La matanza más suculenta

 

las crónicas

(carnívoras)

de Silvia Brums

 

Desde tiempos pretéritos, la matanza del cerdo se convierte cada año en un ritual que congrega a familias enteras o a grupos de amigos con un único propósito: aprovisionarse de embutidos para una larga temporada. Se realiza en los meses más fríos del invierno y suele durar entre dos y tres días. Bien es cierto que el proceso puede comenzar mucho antes, por marzo, aproximadamente, cuando se compra uno o varios lechones a los que se engorda (con una dieta de berzas, mazorcas de maíz, patatas, remolachas, cardos tiernos u ortigas) durante unos nueve o diez meses. El curado de los productos varía en función del uso que se haga de ellos, y puede llevar desde días hasta años.

 

La matanza es una ceremonia no apta para perezosos. Son las ocho de la mañana y hace cuatro grados en el pueblo segoviano de Otero de Herreros, a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Lo primero de todo, un café caliente con algunas viandas típicas de la región, como las esponjosas rosquillas. La jornada es larga. Después, nos dirigimos a una pequeña granja a las afueras. Hay nueve hombres y dos mujeres. De momento. A las nueve en punto llega un camión. En él, dos cerdas. “Qué hermosas son”. En efecto, están de buen ver. Son blancas, piteadas.

 

Cuatro de los hombres se suben a la parte trasera del camión. Lo primero, amordazar al cerdo. De otro modo, sus gritos serían tan insufribles como intensos. Resulta un sonido aterrador, un tanto metálico y largo, largo como un verano caluroso. Después, se le atan las patas. No es fácil, no son animales mansos -¿y quién a puertas de la muerte?- y plantan dura batalla. Pero pierden siempre. Una vez inmovilizado el animal, le se cuelga boca abajo y el matarife procede con el cuchillo. Una incisión contundente en la garganta permite que se desangre por entero. La sangre se remueve constantemente para que no se cuaje en caso de ser utilizada para hacer morcillas. No es nuestro caso, así que se recoge en un barreño y se pone a buen recaudo. Tras sus últimos estertores –no hay memento mori alguno ni plañideras-, se pesa al cerdo con una romana, como Dios manda: 103 kilos (a los que hay que añadir unos siete u ocho de la sangre a la hora de pagar el puerco –a un euro el kilo, más o menos, no sale nada caro, mucho menos que una Nintendo DS, por ejemplo, y más nutritivo, sin duda-).

 

Una vez muerto, se esparce paja de cereal en el suelo y sobre ella se coloca, espatarrado, al animal, como si tratase de la típica alfombra de piel de oso; se realiza el mismo proceso con el otro cerdo. Quizás por una extraña intuición (Aristóteles aseguraba que los animales también tienen alma, más primitiva eso sí, que la humana, pero alma al fin y al cabo), el segundo gocho tiene más miedo, como si supiera cuál es su destino, como si estuviera en el corredor de la muerte y sospechara que ha llegado su hora. Qué cosas. Intuición, tal vez. “Hay que resignarse, muchacha”. Un gatito blanco observa la escena, curioso por el trasiego que contempla. Se siente ajeno, así que decide marcharse con cierto garbo en sus andares.

 

Curioso, pesan lo mismo, aunque uno de ellos parece más voluminoso que el otro. Cosas que pasan. 103 kilos. Sin sangre. La sangre pierde temperatura, en otro barreño. Es roja, casi bermeja, y espesa. Se estira en otro montón de paja y comienza el socarrado. Pero antes, sería imperdonable no colocar una piedra en la boca del marrano, para que no se estropee la lengua. Es uno de los manjares. Tendidos sobre la paja, parece que pacen. Se les cubre bien, y se les prende fuego, para eliminar el pelo de la piel. Podría pensarse que es una fase rápida, pero no lo es en absoluto. Se tarde más en chamuscar que en matar. Las cerdas son duras, rígidas, bien sujetas a la piel. El olor es extraño para los novatos.

 

 

 

 

EL ANIMAL QUEDA LAMPIÑO

 

Van llegando poco a poco las mujeres, los niños. Allí nadie lleva abrigo. Hay quien tiene la frente perlada. Es momento, mientras las cerdas se desprenden por la acción del fuego, de tomar un tentempié. Los hombres, que van reponiendo la paja abrasada, bromean: “Mira que como juegue España contra Honduras vamos a tener un problema, ¡habrá que poner tres sillones presidenciales!”

 

Son casi las diez, y los huevos fritos saben a gloria. Más, acompañados de aguardiente de hierbas. “Ya no quedan hombres para el aguardiente blanco”. También hay cervezas, café, más rosquillas, bizcochos

 

Los cerdos tardan en postrar su rala pelambre, pero están casi a punto. Las pavesas son incómodas y minúsculas como mosquitos. Vuelta y vuelta. Se remata con un soplete o una lamparilla, de ese modo no hay pelo que se resista. “El Athletic seguro que vuelve a perder, es una cosa crónica”.

 

Una vez lampiño el animal, se le quitan los cascabillos, que vienen a ser las pezuñas (eso sí, de haber sido un cerdo ibérico se conservan, para atestiguar su ralea) y se acomete su limpieza. El cerdo ha quedado un tanto chamuscado y tiene que tener buena presencia, así que se cepilla con brío. Antiguamente, se empleaba a tal fin una teja; hoy en día hay quien utiliza cuchillos con hoja de acero, no demasiado afilado. Pero en el caso que nos ocupa, el artilugio que se aplica es casero. Se trata de un taco de madera en el que, en una de sus caras, se han atornillado ocho chapas de botella, perfectamente alineadas en dos filas. Raspa de lo lindo. Aplicando sobre el animal agua muy caliente y con la fuerza de quien quita la suciedad de una superficie difícil, el cerdo queda doradito, como si ya se le pudiera hincar el diente. La sangre, en los barreños,  ya no humea.

 

Llegan los más rezagados, que se acercan curiosos a los protagonistas, para comprobar lo lustroso de su aspecto. “¿Se han dejado matar bien?”. Los niños alternan sus juegos con una mirada interrogante, cargada de memoria. La matanza puede tener muchas lecturas simbólicas en un futuro. Se les quita las piedras y se les limpia la boca, sobre todo la lengua, fundamental para el guiso con las patatas. “Madre mía, ¡esto se lo come uno hasta sin ganas!”

 

El ambiente no puede ser más festivo. Distintos temas de conversación salpimientan los corrillos que se forman, bien en derredor de los cochinos, bien alrededor de la mesa con las viandas. El sol asoma, pero calienta poco. Los segovianos, más recios por castellanos, dicen que hace hasta calor. Yo, que soy de Madrid, estoy  helada. Creo que ni la clásica ‘palomita’ de los pueblos (anís rebajado con agua) me templaría.

 

“¡Ya verás, ya verás qué buenas está la chanfaina!”. La chanfaina (o jinjorá) es una mezcla de bofe, hígado y sangre. No tiene nada que ver, en sabor, con el sumarro, que son las magras hechas sobre ascuas. Cada cosa con su toque de distinción.

 

A estas alturas, cuento alrededor de diecisiete adultos y cinco o seis niños. Siete hombres suben los cerdos, colocados sobre palés, al camión. Otro gato, esta vez atigrado, husmea la zona donde prendieron los gochos. No parece sorprenderle lo que detecta. Con horcas y rudos cepillos, se limpia la tierra, amontonando la paja sobrante. Miro el termómetro. Diez grados. “Lo ideal es que hubiera menos, menos de siete sería perfecto; la matanza, cuanto más frío haga, que nunca humedad, mejor se hace”. 

 

 

 

 

 

EL VACIADO Y LA SANGRE

 

La faena cambia de escenario. Nos trasladamos a un corral que hace las veces de cocina y de merendero, y se coloca el primer cerdo sobre una mesa de madera, boca arriba. “Lo primero, quitarle el alma”. Se afilan los cuchillos, y con la hoja se va levantando el alma, que es la parte de las tetillas. “Comienzan los olores”. Así es, una vez abierto el cerdo, el ambiente se espesa y un tufo característico se apodera del ambiente. A los niños les repugna, se salen fuera, a seguir jugando. Es fácil abrir un cerdo. O eso parece. Con una delicadeza extrema se hunde el cuchillo y la carne se aparta, como abriendo camino, ya enseñada de tan antiguo.

 

Hay que tener cuidado de que no se rompan las tripas, por razones obvias. Cuando el marrano se ha comprado siendo lechón, el día de antes no se le da de comer, para que las tripas estén limpias. Pero si se compra en una granja, al cerdo no se le priva ni un solo día de su yantar.

 

Se procede al vaciado. Se extraen con mimo las vísceras, que se van depositando en una artesa de madera. Los que participan, despegan del vientre los chicharrones, otra de las ambrosías del cerdo, y diseccionan un poco de careta, de pulmón y de costilla, que es lo que analizará el veterinario en unas horas por el módico precio de 15 euros, dando el visto bueno a la salud del animal.

 

Una vez abierto y hueco, “se le hace el culo”, que no es otra cosa mas que abrirle cerca del orto, lo suficiente para poder pasar por el roto una cuerda que le sostenga, ya que se cuelga de una viga. Y ya colgado, se le atraviesan por dentro unos palos recios, para que no se cierre. Así quedan los cerdos, oreándose.

 

La sangre ha sido lo primero que se ha tratado. Nada más llegar al corral, se ha colocado en un generoso perol, a fuego. La sangre encebollada, la sangre con patatas es un plato de primer orden. Se cuece con laurel y cebolla, y va adquiriendo una tonalidad mate, porosa, como si se fuera convirtiendo en pedazos de piedra pómez.  Su caldo se tira, a diferencia del que se obtiene de la cocción de las morcillas, el calducho, un agua fortísima que muchos se disputan. El famoso mondongo.

 

 

 

 

LA TAREA DEL CHORIZO

 

Son las dos de la tarde. La sangre está en su punto. Los cerdos, enganchados a los machones del corral, presiden la estancia. Algunos curiosos entran para dar el visto bueno al género. Se recuerdan las recetas de las abuelas. Es hora de comer. Cogemos los coches, y nos dirigimos a casa de uno de los de la cuadrilla. Judiones con careta, chorizo, morcilla y tocino. Y buen vino. Postres caseros y, en la sobremesa, unas jotas. En honor de Agapito Marazuela, dulzainero mayor del reino y segoviano de honor. “La Señora Longaniza se quiere casar mañana/ con el señor Pedro Lomo, pariente de doña Magra./ El chorizo es invitado, la morcilla es convidada/ y cierra la comitiva la manteca colorada”. Todos corean el estribillo al calor de la lumbre.

 

Un paseo por el monte para bajar la comida y seguimos bregando. Antiguamente se picaba la carne del cerdo matado para hacer chorizos. En nuestro caso, se han comprado previamente cuarenta kilos de picadillo para chorizo y tripas sintéticas. En el garaje de la casa, se coloca una mesa alargada, en torno a la que las mujeres se van colocando, para atar los chorizos que vayan saliendo (era costumbre que las que estuvieran con el mes no participaran de esta fase, por miedo a que se echase a perder el embutido). En un extremo, otra mesa auxiliar, pequeña de tamaño, sostiene la máquina de picar y llenar. “Niños, no os arriméis con el pan a la carne, que se estropea”.

 

La máquina es como una picadora, de modesto tamaño y, en vez de tener cuchillas (que las tiene, pero para otro fin), se le coloca en la parte frontal una especie de embudo, en donde se enfundan las tripas, que están en agua, simulando ser madejas de lana. Por el hueco que tiene la máquina en la parte superior se va introduciendo la carne, apretando con el tiento justo para que el chorizo no quede ni demasiado prensado ni muy suelto. Cuando se rellena, se va pasando a la mesa y las mujeres los atan y los pican con un punzón, para que no revienten, depositándolos después en barreno de cerámica. Hacer cuarenta kilos de carne lleva un par de horas. Mientras, un corro de hombres va pelando patatas a granel. Así termina la primera jornada de la matanza, a las ocho y cuarto de la tarde. A cinco grados.

 

Al día siguiente, se procede a destazar al cerdo, es decir, a despiezarle. Se salan los jamones y las paletillas, se adoban los lomos (con sal, ajo, orégano y pimentón), hay quien pone en salazón el tocino y quienes van cocinando los trozos restantes. Los chicharrones, por ejemplo, para que queden churruscaditos y suelten toda la grasa, necesitan unas tres horas y una atención casi exclusiva, para moverlos una y otra vez. Eso sí, están de muerte. Con perdón.

 

De aperitivo, una asaduritas con cebolla. Ya no queda nada. Se colocan los chorizos, los lomos, los jamones y las paletillas en un terrado, para que sequen bien. Allí estarán un mínimo de tres semanas, tiempo que habrá que mantener a raya a la gula, para no estropear la labor. Después, seguir paladeando los frutos de la matanza e ir preparando la siguiente. ¿Hay hambre aún? Coja un pedazo de moraga, los primeros trozos de carne aliñada con ajo y pimienta molida. Eso sí, acompáñelo de un caldo que no desmerezca, Ribera, a ser posible. Buen provecho. Y hasta la próxima.