DE AFINES Y MASCOTAS

 

Disfruta del momento. No pienses mucho en el mañana.

Haz algo mejor, vívelo... cuando llegue el momento.”

(proverbio grabado por el doctor Gregory House en la glándula pineal de uno de sus pacientes

–sí, en efecto, nos referimos a... El Hombre Que Sabía Demasiado-)

 

 

Ya he dicho en repetidas ocasiones que no soy un grafómano sino más bien un propagandista: no escribo por el mero impulso incontrolado de escribir sino siempre con algún fin, para provocar una situación, para interactuar con otra gente. Desde que tengo uso de Internet, básicamente por un afán testamentario, por dejar una imagen lo más exacta de mí que pueda servir frente a las caricaturas que me desdibujan.

No niego que me siento bien cuando acabo un texto (tras pulirlo y repulirlo como si fuese algo más plástico que intelectual: es lo que supuso para mí pasar de la Olivetti al ordenador, esa pulsión del pulimento constante sin necesidad de repetir páginas enteras por el cambio de una palabra) porque ese escrito (con secreta vocación de cuadro/escultura/película en sala de montaje) contiene expectativas de mensaje en botella o de arma (de ataque -y/o de seducción-), nunca mero cul de sac solipsista. En esto sí reconozco seguir muy poco el ideal randiano (aún lo siguió menos la propia AR si analizamos el desfase entre las peripecias de sus héroes y las suyas propias: yo, al menos, procuro no autoengañarme). Si no hubiese presunción de lectores, yo no escribiría.

Pero en estos últimos tiempos empiezo a tener serias dudas de que esa interacción se produzca, de que mis escritos realmente interesen a otros de manera fundamental, no como la superficial apreciación de quien disfruta ocasionalmente con el trino de un canario, las ventosidades verbales de un periquito o la visión de un gato jugando con su pelotita. Nunca he soportado eso ni como mera hipótesis (uno de mis modelos del Infierno es John El Salvaje en su jaula predicando en el desierto de una multitud que le aplaude y le tira cacahuetes) y, mira por dónde, tal vez esté ya plenamente instalado en ello.

He escrito mucho en mi vida, he volcado mucha energía, rabia y amor en lo escrito y esos escritos han tenido muy pocos lectores (y, de esos pocos lectores, la mayoría han demostrado no entender ni la piel ni el alcance de mis palabras –buena parte, no nos engañemos, porque no querían entender, porque sospechaban el trasfondo y no les hacía maldita la gracia: la gente no puede ser tan idiota, otra cosa es que se lo hagan por cobardía o conformismo-). Los textos de los cuales estoy más satisfecho son, por lo general, ignorados o malentendidos debido a su esencial incomodidad: y alguno (caso del PARA TI) que escribí en su tiempo con toda la voluntad subversiva del mundo, hoy, afeitado de su mordiente por la banalización nostálgica, se me exige como objeto camp por gentes del todo ajenas tanto a mi mundo como a lo que trataba de expresar en dicha canción.  

Nunca he hecho concesiones por razones venales, nunca me he autocensurado por cálculo económico ni he escrito de encargo: pero, en los últimos años, por un motivo más visceral y patético (en el doble sentido –peyorativo y dramático- de la expresión), evitar el peso de la soledad, he comenzado a aceptar como impepinable (y trato de vivir con ello de la manera más positiva) el hecho de que seguramente nunca hallaré AFINES ni seré yo AFIN para otros sino que mi relación con los demás será, en caso de (relativa) empatía, la de MASCOTA. Yo seré MASCOTA para un entorno que, si debo asumirlo a mi vez con paciencia y buen humor, sin desesperarme con arranques de Pigmalión frustrado (arranques –lo reconozco- injustos porque los afines son un hallazgo, nunca una creación a medida), será para mí también un entorno de MASCOTAS (no buscadas premeditadamente como tales mascotas –de hecho, mi error de siempre es tratar a alguien a quien acabo de conocer y me produce algún tipo de impacto grato como AFIN cuando la cosa, desafortunadamente, jamás va por ahí: al poco tiempo se produce en la otra persona la sobrecarga, el cortocircuito, el agobio y, zas, mosqueos, crisis, acusaciones de que soy invasivo y poco respetuoso con la idiosincrasia del otro, hasta que cojo la onda, desciendo a un nivel más terrenal y rebajo la intensidad de mis expectativas-).

 

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“¿Alguien ha escrito de modo creativo o algo así?”

(pregunta Joyce Brabner en AMERICAN SPLENDOR)

 

¿AFINES, MASCOTAS? ¿De qué va esto?

La relación entre quienes se detectan como AFINES implica sumergirse gozosamente en la otredad a sabiendas de que ello no dañará, sino que afirmará la propia identidad. Se busca la intimidad más completa, la audacia en la relación (el complot de dos –o de tres o de los que sean- contra el mundo), audacia que nos incita, que nos invita, al vértigo, al crimen, a sentirnos dioses, a empaparnos de Absoluto. Uno respeta al Afín en tanto que se respeta a sí mismo (o, por lo menos, en tanto que desea recuperar el respeto por sí mismo). El juego a tres entre Roark, Françon y Wynand en la novela randiana EL MANANTIAL es un ejemplo paradigmático de esto. Cierta letra que hice para Kiki explica también con bastante tino esto de las AFINIDADES.

La relación que se busca con una MASCOTA es justo lo contrario, un deseo básico de seguridad, una negación tajante de la Aventura. La tendencia (consciente o inconsciente –mejor, disimulada-) a adiestrar al otro, a adecuarlo lo más posible a un cierto ideal de confort (nunca de riesgo), a podar su identidad como un arbolito versallesco o como un perro de aguas. Y nada de regocijo en la otredad, todo lo más (otredad ma non troppo) atisbos cautelosos, desconfiados, desde la negación de que pueda recibirse esa oscuridad o esa excentricidad como un algo liberador y enriquecedor que esclarezca un YO propio que se mantenía aherrojado por mil rutinas, como una dimensión paralela que se podría empezar a vivir ya, ahora y aquí, si se tuviera el valor de dar ese paso. Pero no, qué va: la mascota debe ser ante todo cómoda, más ornamento que fundamento, y reafirmar lo más tópico de sus amos, que no los desquicie, no los desencaje, no los mueva un milímetro de su posición (la buena, la normal –una normalidad basada en una conciencia errónea de cantidad, noción esta muy volátil en épocas de transición como la presente-, la que no puede admitir un feedback, una atención recíproca, una metamorfosis –un cambio que no implica autotraición ni pérdida de personalidad sino, como en el orden natural, maduración al explicitar esas potencias latentes que da miedo, que incomoda reconocer-). La romántica frase del poeta Shelley “TU ERES MI MEJOR YO” es propia de quienes buscan AFINIDADES y una impertinencia para quienes prefieren rodearse de mascotas. Ello, conste, no supone falta de cariño: se puede querer (y mucho) a una mascota pero nunca se la respetará. La mascota implica la ilusión inocua de variación pero no la gozosa iniquidad del Cambio que supone redescubrirse, reconocerse, en los brazos (brazos amistosos o amorosos, según las cartas sean dadas) de un AFIN.

Si buscamos una cierta raíz sociológica a ello, podemos pensar en lo siguiente. En los 60 y primeros 70, años de anticolonialismo y choque generacional, cuando en Occidente muchos se sentían disconformes o culpables con su ser más convencional, procuraban sumergirse en otredades para hallar lo mejor de sí (otredades geográficas –el guerrillero del Vietcong, el misterio de Katmandú, las insurgencias latinoamericanas, el panafricanismo- o sociales –el artista plástico, el pensador, el rockero, como símbolos de terrorismo cultural, o el afroamericano, la mujer emancipada, los primeros homosexuales revolucionarios o los pansexuales reichianos como ejemplos de terrorismo sexual-). Desde la óptica presente, se diría que Occidente vivía una especie de síndrome de Estocolmo colectivo. A partir de los 80, de la postmodernidad, cuando Occidente cierra un ciclo anímico y recupera la arrogancia ante el Otro con la afirmación neoliberal y el paternalismo oenegero, todo se invierte y sólo se desean MASCOTAS que, ya en esta recta final de barroquismo decadente, de parque temático planetario con rasgos barnumescos, han de ser directamente FREAKS, fenómenos, espejos mágicos de la contrahecha alma de una civilización terminal. Hay dos palabras que definen muy sintética y testimonialmente cada una de estas épocas: “ALIENACION” como plaga de la que huir en la llamada década prodigiosa; “REINSERCION” como panacea que vender para la postmodernidad.

En parte, y por ser positivo y buscar el medio lleno de una situación que supongo irreversible, me resulta terapéutico esto de ser tratado como MASCOTA, sólo sea como cura de realidad. Malacostumbrado por la atención que concité en los primeros 80 en gentes como Eduardo Haro Ibars, Jorge Verstrynge (¡todo un secretario general del tercer partido del país!) o Federico Jiménez Losantos (el de entonces, bastante más interesante que el clown siniestro en que se ha convertido, siguiendo fielmente el hilo terminal de su época), y también por el rol de idolillo intelectual que el editor falangista Miguel Angel Vázquez me deparó al exhibirme ante los elementos más culturetas del mundillo nacional español, más el vértigo que da siempre encontrarse con tribunas semanales en RNE o en un diario como el ABC, a lo que añadir el hecho de que LA MODE fue el grupo musical más entrevistado a lo largo de 1983, empecé a creerme realmente un personaje público cuyas opiniones podían incidir en la realidad sociopolítica, un detonante de iniciativas capaces de consolidarse a corto/medio plazo... Craso error (que diría el Manolo Jumilla –albañil y pensador- de MANOS A LA OBRA). Los acontecimientos quemarían mis alas con bastante celeridad.

En el plano real, tanto en el campo de las ideas como de los afectos/ideas, siempre mi búsqueda de AFINES ha acabado en desastre: tales AFINES no lo eran en absoluto, tan sólo manipuladores. Yo me volcaba en gente que, salvo muy raras excepciones, jugaba conmigo: mis relaciones con partidos políticos y grupos de opinión siempre han sido estériles para ambas partes (sólo en momentos muy puntuales, cuando algunas personas se sentían impulsadas por el resorte de la disidencia, más por desazón psicológica con su coyuntura que por firmes convicciones, se producía, momentánea, la conexión, la fusión sartriana en la búsqueda conjunta de una nueva alternativa). Pero, al final, quedaba solo y los proyectos iniciados en compañía (incluso sugeridos por otros –pienso, por ejemplo, en el maldito embolado de PROYECTO BRONWYN o, con una singladura más compleja, en la revista EL CORAZON DEL BOSQUE o en aquella novela llena de veneno desestabilizador, TODOS LOS CHICOS Y CHICAS: VISIONES DE UN MILENIO BIZARRO, ahogada al nacer por sus propios patrocinadores-) acababan marchitándose tras las correspondientes espantás de quienes, por breve tiempo, los jalearon como moda, no (insisto) como imperativo categórico.  

En lo que hace a relaciones de carácter más íntimo, cada x tiempo me tropezaba en la misma piedra, las mind/eaters (versión intelectual de las devoradoras de hombres), caricaturas de Lou Salomé cuyo único placer parecía hallarse en ejercer su poder de seducción sobre alguien que, por su parte, no deseaba en absoluto dominarlas ni imponerles ninguna férula, tan sólo compartir (tanto en los afectos como en las ideas) barricada codo a codo, como camaradas, sin la menor pretensión jerárquica.

Alguien me llamó una vez “progre de derechas” queriendo señalar con ello que, si bien mi pensamiento es más arcádico que utópico, los mecanismos de desarrollo del mismo son izquierdistas. En ese orden de cosas siempre he necesitado (¿necesidad socrática en alguien a quien Sócrates siempre le ha caído gordo?) de compañía con la cual dialogar (o, siquiera, mantener la ilusión –mínimamente consistente- de un diálogo) para sacar adelante mis intuiciones. Sólo en ese aspecto he llegado a envidiar a parejas progres tan emblemáticas como Aragon/Triolet o Sartre/Beauvoir y también por ello, cuando vi LAS HORAS, hice tan mía la angustia de Virginia Woolf y sus epígonas (esa angustia del creador como alien huérfano de complicidades que no podemos expresar sino a trompicones por temor a ofender a gente que nos aprecia y que apreciamos).

Me vienen a la mente, ya que he sacado el tema, diálogos que me han ayudado a lo largo de décadas a escribir más y mejor (incluida mi creación más celebrada): aquellos días perfectos (por usar una expresión loureediana que Manolo Campoamor solía emplear a la sazón) con Carlos Berlanga que salpicaron el último tercio del 77 y primera mitad del 78 (como una tarde, a la salida del cinestudio Covadonga, en que ambos evocamos con entusiasmo de comulgantes un fetiche visto un par de meses antes, TRES MUJERES de Robert Altman); o aquellas charlas por las tascas de Lavapiés con Antonio Zancajo a propósito de Nietzsche (a quien él no había leído en su vida pero eso no importaba, con Antonio bien cargadito de cerveza, vino y porros, en el cénit de su pedete lúcido –con LA TOURNEE DE DIOS jardielesca como poción mágica de su filosofía-); o los muchos instantes estupendos que viví entre el 79 y el 84 con Eduardo Haro, practicando una continua ouija dialéctica, convocando oscuridades; o las batidas con la Diosa Blanca por los baretos de Malasaña y Huertas repartiendo hojas promocionales de EL CORAZON DEL BOSQUE en noviembre del 93, con ella también cargadita de cerveza y maría, glosando exaltada su menage a trois favorito, Juana, Gilles y... Dios (quien dice Dios, dice el Diablo –en cualquier caso, con D mayúscula-); o las jamonadas y ayahuascas con Carlos Aguirre en la linde medianera de los 90, deconstruyendo el panorama azul que tanto nos había decepcionado, glosando a Jim Morrison o resucitando viejas ansias caballerescas a la sombra del abuelo Jünger; o aquella conversación mágica (en todos los sentidos de la palabra) que mantuve a comienzos del 97 con Alicia Luxemburgo en la tienda de arte africano que tenía Iñaki Fernández en Malasaña, cuando Alicia me habló de cierta experiencia con hipnosis que acababa de vivir y donde le habían descubierto una de sus vidas pasadas (descubrimiento que me hizo comprender mejor la razón por la cual, de su trípode de puntales ideológicos –Nietzsche, Lenin y Mao-, el bigotudo solitario de Sils María tenía esa especial y transversal relevancia, tan atípica en una ultraizquierdista avant la lettre como ella –cuando le comenté esta anécdota al zenmeister, éste, justo por entonces a caballo entre la lectura obsesiva del HELIOPOLIS jüngeriano y el estudio exhaustivo de las OOCC de Lenin, quedó fascinado-); o, ya que lo he mencionado, las primeras tertulias con Rafa, en mi casa, dudando por mi parte de si sería buena idea presentarle a Luigi (dado el profundo desprecio que le inspiraba el universo brutto), sin saber la inmediata química que se establecería entre ambos (al punto de trasladar la tertulia a la casa de aquel): aquellas sesiones, mucho mejores que las patrañas psicoanalíticas, conformaron mi abandono definitivo del espejismo politiquero y gestaron buena parte de los textos shadowliners (no sólo míos, también de Dildo), maduros, escritos más allá del fracaso o de las sirenas del éxito (en el caso de Dildo), sin nada que perder... 

En las largas estaciones secas, cuando las esperanzas de afinidad ralean, sólo me queda como detonante la compañía de un libro, una película, un disco, pero, en los últimos tiempos, al pensar luego en que no es segura la complicidad de otros con esa obra (complicidad sustancial, quiero decir, no epidérmica, que no desaparezca a la primera de cambio por razones ajenas a la obra –porque entonces se degrada ésta a la ralea de bagatela, de kleenex intelectual-), mi escrito pierde su altura de vuelo a las pocas líneas y lo que pudo haber sido artículo o reseña acaba quedándose, cada vez con más frecuencia, en breve comentario perdido en algún email o hilo de blog (en caso de quedar en algo). 

La mezcla ideal (que de vez en vez, aunque con mucha menos frecuencia que en el pasado, aguijonea mis sueños) de una Mallory Knox entreverada de Gail Wynand, esto es, ese híbrido de compañera de trinchera y mecenas anómalo, cuando remotamente se ha pretendido encarnar en mi realidad, copando a la vez pensamiento y emociones, pasado el nanosegundo mágico, ha resultado por lo general (lo dicho hace unos párrafos) experiencia desoladora.

He nombrado a Gail Wynand. Pensemos por un momento en qué es un mecenas. Hoy no existen (no pueden admitirse) nociones de mecenazgo: el mecenas respeta a su protegido y no lo considera una inversión a corto plazo, una mercancia sobre la que tiene derecho de propiedad, sino que desea participar con su apoyo en la gloria que él detecta en ese AFIN con ideas pero sin medios materiales (hoy, por el contrario, se respeta de manera instintiva a quien tiene más pero es imposible sentir verdadero respeto –aunque se le profese apego emocional: volvemos a las mascotas- por quien no llegó a una posición mejor o, por lo menos, igual –de ahí que actualmente no existan pensadores sino asesores de marketing, brokers del pensamiento basura: un pensador nunca ganará tanto ni actuará con el chip de ejecutivo y, por lo tanto, en esta época, lo que salga de su magín no serán sino las pajas mentales de un ocioso que no se entera, que está en las nubes-). El mecenas auténtico sólo invierte en Eternidad. La inversión más ambiciosa. Y, en épocas de bajamar espiritual como la que sufrimos, la más incomprensible.  

A estas alturas de la película no me hago ilusiones de toparme con lo que una y otra vez me ha dejado escaldado: los espejismos de afinidades se desvanecen, dejándome pedagógicas cicatrices como única huella de su paso. Hoy, usando lenguaje de timba, pintan mascotas (serlo yo y tratar a los otros del mismo modo, porque, como ya dije, no hay otro modo sin caer en la más completa y descacharrante incomunicación). Es el palo que me ofrece el Destino y, OK, lo acepto (en otro tiempo, más quijotesco, habría persistido numantinamente en el rechazo misantrópico –O AFINES O NADA- hasta perder por completo la chaveta y/o acabar por quitarme de en medio). Trato de pasármelo bien y, desde luego, en la medida de mis posibilidades, de que se lo pasen bien quienes están conmigo (por lo general, yo me adecuo más a los otros que los otros a mí –aunque, por desgracia, esta adecuación por mi parte nunca les parece suficiente y siempre me encuentran muy mío y de trato difícil-). Pero, claro, socialización con un punto de hedonismo y apeada de anhelos trascendentes, y creatividad como tarea heroica nunca pueden igualarse en la balanza: que nadie se sorprenda si, en consecuencia, cada vez hallo menos estímulos (tanto estéticos como éticos) para escribir en clave profunda, como le gustaría a Elderly.

De cualquier modo, ya he dicho casi (un casi día a día más reducido) todo lo que tenía que decir en mis escritos. Escribo cada vez menos desde la Categoría: lo hago desde la anécdota (por cierto, con escaso sentido del ridículo –no hace mucho le oí a María de Medeiros una frase que suscribo: “he llegado a esa edad en que se pierde completamente el miedo al ridículo”-, con la bufonería justa: la que yo decido y no la que me tratan de imponer los negreros de la freaksploitation-), a medio jubilar en cuanto a expectativas generales (disfrutando de ese punto calmo -¿click reparador?- en que niñez y ancianidad se encuentran y a uno ya se la suda todo), con la certeza de que la última palabra ha sido dicha por mí en estos últimos veinte años de creciente lucidez. Saber que el Zeitgeist se va haciendo eco de ella, como siento cada nuevo día que pasa, me demuestra que, al fin y al cabo, no he desperdiciado mi vida.

No reniego, por tanto, en ningún momento, de mis escritos de opinión y reflexión aunque, de las personas cercanas a mí, a casi nadie le parezcan algo tan valioso como las canciones de amor o los chascarrillos y ocurrencias disparatadas: creo con una certeza axiomática que mucho de lo alumbrado en los 90 y en este siglo (aparecido en EL CORAZON DEL BOSQUE, PROXIMO MILENIO, LINEA DE SOMBRA o en determinados pasajes de LA CANCION DEL AMOR o de TODOS LOS CHICOS Y CHICAS: VISIONES DE UN MILENIO BIZARRO), así como chispazos anteriores (en la radionovela RELATO SECRETO, en el disco 1984, en el grupo PROYECTO BRONWYN, en el libro FE JONES...) es muy superior a la media de ¿opiniones? y reflexiones que nos saturan. Y el Tiempo, repito, lo dirá (no en cuanto a autoría, que me la trae al pairo, sino en cuanto a experiencia asumida por otros –profecía, visión, intuición-).

 

«...No habían tratado de encontrar la respuesta y habían seguido viviendo como si ninguna respuesta fuera necesaria. Pero cada uno había experimentado un momento en el que con una honradez desnuda y solitaria había sentido la necesidad de una respuesta.»

(EL MANANTIAL, de Ayn Rand)

 

 

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