Ella se ha dormido en el vagón:

es un caramelo de mujer.

 

 

 

Ella es como Go-go pero sin aguijón:

en el parque la has vuelto a ver.

 

 

 

Ella se te acerca en el avión:

pregunta qué más puedes querer.

 

 

 

Ella es tan hermosa como un melocotón

descansando sobre un alfiler.

 

 

    

 

Las vírgenes shibuyas:

ositos en el aire,

mariposas de jabón.

 

 

 

 

 

Las vírgenes son tuyas

sólo si las recuerdas

a mil millas del Japón.

 

 

 

         

 

Dado que mi osita no estaba por la labor de actuar de paparazza de jovencitas para mi recreo, no hay testimonio fotográfico directo de la pleamar de bellezas que nos inundó en la calle, en el Metro, en los halls de los hoteles, en las tiendas, en los parques, en los templos... Las fotos que ilustran esto o bien se han sacado de reportajes sobre el estilo de vida en Tokyo o bien de sesiones eróticas (desafío a cualquiera a que adivine quiénes posan para el periodista y quienes lo hacen para el fotógrafo especializado en torrideces).

Y es que en Japón todo es confusamente incorrecto, inocente y retorcido, perversamente polimorfo: los fetichismos relacionados con la infancia (empezando por los trajes de colegialas y continuando con la moda de cubrirse con peluches y ornatos de kindergarten), el gusto por los pubis con velloncito (que nos retrotrae a los míticos 70, cuando el pelo, no sólo en la cabeza, era clave del carisma), la ausencia de siliconas (o, de haber alguna, su presencia discreta –no con la ostentoreidad de aqui-), el predominio de la lana y el algodón frente a la rancia lencería heffneriana, el calificar de “idols” a las modelos de fotos y films eróticos y conocerlas por su nombre y apellido (en contraste con Occidente, donde lo que abunda es la carne anónima y/o burdamente seudónima), la extrema calidad de las fotos (en las que abundan los primeros planos de rostros, nucas –hasta ahora yo creía ser el único forofo de esta parte del cuerpo femenino-, manos y pies; los vestidos como parte fundamental del clímax; las poses artísticas y los colores vivos –un retrete en una de estas sesiones resulta el lugar menos sórdido del mundo, y hasta un trance de bukkake puede parecer tan apetitoso como un batido de “PULP FICTION”-; la busca de la pureza como sex/appeal –coincido con Dildo en que todo este erotismo japonés parece traernos ecos del Mishima más lírico: “EL RUMOR DE LAS OLAS”, “NIEVE DE PRIMAVERA”-)...

El eros nipón es delicado y cruel, como la Naturaleza, carente de culpa, limpio en su profunda conciencia de identidad no sólo sociológica sino zoológica e incluso botánica, nada compulsivo, más dispuesto a destacar calidades que a favorecer la glotonería indiscriminada. Observando a las jovencitas ultramodernas de Tokyo (ataviadas como personajes de manga) o a las tradicionalistas de Kyoto (enfundadas en su kimono dominguero) comprendemos mejor el idilio entre el colibrí y la orquídea, la borrachera entre orgásmica y bulímica de la abeja zambulléndose en la flor.     

En Japón la carne no es pecado. Es poesía.