disfrazados, sin sensibilidad todavía para su natural, y
sobrenatural, espiritual, entendimiento.
Bergamín: ¿teólogo? de la
lidia.
Tantas cosas que me son arcanas
en mayor o menor medida (la tauromaquia trascendente y teologal, el éxtasis de
la cruz como cuelgue perpetuo –única golosina de santas inapetentes-, la mirada
discreta al tiempo que luminosa -¿discreta por luminosa, por no ser lo mismo la
luz que el relumbrón?- de quien fuma desde la inteligencia y no desde la vana
compulsión, la afición por la pintura matérica y la música dodecafónica, el
vértigo de la heroína como coito interminable, las liturgias sin salida de un
Antonin Artaud -con cierto bouquet a vómito rancio-, esa otra cara de la
metamorfosis orlandiana que sólo puedo vislumbrar en la omnipotencia de los
sueños, el gozo profundo en la lectura de clásicos del Siglo de Oro ...) se me
hacen, sin embargo, potencialmente mías en la empatía y/o respeto que siento
por sus oficiantes quedando como tierra a descubrir en otras vidas y/o
paralelas realidades (a veces, en esta misma realidad, como el gusto por
Andrei Tarkovsky que me inculcó el trato con el señor Pinzolas).
El miedo es raíz
de la dignidad humana que el torero representa o simboliza en la plaza: lo
mismo si es temor que terror: temor divino o terror pánico, que viene a ser
igual. La cobardía es todo lo contrario, porque es impunidad en la agresión
anónima que esconde la mano que tira la almohadilla como si tirase la piedra
(querría que lo fuese) para asesinar al lidiador anónimamente y sin
responsabilidad personal alguna. Si el torero representa la dignidad humana por
su miedo mismo (lo venza o le venza el miedo a él), el público representa
enteramente lo contrario cuando injuria y trata de agredir mortalmente al
torero, y aun más que representar, encarna la indignidad humana hasta su
rebajamiento peor por su exhibicionismo, tan irresponsable como estúpido, de la
cobardía.
Porque el público no es una abstracción
amparadora con su anonimato de la irresponsabilidad y de la impotencia del
espectador individual que se apoya y oculta en ella para escamotearse a sí
mismo, el público que injuria y agrede al torero es ese espectador individual,
todos y cada uno de esos espectadores individuales, que le apedrean, a
almohadillazos, y lo que es peor, le injurian aludiendo a su respetabilísimo
miedo con objetos que desenmascaran su propia cobardía. El torero, tenga el
miedo que tenga, y por tenerlo, no es, no puede ser nunca un cobarde. El
espectador o espectadores individuales que le injurian y hieren, enmascarándose
en su anónima irresponsabilidad, siempre lo son. Y hasta suelen jactarse de
serlo. No hablemos de los que aplauden, dentro o fuera de la plaza, esa
cobardía, reforzándola con la suya propia.
Bergamín escribe de toros y, al
hacerlo, escribe de todo.
La razón en el
juego del pensamiento, como en el toreo, es un punto de partida, de apoyo, de
vista y final. De partida, porque parte en dos el mundo del conocimiento,
definiéndolo, de este modo, geométricamente, por su propia ley generadora, al
partir: como principio de contradicción. De apoyo, porque sostiene en
equilibrio justo, con fidelidad de balanza, los dos mundos del conocer: éste y
el otro; visible e invisible, natural y sobrenatural; participación de los dos
mundos dados al conocimiento, dados a la razón, como dados de azarosa fortuna.
De vista o de mira, porque habiendo partido y equilibrado justamente el
conocer, unifica la doble imagen dada de lo diverso en una sola, el universo;
visto y no visto: in ictu oculi; en un abrir y cerrar de ojos. Y final, porque determina
el juego mismo racional del pensamiento, del toreo, como finalismo causal; al
modo que un punto de luz engendra el círculo luminoso, en la teoría lumínica
del teólogo inglés Grosseteste; como principio y fin o razón de ser:
participación de lo divino. La razón de ser del pensamiento, como del toreo,
pone todas las cosas en un punto, en su punto, que es punto y hora de razón
(duración y simultaneidad); la hora en punto de razón; la hora de la verdad: el
acto relativamente más puro. Círculo racional, luminoso: afirmación rotunda. En
llegando las cosas a este punto, para el teólogo como para el torero, ya no
dejan lugar a dudas. ¡Eh! ¡A la plaza!... El ruedo de la razón es la rueda de
la fortuna.
Cuanto más me acerco a Bergamín
más me separa de él una sola cosa (una pero enorme –al menos, para Bergamín-): Pablo
Picasso. Si en vez de éste, la enormidad plástica en JB estuviese
representada en lo absoluto por El Greco (de quien cierta pintora y escultora
griega expresó –y exprimió, por su intensidad- una semblanza definitiva en uno
de los últimos números de CRUZ
Y RAYA) esa cosa que nos separa
sería un motivo más de comunión.
No fumo, ya lo dije, salvo
pasivamente y tampoco he ido nunca a una corrida de toros. Sin embargo, respeto
ambas artes, tanto la de apurar los pensamientos en brasa randiana como la de
oficiar la misa del birlibirloque. Sólo sea ese respeto por lo que ya dije aquí en cuanto al
tabaco...
Y ya que he aludido a AR,
cuán profundamente caro a Howard Roark el siguiente párrafo:
Lo que más
entusiasma a los públicos, en un arte cualquiera, es tener la impresión de un
esfuerzo en quien lo ejecuta, la sensación constante de su visible dificultad:
esto les garantiza la seguridad de que pueden aplaudir justamente, premiando el
mérito. Pero al espectador inteligente lo que le importa es lo contrario: las
dotes naturales extraordinarias, la facilidad, que es estética y no moral; ver
realizar lo más difícil como si no lo fuera, diestramente, con gracia, sin
esfuerzo, con naturalidad. Es ésta, en todo arte, la supremacía verdadera:
vital. Hay que invertir todos los valores para poder afirmar lo contrario.
Bergamín,
malagueño tenebroso de la cáscara más amarga (antimateria por tanto de María
Teresa Campos, nuestra Oprah, la enfermera jefe del pabellón de reposo llamado
EXpaña –el mejor de los nidos para los peores cucos-).
Bergamín,
cofrade aguafiestas en cualquier universo y/o coyuntura, inasequible a los
paripés, culo de mal exilio...
Bergamín,
escorpión sobre rana (pero recordemos cómo todo veneno supone panacea dependiendo
de la dosis y la circunstancia: al contrario que los placebos de vacío
filisteo, eunucoide, acolchado, tan alabados en la postmodernidad como
paradigmas de lo ¿correcto?).
Frente
a la mesocracia (descornada tiranía de los media –el espejo en que
se miran los mediocres-), tú corneas, Bergamín, con tu desmesura rigurosa, afilada en oro de
siglos como la hoja de Guillotin, como ya hiciste en aquel trabalenguas
(LLAMEMOSLE HACHE, aquel texto para CRUZ Y RAYA) que suponía tu no es esto, no es esto respecto al
devenir republicano (un no es esto, no es
esto complementario -por antípoda- al de Ortega).
Perder la cabeza por causa de
Bergamín, supone recuperarla
(paradoja que ¿nos acerca? a
Bataille pero no es lo mismo
–de ahí el mantenerla esposada
entre interrogantes-).
De
sus tres encuentros con la obra (o zozobra) de Franco (en la guerra civil, en
su primer y fallido exilio del exilio y en su regreso definitivo –preludio de
su definitivo echarse al monte vasco de Nunca Jamás-), Bergamín siente tanto
mayor horror no de la sangre vertida o los huesos machacados que implica una
política frontal de exterminio sino de la muerte a fuego lento de las ranas que
no saben que se van muriendo en la olla (porque en esa olla –podrida- se van
muriendo no por exterminio sino por EMASCULACION).
Desde
la tontería postmoderna (no hermenéutica, sólo tontería –tontería cínica, para
más INRI, como todo lo postmoderno-), se comparó a JB con GeCé (por haber
timoneado ambos iniciativas sin anteojeras como CRUZ Y RAYA y
Si
queremos buscarle parangón por la acera contraria, hay comparanzas menos
odiosas y más estimulantes: así, ese vértigo (quema de naves) con un punto de
revanchas personales y otro de euforia justiciera que vive JB durante la guerra
civil con sus camaradas escritores de EL MONO AZUL parece anticipar, en su
ludismo colabo (colabo prosoviético en su caso), al que no muchos años después
sentirían en el París ocupado los intelectuales pandilleros de JE SUIS PARTOUT
(aunque Bergamín también tenga algo –en su torva transversalidad de
inteligencia a caballo entre una vela puesta a Dios y otra al Diablo- de la
duda hamletiana de Drieu
–pero sin la luminosa desesperación de éste, con un despego más gracianesco,
más abisalmente inexorable: a fin de cuentas, uno nació con vocación suicida y
Bergamín, por su querencia a la burla y al birlibirloque, es osadamente cauto,
antisuicida, es decir, anticanonizable, como Céline, con quien comparte un
ápice de ferocidad pero sin el frenesí nihilista, sin el solipsismo clochard,
más calculadoramente funcional, más tauromaquiavélicamente diestro-).
En
cualquier caso, no falla: a cada nueva información, emanación, recreación, actualización
que me llega procedente del mundillo nacional
(EXpañol, se entiende) más visceralmente
comprendo (justifico –incluso aplaudo-) las ferocidades de JB tanto en la
guerra civil como en sus años postreros.
La
crueldad es condición ineludible de la belleza, porque lo es de la limpia
sensibilidad: de la inteligencia.
La
evidencia pura de la luz es cruel para los ojos débiles; solamente el vigor
encendido de pasión de la inteligencia puede contrarrestar por la mirada la
intensidad luminosa del cielo.
Una
corrida de toros es un espectáculo inmoral, y, por consiguiente, educador de la
inteligencia.
Qué
diálogos sabrosos (“entre Quevedo y
Calderón, divinamente humanos”, apostilla Bergamín), mantendría
ilustración de Idoia López Riaño
El torero, silencioso y solo, no se da a todos
los diablos como hace el pelotari desesperado, sino que, porque espera, porque
sabe esperar, se da a todos los ángeles.
El valor, espera; el miedo, va a buscar.
A
medida que profundizo en Bergamín creo que aquel último
exilio suyo en territorio abertzale fue más espejismo ultraespañol
y deseo de trascender algo que él ya consideraba como EXpaña
(de –repitiendo su actitud paroxística de cuando la guerra civil- buscar el
tuétano sin contemplaciones frente a los simulacros que podían constantinizar, reducir la médula popular ibérica a vana
mueca encharolá con afeites emasculadores
de democracia formal): mi sarampión abertzale de mediados de los 90,
inducido en una buena parte por el falangista Javier Iglesias (quien, abundando
en la paradoja a la que nos fuerzan los mitos cuando se traicionan a sí mismos,
sólo pudo procurar ser leal a su ideario continuándolo a caballo de la
izquierda peronista y de lo abertzale, ya que lo azul propiamente dicho había degenerado en fontanería cloacal al servicio del inepto y venal GAL felipista), ese sarampión, digo, lo siento cada vez más bergaminiano (la diferencia es que yo no muero
acunado/confortado/viatificado en pleno espejismo
–espejismo que comprendo perfectamente, tanto más poderoso cuanto más se
confrontaba con el filisteísmo, la falta de autoridad moral y la rutina vigentes:
recuerdo conversaciones entre bromas y veras con el zenmeister
sobre exiliarnos a Hondarribia, donde
él tenía parientes, siguiendo los pasos de JB, aun fresca en la mirada de Rafa
la profunda impresión que le causó su casual inmersión en el entierro de Olaia Castresana cuando paseaba
cerca del cementerio donostiarra, y ceremonia que me confesó como uno de los
mayores y más estimulantes impactos de su memoria
política, rica en situaciones extremas pero a la vez, y ahí nos entendíamos
plenamente, no menos parca en lo que hace a personas y momentos merecedores de
respeto-, sino que sigo vivo para dejar testimonio con creciente disgusto de
los dibujitos de AMENA ¿ornando? la campaña de Euskal
Herritarrok y de la entrevista del piojo Ebolé a Otegi y de la paulatina
adecuación a la poltrona de Bildu y Amaiur -previa negociación con el zapaterismo
surgido del 11M y consolidado con la providencial
muerte de Isaías Carrasco- y doy vueltas –movido por ese crescendo
de desencanto que siempre permite ver más allá del espejismo- a esa constante kármica de lo abertzale que le lleva a coincidir una y otra
vez con los intereses atlantistas y a reafirmar una monolítica hostilidad a
Moscú en sus actuaciones y tomas de posición (ya desde la muerte de Carrero –en ese año 73 en que el franquismo iniciaba
contactos con
Insisto, volviendo a estos tiempos decisivos en que estamos: sería
muy interesante confrontar a Bergamín con este gran
choque entre un Occidente cada vez más acorde con su nombre y una Eurasia que alborea. ¿Qué leería nuestro hombre con más
interés y respeto, las ambigüedades troskoatlantizantes
de GARA o, por ejemplo, esta teoría visionaria
que en buena medida está sirviendo de cimiento a la recuperación del mundo
eslavo y de Asia Menor en torno a
Por cierto, la síntesis maestra
de Alexander Dugin habría permitido a nuestro hombre
trascender aquella su consigna de “con los comunistas hasta la muerte pero no más allá”
porque ahora sí se puede ir MAS
ALLA y mantenerse leal a la dinámica y entorno que alumbró la llama roja.
La identidad de
los contrarios, si fuese inmóvil, sería la trampa ideal de la lógica hegeliana:
de un hegelianismo lánguido y retorcido también; degeneración y no superación
espiritual del raciocinio. Y es que Aristóteles, como Pepe Hillo,
sabía torear.
Un monstruo de la
fortuna es el toro. El torero es un laberinto de razón. Si el sueño de la razón
produce monstruos, como el Diablo, la razón de soñar hace laberintos, como
Dios.
En donde hay una
cruz hay un punto; y en donde hay un punto hay una razón: matemática, divina.
Para el torero, como para el teólogo, la razón es un punto en el que coinciden,
al cruzarse, la voluntad con la inteligencia (afirmación tomista), o la burla
con la pasión (afirmación torera). El signo o señal de la cruz afirma el juego
del toreo como el de la filosofía: teológicamente. El toreo es una lógica de la
burla: una lógica a lo divino.
Al toro no se le busca, se le encuentra.
Ese arrimarse creciente de lo
abertzale a lo antitaurino, a la corrección política,
a la hipocresía catalanista (que se
va entreverando en el tiempo con la aceptación no menos creciente de los atentados
indiscriminados, de las víctimas colaterales, prácticas tan occidentales en su busca de la
distancia para cometer más cómodamente la atrocidad masiva –ahí Dresde y Colonia, Hiroshima y Nagasaki,
Indochina, Irak, Belgrado, Afganistan, Gaza, Siria...-) ¡cómo habría crispado a JB!
El toro se
estremece hasta lo más mínimo de su ser en la potente plenitud de su pujanza
viva: porque el toro no exagera nunca su poder: al contrario, lo expresa
conteniéndolo en la vehemencia dirigida y precisa de la embestida. El toro
desdeña todo lo que no sea contradicción exacta y luminosa.
Bergamín, aparte las consabidas y
providenciales excepciones íntimas, debió de sentirse por lo habitual (no
importa en qué latitud ni tampoco en qué coyuntura) tremendamente ajeno a su entorno
(entorno que percibiría –en su condición malditamente magistral de cortador de buenos rollitos, de implacable cirujano
sajador de tópicos sofronizadores, de saboteador de
mentiras ¿piadosas?: reducido tal vez a anticipo de anticlimático
compulsivo, no apto para mundos felices,
un a modo del Jack Nicholson
de MEJOR IMPOSIBLE- como un inmenso Facebook
rezumando toda clase de inconsecuencias y autotraiciones,
de cobardías travestidas en autocanonizaciones estupendas,
de mil huidas idiotas de la muerte -huidas estériles dado que sólo en la
constante compaña de la guadaña puede concebirse la vida como realidad fecunda
y no como estéril parodia de espectro postmoderno, más cerca de Amenábar que de Quevedo-): me lo imagino rompiendo este
aislamiento, comulgando con los demás, únicamente en un par de ocasiones, ambas
llenas de gozosa ferocidad, cuando presidió en