impresiones fotográficas:

CASILDA D. MENTE

 

 

Aprovechando el fruto de una buena coyuntura laboral, mi osita me propuso hacernos medio mes por Japón, y así huir de la congestión de horteras carpetovetónicos y anglosajones que se reúnen por la canícula en la localidad costera donde reside. Tanto ella (devota de varios diseñadores nipones) como yo (forofo de Mishima, creciente adicto al cine y al manga amarillos –enviciado por el dealer Dildo- y con un ojo puesto en el zen y el shinto) como ambos (por la común pulsión gastronómica y el no menos mutuo fetichismo por la tarantinesca saga de «KILL BILL») intuíamos que el país ideal, receptáculo de los más bellos paisajes, tecnológicamente vanguardista, nido de una raza superior y poseedor de una sólida y eficaz estructura ético/social (sobre todo, viendo las cosas desde la terminal España zapaterólica, barra libre para toda clase de ineptos e indeseables), hoy por hoy, era Japón.

 

 

Una semana antes de iniciarse nuestro periplo, un seísmo de categoría más que mediana había meneado parte del archipiélago. En un hemisferio norte donde los tsunamis, huracanes, gotas frías, regüeldos tectónicos y performances de la multinacional Al Qaeda van convirtiéndose en la pauta (cumpliéndose así mis previsiones de una conjunción de catástrofes naturales y subversivas que agotará por completo el ya muy debilitado ciclo de la modernidad ilustrada y nos traerá un nuevo medievo regido por criterios supervivencialistas y míticos, más acorde con el orden heroico, antifrívolo y objetivista que marcan los dioses afectos a Gaia), tomar dos aviones (Madrid-Amsterdam y Amsterdam-Tokyo) para tirarse en el aire casi veinte horas tenía su puntito de ruleta rusa. Como ocurre siempre en los momentos críticos, mi reacción fue tranquila y optimista (esto es, fatalista: o llegamos o no llegamos –en tanto, disfrutemos del momento: abstraigámonos del nulo servicio al pasaje de la siempre cutre Iberia mirando nubes por la ventanilla y sumerjámonos más tarde en las innúmeras atenciones, menú oriental incluido, del Jumbo de la JAL-). Mi osita, al pisar Amsterdam para el transbordo, sintió un leve picotazo de nostalgia (no en vano había pasado casi toda la década de los 90 en Holanda) que superó comprando un surtido de miniquesos y haciéndome una encendida apología paisajístico/urbanística de la tierra de los polders (odiosa comparación con la requemada península y el Madrid en caóticas y sempiternas obras recién dejados atrás), apología que Wenceslao Fernández Flórez me reafirmaría unas semanas después en cierto extenso reportaje sobre los Países Bajos recogido en sus OO CC.

 

 

No me gusta que me importunen. No me gusta que me limosneen, que pretendan venderme cualquier baratija, que me intenten hacer socio de tal o cual mafia benéfica, que me confundan por la calle con quien no soy (incluso con quien soy), que me obliguen a escuchar peloteras vecinales con aire de telecomedia española (tan bien descritas por César González Ruano en sus impagables artículos «PAVANA DE LA TIA GUARRA» y «MATRONA DEL ESTIO»), que me tarareen al oído o se me restrieguen en los transportes públicos, que me silben o llamen a gritos, que me den empellones al caminar... Lo más, tolero que me pregunten la dirección de una calle (eso sí, con voz queda y correctos modales).  

Asumiendo esta perspectiva (desde la cual siempre he dicho cómo para mí una de las más nítidas imágenes del infierno es la descripción que Juan Goytisolo hace del mercado de Marrakech –muy similar, pero con sol y chilabas, a los cuartos oscuros de los que Joe Borsani gustaba hablarme con expresión ensoñadora-), el mayor encanto de Tokyo es comprobar cómo una población muy superior a la de Madrid hace mucho menos bulto, tanto en espacio físico como en contaminación acústica. Las gentes se mueven en perfecta formación (incluyendo bicicletas que serpentean por las aceras sin rozar en ningún momento al transeúnte ni necesitar avisarlo con la bocina para que se aparte), serias, sin hablar entre sí (o, lo más, en raros grupos de dos o tres, casi en susurros –aquí me acordé de Dildo, siempre discreto y lacónico en su emisión de voz-), dando una impresión quasi randiana de ir cada cual a lo suyo, con sus sombrillitas las mujeres (sombrillas de doble uso, para el sol y para la lluvia -lo que, visto lo caprichoso del clima, no carece en absoluto de sentido-), los oficinistas en camisa blanca de manga corta y pantalón oscuro (con sus carteras y/o mochilas al brazo), algunas personas con mascarilla en el rostro... Lo más estridente que recuerdo fue, cerca del hotel donde pernoctamos los primeros días, una zona de callejuelas populares (que asocié plásticamente a los aledaños de la Puerta del Sol), con tiendecillas de videos y dvds, almacenes (tipo Saldos Arias o Sepu) dedicados a artículos de fotografía e informática, y comederos económicos: allí se ponían algunos jóvenes, en plan reclamo, y voceaban con precisión robótica una y otra vez la misma frase, y, si pasabas a su lado (insisto, sólo así: no iban detrás del transeúnte), te daban un papelito promocional (esto mismo lo veríamos más tarde en unas galerías comerciales de Kyoto).

Otra cosa que resulta profundamente chocante para quienes venimos de España es la limpieza del pavimento (sin manchas negruzcas de chicles pisoteados, sin heces caninas, sin vomitonas ni gargajos, sin papeles...) y la escasez de papeleras. La gente no acostumbra a deshacerse de residuos por la calle: por esta razón, incluso está mal visto comer un helado fuera del establecimiento.

Lo único sucio era el calor húmedo, con un deja-vú tropical, que nos pringaba apenas salíamos de los locales superclimatizados.  

 

        

 

Una visita un poco tonta fue el ascenso, en manada con guía al frente, a cierta torre tokiota que remeda la Eiffel. Nunca me ha atraído (entre otras cosas, por aquello del vértigo –amén de mi escasa destreza en los concursos de lapos-) el asomarme a la cima de torres ni de rascacielos (salvo, quizás, si algún día voy a NYC, al Empire State Building –por rendir el debido homenaje a dos clásicos, «JUAN NADIE» e «INSOMNIO EN SEATTLE»-; aunque admito que la vista que gozábamos cada mañana desde nuestra elevada suite del Keio Plaza, con el City Hall enfrente, nos daba una sensación muy reconfortante a lo Gail Wynand –top of the world y eso-). A mi osita tampoco le entusiasmó la visita a la torre: de hecho, fue la gota que colmó su vaso de animal no gregario. Poco después, nos las piramos del autocar sumergiéndonos en los intrincados laberintos del Metro para iniciar una frenética tarde de shopping (durante la cual nos sentimos por un rato perdidos en Yonkers –momentos de mutua crispación incluidos- amén de despistados como Hulot y frenéticos –no iba de balde el adjetivo- como Harrison Ford en aquella de Polanski) por los barrios de Ginza (que me recordó a Valencia, concretamente, a Ruzafa –escenario de otra marathon de tiendas, bastante menos apasionante que ésta, aparte de mucho más cara: eso de que los precios en Japón son elevados se me antoja una leyenda urbana o un bulo concebido para esquilmar a nuevos ricos con bajo CI-) y de Shibuya (donde, aparte de toparme con mis primeras jovencitas vestidas de colegio –no las olí: lo siento, carezco de tu pituitaria hiperestésica, amigo Dildo; por cierto, qué placer moverse por un país donde las putas se visten de colegialas y no a la inversa, como el nuestro, donde a las niñas desde casi la cuna se las viste de putas para solaz de creativos publicitarios y guionistas de concursos de la tele-, encontramos el sancta sanctorum de Prada –mi osita se postró ante sus vidrieras y le rindió el correspondiente tributo fotográfico, aunque se negó a entrar porque, según me confesó, si lo hacía, se gastaría allí mismo todo lo que llevábamos más crédito de tarjeta, si la admitían- y una recoleta tiendecita, Minami Aoyama –en la cual disfrutamos de un relajante tiempo muerto dentro de la vertiginosa jornada y compramos bastantes cosillas, tanto artesanía como botellas de sake-). 

 

               

 

      

 

Seguramente lo que estaba más atado y bien atado de nuestro periplo fue la cuestión gastronómica. Habíamos decidido comer, si podíamos, exclusivamente japonés. Mi osita se fue haciendo durante los dos meses previos una pequeña agenda sacada de Internet con fotos de diversos manjares (para pedirlos por señas en caso de no haber otra manera de comunicarse) e información sobre las más variopintas especialidades. Menos el famoso pez piedra probamos prácticamente de todo: kaiseki (en el balneario de Hakone –excelente, si no tienes la oportunidad de conocer el súmmum- y en el ryokan de Kyoto –insuperable: vamos, el súmmum de marras; y ahora caigo en la cuenta de que aquel menú de treinta y dos platos que se nos ofreció en el gerundense Bulli a LA MODE allá por el 83 era un kaiseki occidentalizado-), tempura, sukiyaki (con la tata del ryokan preparándolo en vivo y en directo y poniéndonos perdidos de apetitosas salpicaduras entre risas y reverencias –era como «EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS» pero con vocación de «LA GRANDE BOUFFE»-), sushi (la tercera noche de estancia en Tokyo disfrutamos de uno delicioso en unas galerías subterráneas a tiro de piedra del hotel, por un precio que en España sólo alcanzaría para una sesión –y no muy generosa- de comida basura), un excelente plato de anguila (en un restaurant diminuto situado en unos grandes almacenes de Ginza), una especie de banderillas o espetones con trocitos de carne (lo que menos nos gustó junto con el tofu –esto del tofu es a la cuajada como los yogurts de soja al auténtico yogurt, algo epiceno y blancuzco y sosaina, no sé, como comerse a Alaska en su actual estadío: comprendo que a muchos gays les excite el tofu-) así como una suerte de minipizzas o tamales (que descubrimos en un puesto callejero cerca del parque de los ciervos y que nos resolvió un almuerzo por un precio supermódico). Y de bebida, tés ligeros (verde, tostado...), potingues energéticos con sabor a lichi y a otras frutas no muy comunes en Occidente (que uno halla en variedad infinita en las mil y una máquinas expendedoras) y sake a todo pasto, para reponer los líquidos perdidos en cada jornada. En mi caso, además, la frecuente ingesta de sake y té provocó un providencial efecto astringente, evitando percances como los ya mencionados en mi última crónica sobre un concierto de ILEGALES.

Y, ya que he sacado el tema, y como todo lo que nos metemos en el cuerpo alguna vez tiene que salir, quiero glosar brevemente los retretes japoneses con cuadro de mandos que te permiten una limpieza de bajos todavía desconocida en Occidente salvo combinando el uso de retrete y bidet. Aquí va todo en uno: evacuación, limpieza con agua caliente y secado al vapor, que nos deja el culete como el de un bebé de anuncio (ya puestos, apuntaría una sugerencia: una cuarta fase, tras el secado al vapor, de aspersión de polvos de talco o similar, para hacer del instante sibarítico algo completo). Un detalle: en atención al pudor de las mujeres, para evitar que se escuchen ruidos al evacuar (sea el chorro del pipí o alguna que otra ventosidad), el retrete empieza a soltar agua nada más sentarte. Comprendo perfectamente que Homer se enamorase de uno de estos artefactos cuando los Simpsons arrasaron el Imperio del Sol.

 

    

 

  

 

Una de las cosas chocantes que nos encontramos en los lugares sagrados de Japón fue la proliferación de svásticas (equivalente budista, en tanto que simbología religiosa, a la cruz cristiana o a la estrella de David). Tras el chantaje persecutorio a que Occidente se sometió en relación a este símbolo por la presión propagandística sionista y que, como la Ley Seca en USA, sólo sirvió para degradar y desnaturalizar lo perseguido y volverlo objeto de promoción y consumo para sujetos día a día más sórdidos, apenas si hay occidentales que reconozcan el verdadero sentido de la svástica (idénticas razones de grosera generalización que se aducen en torno a ella, en cuanto a cuota de sangre derramada en su nombre, deberían llevar, en puridad, a vetar la ostentación de las ya mentadas estrella de David y cruz cristiana –y no sería tan difícil redimir a la svástica de su aureola de kistch ominoso: sólo hace falta imaginación, algo de cultura y ausencia de prejuicios, como ya hizo Nico con el «DEUSTCHLAND UBER ALLES» incluyéndolo en su repertorio bohemio y transgresor y dedicándolo a Andreas Baader y Ulrike Meinhoff-). Afortunadamente Japón, por muy tecno y ultradesarrollado que se nos presente, no es Occidente y se la sudan sus autocensuras y chantajes. Japón es (como Nico, diosa de la luna, y la más cabal conexión –junto con Jünger, claro- entre el Walhalla y las islas del Sol Naciente) la mezcla incómoda de futurismo y primordialidad, lleno de incorrecciones políticas (en los reproches que periódicamente le hacen China y Corea en relación con lo ocurrido en la 2ª Guerra Mundial y la negativa japonesa de dar su brazo a torcer –por otra parte, ¿acaso ha habido disculpas norteamericanas por Hiroshima y Nagasaki?-, se ve la diferencia con mundos agonizantes –desgarrados entre la farisaica petición pública de perdón y los intentos desesperados de reafirmación identitaria- como la Iglesia Católica de Wojtyla y Ratzinger o esta Alemania en la encrucijada de Schroeder y Merkel -¿puede concebirse un equivalente japonés a la pasión turca del factótum de Zentropa, aún pendientes disculpas y reparaciones por los bombardeos salvajes sobre Dresde y Colonia, la ciudad natal de Nico, siempre Nico?, ¿o cómo brilla la extrema religiosidad, que no beatería, que empapa la cotidianeidad japonesa frente a la irreversible pérdida de carisma de Roma, día a día más minada por el empuje de la multiforme herencia luterana y la ortodoxia bizantina?-), martillo sutil de indolencias y descortesías (porque los japoneses son como son y actúan como actúan no porque lo dicte la coyuntura en forma de señor con bigote ridículo y vocación de pararrayos volkisch, sino porque lo llevan dentro, en las tripas –como otros llevan dentro, desde siglos, el gusano de la alienación y la pérdida de integridad-), antípoda de Latinoamérica (en su no aceptación de la propina –algo que impactó a mi osita casi hasta saltársele las lágrimas-, en su afición al trabajo –y al trabajo bien hecho, como quería Xenius- y en el extremo cuidado con que tratan el entorno –no por ninguna caprichosa y narcisista ecodemagogia, sino por, a través de su inconsciente colectivo moldeado en el shinto, considerar a la Naturaleza como Lo Auténticamente Sagrado: naturócratas sin saberlo, por pura convergencia de sentido común; no en vano los protocolos de Kyoto se firmaron en dicha ciudad, Vaticano, Meca, Jerusalén de la Naturaleza, y es precisamente la elección de tal ciudad lo menos anecdótico y más trascendente de dichos protocolos-). Ver un árbol vendado o unos operarios lavando las piedras de un torrente en un parque o no poder en ningún momento hollar el suelo feraz, obligados a marchar por senderitos de madera o tierra, por escalones, por puentecillos, y encontrar salpicada la espesura (los campos se cuelan por las ciudades, entre el acero y el cristal, con una potencia ya prácticamente desconocida en la cuenca del Mediterráneo) de símbolos sagrados budistas y shintoístas, choca y conmueve a la vez, en especial si recordamos cómo son en España (obviamente, el País Vasco tampoco es España en esto) las relaciones del paisanaje con el mundo natural.

Por todo ello, cada vez comprendo mejor que un imperialista y racista como Kipling se sintiese desconcertado en Japón, al comprobar cómo el Otro podía ser no sólo igual sino incluso superior al hombre blanco. Pero eso ya lo estamos viendo hoy en relación con otros países vecinos de Japón y étnicamente próximos como Vietnam (antimateria de Argentina en su reconstrucción tras una guerra larga y atroz), Singapur, China o las dos Coreas. Lo vemos en nuestras ciudades si comparamos la hormigueante actividad de los inmigrantes chinos con sus pequeños comercios o las expediciones de turistas japoneses visitando centros de atención cultural o rutas naturales con la caótica indolencia de los inmigrantes de otras razas (en eterna actitud pedigüeña y/o picaresca, sólo movilizada ocasionalmente su escasa voluntad de actuación por cartels de la droga, mafias eslavas o tramas integristas con ecos de Alamut) o la descerebrada actitud de los hooligans que el norte y centro de Europa escupe cada verano en nuestras costas.

 

    

 

    

 

  

 

   

 

Seguramente lo más fallido de nuestro tour fue la pretensión de unir religiosidad (o, más descabellado, experiencia mística) con ir a la carrera tras la banderita de un guía. Animados por la poderosa sombra de nuestro maestro zen Rafa C., habíamos dado especial importancia a los lugares sagrados. Estuvimos en Nikko, en Nara, en Koyasan, en Kyoto... Pasamos una jornada entera (noche incluida) en un monasterio (del que salimos con agujetas por dormir en el suelo –Rafa, exlegionario, exmonitor de gimnasio y maestro zen, duerme así como en lecho de plumas de eider pero, obviamente, nosotros no somos Rafa-, breados a picaduras de mosquitos –unos mosquitos jurásicos, impresionantes, dignos de enfrentarse con Godzilla y que la cosa dure bastantes asaltos: mientras escribo esto, a un mes largo de la experiencia, todavía conservo las marcas-, perfumado nuestro sueño con un intensísimo olor a meados procedente del vecino retrete, y alucinados aún con el speech para turistas que la anciana madre de uno de los monjes nos dio en la cena –espectáculo absolutamente bizarro, plúmbeo, ahuyentador de toda mística, con la señora aquella gorgoteando al hablar como si fuese a vomitar un alien y reptando por el piso como el sujeto del saco de la película «AUDICION»-). Mi osita se hinchó, eso sí, a hacer fotos de templos (creo que no volveré a pisar un templo oriental en varias vidas –en una sola mañana llegamos a visitar hasta veinte-). Pero ese momento de iluminación que uno envidiaba de Rafa o de la Simone Weil que visitó Asís y fue desvirgada por Cristo a la primera de cambio frente al altar mayor, eso no lo catamos. Lo más cercano, lapsos tangenciales fuera de los templos, empapados en el verde y en la humedad, paganamente orgásmicos, o rodeados de ciervos que se nos acercaban como perritos para que los alimentásemos, o deambulando por ese parque en el que creímos ver a la mismísima Go-Go Yubari, o la escapada matutina que hicimos poco antes de abandonar el monasterio (sentados en un recodo junto a una fuente sin más compañía que los árboles, un Buda enorme y los pajaritos), o en el mercadillo de Kyoto cuando encontré el presente para Rafa en un puesto de artesanos (ese objeto para meditar, sin utilidad aparente, que yo tenía claro en mi coco pese a no saber muy bien cómo verbalizarlo cuando mi osita me preguntaba «¿pero qué habías pensado regalarle?» -estoy considerando, en paradoja típicamente jüngeriana, ¿e incluso zen?, que dos momentos de iluminación vendrían ya de regreso en Madrid, confirmándome cómo quizá debía primero viajar a Japón para encontrarlos a la vuelta: uno, al comprender por la expresión satisfecha de Rafa que había acertado con mi regalo y que algo había aprendido de nuestras charlas en estos años de transición de milenios, y otro, al dejarme esa misma tarde Dildo los cómics de la saga «EL LOBO SOLITARIO Y SU CACHORRO», empapados de sustancia sagrada y mucho más sabrosos de leer después de haber pisado tantos lugares antiguos con olor a peregrino ronin, lugares que ahora, recordándolos a la luz de las viñetas, brillan como no lo hicieron en la puntual circunstancia del marathon turístico-).

 

  

 

  

 

  

 

 

   

 

         

 

 

Otro momento rayano en la iluminación fue nuestro paseo por el cementerio de Okunoin, no muy lejos del monasterio donde nos alojamos. Aunque íbamos con guía, la inusual abulia de éste en la presente ocasión permitió a los miembros del grupo ir a su aire y aprehender la experiencia desde su propia subjetividad. Aquella mezcolanza de tumbas (bizarras, según los cánones occidentales) donde corporativamente se enterraba a jefes y empleados (con el pabellón de la empresa bien a la vista), donde había perros inhumados al lado de personas, donde la modernidad de un cohete (emblema de una empresa de construcciones aeroespaciales) alternaba con el extremo arcaicismo de los lugares de eterno descanso de shogunes y sacerdotes, todo cobijado a la sombra de árboles inmensos y con la influencia protectora de los budines (pequeñas estatuas de Buda dedicadas a la infancia, a las que se cubre de prendas de bebé a modo de exvotos), convertía Okunoin en un parque temático (el único vinculado a la naturaleza y no a la antiutopía, porque su promotor son los eones y el inconsciente colectivo de todo un pueblo siempre en forma –los japoneses están tan ocupados que no tienen tiempo ni para degenerar: devenir tan contrario al español...-) de la muerte y de la vida, del pasado y de las cosas por venir. A mi osita y a mí nos hubiera encantado quedarnos allí a vivir y a lo que venga después: al pisar de regreso Madrid comprendimos cuál es el verdadero cementerio, la auténtica tanatocracia.

 

           

 

 

    

 

       

 

Se me olvidaba: la palabreja que encabeza el título es el comodín fonético que escuchábamos por doquier en boca de guías o por altavoces cuando nos daban instrucciones para algo. Ignoro lo que significa aunque, cuando la oí por vez primera en la cabina de un teleférico, me produjo una sensación de ya oído. En casa de mi osita, unas semanas después, revisando «BATTLE ROYALE» en dvd, me apercibí de cómo la usaba la pizpireta azafata que al comienzo del film explica a los estudiantes las reglas del juego. Y es una palabra que, dicha con esa extrema dulzura con que muchas japonesas se expresan (como si en vez de palabras desgranasen caramelos), resulta de lo más erotizante. Lo que nos lleva, ejem, ejem, al apéndice de este artículo.

 

 

 

 

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Dildo en Tokyo