el señor Pinzolas lo explica todo
¿Quiénes sois? Quién
está detrás? ¿Por qué yo? ¿Cómo pensasteis en mí para
un documental? El Zurdo, efectivamente,
estaba en el bosque y vigilaba. Atento. De hecho, estas pesquisas, innecesarias
en otras vidas más livianas, forman parte, en un sentido riguroso, de la idea
que Fernando Márquez tiene de la cultura. Una tendencia obsesiva a preguntarse,
y un cuestionamiento de toda mercancía amortizada o no por un uso masivo, ya
sea esta lowbrow o, sobre todo, higbrow, en cuyo caso la pesquisa puede
tornarse incluso violenta, otorgando al término la nobleza que posee en el
juego intelectual. Y para Fernando la cultura es su juego favorito.
Conocí a Fernando hace años. El no lo recuerda, pero yo sí. En aquel
tiempo se estaba gestando la conciencia que iba a dictar todo lo que en gran
parte ha venido siendo la política de
lo político y lo cultural en
Cuando, después del verano del año pasado, le
llamé para proponerle protagonizar un
documental, esas palabras de advertencia me sonaron bien: era un gesto de
alguien que, pese a muchas batallas perdidas, seguía sin tolerar componendas,
belicoso, nada pacífico, nada agradecido: ¿Un documental sobre mí?
¿Por qué? ¿Quiénes sois?
Entre tanta comparsa complaciente y tanto
sentimentalismo insultante, estas respuestas hoscas y desafiantes eran algo que
reconfortaba. Había alguien ahí enfrente, alguien que mantenía, si no su
ideario político de aquellos años, sí su pertinencia como intelectual y como
persona. Jünger, la música, el cine, las
cocinas, algunos personajes
relacionados con la práctica del Zen, y la necesidad de las mujeres conviven
hoy con él, en una suerte de tumulto silencioso que cuida a su manera, entre
plácido y altivo. Fernando no es un personaje
para un anecdotario fácil.
Tengo que admitir, sin embargo, que, a despecho de
todo lo anterior, trabajar con Fernando ha sido -excepción hecha de afeites y
opiniones divergentes sobre alguna de sus canciones más exitosas- especialmente
pacífico, y hasta balsámico, aunque él opinase que mi mera presencia causaba
cierta desazón que encajó sin queja. Obedeció -como un gran actor que puede
ser, sobre todo de comedia- y se
sometió a pasajes peregrinos que sólo yo -y a veces ni eso- podía comprender.
Y, salvo unas razonables premisas, en las que me mostré de acuerdo, no
cuestionó ninguna imagen, ningún contenido, ante algo que sabía que, en buena
medida, iba a estar sólo entre mis manos.
Finalmente, creo que tanto él como mi coproductor,
Santiago Esteban, y yo, nos reconocemos en lo que hemos
hecho juntos: los pactos deben cumplirse. El público, pues, dirá lo que tenga que decir, pero ya no será algo
sustancial, como nunca debió ser.