por Dildo de Congost

 

 “Nuestra ocupación principal y nuestra vocación es la de dedicarnos al silencio y a la soledad de la celda. (…) En ella con frecuencia el alma se une al Verbo de Dios, la esposa al Esposo, la tierra al cielo, lo humano a lo divino”. (Estatutos cartujos, 4.1).

 

Fascinado por el documental alemán “EL GRAN SILENCIO” (“DIE GROBE STILLE”, Philip Gröning, 2005), película que muestra por primera vez el día a día dentro del Grande Chartreuse, el monasterio cartujo oculto en el corazón de los Alpes franceses, me dispongo a hacer una aproximación a esta elite contemplativa, equivalente católico al (auténtico) budismo zen, al hinduismo (verdadero) o al (genuino) sufismo.

La existencia de los cartujos es otra muestra más de que, al contrario de lo que cacarean ciertos presuntos guardianes de la Tradición, sí existen, aquí y ahora, verdaderos maestros y disciplinas espirituales serias. O, lo que es igual, sí hay salidas, caminos hacia la salvación o la libertad en pleno Kali Yuga. Los cartujos son un buen ejemplo de ello, y se alejan totalmente de la decadencia, la modernización y el “a-Dios-rogando-y-con-el-mazo-dando” que caracteriza a la moderna Iglesia católica. Tal vez por eso, el éxito de la película de Gröning haya superado con creces la afluencia de feligreses a misa. Porque existen vacíos que ni los sermones, ni los sucedáneos “new age”, ni los libros orientalistas, ni los falsos gurús pueden llenar. El cartujo se retira para siempre del mundo exterior e ingresa en un convento para consagrar tu vida a la contemplación, viviendo con absoluta austeridad, humildad y recogimiento a Dios: medita sin prisa ni pausa hasta alcanzar la Verdad. Algo que implica años y años de Gran Guerra Santa, con batallas interiores cada día y mucho, mucho sufrimiento.

 

 

Tal vez la dureza de los preceptos cartujos tenga su raíz en que el hombre que los fundó, San Bruno, era un alemán de pura cepa. Empecemos nuestro camino, pues, dando unos apuntes biográficos sobre la figura de San Bruno.

Nació en Colonia en el año 1030 en el seno de una familia noble. Desde muy joven estudió en Reims y París. Cuando regresó a Alemania fue nombrado canónigo de la colegiata de San Cuniberto. Años después, regresaría a Francia para ejercer de profesor. Fue en París donde nuestro santo asistió a un suceso que lo conmovió profundamente: en el entierro de un célebre y cristianísimo doctor, el cadáver habló tres veces, la última de las cuales dijo: “Por justo juicio de Dios he sido condenado”. El futuro santo quedó profundamente impactado por las palabras del cadáver parlante, y no porque el muerto hablara, sino por lo que dijo. “¿Cómo es posible que una persona tan ejemplar diga que Dios lo ha condenado?”, se preguntó estupefacto Bruno. La duda no lo dejaba en paz, así que decidió retirarse del mundo y entregarse por completo a Dios, con el objeto de llegar a una total unión con él mediante la ascesis y la contemplación, la oración y el silencio. De entrada, se reunió con unos amigos y, tras repartir todos sus bienes entre los pobres, se retiraron todos a la abadía benedictina de Solesmes y luego a la de Séche-Fontaine. Pero, no contento con el silencio y la austeridad de estos lugares, abandonó el convento y se fue con sus seis compañeros a la Cartuja, un macizo montañoso situado en medio de la nada, en la diócesis de Grenoble. San Hugo, obispo de Grenoble, tuvo un sueño premonitorio la víspera de la llegada de Bruno y sus discípulos: vio siete estrellas caer sobre aquellos áridos parajes. Corría 1804 cuando los siete astros de la meditación levantaron siete humildes barracones y una capilla en pleno desierto. Minutos después, se obró un milagro: un poderoso chorro de agua salió de la tierra como un gran geiser: sería la fuente que saciaría a aquellos hombres solitarios. Así nació la Orden Cartujana.

 

“El desierto es un fuego purificador. En la soledad sale a la superficie todo lo que somos”. (El combate de Jacob).

 

La vida de estos monjes era extremadamente austera: dormían muy poco, trabajaban y rezaban mucho, se vestían con un áspero trozo de tela blanco… Pero es mejor que nos lo describa el abad de Cluny, que los vio en (in)acción: “Son los más pobres entre los monjes, habitan cada uno en una celda, llevan su tosco hábito de penitencia, ayunan casi sin interrupción y comen sólo pan. No quieren saber nada de carne, tampoco compran pescado, aunque lo comen si alguien se lo ofrece. Los domingos y jueves viven de huevos y queso, los martes y sábados de hierbas, los otros días sólo hay agua y pan. Sólo comen una vez al día, excepto los días de fiesta, y guardan el más estricto silencio, comunicándose a través de signos”.

 

 

Tras varios años de ascetismo, con la expresión de la paz y la santidad tatuada en el rostro y el espíritu instalado en el Paraíso, Bruno recibe una llamada terrenal que lo arranca de su retiro: el Papa Urbano II, que había sido alumno suyo en su juventud, quiere llevárselo a Roma. Bruno abandona el desierto y se traslada a la capital italiana, donde le siguen algunos de sus discípulos. Allí es elegido arzobispo de Regio, pero él sueña con volver a su vida anterior, para reencontrarse con el silencio ascético. Por eso, renuncia al arzobispado para regresar al retiro, aunque esta vez en la misma Italia. Así, se  recluye en Calabria, en el monasterio de Santa María de la Torre. Fue tal la afluencia de discípulos que acuden a él, que el lugar se le queda pequeño y tiene que construir otro monasterio, el de San Esteban del Bosque.

Fallece San Bruno el Calabria el 6 de octubre de 1101. Hoy es patrón de Colonia y protector de la Orden Cartuja. Sin embargo, no ha sido canonizado, aunque se autoriza su culto a los cartujos y a todos los cristianos. Por eso, en el seno de la Iglesia se habla de él como Bruno y no San Bruno. Resulta, cuando menos, paradójico, porque todo apunta a que es uno de los pocos santos que de verdad alcanzaron la iluminación.

 

 

En la actualidad, 906 años después de la muerte de San Bruno, los cartujos siguen siendo la elite de la Iglesia Católica, compuesta por unos 450 monjes y monjas recluidos en 24 casas distribuidas por tres continentes. Los cartujos viven consagrados a la oración, siguiendo el camino trazado por San Bruno. Su objetivo, como el de cualquier disciplina espiritual, es la salvación de todas las almas.

Los tres pilares de la existencia cartuja son: la soledad, cierta vida comunitaria extremadamente ritual y la liturgia cartujana.

 

“Desde siempre, con el auxilio del Espíritu Santo, Cristo, Verbo del Padre, ha escogido hombres para que vivan en soledad y se unan a El por un amor íntimo”. (Estatutos cartujos, 1.1).

 

La soledad se traduce en un absoluto aislamiento del mundo, lo cual significa que no hay apostolado exterior, que no se admiten visitas, que no hay radio ni televisión ni mucho menos Internet y que sólo se permite una salida a la semana para el Paseo. La soledad se traduce, en última instancia, en una profunda unión con todo el mundo, lo mismo que ocurre con el budismo zen o el sufismo: “Separados de todos, estamos unidos a todos puesto que en nombre de todos nos mantenemos en la presencia del Dios vivo” (Estatutos cartujos 34.2).

 

 

De este modo, padres y hermanos cartujos viven una existencia de oración y de trabajo solitario, los primeros en la celda y los segundos en las obediencias. Los Oficios y el trabajo, el “ora et labora”, siguen un ritmo inmutable, al paso del año litúrgico, poniendo al espíritu en conexión con el devenir de las estaciones.

Además, existe una vida comunitaria en el seno de las cartujas, que se traduce en la misa conventual, el oficio nocturno, la recreación y el esparcimiento.

Para mantener la orden activa es necesario obtener unos ingresos; gran parte de ellos están asegurados por la comercialización de un exquisito licor y diversos productos de artesanía. El acto de fabricar estos bienes es también, por supuesto, sagrado, y se realizan en absoluto silencio. Sería el equivalente al “samu” zen.

 

 

Un día cualquiera en la vida de un cartujo se desarrollaría según el siguiente horario, que puede variar ligeramente según la casa o el individuo:

 

Entre 19:30 y 20:00 horas: Acostarse.

23:30: Levantarse y oración en la celda.

00:15: Maitines seguidos de laudes (en la Iglesia).

            Laudes de la Santísima Virgen (en la celda) y acostarse.

6:30: Levantarse.

7:00: Prima-Angelus.

8:00: Misa conventual en la iglesia.

            Lectio divina (lectura meditada de la Biblia).

10:00: Tercia.

            Estudio-trabajo manual.

12:00: Angelus-Sexta.

            Comida-Recreación (trabajar, leer, tomar el sol…).

14:00: Nona.

            Trabajo manual-estudio (el equilibrio entre ambos será diferente en cada caso).

16:00: Vísperas de la Santísima Virgen.

16:15: Vísperas en la Iglesia.

            Colación-lectura-oración.

18:45: Angelus-Completas.

19:30-20:00: Acostarse.

 

El ritmo imperturbable de este género de vida, un día tras otro, conduce a una existencia sabia y longeva. No hay distracciones frívolas que disipen la mente y debiliten la voluntad. El rigor de la soledad y el gran silencio, la pobreza de los hábitos, el trabajo manual, los ayunos, la interrupción del sueño… Todo esto, practicado con espíritu de penitencia, favorece la unión con la Naturaleza y da al cuerpo salud.

La dieta es también muy estricta. Jamás se come carne. No hay desayuno. Desde septiembre hasta abril sólo se cena una frugal colación. Hay abstinencia de lacticinios en Adviento, Cuaresma y todos los viernes. Un día a la semana se ayuna a pan y agua. Eso sí: la comida principal es nutritiva y generosa.

 

 

La liturgia cartujana sigue de manera estricta la senda trazada por San Bruno, adaptada a su vocación eremítica y a la dimensión reducida de su comunidad. El rito cartujano es, en comparación con el romano, de gran simplicidad y sobriedad, lo cual favorece la unión del alma con Dios. Se basa, sobre todo, en muchos tiempos de silencio, en la prohibición de instrumentos musicales y en la utilización del canto gregoriano, que fomenta la contemplación. El canto con notas (antífonas, responsorios, himnos, misa, Kyrial) se hace siempre en latín. La salmodia y las lecturas se hacen en lengua propia. Y los oficios de celda se pueden decir en latín o en lengua vernácula.

 

“Silencio. Ritmo. Repetición”.

(Philip Gröning).

 

Existen cuatro etapas en la vida cartujana: postulantado, noviciado, profesión temporal (votos simples) y profesión solemne (votos perpetuos). Padres y Hermanos, sacerdotes y no sacerdotes, comparten, bajo forma diversa, la misma vocación. La pequeña-gran diferencia es que los Hermanos, bajo la dirección del Padre Procurador, se ocupan de los servicios materiales del Monasterio (sastrería, carpintería, cocina, etc).

 

 

Como en toda disciplina espiritual que busca la Verdad y no el poder terrenal con excusas celestiales, dentro de la orden cartuja apenas se hace distinción entre sexos. La existencia de las monjas cartujas se remonta a 1145, en Prébayon, Provenza, donde fueron acogidas por San Antelmo. Desde entonces forman con los monjes una única orden. Durante varios siglos, tuvieron una vida en común más importante que los Padres y Hermanos de género masculino, porque se suponía que las mujeres soportaban peor la soledad absoluta. Pero, debido a las muchas solicitudes femeninas para llevar una vida cartujana en plenitud, desde 1970 evolucionaron hacia una existencia más solitaria. Hoy, no hay diferencia entre la jornada masculina y la femenina. Incluso su atuendo es prácticamente igual: hábito blanco y cogulla con bandas laterales para las profesas. La única diferencia es que los monjes llevan capucha y las monjas llevan toca con velo.

 

“Buscando un libre espacio interior, han escogido esta soledad. En ella se imponen voluntariamente privaciones importantes, con el único fin de mantenerse más abiertos a lo Absoluto de Dios y a la caridad de Cristo”.

(El Ideal).

 

Un monasterio cartujo está formado por un gran claustro, en cuyo centro hay un patio y un cementerio. Alrededor del claustro se agrupan las celdas de los monjes presididas por la iglesia principal, y rodeadas de capillas y otros lugares conventuales, como la sala capitular, el refectorio o la biblioteca.

 

 

La “celda”, en la que el cartujo pasa la mayor parte del tiempo, es una casita con varias habitaciones y un pequeño jardín. Cada celda da al gran claustro, donde, por una ventanita, el Hermano encargado deja la comida. Cada vez que el monje entra en su celda, reza el Ave María en el vestíbulo, siempre presidido por una imagen de la Virgen. El interior de la celda sirve de oratorio, lugar de estudio, comedor y alcoba. El servicio y el taller están en un anexo. Los Hermanos, sin embargo, viven en celdas más reducidas, puesto que pasan más tiempo fuera de ellas, en los talleres, cocinas, oficinas y otras estancias.

 

 

Las condiciones de admisión en un convento cartujo son las siguientes:

 

-Deseo sincero de entregarse a Dios. Inclinación a la soledad y al silencio de carácter sobrenatural. Espíritu de penitencia y oración.

 

-Buena salud y equilibrio mental, aptos para la vida comunitaria y solitaria.

 

-Capacidad mental y física para el cumplimiento de las obligaciones regulares, los estudios o los trabajos manuales.

 

-Tener la suficiente formación par seguir los estudios eclesiásticos, si se aspira al sacerdocio.

 

-Ausencia de todo impedimento o compromiso canónico, familiar, económico o de otra clase.

 

-Tener 19 años de edad cumplidos; y para los monjes del claustro, no pasar de los 45.

 

Aún así, nadie te garantiza la entrada en una cartuja. Un amigo mío escribió hace más de un lustro una carta de petición para ingresar en una cartuja y aún no ha recibido respuesta. Y a Philip Gröening le costó dieciséis años de paciente espera que le dieran permiso para filmar “EL GRAN SILENCIO” en el Grande Chartreuse. Si las cosas de palacio van despacio, las de un monasterio cartujo tienen su propio ritmo. Un instante es la eternidad para un ser iluminado que se mueve al ritmo de la música de las esferas.

 

 

“Con un profundo sentimiento en el corazón de atracción hacia horizontes más profundos, en los que sólo se percibe la imagen de Dios en Cristo, crucificado pero vivo, esperanza de su gloria”.

(El Ideal cartujo).

 

Finalmente, decir que la vida cartuja es una forma de alcanzar la sabiduría, de caminar sobre las aguas y disfrutar el Cielo en esta vida. En este punto, hay que observar que los cartujos están (de nuevo) más cerca de disciplinas espirituales como el budismo zen que de la Iglesia católica, apostólica y romana:

 

“Tendiendo por nuestra Profesión únicamente a Aquel que es, damos testimonio ante un mundo demasiado implicado en las cosas terrenas, de que fuera de Él no hay Dios. Nuestra vida manifiesta que los bienes celestiales están presentes ya en este mundo, prenuncia la resurrección y anticipa de algún modo la renovación del mundo”.

(Estatutos, 34,3).

 

 

Con su sencilla pero grandiosa existencia, el monje cartujo constituye una prueba viva de la existencia de Dios o, dicho de otra forma, de la posibilidad de alcanzar la libertad interior absoluta incluso en unos tiempos tan oscuros como los actuales. Es algo que puede comprobarse en la increíble película “EL GRAN SILENCIO”, observando los luminosos rostros de estos auténticos superhombres, de esta casta de verdaderos santos. En el fondo de sus miradas brillan la paz y la sabiduría. Porque sólo al prescindir del lenguaje se empieza a ver. Y sólo en el silencio más absoluto se empieza a oír.

 

*Para más información, recomiendo la visión del doble DVD “EL GRAN SILENCIO” o una visita a la página web www.chartreux.org.

 

*www.dildodrome.com