Chueca, ese gran aprisco (II)

Por... una bostoniana a media asta

 

Años después, de nuevo a Fernando

 

Existe un perverso proceso de deconstrucción en el lesbianismo militante. Un derribo manifiesto y panfletario de cuantas cualidades personales puedan sojuzgar la condición sexual. Porque una es lesbiana por encima de todo. Ante todo, el tribadismo. Perdón, tampoco, porque a las lesbianas de raza se les ha de llamar lesbianas. Aquello de homosexual, tribadista, invertida o sáfica, ralentiza su instinto. Como si rebajara la condición, la palabra. No es que tenga particularmente nada en contra del concepto de lesbiana; al fin y al cabo, lo soy. Claro que siento cierta ternura a esas otras denominaciones más o menos veladas que se utilizaban hogaño, como la que se refería a ellas (nosotras) como ‘las del sindicato de la harina’.

 

Seré una romántica, que es una categoría, por cierto, que deploran quienes ejercen su oficio lesbiano. Me lo dejan claro. El romanticismo, por si ustedes acaso no lo sabían, es impropio de las lesbianas, porque consolida un modelo sexual en el que las mujeres están condenadas bajo el dominio del macho. El cuento de Cenicienta, me objetan. Si se les ocurre, como hice yo misma, proponer algunas variantes, como sensibilidad, cuela. Porque las lesbianas, otra cosa no, son tremendamente sensibles per se. No cabe duda nada más verlas. Despiertan una ternura similar a la del ternero recién alumbrado. Uno ha de refrenar, incluso, su deseo de acunarlas en los brazos. A las que militan.

 

Si se diera el caso de que saliera, por malformación genética o contaminación atmosférica, una lesbiana católica, mal vamos. Pero tiene arreglo. Se cura. Ellas lo afirman. Es más, lo aseguran. Porque la religión es otra suerte de zarzillo que oprime a la mujer con el yugo del androcentrismo. Es incompatible el desempeño del lesbianismo con la asunción de una fe católica. Se ha dado el caso de que alguna, que ha osado introducir el asunto de manera tangencial en sus novelas, haya sido tachada de topo. En cualquier caso suscita sospechas. No es para menos. Lo que está en juego es el porcentaje lésbico que lleva en sangre. Si hay leucocitos rojos que rezan, resta aminoácidos al amor sáfico. El CSIC anda investigando la cosa.

 

Este punto me interesa por lo curioso del planteamiento. Rechazan de plano a la institución católica (en su perfecto derecho están, ellas y cualquiera), pero reivindican (exigen) que la mujer pueda ser sacerdote (no les negaré que a mí también me seduce la mera imagen de una sacerdotisa que, como la Garbo bebiendo del cáliz en ‘EL DEMONIO Y LA CARNE’, insuflara a partes igual mi deseo y mi fe). Me extraña que aún no hayan planteado intelectualmente la posibilidad de que Dios mismo sea lesbiano. Escribiré sobre el respecto más adelante.

 

Las monjas son lesbianas reprimidas. Hay que liberarlas. Los sacerdotes, pederastas. Es asombrosa la capacidad que tienen para las generalizaciones. Pero el potro de la imaginación tiene sangre fresca. Una fantasía de muchas de ellas, de las militantes, yo las he escuchado, es folgar en un recinto sagrado. Les sugiero que el hecho de que les excite transgredir o profanar un espacio sagrado conlleva la aceptación primera de la sacralidad del lugar en cuestión. De lo contrario, no supondría mayor felonía. “Cristo fue el primer comunista”, me contestan. Como si tuviera algo que ver la velocidad con Álvaro Cunqueiro. Lo siento, yo también soy perversa, e impertinente, y les propongo que sería mejor invertir el orden del parámetro, es decir, que tal vez la cuestión es que los comunistas sean, en el fondo, cristianos. Siquiera por respetar el devenir histórico. Les escarnece la propuesta.

 

Yo había acudido a aquella librería para hablar de mi libro. No sé cómo ni por qué derivó el tema en tan procelosas costas. Por fortuna, alguien me ilumina: lo que me ocurre (ocurrir, como si me hubiese subido la fiebre) es que no acepto mi condición lésbica y me refugio en el cristianismo. Venga.

 

Trato de reconducir el asunto, son muchas y feroces. Son militantes y fornidas. Tengo miedo. Para qué voy a mentirles. Les mento a Cipriano Rivas Cherif, que escribió una obrita curiosa sobre el asunto, ‘UN SUEÑO DE LA RAZÓN’. No parece entusiasmarles el asunto. Pruebo con Carmen de Burgos. Desacierto, nuevamente. Me doy cuenta de que lo que a ellas les gusta no es tanto que se escriba sobre lesbianismo como que se ejerza. Lo mentan, y al escuchar el nombre demoníaco de Lucía Etxebarría no aguanto más. Se me corta el riego sanguíneo.

 

Alguien cita a no sé quién que aseguró que “una lesbiana es la rabia de todas las mujeres condensada hasta el punto de la explosión”. Yo lo disculpo porque después de escuchar el nombre de Lucía Etxebarría se dispensa cualquier sandez. Les juro que no siento rabia contra alguien por el hecho de amar a otra mujer, pero ya estoy deslegitimada. “Sin rabia no hay feminismo posible”. Insisto en que almaceno muchos y diferentes sentimientos y matices, pero no es la rabia uno de ellos. Ni siquiera, ante semejante auditorio (esto, me comprenderán ustedes, lo silencio).

 

Agradezco que alguien me pregunte que por qué en la novela no queda patente que soy lesbiana. Militancia. Pero hablamos de ficción. “Es que no entiendo por qué, escribiendo para chicas (y reconozco que la frase, ‘para chicas’ no deja de resultarme entrañable) ocultas tu condición”. Mi condición. Es el eterno tema. Me aburre. Ser lesbiana no condiciona mi modo de estar en el mundo (con perdón de lo pedante que puede sonar la frase). En todo caso, ser mujer, pero tampoco lo que más. En el pequeño auditorio las voces se empastan de discrepancia absoluta. Les molesta el comentario.

 

Yo cito a Jardiel. Algunas lo conocen. Me han descubierto: cito a un machista. Peor, a un misógino. Cito al maestro no para provocar (a esas alturas me he percatado de que cualquier cosa que diga estallará en sus labios), sino para tratar de explicar que el humor es algo que conforma y explica mucho más y mejor. La desafección del auditorio es ya insalvable.

 

“Con personas como tú, que podrían dar la cara por nosotras y no lo hacen, las lesbianas estamos oprimidas”, oigo. Y no puedo evitar a Cristina Almeida repitiendo esa consigna casi idéntica, con su acento de tortuga obstruida por el caparazón. 

 

Es que no represento a nadie. Ni a las lesbianas, ni a los madrileños, ni a los escritores, ni a las rubias… lo siento. Vengo aquí en mi nombre, no soy nuncio lesbiano. Eso que ganáis. Les molesta la diferencia. Que alguien no responda a los prejuicios (al fin y al cabo es lo que son) de lo que debe ser una lesbiana. Lo que no deja de ser irónico. Sugerirles que ellas puedan manejar prejuicios les exalta. Mi miedo casi se desborda. “Ese es nuestro problema, pijas como tú”. ¡Dios mío, ahora sí que estoy perdida! Han descubierto que soy más pija que lesbiana. Osssea...

 

Pija, dicen, porque creo que mi modo de hablar (¿?) me coloca por encima del resto de lesbianas (¿?). Prefiero no nadar en ese charco, ya estoy lo suficientemente enfangada.

 

Más preguntas. Alguien quiere saber si considero (como si lo que yo estimase oportuno tuviera mayor relevancia) que todas las mujeres son lesbianas en potencia. Entiendo ese anhelo de convertir al género femenino en un serrallo a disposición del lobby. Lobby es un término que sí les gusta. A mi, particularmente, no. Pero esto también me lo callo.

 

Yo venía aquí a hablar de mi libro… pero… me acuerdo de un tal Juan Huarte, un médico de la edad moderna, que aseguraba que cuando las embarazadas pasaban mucho frío, y estaban gestando un varón, los genitales de éste se encogían, se retraían, y se conformaban en una vagina, lo que explicaba su futura homosexualidad. Esa disquisición tenía la misma base científica que el hecho de creer que toda mujer siente deseo por otra.

 

Yo misma nunca he sentido deseo sexual hacia un varón, explico, insisto, como si eso pudiera suscitar el interés de alguien. Aunque es cierto, reconozco, que las personas que más me han influido han sido hombres. Ahí vuelven a descubrirme. Pródromo de mi represión. Tal vez –apunta una de las asistentes- eso signifique que a mí lo que me gustan son los hombres, pero me reprimo. Horror, soy una reprimida por partida doble. No disfrutaré nunca de un matrimonio de Boston pleno. Menos de uno en California.

 

Por fortuna, otra de aquellas delicadas mozas conoce el remedio. Si me dejo de zarandajas y comienzo, de una vez por todas, a ejercer mi derecho de lesbiana, entonces, sólo entonces, seré una mujer liberada. ¿Dónde he de comprar el uniforme? La cosa no está para bromas. En efecto, las lesbianas tienen un sentido del humor próximo a las barceas, que son unas plantas que crecían por la sierra segoviana, recias, similares al esparto.

 

No sé cómo salir de allí. ¿Y si hago un acto de contrición público? El amor que planteo en la novela responde al prototipo hetero. “Señorita (reconozco que impregné de mala uva esa interpelación), el amor es un asunto tan antiguo que todo lo que nos decimos está primorosamente recogido en hojas de calendario, canciones malas y comedias clásicas”. Fue el único exabrupto que me brotó.

 

Observo que ha habido varias deserciones. La mía sería menos discreta, así que mantengo el tipo. El acto tendrá que acabar en algún momento. Digo yo. Por fortuna, diez minutos después se da por concluido. Alguien tímidamente abre el aplauso. Pocas lo secundan.

 

Por cierto, huelga decirlo: no firmé un solo ejemplar de mi libro.