Gorey de
por Luigi T. Dogson
Nota
preliminar. Hace más de una década escribí, bajo el
viejo seudónimo de Dildo de Congost, un texto para Línea de Sombra en el que
cantaba las maravillas de Gorey, emparejándolo, de forma un tanto peregrina,
con otro artículo sobre la línea de terror de
A instancias del Zurdo, que considera imprescindible la presencia del
autor de “Los pequeños macabros” en
su espacio virtual, me dispongo a redactar otro texto sobre Gorey bastante
diferente del anterior. Aquí ya no hablo de
Por lo demás, a estas alturas, con gran parte de su obra traducida y
publicada en España, no espero descubrir a nadie a este autor que ya es
razonablemente famoso. Me limitaré, pues, a dar 25 negras pinceladas para
esbozar una vida y una obra tan excepcionales como inseparables.
A de Asexual. No
es necesario leerse ninguna de las “biblias”
goreyófilas (como la recopilación de entrevistas “Ascending Peculiarity” y la biografía “The strange case of Edward Gorey”) para saber que a este señor la
cosa sexual se la traía bastante floja, nunca mejor dicho. Basta con entrar en
Al
propio Gorey nunca le dolieron prendas a la hora de hablar del espinoso asunto
en las entrevistas: se declaraba “razonablemente
asexuado, o algo por el estilo. No me gustan ni la carne ni el pescado”.
Asimismo, afirmaba que la absoluta ausencia de erotismo en su obra era “fruto de mi asexualidad” y añadía que “en cualquier caso, siempre habrá alguien
que diga que mis libros son producto de mi represión sexual”. Y cuando le
preguntaban por el porno, relataba entre bostezos su único acercamiento: la
lectura de “Las 120 jornadas de Sodoma”
una lluviosa tarde de domingo en Chicago: “Me
aburrí como una ostra. Siempre me pregunto cómo se las apañan los que escriben
pornografía, porque las primeras dos páginas son divertidas, pero luego es todo
igual”.
Por
lo demás, se ha especulado mucho con las pulsiones lúbricas de Gorey y, dada su
afición a los abrigos de pieles, las joyas y el ballet, muchos lo han tachado
de homosexual. Él nunca ha dio una respuesta clara sobre el tema, corriendo un
tupido velo de misterio sobre sus ratos de cama que nos trae a la cabeza
aquella canción de José María Cano: “Ni
soy gay ni dejo de serlo. Ante todo soy una persona. Ni siquiera un artista o
un escritor. Una persona”, sentenciaba.
Sin
embargo, Gorey tuvo una relación de amor platónico con una mujer: Bunny Lang. A
ella le uniría una estrecha y, según dicen, casta amistad e incluso le
dedicaría uno de sus más brillantes y crueles libros: “La niña desdichada”.
B de Ballet. Tras
la prematura muerte de su íntima Bunny, Gorey no volvería a mantener ningún
tipo de relación sentimental con otro ser humano, y guardaría sus pasiones para
las bailarinas de ballet, un vicio que le enganchó a principios de los años 50
y que no dejaría hasta principios de los 80. De hecho, su obsesión por la danza
clásica haría que, pese a vivir retirado en su casa de Cape Cod (península en
el extremo oriental del estado de Massachusets), permaneciera en un apartamento
de Manhattan durante toda la temporada de ballet, al que asistía de manera
compulsiva, como quien va a una sala X. En 1973, la periodista Anna Kisselgoff
escribió un artículo para “The New York
Times” sobre la fijación de Gorey con esta Arte Escénica, titulado “The City Ballet Fan Extraordinaire”,
en el que aseguraba que “nadie va más al
New York City Ballet que Edward Gorey; en los últimos 17 años no se ha perdido
ni una actuación”.
Como
es lógico, el ballet tuvo su reflejo en la obra de Gorey. Y no sólo porque ha
sabido dibujar como nadie la frágil y melancólica elegancia de las bailarinas
(dedicándoles libros como “El leotardo
lavanda” o “El murciélago dorado”)
sino porque muchos de sus personajes son tan estilizados, lánguidos, ligeros y
delicados que parece que están interpretando “El lago de los cisnes”.
Cuando
el coreógrafo Georges Balanchine (considerado por Gorey como “el mayor genio de
C de Crimen. ¿Qué
habría sido de Gorey si no hubiera vomitado tantas novelas ilustradas oscuras y
crueles? Tal vez, el sótano de su vetusta mansión se habría llenado de
cadáveres. “He estado matando niños en
mis libros durante años”, afirmó sonriendo en una entrevista. Niños... y
adultos. Y sin el más mínimo remordimiento de conciencia. En la obra de Gorey
el crimen no se celebra, pero tampoco se castiga. Tampoco se escatiman detalles
escabrosos, aunque su estilo, basado en intrincados sombreados, tiene un
irónico poso de sordidez y tristeza.
Tal
vez su obra más sádica sea “La pareja
abominable”, sobre un hombre y una mujer que se conocen, se enamoran y se
ponen a matar niños. La historia está inspirada en los llamados “Asesinatos del
Páramo”, cometidos por la pareja Ian Brady y Myra Hindley, que también
inspiraron a Morrissey para escribir la letra de su canción “Suffer little children” y al escritor
pedófilo Peter Sotos para escupir relatos como “Kiddie torture”.
Pero,
mientras el cantante de los Smiths se pone en el pellejo de los críos, poniendo
voz a sus espectros, y Sotos se recrea en los actos (calificando a Brady de “maestro del abuso infantil”), la visión
de Gorey es fría y distante. Ni pincha ni corta ni juzga a sus personajes. Su
visión está más cerca de la de un entomólogo que observa a sus criaturas con
desapegado interés, pero con una sonrisa satisfecha. Aunque él siempre dijo que
“mantengo las distancias con mis
personajes”, también se refleja de alguna manera en ellos. Por ejemplo, a
diferencia de los Brady & Hindley reales, que eran dos asesinos
sicalípticos, adictos al sexo sadomasoquista, Gorey pinta a sus “abominables” infanticidas como una
pareja asexual incapaz de consumar ni un coito y que permanece ajena a
cualquier sombra de emoción: tienen la misma expresión de hastío cuando matan a
una niña que cuando los condenan a la pena máxima. Y no son los únicos. La
mayoría de los personajes de Gorey vagabundean por sus viñetas sin pena ni
gloria, posando más que actuando, como si fueran actores de Bresson o modelos
de alta costura.
En
sus entrevistas, Gorey habla del asesinato como si fuera una de las bellas
artes y, a la manera de un Thomas de Quincey o un Brandon Shaw, lo analiza
desde un punto de vista puramente estético: “Prefiero
el crimen inglés que el americano, porque cuanto más convencional es una
sociedad, más interesante es su crimen. Es fascinante leer cosas sobre
millonarios que viven en lujosas mansiones y hacen cosas terribles”. Y es
que, como dijo Camus haciendo referencia a Balthus (el mayor ídolo de Gorey), “no es el crimen lo que interesa, sino la
pureza”.
D de Diseño. Como
ocurrió en Estados Unidos, muchos de los libros de Gorey han sido publicados en
España en formato recopilatorio, bajo el título “Amphigorey” (Editorial Valdemar), en unas ediciones bilingües
fieles y cuidadas, pero que impideden apreciar por completo el diseño original
de cada obra. Pero, originalmente, cada uno de sus más de 100 libros de corta
extensión fueron publicados de forma independiente. Por suerte, ahora que están
de moda los minilibros, se empiezan a reeditar las obritas de Gorey tal y como
las parió su autor. Y esto es importante para apreciarlas en su totalidad, ya
que el propio Gorey se ocupaba de diseñar a mano hasta la última cenefa.
Gorey
tuvo talento para el diseño desde muy joven. No en vano, hacia 1948, cuando
estaba estudiando filología francesa en Harvard, formó el Poet’s Theatre de
Cambridge junto a varios amigos, y él mismo se ocupó, entre otras cosas, de
diseñar e ilustrar los carteles. Posteriormente, en 1953, entraría a trabajar
en la editorial Doubleday, donde pasaría siete años diseñando portadas de
libros. A continuación, ocuparía el puesto de director artístico en otras
editoriales, hasta que, en 1963, decidió dedicarse en cuerpo y alma a la
ilustración y a sus libritos. Como ilustrador de novelas, se ocuparía de más de
60 obras de escritores tan afines como Poe, Saki, Chesterton o James. También
diseñaría carteles para el teatro, como veremos más adelante, y realizaría
ilustraciones de encargo para revistas de la talla de “Vogue”, “The New Yorker”,
“Playboy”, “Harper’s” o “Esquire”.
E de Excéntrico. “En parte genuina y en parte adquirida”,
la excentricidad de Gorey es tan legendaria como coherente con su obra. Es más:
Gorey podría ser uno de sus propios personajes, y este hecho hace palidecer a
todos los excéntricos del pasado (Lovecraft incluido) sencillamente porque en
los últimos tiempos, la globalización y la grisura generalizada hacen mucho más
difícil lo de encontrar personajes genuinos. Y Gorey lo es. Raro con avaricia,
naturalidad y fundamento. ¿Ejemplos? Cuando aún estaba en el instituto,
fabricaba muñecas de trapo y luego las dejaba dentro de coches ajenos junto a
notas incomprensibles. Ya algo más mayorcito, se pintó de verde las uñas de los
pies y paseó por una concurrida avenida. Vivía en una mansión apartada, llena
de hiedra, rodeada por un jardín salvaje. Pasaba horas tumbado en la cama, con
la mirada clavada en el techo, esperando nuevas ocurrencias. Hablaba de forma
arcaica, llenando sus frases de galicismos y extrañas palabras. Y un largo
etcétera. (Para saber algo de su estrafalario aspecto, ver la letra P de
Pinta).
F de Familia. Edward
Gorey nació en Chicago el 25 de febrero de 1925. Su progenitor, periodista
profesional, se divorció de su madre cuando el pequeño tenía 11 años para irse
con una cabaretera. Curiosamente, años después, cuando Gorey ya tenía 27, el
padre prófugo volvió con el rabo entre las piernas para volver a casarse con la
madre de su vástago. Gorey era hijo único y, por eso, le encantaba leer novelas
del siglo XIX protagonizadas por familias numerosas. Pero, como buen solitario
y excelente lector, nunca echó de menos eso de tener hermanitos. Como compañía,
prefería los gatos e incluso su relación con su familia fue siempre bastante
desapegada. Tras la muerte de su padre, Gorey metió a su madre en un asilo,
aunque la visitaba a menudo. Según confesó, sus relaciones basculaban entre el
amor y el odio. Aunque toleraba las obras de Gorey, su madre, de ideas
humanistas, no lograba entenderlas... hasta que a los 80 años sufrió su primer infarto;
“fue entonces cuando se esfumó todo su
hipócrita amor por
G de Gatos. Edward
tuvo su primer gato a la edad de 7 años. Desde entonces y hasta la muerte,
siempre estaría rodeado de felinos, exceptuando su breve paréntesis militar en
Dugway Proving Ground (1944-1946) y su etapa universitaria (1946-1950), en la
que compartió habitación con el futuro poeta Frank O’Hara).
El
ilustrador prefería los gatitos de pelo corto, que a veces se asoman a sus
páginas. Uno de sus más famosos autorretratos nos muestra a un Gorey de
espaldas, enfundado en un abrigo de pieles y rodeado por seis gatos que
levitan. “No concibo la vida sin gatos y
no he olvidado jamás a ninguno de los que he tenido”, diría en 1978 en una
entrevista para la revista especializada “Cats”.
Mientras
vivió en un apartamento pequeño, el artista se conformó con tres gatos.
Después, cuando se pudo permitir una mansión, iría subiendo su número
progresivamente para acabar con la casa repleta de mininos, a los que bautizaba
con extraños nombres, extraídos casi todos de uno de sus libros favoritos: “La novela de Genji”, de la escritora
japonesa Murasaki Shikibu. Otros, atendían por apodos más populares, como
Asterix, Fantômas o Filboid Studge (este último sacado de un cuento corto de
Saki). Y el resto, se los inventaba él mismo: uno de los pasatiempos favoritos
de Gorey era, precisamente, crear, descubrir o retorcer nombres.
H de Humor. “La gente que vive en el Hotel Gris / Es toda
vieja o enferma / Los huéspedes que eligen quedarse afuera / Yacen envueltos en
mantas en la terraza / Y voces poco gentiles / Les hablan desde las nubes”.
(De “El tónico irónico o Una tarde de
invierno en Lonely Valley”). La obra de Gorey está impregnada de un
finísimo y oscuro sentido del humor. Una de sus grandes influencias es el cine
mudo, y en muchos de sus personajes podemos ver reflejado el rostro impávido de
Buster Keaton. Su director de cine favorito de todos los tiempos era Louis
Feuillade, pese a que sólo había visto tres películas suyas: “Los vampiros” (1915), “Barrabás” (1919) y la primera de
Fantômas (1913).
Por
lo demás, Gorey comentó en su día que “cuando
escribo o dibujo, mi trabajo suele empezar como una parodia”. Después, la
cosa muta en chiste negro sobre, no sé, un bicho raro o un escritor bloqueado.
Más que carcajadas, el humor de Gorey provoca una sardónica mueca. Algunas
veces, son las propias palabras, su uso absurdo, insensato pero poético, las
que nos arrancan la sonrisa. Otras, el flemático gag reside más en la
ilustración que en el texto. Ejemplo: en “El
desván del listado” escribe “Había
una vez un joven coadjutor con el cerebro trastornado por el consumo de la
cocaína; atrajo a un pequeño hasta un soto oscuro y agreste, y allí con su
bastón le golpeó hasta la muerte”. El texto es un oscuro microrelato
conciso y descriptivo, rimado pero casi periodístico, casi un haiku; pero el
dibujo desdramatiza y provoca una sonrisa culpable, mientras los personajes
permanecen imperturbablemente lánguidos, sumidos en una apatía que no se
deshace ni cuando caen en desgracia. “Melancólico
y grácil sigue el Mork adelante sin expresión alguna en el semblante”.
Gorey
dijo en cierta ocasión que al personaje de J.R. (interpretado por Larry Hagman
en la serie de televisión “Dallas”) “lo aborreces, pero te gusta. Te hace
gracia, pero te perturba”. Esta podría ser una buena definición de las
sensaciones encontradas que provoca la obra goreyana.
I de Incierto. Una
de las obras más famosas e inspiradas de Gorey es, sin duda, “El visitante incierto” (1957). En
ella, una especie de pingüino de peluche negro, ataviado con unas zapatillas
Converse All Star y una bufanda, se presenta de improviso en una mansión, donde
vive una aburrida y aristocrática familia. Al principio, el bicho que no
pertenece a ninguna especie conocida se queda de cara a la pared, pero, en
cuanto coge confianza, se pone a hacer todo tipo de barrabasadas: arranca
capítulos enteros de libros, esconde las toallas de baño, sufre súbitos ataques
de ira, vagabundea sonámbulo por la casa... Y lo peor es que no parece tener
intención de marcharse.
Además
de un personaje insólito y fascinante, tan inspirado en los gatos como en el
propio Gorey, el invitado incierto también podría funcionar como metáfora de la
obra goreyana: se mete en nuestro subconsciente y pasea como Perico por su
casa, divirtiéndonos e incomodándonos, sin sentido ni razón de ser. Indefinida.
Varias
décadas después, “El invitado incierto”
y otras criaturas de Gorey (como los peluches gemelos de “L’Heure Bleue”) inspirarían a Tom Patchett y Paul Fusco para crear
a Alf, aquel teleñeco del planeta Melmac que fue tan popular en los años 80 y
que, a diferencia del personaje goreyesco, hablaba por los codos. Otro autor
más egomaníaco y menos jovial habría montado en cólera, pero a Gorey le encantó
la telecomedia y se convirtió en uno de sus mayores fans.
J de Jovial. Viendo
los escasos videos de YouTube en los que aparece Gorey “in person” (muchos de ellos grabados para un presunto documental
que lleva años gestándose, cuya web fantasma es www.edwardgoreyfilm.com)...
viendo esos vídeos, decía, el espectador se puede dar cuenta de que Gorey no es
el tipo pálido, ojeroso y avinagrado que esperaríamos encontrarnos tras leer
sus libritos. Al contrario, se trata de un señor jovial y afable, que habla por
los codos con una curiosa pronunciación y una extraña y arcaica pluma. ¿Cómo es
posible? Cabe sospechar que el artista expulsaba todas sus miserias sobre el
papel y su cerebro se quedaba limpio como una patena. Por encima de todo, Gorey
era una persona feliz y realizada. Así que no se parecía nada a sus personajes,
casi todos tristes, melancólicos, agobiados o aburridos. Ni tampoco a sus
historias, siempre ajenas al “happy end”.
Gorey, que siempre rechazó el calificativo de “gótico”, veía el “argumento
desgraciado” como la cosa más normal del mundo: “Hago literatura nonsense, así que no puede ser feliz. Schubert dijo
que no hay música feliz. Y probablemente tampoco exista el nonsense feliz”.
Sin embargo, él era un hombre alegre y divertido, y en libros como “El arpa sin encordar” o “La vagoneta de Willowdale” se mofa de
la noción de Gran Novela Americana y de los escritores “serios” que acaban encasillados y aburridos como ostras. El
secreto de Gorey, tal vez, era no tomarse en serio a sí mismo y quitarle
importancia a su obra: para él, se trataba de concentrarse en algo y daba igual
ser barrendero que ilustrador. El caso era hacerlo bien y pasar la vida.
K de Kwonddzu. Un
pájaro negro, parecido a un cuervo gordinflón y de pico fino, pero dotado de
unas enormes y horribles garras y un “carácter
tarado”. Es uno de los bicharracos que pululan por el bestiario de Gorey,
concretamente en “El Zoo Absoluto”,
un libro que también alberga seres como el Yawfle, una masa de pelo que se
postra en una esquina y mira el mundo con ojuelos pequeños y nerviosos, o el
Ampoo, blanco y grande como un oso pero con unas patas y una cabeza diminutas.
La invención de nuevas criaturas era para Gorey un auténtico placer, que daría
lugar a algunas de sus creaciones más impactantes, que se pasean por sus
páginas provocando escalofríos y sonrisas nerviosas.
L de Lecturas. Gorey
aprendió a leer a la tierna edad de 3 años y medio y, desde entonces, no paró.
A los 5 años ya había devorado dos de sus libros de cabecera: “Drácula” y “Alicia en el país de las maravillas”. A los ocho se había
ventilado las obras completas de Víctor Hugo. Poco después empezaría a
aficionarse a las novelas policíacas inglesa gracias a Agatha Christie... A lo
largo de su vida, no dejó nunca de leer cómics, libros, revistas y hasta el
texto de los paquetes de cereales. De hecho, la mansión donde vivía, aunque no
era precisamente pequeña, albergaba a duras penas sus colecciones de libros y
tebeos, entre los que había todo tipo de géneros, a los que Gorey les daba
exactamente la misma importancia. Así, volúmenes de Mirceal Eliade o Carl
Gustav Jung convivían con la colección completa de “La pequeña Lulú” con toda la naturalidad del mundo. Su escritora
favorita era Jane Austen, a la que consideraba “la persona más sólida de la literatura inglesa”, pero también
adoraba la precisión amorfa y profunda de la literatura nipona. Eso sí, le
aburría la política y odiaba a los escritores que se pasaban de detallistas,
como Thomas Mann. Otra de sus grandes influencias, como ya hemos visto, fue la
literatura “nonsense”: en primer
lugar Carroll y en segundo Edward Lear, artista, ilustador, escritor y poeta
del siglo XIX que tendría una influencia poética (que no gráfica) fundamental
en la primera etapa de Gorey y que, dicho sea de paso, lucía unas barbas muy
parecidas a las del artista.
M de Macabro. (Del
fr. [danse] macab[r]é, [danza] macabra).
1.
adj. Que participa de la fealdad de la muerte y de la repulsión que esta suele
causar.
2.
adj. Dicho de una persona: Aficionada a cosas macabras.
N de Niños. “Nunca he dicho que no me gusten los
niños”, aclaró Gorey en una entrevista. Y tampoco dijo nunca lo
contrario. El único que conocía era Kenny, hijo de su sobrino, del que no tenía
una opinión demasiado positiva: “se pasa
el día jugando a Star Wars, es agotador. Es todo lo que yo no fui de niño. Mi
infancia fue rara porque era muy precoz y sofisticado. Yo, de niño, ya era
adulto”. Tal vez por esto, el escritor/ilustrador le reserva un lugar
privilegiado en su obra a los locos bajitos. Eso sí, en sus cuentos los críos
las pasan canutas, se aburren como ostras, son torturados o asesinados o
malviven enredados en la tristeza. Para él la infancia es un terreno inhóspito,
una zona crepuscular llena de desventura, muerte, tedio y calamidades.
Hay
que tener en cuenta que los cuentos de Gorey tienen aires victorianos (como
veremos en la letra X de XIX) y fue precisamente durante el reinado de la Reina
Victoria cuando se creó el concepto de “niño”,
ya que hasta entonces a los impúberes se les veía simplemente como “adultos pequeños”. Como apunta James R.
Kincaid en su estudio sobre la cultura victoriana infantil “Child Loving”, esta creación del “niño” fue un fruto de los valores “puritanos” que imperaron en la época y que acotaron la infancia
como un estado no sexual anterior a la pubertad, concluido con la aparición de
la “liquidez”, es decir, de la
eyaculación en los varones y la menstruación en las hembras. De ahí la obsesión
de Dickens con el sufrimiento infantil y su (entonces novísimo) sentimiento
humanitario a favor de estos seres “inocentes
y desvalidos”. Un sentimiento que Gorey jamás compartió. Su fría mirada
está incluso más cerca de los autores apocalípticos y postmodernos del siglo
XXI que del autor de “Oliver Twist”.
En
1961 Gorey se autoeditó “La niña
desdichada”, la gélida, corta y completamente amoral historia de una pobre
niña rica que acaba cayendo en la peor de las desgracias. Y, al año siguiente, “El bebé bestial”, sobre un bebé
asqueroso y repulsivo que provoca un atroz odio a sus padres. No acabaría la
cosa aquí y los libros pedófobos de Gorey se cuentan por puñados. El más famoso
es “Los pequeñines macabros” (1963):
su portada, con un grupo de infantes acompañados por la Dama de la Guadaña
(que, en esta ocasión, empuña un paraguas abierto) se convirtió, contra todo
pronóstico, en póster superventas. No es un cuento, sino uno de sus alfabetos
macabros, donde cada letra corresponde a un niño muerto: desde la A de Amy, que
se cayó por las escaleras, hasta la Z de Zillah, que bebió demasiada ginebra.
O de Objetos. Para
una persona tan solitaria como Gorey, los objetos tenían un valor casi sagrado.
De ahí su obsesión por coleccionar todo tipo de cosas que le resultaban afines.
Y no estoy hablando sólo de sus miles y miles de discos (entre ellos varias
versiones del “Mesías” de Haendel,
su obra musical predilecta), libros, láminas de artistas, postales, cómics,
DVDs y demás artefactos culturales, sino también de osos de peluche, cruces
celtas, calaveras y otros raros fetiches. Este “síndrome de Diógenes” que padecía el artista se refleja en su
obra, en sus sombreados, en ciertas viñetas barrocas y abigarradas donde no
cabe un alfiler.
Su
enfermizo fetichismo también se plasmaría en libros como “El calcetín abandonado” (protagonizado por un negro y lánguido
calcetín) o, sobre todo, en rarezas como “Una
tragedia inanimada”, donde no hay rastro alguno de seres humanos y la
acción se centra en las peripecias de agujas, botones y tachuelas que pululan
por una colina, al borde del Abismo Boqueante. Como era de esperar, los objetos
de las novelitas de Gorey tienen un destino tan desgraciado como sus personajes
humanos.
P de Pintas. Pregunta:
¿Qué le disgusta más de su apariencia? Respuesta: todo menos los dedos de mis
pies. Gorey no se encontraba muy a gusto en su pellejo y siempre se quejaba de
parecer más viejo de lo que era. Una queja que no puede ser más irónica, sobre
todo porque el interfecto no hacía nada por rejuvenencer su estampa. Es más:
para equilibrar su alopecia, se empeñaba en dejarse unas largas barbas que, con
el paso del tiempo, se volvieron blancas como las de Papá Noel. Su vestimenta,
inclasificable y única, combinaba abrigos de pieles con zapatillas de tenis,
vaqueros y camisas. Sus manos estaban siempre repletas de anillos y sortijas. Y
en sus lóbulos solía llevar pendientes de pirata. Para rematar el “weird look”, se ponía un sombrero de
mapache en la cabeza. ¿Resultado? Parecía uno de sus personajes. “Mi aspecto es genuino. No iría con estas
pintas si no fuera la forma en la que quiero vestir”, reconoció. Y en su
extravagante elegancia, se notaba a la legua.
Q de QueEnPazDescanse. La
muerte de Gorey no podía ser una muerte cualquiera. Fallecer en la cama, o en
un hospital, rodeado de gente que llora o discute por la herencia... Qué
aburrimiento, ¿no? Él murió a los 75 años, un 15 de abril del año 2000 en su
mansión de Cape Cod (también llamada “Elephant
house”, hoy se ha convertido en una casa-museo consagrada a Gorey, como
podemos comprobar en www.edwardgoreyhouse.org).
Tres días antes de su muerte, Gorey había sufrido un infarto, así que se
encontraba en casa descansando. Una tarde, recibió la visita de un vecino que,
tras hacerle una reparación eléctrica, le pasó la factura de 20 dólares. En ese
momento, a Gorey le dio un patatús. Su vecino creyó que era una de sus bromas
macabras, mas se desengañó cuando el artista cayó al suelo fulminado y no se
volvió a levantar jamás. Pero si algún día vuelve de entre los muertos, seguro
que dibujará un librito sobre el asunto: “La
insólita muerte de Edward Gorey”.
R de Respeto. Pese
a no haber gozado nunca de unas ventas millonarias, ni de una excesiva
popularidad, y a ser casi ninguneado en los años 60 y parte de los 70, con el
tiempo Gorey se ganó el más reverencial respeto de una élite de fans que lo
convirtieron en objeto de culto (aunque él aborrecía el calificativo de “autor de culto”). Entre sus mayores
admiradores hay creadores célebres. El más conocido, sin duda, es el hoy
malogrado Tim Burton, cuyas mejores obras son deudoras de Gorey, tanto en el
fondo como en la forma y debidamente aderezadas con unas gotas de edulcorante
disneyano y vocación mainstream. Su libro “La
melancólica muerte del Chico Ostra” (1997) es un auténtico tributo a Gorey
y películas como “Vincent” (1982), “Eduardo Manostijeras” (1992) o “Pesadilla antes de Navidad” (1993) le
deben mucho.
Otros
artistas que han expresado su profunda admiración por Gorey son Shaun Tan,
Richard Sala o Daniel Handler. En 1985, varios artistas encabezados por Art
Spiegelman crearían “Garbage Pail Kids”,
más conocida en España como “La Pandilla
Basura”, una colección de cromos que parodiaba a las Muñecas Repollo en
clave suicida. La estética era rabiosamente punk, pero la (anti)ética era
puramente goreyana.
En
España, el historietista Álex Fito editó la serie “Raspa Kids Club” (1999), muy deudora del espíritu de Gorey, y el
ilustrador y diseñador gráfico donostiarra Javier Aramburu le brindó un
evidentísimo homenaje al artista en la portada del disco “Contra la ley de la gravedad” (2004) de Los Planetas y en los
singles extraídos del mismo.
En
cuanto a la impronta de Gorey en la cultura popular, es notable y palpable. Por
poco que nos gusten, grupos como Nine Inch Nails o Kronos Quartet le han
rendido tributo. Y por poco que le gustara a él, toda la subcultura gótica
rezuma su influencia: no hay más que ver, sin ir más lejos, al repelente icono
emo/dark Emily the Strange, el personaje creado por Rob Reger que caricaturiza
a una chica gótica de 13 años.
Pero
como todo buen artista, Gorey odiaba pensar en sus lectores: “Sé que hay desde niños muy pequeños hasta
gente de casi cien años con un pie en la tumba. Pero me niego a pensar en el
público. Creo firmemente en no escribir para un público determinado”.
S de Seudónimos. Su
nombre completo es Edward St. John Gorey. Pero le encantaba utilizar diferentes
apodos, tanto para sus trabajos como para su vida cotidiana. Por ejemplo, sus
amigos lo llamaban Ted. Y él se puso a si mismo más de veinte seudónimos, tanto
masculinos como femeninos, muchos de los cuales eran anagramas de su propio
nombre. Veamos un puñado de ellos: Edward Pig, Dogear Wryde, Eduard Blutig, Ogdred
Weary, Mrs. Regera Dowdy y un largo etcétera.
T de Televisión y de Teatro. Gorey
estaba enganchado a la tele, que veía durante horas y horas. Era fan de “Buffy la Cazavampiros”, “Expediente X”, “Cheers”, “Las chicas de
oro” o la serie de dibujos animados de “Batman”,
que le gustó tanto que influiría en el diseño de uno de sus libros. Además, él
mismo diseñó los títulos de crédito para la serie “Mistery!” en los que rindió homenaje a su adorada Agatha Christie.
También le encantaban los anuncios, que consideraba tan importantes como la
mayor obra maestra del cine: no en vano, grababa en video sus favoritos para
repasarlos una y otra vez.
En
cuanto al teatro, Gorey era muy aficionado y diseñó el vestuario y la
escenografía para varias obras, e incluso se llevó un premio Tony en 1977 por
su trabajo en un “Drácula” de
Broadway protagonizado por Frank Langella. Sus autores favoritos eran, no
obstante, Eugéne Ionesco y Samuel Beckett, los más distinguidos representantes
del teatro del absurdo. Lógico.
Además,
Gorey adaptaba todos los años alguna de sus obras al teatro y la representaba
en Cape Cod con su pequeño grupo Le Théâtricule Stöic: “Si escribes un libro lo ilustras y ya está, ahí acaba la cosa. Pero
con el teatro puedes hacer una y otra vez la misma obra y nunca es igual dos
noches seguidas”, comentó tras una función.
U de Único. El
de Gorey es un caso raro y patológico. Para empezar, su estilo como artista era
más complicado que el de, por ejemplo, un Henry Darger, aquel fascinante escritor
e ilustrador marginal que como Gorey era recluso, asexual y asocial pero, a
diferencia de él, vivió en la miseria, trabajó como limpiador y murió en un
hospicio. Mientras la obra y la vida de Darger estuvieron marcadas por la lucha
interior y el sentimiento de culpa judeocristiano, Gorey vivió en una feliz y
amoral orgía creativa.
Más
rarezas: la forma y el tamaño de los libritos goreyanos eran variables (aún no
existía Chris Ware, que iría todavía más lejos en el diseño de sus novelas
gráficas), casi siempre en blanco y negro, escritos con un vocabulario arcaico
y críptico y sin género determinado. Los libreros nunca se ponían de acuerdo a
la hora de catalogarlo como libro infantil, cómic, literatura gótica o art
book, aunque, por el desarrollo secuencial y la interrelación entre dibujos y
textos podríamos considerarlos cómic en toda la extensión de la palabra. Sobre
todo porque el cómic contemporáneo, un medio hiperdesarrollado que goza de
excelente salud a, también engloba a artistas tan heterodoxos en la forma y en
el fondo como Chris Ware, Jim Woodring, Shintaro Kago o Harvey Pekar.
Como
apunta Oscar Palmer (traductor español de “Amphigorey”)
en uno de sus excelentes artículos sobre el autor, ni siquiera el caso más
cercano a Gorey, el gran Charles Addams , es comparable, porque “mientras Addams tendía —consciente o
inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon
decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente
asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein,
gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se
regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo
decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a
Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de
ningún tipo”.
Más
que Addams y sus chistes macabros para el “New
Yorker”, a Gorey le gustaba citar como antecedente a la revista británica “Punch”, el primer semanario satírico
de la historia y, más concretamente, a Thomas Hood que “escribió algunos poemas muy inteligentes bastante violentos, no
necesariamente para niños. No sé quién sería la primera persona en hacer esto,
pero sospecho que va mucho más atrás de lo que pensamos”.
Vamos, que haciendo una cosa tan rara, Gorey tenía todos los puntos para
convertirse en otro Darger y morir en la indigencia o acabar loco, cometiendo
de verdad los crímenes que plasmó en sus obras. Sin embargo, por
una razón o por otra, tuvo suerte y pudo vivir muy bien dedicándose a lo suyo.
Tal vez el secreto de su éxito lo descubriera el animador Derek Lamb, que
colaboró con él para poner en movimiento algunos de sus dibujos, cuando dijo
que “el trabajo de Gorey me parece
inspirado por lo peor de la naturaleza humana y también por las más elevadas
formas de arte. Esa es la contradicción. En palabras de Edmund Wilson, es
poesía y veneno. Nos sentimos fascinados
y repelidos”.
V de Vanguardia. (Del
ant. avanguardia, y este de aván, por avante, y guardia).
1. f.
Parte de una fuerza armada, que va delante del cuerpo principal.
2.
3.
En primera posición, en el punto más avanzado,
adelantado a los demás. Ir a la vanguardia. Estar en vanguardia.
X de XIX. “Creo que mis libros son novelas victorianas hechas un burruño”, dijo
Gorey. Y, en verdad, sus historias e ilustraciones tienen el sabor añejo de la
época del reinado de la Reina Victoria, que marcó la cúspide del Imperio
Británico. Un periodo que estuvo dominado por el renacimiento gótico en
arquitectura, el prerrafaelismo y el impresionismo en pintura y el nuevo
realismo en literatura, donde brillan con luz opaca los apellidos de Thackeray,
Tennyson, el ya mentado Hood y, por supuesto, Dickens; de hecho, uno de los más
destacados antecedentes de Gorey es John Leech (1817-1864), ilustrador de la
primera edición de “Un cuento de
Navidad”.
Por
otro lado, Gorey también era fan de ilustradores como Sir John Tenniel o
grabadistas como Hokusai o Durero y tenía colgadas junto a su mesa de trabajo
postales de la etapa más oscura de Goya. A pesar de esto, la esencia de la obra
de Gorey es absolutamente moderna porque, como él sentenció, “no podría ser de otra manera”.
Y de Yerog. Es
decir, Gorey del revés. Gorey a través del espejo. Gorey contracorriente. Gorey
a contrapelo. Gorey tras el cristal. Yerog.
Z de Zine. Como la C está
ocupada por algo mucho más importante (el Crimen), me tomaré la libertad de
usar la letra Z para el Cine: al fin y al cabo, el fonema es /z/ y a un amante
de la transgresión gramatical y genérica como Gorey no creo que le importara
demasiado. El caso es que fue un gran aficionado al cine, y le daba igual la
serie. A, B o Z. Incluso llegó a ejercer de crítico cinematográfico en el “Soho Weekly”, donde escribía reseñas
semanales bajo el seudónimo de Wardore Edgy. Pero aún teniendo un gusto
exquisito, Gorey era más cinéfago que cinéfilo y se tragaba las películas de la
etapa británica de Hitchcock con la misma alegría que las de Jackie Chan.
Como
buena muestra de su pasión por el séptimo arte, decir que Gorey odiaba viajar y
el único desplazamiento largo que hizo en su vida fue a Escocia sólo porque
allí se rodó la película “Sé a dónde
voy” (“I know where I’m going”,
Michael Powell, Emeric Pressburger, 1945). Al respecto, Gorey diría en una
interviú que “no me interesan los viajes
desde un punto de vista cultural, fui a Escocia para ver los paisajes que
salían en la película”.