a los zarpazos
ESTHER... on the ROCKS
La
mujer ha sido aviesa siempre. Las Parcas cortaban el hilo de la vida; las
Amazonas eran unas crueles guerreras; las Erinias, locas
y vengativas, resultaban tan temibles que los griegos no se atrevían siquiera a
pronunciar su nombre. En el origen de todos los males, una mujer: Pandora. La
Eva bíblica ocupa la misma posición. Los jainas de la
India lo resumían en una máxima: la mujer es un veneno. Lampreas, áspides,
basiliscos, pestes… hasta la misma muerte es femenina. Sin embargo, ninguna
mujer tan repugnante, tan insidiosa, tan patética, destructiva e incomprensible
como la lesbiana militante.
Han
sido algunos los años en los que anidé por Chueca constituyéndome en mirada
escrutadora para poder aseverar de manera tan categórica lo que vuelvo a
suscribir. Añado que habría que dinamitar Chueca y aledaños, provocando los
mayores daños colaterales posibles, a fin de extinguir la mácula persistente
que se respira desde lejos al acercarse al mencionado barrio. Tamaña infamia
resultaría hermosa sólo bajo sus propios escombros.
De
la lesbiana militante detesto el hedor a «buen rollito» del que
alardean. Aborrezco su artificial tolerancia (habría que eliminar esa palabra
altanera y mezquina de los diccionarios -yo no las tolero-), su nula educación,
sus exabruptos en forma de consignas lésbicas, su aspecto hombruno, repulsivo
no por masculino sino por desasosegante. Les gustan las mujeres. Más allá de lo
aleatorio del caso, no tiene mayor enjundia. Mi pregunta es: ellas, ¿son
realmente mujeres?
Que
te gusten las mujeres con apariencia de hombre rudo y tosco, me resulta
incomprensible. Ellas, las lesbianas militantes, carecen de sofisticación,
embrujo, maleficio, encanto. Puede que mis palabras suenen elitistas o
aristocráticas, qué le voy a hacer. Durante mi estancia en distintos tugurios
lesbianos tenía que hacer serios esfuerzos por dictaminar si aquel ser que me
hablaba desde lo decrépito era hombre o mujer. Les gustan las mujeres pero
detestan lo femenino. He ahí la paradoja más suculenta de todo este submundo. Chesterton podría haber
ironizado con el asunto, a mí me da grima.
Enarbolan
nombres como la Garbo, Ute Lemper,
la Dietrich (viragos
suculentas todas ellas) pero se quedan con Madonna, la inmunda Lucía (ese
cetáceo que mostró sus descomunales pechos en una fiesta privada cerca de
Retiro), Navratilova, o Jodie
Foster. Aseguran que cultivan la copla pero, créanme,
prefieren a Charo Reina o al gran Quiqui
antes que a Juana Reina o a Rafael Farina.
Aún
recuerdo el día en que Micky (con DNI «Cristina»),
que lideraba una de esas huestes irracionales de lesbianas en acción,
emparentada con una moza que respondía al nombre de Blanca (poderosa abogada
que a veces se confunde con la mascota de Michelín), me deleitó, allá por los
idus de marzo de 1999, con una arenga acerca de los derechos inalienables de
las lesbianas. Hay momentos en los que bien vale jugarse la cara en vez de
consentir con el silencio. Que apelen a algo tan universal y frágil –son
invento humano, por tanto huelga por falsa su naturaleza de inherentes- desde
el más absoluto ghetto me sonaba grotesco. Delante de unas veinte hercúleas
¿mujeres? me atreví a comentarles (atrever es el verbo adecuado; no olvidemos
que cualquier comentario heterodoxo les abre ese rictus temible tan conocido
gracias a los medios de comunicación, en los que son invitadas como los
antiguos enanos a la Corte, para divertir) que no había derechos especiales por
el mero e intrascendente hecho de ser lesbianas. Es justo lo contrario. Por ser
persona, por estar protegidos por derechos universales, que no individuales, no
te pueden discriminar por ser homosexual. Eso es todo, amigos.
Desde
aquel preciso momento fui declarada persona non
grata. Intentaron boicotear todos los humildes eventos en los que
participaba, tuviesen o no relación con el militarismo practicante.
Bombardearon mi correo electrónico con aviesas amenazas.
Si
alguno de nuestros lectores hubiera podido contemplar el aspaviento que les
contrajo el rostro en aquella ocasión, habría eliminado de un plumazo el tópico
de la hipersensibilidad de los homosexuales. En este caso, de las
lesbianas. Pueden ser muchas cosas, pero calificarlas de tal guisa supone un
desconocimiento brutal del género de personas de las que estamos hablando.
Fíjense (mi bien hallada Coque, esto va por usted,
adalid intelectual del colectivo lésbico) sino, en esas sensibles y emotivas
fiestas en las que celebran su orgullo. Derraman lisura. No hay más que
observar y extraer las conclusiones. Cualquiera que se adentre en la noche de
Chueca puede llevarse de recuerdo a cantautoras en un retrete nauseabundo con
los pantalones bajados –el pomelo pasa factura-, a mondrigones
crooners ya desorquestados
babeando mientras más de un imberbe le come la oreja, a periodistas que se
creen interesantes de tan cultas lamiendo con los ojos a cuerpos apenas
formados, a mujeres de peina y volante tomando una copa mientras,
distraídamente, echan un vistazo al monitor (que, ¡oh,
cielos!, en vez de un documental de Whitman está
emitiendo, por equivocación -por supuesto-, una película de alto contenido
pornográfico). Por si les queda la menor duda, les animo a que participen en
cualquiera de los chat
que encuentren por Internet (son inconfundibles: «Fuera hombres», «Power lesbiano», «Sólo mujeres»), leerán
sentencias auténticamente hermosas, ingeniosas e inteligentes. Ahí está la
poesía, sin duda. Lástima que no fui capaz de degustarla jamás.
Creen
que les gusta la buena literatura, eso sí. Lorca,
Virginia Woolf y Gabriela Mistral son nombres que
habría que renovar de tan manidos en sus bocas. Pero que tienen que perpetrarse
en cualquier conversación con una militante. Por fortuna, abominan de Jardiel. Eso me salva.
Los
hombres, por supuesto, son la culpa de todas sus desgracias. Porque todas las
legionarias se manifiestan en determinados círculos, y bailan al compás de
Alaska o Amaral en sus fiestas, pero he conocido
pocas que hayan tenido las agallas de plantear el tema a sus padres. En
general, muchas achacan a los hombres lo que para ellas representa un
sambenito. Otro sinsentido. Hacen suya la aseveración de Jill
Johnston: «la sexualidad entre mujeres es la única
forma de afirmación política y de superar la opresión de los hombres». Cita
roma y achaflanada.
Esa
animadversión hacia todo lo masculino es incomprensible desde el momento en que
ellas, botellín de cerveza en mano, piernas abiertas, malos modales y desbarres
continuos representan la síntesis de lo más execrable del sempiterno «macho
ibérico». Y el recelo enfermizo hacia todo aquel que se acerca a su pareja
es un buen ejemplo de ello. Entre la hospitalidad de los esquimales, que ceden
a la mujer para que el invitado no duerma solo en el tálamo, y el gesto asesino
que cualquier militante te brinda cuando sonríes amablemente ante su pareja,
hay un punto intermedio de entendimiento que ellas desconocerán siempre.
Sigo haciendo
memoria. Estamos en un bar de la plaza misma. Una
especie de dama de Onfalia venida a menos se sube a
la barra y vocifera que ha jurado bandera y que hay que celebrarlo. La maritornes comienza a desnudarse hasta quedarse en ropa
interior escocesa. Aquella imagen era el remedio infalible para la
concupiscencia. Como todos los allí presentes, yo también miraba. Y era la mía
una mirada de intento por calibrar si aquello era realmente real, cuando otra bulldog activista me golpea
con el hombro y me amenaza. La reconocí en seguida. Hoy en día es presidenta de
esa asociación tan importante para la institucionalización lésbica. En ese
momento, poca mortificación me parecía la que establecía el penitencial del
papa Gregorio III (siglo VIII),
que especificaba penitencias de ciento sesenta días para actividades lésbicas.
Hubiera preferido a Alfredo Landa en «Manolo la nuit»
antes que tener un pensamiento lascivo con semejante bestia parda. Al menos,
Landa es un auténtico bizarro.
No me extraña que la
inteligente Karen Horney llame a la mujer «el
santuario de lo extraño». Más que extrañas, estas militantes resultan
estrafalarias, extravagantes y excéntricas. Y altamente aburridas. Pat Califa explica en sus memorias que se enroló en el
lesbianismo para crear un contramundo. Espero que el
suyo nada tenga en común con el que describo. Chueca, centrada en sus lesbianas
paramilitares, se ha transformado en un inmenso y nauseabundo aprisco.