Por el camino de la contemplación

 

 

un testimonio de Esther Peñas

 

Mi primera clase en el máster de Teología fue un fracaso colosal. El sacerdote que inauguró el curso, un tanto siniestro e inquietante, circunspecto, fue preguntando uno a uno que por qué éramos cristianos. Me asombró la capacidad de perorar que tenía el respetable, porque muchos de los alumnos (de entre treinta y cuarenta años) respondieron con un panegírico admirable (otros, con un florilegio de palabras y citas que no dejaba de resultarme un galimatías), incluso una, muy seria, se acogió al pórtico del Catecismo: “soy cristiana por la gracia de Dios”. Luego llegó mi turno.

 

-Señorita Peñas, y usted, ¿por qué es cristiana en vez de, por ejemplo, judía?

 

Tuve mi primera revelación.

 

-Verá, con ascendencia burgalesa por parte de madre, y segoviana por parte de padre, hubiese sido gastronómicamente imposible ser judía. Siento una profunda veneración por la morcilla.

 

Me echó de clase.

 

Entonces comprendí que, pese a que los curas nos recuerdan constantemente eso de que somos polvo, y la palabra polvo proviene de ‘humus’ (tierra) y comparte la misma raíz que la palabra humor, este don –para mi lo es- no lo conocen. Cuando volvimos a vernos, quiso saber si había meditado a propósito de la pregunta de marras y si podría ser capaz de contestar algo serio y profundo. Le decepcioné. O tal vez no, tal vez ya dio mi caso por perdido. La única conclusión que saqué en claro de aquella anécdota fue que la fe me protegía de la frivolidad, y el humor, de la gravedad.

 

Mostrando mi querencia por dominicos y jesuitas (estos últimos, por cierto, denostados por algún que otro profesor-cura, lo que me causó otros disgustillos), siempre antepuse la vía del conocimiento frente a otras opciones como la franciscana, orientada más a la practica de ciertas virtudes, como la caridad y sacrificio. Por eso cursé este máster. Más tarde, mucho más tarde, acepté que en el Cristianismo el acceso a Dios siempre es mediado. Así que transité otros caminos, además del conocimiento intelectual para acercarme a Él. Principalmente, la vía de la contemplación, ante la que Ratzinger ha mostrado en reiteradas ocasiones sus reservas.

 

La meditación sin objeto, la contemplación. Ese estar absoluto, puro, ante Dios (llámese como proceda), sin más. Vaciar la mente, desahuciarla de cuanto en ella se asienta, conformarla toda ella en una completa disponibilidad (la santa indiferencia, que llamaba San Ignacio). La contemplación calla -elimina- los pensamientos, los deseos, los miedos. La contemplación permite un ayuno radical de lo superfluo. Como el paseante de Benjamín, el que, como no busca, encuentra, porque el que busca, busca lo que ya sabe, y entonces repite.

 

Siempre he buscado a Dios en el intelecto; pensé que comprenderlo en toda su amplitud –descabellado e insensato propósito- me arrebataría de por siempre. Lo he perseguido siguiendo las hermosas imágenes y palabras de San Juan, en las vías tomistas, en los ensayos más sesudos y más huecos… y al final, cosifiqué a Dios, reduciéndolo a un objeto de estudio, a una cosa concreta, y la cosa concreta se alejaba de mí.

 

La contemplación, aunque resulte un sinsentido, me ofrece otra realidad distinta de lo divino: que no sé nada acerca de Él, que le conozco quizás menos que nunca, pero que me llena más que en cualquier otro momento de mi vida. Ángelus Silesius, el gran maestro junto a Eckart y Weill, decía en ‘El peregrino querubínico’, el libro alquímico del ser, que la palabra eterna surge allí donde te has perdido tú mismo. Y esa pérdida no es sino encuentro.

 

De Silesius todo el mundo conoce el dístico de la rosa, el mismo que utilizó Heidegger para cuestionar el ‘principio de razón suficiente’ (“la rosa carece de porqué, florece porque florece, no se preocupa de sí misma, no desea ser vista”). Y ese dístico habla –puede hacerlo- de la contemplación, porque sólo en la contemplación –tal es mi experiencia- el Dios que nos habita nos acostumbra a penetrar en nosotros mismos, y nos distrae de todos los obstáculos y estímulos materiales, y nos hace hábiles para las cosas divinas (“por tu luz, vemos la luz”, dice el salmo). A través de la contemplación se degusta la tan mentada paz interior, tantas veces confundida con la vana ociosidad, y se ejerce la obediencia, concepto que se desplaza del contexto jerárquico para situarse en el plano espiritual, en tanto que subordinación al principio activo, al motor primero, al inicio –el Verbo- en donde todo se renueva, nace y renace, experimentando la sensación de libertad (ledic, literalmente vacía, vacante, libre, por tanto, como un ‘lugar’ no ocupado).

 

Y de esa sincera y auténtica contemplación (porque lo importante no es la perfección sino la autenticidad), se transmutan nuestros actos. Nosotros mismos ya operamos el cambio. Sin contemplación, la mayoría de las veces los caminos piadosos nos encadenan, porque la gente piadosa suele ser presa de su propia satisfacción. En cambio, aceptada esa libertad –ese vacío, ese desprendimiento-, uno se vuelve justo. Y “en el justo como justo, la Justicia se manifiesta, se desvela, se difunde y se transfunde ella misma, así como todo lo que de ella depende”, escribió el maestro Eckart en uno de sus sermones, a propósito de un comentario al Génesis.

 

El justo no busca nada en sus obras. Obra en consecuencia consigo mismo, no pensando en los demás, no atento a los demás, mucho menos observando el castigo divino. A Dios no le interesa tanto lo que haces por Él como tú mismo. Por eso en el Cristianismo se contemplan dos tipos de arrepentimiento, el perfecto (contritio), que origina el amor por uno mismo en tanto que imagen de su Creador (algo ha ocupado esa ‘libertad’, ese ‘vacío’), y el imperfecto (attrio), motivado por el castigo o la escrupulosidad de saber que se ha transgredido algo (podemos sentir que volveríamos a hacer lo mismo, pero ‘sabemos’ que está mal).

 

Dios no está detrás de las cosas. Está en ellas mismas. Por eso a veces no es necesario ir más allá, sino simplemente quedarnos en lo que está. Por cierto, también en nuestro cuerpo. El Cristianismo es la religión por antonomasia de la corporeidad. Dios mismo se hizo cuerpo. Luego el cuerpo, por excelencia, es templo. El hombre, por tanto, no es que ‘tenga’ cuerpo, es que es cuerpo. De ahí la importancia del verbo ‘incorporar (se)’, es decir, aportar nuestro cuerpo a. ¿Qué une más, compartir ideas, gustos, querencia, o compartir nuestro cuerpo –caminando juntos, bailando, durmiendo, cantando…-? Dos miradas que se cruzan pueden generar una intimidad que trasciende a las ideas.

 

Y detrás de todo ello, de nuevo, ese concepto radical, el abandono (“Hombre, ¿qué puede ser sin tu regreso?”, plantea Silesius.) Y sólo en el abandono –la contemplación- uno encuentra la respuesta inmediata, como una revelación interior, fulgurante, fulminante. Si el camino intelectual en cuestiones de fe no deja de ser pura intuición –hermana bastarda de la visión interior-, el camino de la contemplación muestra lo que Eckart denominó los dos abismos de gratitud. La vida y la muerte.

 

“Nací  sin haber estado para elegir nacer y voy a morir sin estar al lado de la muerte para llamarme a morir. Dos abismo de gratitud”. Lo que transcurre entre ambos (el vivir) nos convierte en dueños de la ‘historia’ o en seres que saben que esta ‘historia’ tiene un sentido que –en rigor- no se lo necesito dar yo con mi razón sino que, escuchando y dejando que se exprese, la propia vida me lo mostrará.

 

La contemplación me ayuda a penetrar en ese misterio de la gratuidad, de que estoy, pero no me puse; de que me quitarán, pero no seré yo quien lo haga. Y a la gratuidad uno concluye que no se puede sino responder con gratitud. Si Dios estuvo en la vida, la vida, por tanto es la posibilidad del encuentro con Dios. Creo que por eso soy cristiana