UN SUEÑO

 

“Quiero ser millonario para olvidarme de los  ¿amigos? Quiero ser millonario para NO olvidarme de los  A-M-I-G-O-S

(dos variaciones en torno a una cita de Jorge Martínez)

 

“Lo que más valoro en mis amigos es la lealtad.”

(David Mamet)

 

 

Aquí estoy, mediando la madrugada, a recoger los (fl)ecos del último sueño. El sueño más inusual tanto por su contenido como por la nitidez de su final. Una herencia inesperada (un caserón –de esos que suelo colgar en FB para ser feliz- más 520000 leuros, ni uno más ni uno menos) que alguien completamente desconocido (tal vez los seguidores más fieles sean aquellos que –como a uno mismo le ocurre con sus mitos- te toman tan en serio que nunca se deciden a entrar en contacto por miedo a importunar) me ha dejado bajo el conciso y cariñosamente irónico consejo “AHORA VAS Y LO GASTAS”. El sueño acaba así: no logro recordar las situaciones anteriores aunque me saben vagamente a noroeste, a brumas entre bercianas y gallegas del interior (con un punto mágico/grotesco a lo Torrente –Ballester, se entiende-).

Decido seguir el consejo de mi onírico benefactor y administrar mi inexistente caudal sobre la superpoderosa realidad de la pantalla en blanco. En cuanto me pongo a ello, tengo claro el detonante del sueño: mis recientes lecturas de Mamet, con sus consiguientes colateralidades (Thorstein Veblen, Marco Aurelio) y el recuerdo persistente de la película que me hizo prestar atención a este autor, EL DESAFIO, con ese punto randiano y esos personajes esquinados, siempre al borde de sí mismos, perfectamente resueltos por Anthony Hopkins (en una de sus interpretaciones más rumiantes) y Alec Baldwin dando una muy adecuada réplica en su engañosa elementalidad.  Y aquí van mis planes para ir gastando ese dinero que no tengo...

 

Cerraría mi casa inmediatamente y la pondría a la venta de manera sumaria, incluso perdiendo dinero con respecto a lo que me costó: la prioridad sería pasar página cuanto antes, de las cucas, de la presidencia vitalicia de la comunidad de vecinos (por aquello de ser el único pringao que continúa como propietario residente en un inmueble cada día más degradado), de los trajines escherianos, de las tufaradas del tuboescape procedente de la vecina parada de bus, de las mil averías postergadas o reparadas con cinta de embalar por falta de dinero y de maña.

 

Ayudaría a esa persona que, aun estando peor que yo, ha tenido detalles que otras, mucho más boyantes, jamás demostraron. Esas ayudas, por imperativo de justicia, sin la menor prepotencia rumbosa ni cálculo manipulador, a alguien que te inspira confianza y cuya penuria te duele como algo casi propio, ayudas que se hacen por puro egoísmo, son de los mayores gustazos que uno puede darse si alguna vez anda bien de dinero.

 

 

Banearía a buena parte (¿un 85, un 90 %?) de mi lista de Facebook (mantenida, mayormente, como penoso deber –un poco como los deberes maritales de Al Bundy con su señora- de relaciones públicas en aras de no perjudicar demasiado las posibilidades de contratación y promoción de LA RULETA CHINA). Y, al hacerlo, con gesto aparatoso de Scarlett sureña, me juramentaría a no volver a ser jamás rehén de nadie ni de nada.

Y, ya que estamos con el grupo, allanaría el empedrado y arduo camino hasta hoy sufrido en lo que hace a discos y agencias de contratación. Si el problema es meramente económico (puñetero tapón para los talentos múltiples de quienes jugamos a esta ruleta y también, en parte, para la ilusión y el empuje porque tanto viento en contra puede haber hecho algo de mella y roído -y raído- expectativas y prioridades), pues, como dicen en Bilbao, “¿SERA POR DINERO?”.  Y, entonces, venga, a darse homenajes de vinilos analógicos y hasta de pizarra si es lo que a Charlie le pide el cuerpo. Y un miniestudio de grabación para Clara donde pueda apurar hasta la última gota de sus inagotables potencialidades. Y alguna tontería para mí de programa de composición para presentar esas melodías que se me ocurren a veces en la duermevela con algo menos de precariedad que en mi torpe digitación con el teclado de casa.

 

Y a Celia le montaría esa exposición en condiciones que se le debe desde hace tanto (y, por supuesto, un catálogo potente de la susodicha mostra). Y en la artesana y pundonorosa imprenta de Mame me regalaría la edición principesca de ese libro mío ilustrado que (más allá de sueños como éste) probablemente no veré publicado en vida (lo mismo, cuando críe malvas, a alguno le da el subidón obituario y va y lo saca) y en el que la buena de Carmen puso tanto y tan bonito de sí misma.

 

Y le financiaría al señor Pinzolas un proyecto audiovisual que aunase sus dotes de cineasta y economista y que, como ese motor de agua concebido por Mamet o aquel coche de Tucker que glosó Coppola, nos procurase, dispuesto a todo, una promesa de el mañana hoy.

 

Y ese tractatus en que el zenmeister anda enredado, entre bromas y veras, desde tiempo inmemorial tendría atención prioritaria en cuanto a edición y difusión (difusión selecta, se entiende, por funcionalidad y coherencia con lo que sólo algunos magines deben conocer). Y no dudaría en invertir en la mágica y gozosamente desasosegante iniciativa de su hermana María.

 

Y por fin podría jugar a Gorey (cómo no, disponiendo de caserón y autosuficiencia económica para dar empaque a mi buena carga de imaginativa misantropía) pero sin olvidar mis placeres (que no deberes –porque la responsabilidad jonda sin ápice de fariseísmo es impulso tan natural como cualquier apetito o querencia-) de compromiso con las causas en las que creo: con más discreción que paripé exhibicionista, procuraría ejercer en lo modestamente posible (medio millón de euros, no lo pongo en duda, son una minucia traducido a dimensiones de geopolítica y diplomacia secreta) de antimateria de Soros, saboteando maidanes y primaveras. Quizás con el amigo Gigi L’Eurasiático y con la siempre atenta madame Byblos me lanzase a una publicación periódica a mayor gloria de una Europa emproada hacia Oriente.

 

Pero, por supuesto, y antes que nada, porque identidad (identidad, sí: lo de nobleza es cháchara y autobombo) obliga, celebraría la confianza y apoyo y respeto nunca mellados (ni mermados -ni raídos-), inasequibles a mis ya largos años (casi una década) de bordear la indigencia, que la pantera Esther ha mantenido para conmigo. Una edición de su Obra Poética hasta la fecha, y la representación sobre las tablas de un monólogo (el intérprete, opiamente, a discreción de la homenajeada) basado en las peripecias jardielescas publicadas en LINEA DE SOMBRA y que, ya cerradas, son un libro en sí mismas. Una muestra (siempre pequeña) de expresarle la suerte que he tenido desde aquella tarde de comienzos de verano de 2003.    

 

Este ejercicio de administración potencial de una riqueza soñada es bueno para ver cada nuevo día real (realidad hecha de apuros, de decepciones, de desplantes, de deserciones, de fugaces encaprichamientos –que, por la propia lógica de su capricho, devendrán impepinablemente en duraderos hartazgos-) con el escaso respeto que se merece todo aquello que coarta mi propósito de no dejarme llevar por la abyección, de no cejar en mi anticlimática, orgullosa (o pretenciosa, según el lenguaje común), intempestiva condición, siempre ajena a lo gregariamente correcto. De no ser rehén ante nadie, ante nada. De vivir cada día como si fuera el último. Y, quizás por último, el ¿mejor?