por Luigi Landeira   

 

fotografías originales:

Alvaro Castro

 

 

 

 

 

 

COMEBACK

 

Empecemos por el final. Volver a España tras un viaje por el extranjero siempre es un shock. Bajas del avión, ves la caspa ya desde la sala de recogida de equipajes y oyes a la gente gritar y ves la basura por las calles y lo gris de las construcciones y te sientes como una mosca que, tras ser sacada de su plasta de mierda y llevada a una habitación fría pero armoniosa, minimalista pero zen, vuelve a ser depositada en su trozo de caca, que según va pasando el tiempo, está más podrida y huele peor. He aquí la distancia entre Tokio y Madrid. Entre el cielo y el infierno. Entre las calles limpias, inmaculadas, llenas de edificios imponentes, pantallas de video con anuncios y gente silenciosa colmada de vida interior y exterior caminando con elegancia o en bicicleta, a las rúes de caca, al tráfico atroz, calles grises y estrechas, decadencia por todas partes, inmigración de quinta categoría portadora de inmundicia y enfermedades (dicen que vuelve el sarampión) mezclada con una suciedad generalizada de cuerpos, almas y mobiliario urbano. Del día a la noche. De la luz a la oscuridad. Aunque no soy nada platónico, esto me recuerda al viejo mito de la caverna. España es una cueva o, peor aún, una alcantarilla. Y nosotros somos ratas a las que ya no nos importa que vengan otras ratas más inmundas a mordernos. Frente a eso, la limpia frialdad, el quirúrgico capitalismo de los nipones, representa el futuro. Nuestra "tolerancia" norteafricana, nuestra decadencia europea, nuestra mediocridad española es el pasado. Al llegar aquí desde Japón, el contraste es tan insoportable para mí que siento dolor físico. Ruido, risas, gritos, voces, cacareos, pitidos de claxon, estupidez generalizada, antiestética total. Como diría Rambo, esto es un infierno. Y como diría un gallego japonófilo residente en Madrid: de Tokio al cielo.

 

 

 

 

AEROPLANO

 

Flashback. Así empezó todo. Volamos en un Boeing 746 de British Airways, en Club World, junto a una docena de privilegiados. Londres-Tokio. Tanto yo como Alvaro, mi acompañante, disponemos de un asiento transformable en cama dotado de la más moderna tecnología. No estoy situado cerca de la ventanilla, pero el espacio es grande y puedo acercarme cuando quiera  a mirar por una de ellas. Si me aburro, dispongo de mi propia pantalla digital con videojuegos y películas a la carta (algunas de las cuales, como una mierda pseudofeministoide de Susan Sarandon y Goldie Hawn, todavía no han sido estrenadas en la gran pantalla), amén de diferentes cadenas de TV (como la deliciosa Cartoon Network) y un canal dedicado a informarnos, mediante diagramas, gráficos y mapas, de la trayectoria que recorre nuestro avión y de que todo va bien y es superseguro. Todos estos mapas y todas las instrucciones de seguridad y todo el confort y todo el bla bla bla en inglés y japonés no son más que velos para alejar de nuestra cabeza la verdad: la muerte impregna los aviones y menor fallo técnico o humano puede ser fatal y convertirnos a todos en cenizas. Es verdad que hay pocos accidentes aeronáuticos. Pero también es cierto que es muy difícil (por no decir imposible) sobrevivir a un accidente aéreo. Paso la mayor parte de las 12 horas que dura el viaje hablando con Alvaro, comiendo (nos sirven japanese food a la carta, cortesía de uno de los mejores restaurantes del mundo), jugando al Tetris y a un juego muy retro (de un minero que tiene que coger moneditas y escapar de unos bichos) y, por supuesto, meditando. También paseo por el avión y subo al piso de arriba a picar chocolatinas. No duermo. Es la primera vez que viajo al país de Takeshi Kitano, de Yukio Mishima, de Osamu Tezuka, de Akira Toriyama, del budismo zen y de las dulces geishas. Sólo un par de viajeros orientales y la sonriente y joven azafata japonesa (las demás son rancias y gaseables británicas de mediana edad con cara de cazapedófilos; primas hermanas de la Dama de Hierro) sirven de aperitivo a lo que voy a vivir en los próximos días. Tras muchas horas de avión, con el sentido del espacio y del tiempo completamente alterados, selecciono "Blade Runner" en mi pequeña pantalla y vuelvo a verla por enésima vez. Me gusta más que nunca y lo que siente Harrison Ford caminando bajo la lluvia entre millones de personas, bajo la pantalla de video por la que asoma una sonriente nipona vestida a la manera tradicional, es otro preludio de mi futuro próximo, sólo que en limpio. Al parecer, me comenta mi compañero de viaje, que es un touriste de luxe que viaja y escribe sobre viajes en cabeceras tan cool como Wallpaper, la ciudad que se parece a la de Blade Runner no es Tokio, sino Sao Paolo (Brasil). Tokio, como estoy a punto de comprobar, es más limpio, más zen, menos dirty, más hi-tech. En fin, que Tokio es tan futurista que no hay manera de recrearlo en ninguna peli de imagen real. Sólo se parece al Metropolis de Tezuka y, tras una bomba nuclear, sólo podría parecerse al Neotokio de Otomo o a la ciudad en ruinas de Dragon Head. Y es que sólo los nipones, pienso yo después, son capaces de representar y reflejar sus propias megalópolis. Porque sólo ellos entienden la magia que las envuelve.

 

 

 

 

QUIERO VIVIR EN ESTE AEROPUERTO

 

Nada más entrar en la sala de recogida de equipajes del aeropuerto de Tokio (que se llama Narita, porque está en esa localidad del mismo nombre cercana a Tokio, que vive de su agricultura y es célebre por el filme "Tora-san"), siento que estoy en Japón. Reina el orden, el minimalismo y un relativo silencio que no dejará de gritar durante toda mi estancia. Esto es discreto y grandioso. La muchacha de ojos extremadamente rasgados (casi invisibles) que sella mi pasaporte lo hace con una rapidez y una eficacia insólitas, casi inhumanas. Seguro que es la mejor en su trabajo aunque (como solía decir Wolverine-Lobezno, canadiense iniciado en los misterios orientales por Mariko, su novia japonesa) su trabajo no sea muy agradable. Me da pena tener que dejar ya el aeropuerto. En él todo es cálido y agradable. Aunque estamos en uno de los países más capitalistas del mundo, aquí no ocurre como en Londres o en Madrid, que te ves agobiado por cientos de mensajes publicitarios y tiendas de todo tipo nada más bajar del avión. Aquí todo es tan discreto y sutil y tan lleno de lleno de gracia como imaginaba. El autobús que nos traslada al hotel también es muy silencioso: hay mayoría de nipones y, cuando en otros países se pondrían a mirar hacia el exterior y a hablar a gritos, aquí miran hacia dentro y hablan en susurros. Pienso en los monjes zen (con su intenso laconismo) y en que, cuando vuelva a España, me va a ser más difícil todavía soportar los alaridos y el murmullo de las gentes en los transportes públicos.

 

 

 

 

BALLARD DESAYUNA CON KING EN EL JARDIN DE TÉ

 

En el corazón de la metrópolis se encuentra nuestro hotel, Le Meridien Pacific Tokyo. Por fuera, es un bloque de hormigón gris plagado de ventanitas negras. Recuerda bastante a los edificios que dibuja Miguelangel Martín o, mejor, a ciertas descripciones de Ballard (como "La isla de cemento" o "El rascacielos"). Ahora compruebo que a J.G. le afectó pasar parte de su infancia en un campo de concentración japonés todavía más de lo que pensaba. (Y ello me confirma, una vez más, que ni los campos de concentración ni el dolor ni las experiencias fuertes son prescindibles. No hay bien ni mal -que por bien no venga- y lo que no nos mata nos hace más fuertes y no debemos perseguir lo cómodo, fácil o agradable, sino lo que es preciso y el destino obliga a desear). Por dentro, como el Hotel Overlook: Espacios enormes, desmesurados, casi siempre vacíos o sólo transitados por una agridulce señorita de la limpieza nipona que me sonríe y me hace reverencias. El silencio no es sepulcral, sino que habla por los codos, susurrándome frases llenas de sentido y armonía. Es una sensación muy extraña, estar en un entorno físico que recuerda al Overlook, pero con una sensación que, lejos de ser inquietante, me llena de paz. Este agradable estado psíquico se intensifica al salir al jardín que se esconde en el corazón del Hotel, que parece una nueva versión de un viejo grabado nipón: una cascada cae sobre un estanque en el que meditan peces de colores iluminados. Hay linternas de piedra y extrañas rocas. La vegetación se compone de árboles de té que parecen recortados por Eduardo Manostijeras, cerezos, pinos enanos, enebros y céspedes aterciopelados. Aunque las mesas rompen un poco el hechizo y están llenas de gente (occidental y oriental; turistas o no) todos hablan en susurros y nadie vulnera el voto de perfección sobrenatural que domina el jardín. Subo a la habitación 2703 (o sea, la 03 en el piso 27). La velocidad del ascensor me tapona los oídos y altera el curso de mi sangre. Llego a mi habitación y vuelve a invadirme el vértigo. La vista, que sería letal para un ojo progre, me maravilla. Desde aquí domino el gran país: luces, hormigón, tecnología punta, cúpulas, chimeneas altísimas que me recuerdan a Puentes de García Rodríguez, edificios que parecen platillos volantes, enormes e inmaculadas explanadas de cemento cuyo objeto escapa a mi comprensión occidental... Arbolitos chinos y construcciones semi-tradicionales conviven con maquinaria industrial de alta tecnología y titanes de cristal y hormigón. Podría estar viendo el futuro de Nueva York, si no fuera porque algo cubre la ciudad como un manto de oro que no se puede ver pero que, por eso mismo, es inmortal e indestructible. En la mesilla hay un Nuevo Testamento y un manual de budismo zen, ambos en inglés y japonés. Recuerdo la estrategia de lo invisible de la que me hablaba Dragó y que hace latir el corazón nipón bajo estas fachadas de aspecto casi yanqui. Aquí, aunque todos los días haya pequeños Hiroshimas y Nagasakis culturales, aquí, donde los McDonalds venden hamburguesas pero también comida tradicional japonesa, el etnocidio nunca llegará a consumarse.

 

 

 

 

¡HEY, QUE EL PODER DE SHIN CHAN NO TIENE FRONTERAS!

 

Si Shin Chan tiene un éxito increíble en España y es considerado por Asociaciones por los Derechos del Niño y Partidos Políticos como una amenaza para las (a los ojos de los perversos demócratas) frágiles mentes de los infantes de nuestro país, en Japón es casi uno más. Me explico: el creador de este entrañable personaje, Yoshito Usui, es rico y famoso gracias a la popularidad de sus mangas, animes y merchandising, pero no más que otros. Aquí los autores de manga tienen estatus de estrellas de cine. Usui es uno más y, mientras en España sus muñecos están hasta en la sopa, allí en Japón cuesta a veces encontrar merchandising suyo, que se ahoga en un mar de cientos de miles de muñecos de decenas y decenas de series, películas, webs o mangas. Días después, mi amiga Michiko me explicaría todo: en Japón Shin Chan es una serie para niños y a ella le sorprende que a mi me guste tanto y, mucho más, que a los políticos y defensores del menor les parezca algo que puede pervertir a los niños. "¿Qué cosas tan oscuras tienen esos señores en la cabeza para pensar así?", se pregunta y me pregunta Michiko. Montañas y montañas de basura escondidas en su armario, le respondo y me respondo yo. Todavía hoy sigo disfrutando como un occidental perplejo con las aventuras del niño más descarado y divertido del Japón. ¿Por qué? Por su inocencia y su sinceridad, porque es el único personaje de tebeo traducido al castellano que se atreve a todo: a preguntarles a las chicas si llevan braguitas sexis... y también a decir que el rey va desnudo (memorable ese capítulo en el que el bueno de Shinosuke pone en evidencia ante las cámaras de televisión la hipocresía de los políticos de su país; los políticos son un fraude aquí, en Japón o en Cuba, pero al menos los nipones saben hacerse el seppuku profesional a tiempo). Esa inocencia y esa falta de mentira y de suciedad en el alma es tan habitual en Japón y tan rara en España, que no es raro que Shinosuke sea uno más en su país y un verdadero héroe en el nuestro. Me llevaré, de vuelta a las Españas, tres recuerdos de Shin Chan: un llaverito de este loco bajito vestido con traje de avispa (un disfraz muy común entre los pequeños nipones), un manga original a todo color y una foto junto a un cartel callejero de una de sus películas para cine.

 

 

 

EL PAIS DEL SOL CATÓDICO

 

Una de mis principales ocupaciones en la habitación del hotel, amén de escribir y mirar perplejo por el ventanal, es ver la tele. En España suelo escribir con la tele puesta, aunque a veces me veo obligado a bajarle el volumen porque me distrae. Aquí, sin embargo, la tengo a todo volumen, ahora mismo, mientras escribo esto en una libreta de Muji (cadena de tiendas nipona que vende todo tipo de objetos de sencillo pero impecable diseño, desde lápices de colores hasta trajes). Escribir con la tele nipona de fondo es toda una experiencia. Como no entiendo ni una palabra de lo que dicen, no perturban mis pensamientos y el dulce pero implacable acento nipón me acompaña con su delicioso, delirante y delicado tono. De nuevo, me siento extranjero seducido. Mejor que en casa. Mejor que muerto.

Aquí, el hotel pone a mi disposición 21 canales de aquí y allá con nombres como NHKG, CNN, NHKE, NTV, BBC, TBS, CX, ANB, TX, BS-1, BS-2, TVK, CTC, S-1 ó S-2. Aunque en el mando a distancia están numerados del 1 al 21, se saltan varios números (7, 9, 13, 15...). En el ascensor ocurre lo mismo, que se saltan pisos como el 28. No sé si serán canales malditos o habitaciones-fantasma o será una cuestión de supersticiones. La tele nipona es un delirio: documentales desquiciados, fútbol (lo descubrieron con el mundial y, por desgracia, les encanta), cuentos de sombras chinescas sobre locomotoras vivientes que son perseguidas por hordas enloquecidas, jóvenes de look postmoderno y occidentalizado comiendo con palillos y bebiendo sake en silencio, una serie de samurais que es como el "Curro Jiménez" nipón, teletiendas demenciales, billar zen en plano cenital, miles de programas culinarios (aquí les gusta la comida más que el sexo y Arguiñano sería norma y no excepción), teatro tradicional, programas de informática avanzadísima, informativos de atrezzo minimal, programas de aerobic en los que chicos y chicas bailan sobre una pantalla... Los programas infantiles merecen un punto y aparte.

La programación infantil es casi la parte más bizarra de la tele nipona. En NHKE, una niñita nipona de unos 10 años juega con un perro gigante de peluche con voz de hembra (una suerte de Espinete nipón con una Emma cohen de allí en su interior), juntos hacen cosas con plastilina: moldean figuras y las colocan sobre un papel pintado a cuadrículas negras con carboncillo. Luego levantan las figuras y se ríen porque el carboncillo ha manchado de negro las figuritas de plastilina. De pronto, entran en escena otros personajes (ahora de dibujos animados) y bailan, saltan y ríen con ellos llenos de felicidad. Luego parecen unos 15 niños disfrazados de avispas o escarabajos de colorines (como Shin Chan) y juegan con el perro y la niña sobre un decorado multicolor, mientras dicen cosas que no comprendo. 

También ponen series occidentales, mayormente de los 70 y de los 80. Los Angeles de Charlie se me antojan más sexys que nunca dobladas por japonesas. Los Thunderbirds me parecen tan aburridos y grotescos como siempre. Kung Fu y su espiritualidad fast food me parecen más ridículos todavía en el país del zen. Y Dallas (que reponen en inglés) me vuelve a enganchar como siempre: adoro esta serie, tal vez porque de pequeñito mis padres me prohibieron verla y yo me vi obligado a seguirla, entre emocionado y frustrado, a través de los comentarios de mis amiguitos. 

 

 

 

 

CERCA DE SHIBUYA

 

Caminamos hacia la estación de metro en Shibuya, cuando vemos una multitud que, a pesar de la fina lluvia ácida que no deja de caer, se amontona alrededor de un pequeño edificio, que está junto a un enorme rascacielos iluminado. Movido por la curiosidad de ver qué es lo que mueve masas en Japón, me acerco y veo que están retirando un cadáver que saltó desde el rascacielos y murió sobre el tejado de la construcción más pequeña. Dos hombres que deben de ser el equivalente nipón a los bomberos, suben por una escalera hasta la azotea donde yace el cuerpo y lo retiran con una camilla. Mientras tanto, otros cinco hombres sujetan una enorme mampara para proteger el honor del cuerpo muerto de las miradas extrañas. Y es que hacen falta más hombres para proteger un alma que para acarrerar un cuerpo. En primera fila, dos hermosas adolescentes con traje de colegialas se ríen. En sus risas hay emoción y crueldad, pero también una gran inocencia y naturalidad ante la proximidad de la muerte. Mi acompañante quiere que nos vayamos: teme que los carteristas hagan su agosto con nosotros. Y yo pienso que aquí en este país no debe de existir ese tipo de delincuencia menor, aunque luego me acuerdo de una historia de Black Jack sobre un carterista y le hago caso a mi amigo y nos vamos hacia el silencioso metro. Mientras, mi esperanza de comprender oriente vuelve a morir bajo la lluvia radioactiva.

 

 

 

 

MIS DULCES GEISHAS

 

Para la mirada del visitante occidental, uno de los mayores misterios del Japón es el eterno e indescifrable encanto de sus mujeres. A mí NO siempre me han vuelto loco las japonesas. Hace unos años, la japonesa no dejaba de ser una etnia exótica no especialmente morbosa a mis ojos. Pero no estuve realmente obsesionado con la mujer japonesa hasta hace relativamente poco, cuando me enamoré perdidamente del alma nipona. Admiro y respeto todo lo que tiene que ver con Japón, pero no puedo ver en el hombre japonés atractivo físico alguno, ni siquiera en samurais, actores de cine o maestros zen. Sin embargo, la mera proximidad de una hembra japonesa hace que estallen todos mis sentidos: La vista (por su delicioso color; aunque algunas son efectivamente amarillas, mis favoritas son las que poseen pieles blancas como la luna, y no lo digo como marisoliano recurso lírico, me refiero a esas pieles adolescentes blanquísimas pero que, como el satélite de la tierra, tienen vetas sonrosadas. También masturban mi mirada sus preciosos ojitos rasgados que velan y congelan la mirada, sus diminutos y encantadores pies y sus delicados y pequeños pechos, amén de su sofisticada forma de vestir: ya no se trata de que sean más o menos modernas, sino que van pulcras y arregladas minuciosamente, como auténticas geishas del nuevo milenio); el oído (por sus muchas veces agudos pero muy musicales timbres de voz que modulan magistralmente la belleza femenina de la lengua japonesa, por sus silencios llenos de significado, porque como gatitas iluminadas no hacen ruido al andar ni aunque lleven tacones de aguja, por los grititos y suspiros que emiten cuando hacen el amor), el olfato (cuando conocí a la novia de Dragó o a otras japonesas fuera de Japón, achaqué su dulce y erotizante olor a la individualidad de la propia chica o a las buenas artes de ciertos diseñadores de perfumes, pero el estado de perpetuo celo o excitación que viví en Tokio me llevó a la conclusión de que estas chicas niponas huelen diferente, huelen mejor, más dulce e intensamente que la inmensa mayoría de las occidentales. Esto no es una impresión subjetiva, es un hecho derivado de que, en general,  la mujer nipona aunque es muy aseada, no usa perfume y huele a ella misma: en un país como este, amante de la verdad, ponerse perfume y ocultar el olor propio se considera una falta de respeto y sinceridad. Consecuencia: En el metro, mi pituitaria sufría un perpetuo estado de clímax e incluso llegué a experimentar espontáneos orgasmos nasales, a pesar de que el olor de las niponas no es especialmente fuerte, debido a su sangre pura y a su sanísima gastronomía, en la que las toxinas carnívoras no abundan, precisamente), el gusto (como su olor, el sabor de la piel, de la saliva y del flujo vaginal nipones son almibarados manjares de dioses), el tacto (aunque ninguna raza del planeta está libre de la lacra de las afecciones cutáneas --pude ver más de una y más de dos japonesas con el rostro convertido en pizza por una invasión de enormes espinillas-- por regla general, las japonesas --y los japoneses-- envejecen mucho más lentamente que otros pueblos y es fácil encontrarse con treintañeras que poseen cutis tan suaves como la seda y tan tiernos como el culo de las preadolescentes occidentales). Y, además de los sentidos, está el espíritu. Como mens bella in corpore bello y la cara es espejo del alma, las japonesas no llevan a mujeres fatales debajo de esa fachada, sino que poseen corazones puros e inocentes, guardan la ingenuidad de una niña hasta la muerte, tienen la capacidad de sumisión de una esclava romana (pero siendo siempre esclavas que no sólo escogen a su amo, sino que están orgullosas de servirle) pero todo ello con una forma de ver el amor y una gélida dureza e imperturbabilidad propia de su cultura no judeocristiana. Propia de un pueblo que calla y medita. Mi amiga Michiko, una hermosa profesora, intérprete y traductora de español que vive en la ciudad de Osaka donde escribe su primera novela, me comentaba hace poco que tiene muy claras las fronteras entre amor y sexo, entre romance y matrimonio y que, no sólo no le da ningún cargo de conciencia liarse con hombres casados o echar un polvo cuando le entran ganas, sino que el hombre con el que finalmente se case tendrá plenas libertades para ser infiel, siempre y cuando la respete como esposa y sepa distinguirla de sus efímeros líos. Michiko se muestra atónita ante la actitud celosa de un español con el que estuvo ennoviada una temporada: "si incluso él y sus padres me espiaban los e-mails y los mensajes en el teléfono móvil. Creo que no se fiaban de mí porque soy japonesa y porque tengo un millón de amigos". He aquí otra muestra del abismo sociocultural que existe entre la mujer oriental y la occidental. Así las cosas, y teniendo en cuenta la situación por estos parajes, ¿quién no desearía a una esposa nipona? Si no en cuerpo, por lo menos en alma.    

 

 

 

 

 

TOY STORY

 

Para alguien como yo, retardado emocional que prefiere los personajes de tebeo y anime a la mayoría de las personas de carne y hueso, Japón es un paraíso terrenal. Aquí usan los muñequitos de manga para casi cualquier cosa. Por la calle, la mayoría de los carteles o spots electrónicos contienen dibujos manga, las tiendas de moda los usan... no es algo sólo para niños. Tal vez tenga algo que ver con el espíritu inocente, puro, infantil de todos los nipones. En un programa del canal NHKG veo a una mujer explicándole a otra cómo fregar los platos a través de dibujos manga. Hay decenas de spots publicitarios que tiran de muñecos a lo Ultraman y cartoons en lugar de seres humanos. Y en la redacción de GQ y Vogue Nippon, que visitamos un día, las mesas de los trabajadores (que están separadas por paneles para que no se distraigan los unos con los otros y se dediquen sólo a trabajar) están todas plagadas de muñequitos manga. En el metro, los ejecutivos, estudiantes o amas de casa, los japonesitos medios, prefieren la lectura de mangas a el consumo de prensa deportiva (aunque más de uno también lee publicaciones especializadas en fútbol o en sumo, que es allí el deporte rey). Pero, por encima de todo, aquí reinan la fantasía y la maravilla. Incluso en los momentos más sórdidos, cuando paseo por Shibuya de noche y me ofrecen drogas sintéticas o sexo de pago, la pureza espiritual, la limpieza étnica, llenan de magia las situaciones. Como dijo el Profesor a Kypling, "el chino es un viejo cuando es joven; pero el japonés es un niño toda la vida".

 

 

 

 

 

FORMAS DE VIDA

 

Mucho me sorprende pasear por la calle y ver cómo los japoneses imitan hasta la caricatura el american way of life. Veo mujeres vestidas como damas de la Quinta Avenida, hombres que de no ser por sus ojos rasgados podrían ser oficinistas de Wall Street o teenagers que parecen sacados de un video clip de Eminem. Sin embargo, por ejemplo, llama la atención el hecho de que casi nadie habla el idioma del Imperio Yanqui. Cuando me he visto obligado a preguntar una dirección de una tienda de mangas, un taller de diseñadores o un museo, el japonés o la japonesa me respondían con mímica, sin comprender, pero su cortesía les obligaba a ayudar al extranjero y, entonces, optaban por conducirme personalmente hasta el lugar que yo quería visitar. Yo los seguía fascinado y silencioso. Al llegar, me sonreían, se despedían con una reverencia y se retiraban. En general, el japonés sólo habla su idioma, incluso en restaurantes de lujo o ciudades universitarias o distritos fashion. Cada japonés interpreta su papel con suma perfección. En una callejuela cerca de Harajuku conocí a una diseñadora de joyas que tenía una pequeña tienda-museo donde exponía sus creaciones como si viviera en el corazón de Milán. Poco más allá, una tienda de discos oldies en vinilo (ya sabes, blues rural, hillbilly, country and all this kind of shit) es regentada por un clon nipón de Robert Crumb que, en tributo a mi occidentalidad, pincha una canción de blues marciano en inglés que compara a los japoneses con simios. En la calle de los diseñadores alternativos, un chico bastante fumado (la tienda huele a marihuana y él se ríe por todo) con melenas, piercings, sudadera Adidas negra y pantalones de camuflaje, elogia mis bambas Vans en un tosco inglés-japonés y me vende una chupa americana Carhart de segunda mano, mientras suenan Ministry. En una tiendecita de un centro comercial, un joven nipón ha recreado un trozo de la vieja Europa que se encuentra en los tebeos de Tintín, en las películas de Jean Paul Belmondo, en viejos números de Vogue o en los anuncios de Martini. Vende todo tipo de merchandising relacionado con la era dorada de la Dolce Vita europea. Poco más allá, hay otro que va de Beatnik, con su boina y todo, y vende tebeos arties, merchandising de grupos terroristas, revolucionarios occidentales que ya no existen o libros raros de nipones que imitan de Kerouac. Te guste lo que te guste, busques lo que busques, aquí lo encontrarás ampliado y remasterizado por la impronta nipona.   

 

 

 

CHIKATETSU

 

El metro de Tokio es espectacular. Tanto el interior como el exterior de los vagones están sobrecargados con publicidad y anuncios de todo tipo, de un diseño impecable. (Aquí hasta los carteles de contactos que las prostitutas dejan en las cabinas telefónicas tienen una bonita solución gráfica). También hay decenas de pantallitas de video de todos los tamaños, que nos enseñan desde video-clips hasta cómo ceder el asiento a los mayores o a las embarazadas (esto lo hacen con funny animals de animación tridimensional). Aunque estamos en una megalópolis como Tokio, en el vagón somos rara avis: aquí apenas hay inmigrantes y el poco turismo que hay es de lujo y pasa desapercibido. Se ven escasos occidentales o gentes de etnias diferentes a la nipona. Japón es de los japoneses y el recuerdo del metro de Madrid, lleno de pedigüeños infectos y gente desagradable y maloliente me resulta ahora intolerable. El ambiente en el metro de Tokio es todo lo contrario: tranquilo, limpio y relajado hasta en la hora más punta. Hay servicios muy cuidados y tiendas de todo tipo en la inmensa mayoría de las estaciones. Los japoneses aprovechan los trayectos en metro para escuchar música en reproductores de MP3 de última generación, ver televisión, jugar a videojuegos en sus teléfonos móviles, leer mangas o dormir (como duermen a intervalos, la cabezada del metro es para muchos japoneses el único momento de sueño en muchas horas a la redonda). Aunque un mapa de metro japonés pueda parecer engorroso (y de hecho lo sea), no resulta demasiado difícil aquí hacer trasbordos y llegar al destino deseado. Hay un pequeño problema: existen muy pocos carteles y mapas de metro en inglés (la mayoría están en caracteres nipones), con lo cual hay que estar muy atento para ir en la dirección correcta, en el vagón correcto y en la línea correcta. Enemigo del despilfarro, el japonés hace que pagues sólo el trayecto que recorres, ni más ni menos. Por eso hay diferentes precios para cada billete.

 

 

 

 

 

EL MERCADILLO MUTANTE

 

Visitamos el equivalente a el madrileño Rastro en Tokio, Nomi-No Ichi, que no se celebra sólo los domingos, porque tiene su zona específica y no molesta y además aquí son así. Al llegar, comemos sushi en un sitio bastante cutre de comida rápida. Los platitos, en cada uno de los cuales hay una pieza diferente, giran por una cinta transportadora que bordea la barra en la que estamos sentados. En el centro, un incansable cocinero va preparando el sushi con suma maestría y, a medida que termina las piezas, las va colocando sobre la cinta. Nosotros elegimos y cogemos los platitos y vamos comiendo lo que en ellos hay con palillos. Una camarera se ocupa de traernos las cervezas japonesas. A la salida, entregaremos los platos (cada uno de un color o dibujito diferente, que representan precios distintos) y nos cobrarán los yenes que debemos. Una vez saciados, nos echamos a la calle y recorremos el mercadillo. En los yatai (los puestos) venden de todo, desde gafas de sol o botas Doc Martens hasta camisetas, recuerdos de Japón, kimonos o comida. Nos alegramos de no tener hambre, porque la comida que venden en los puestos es un tanto desagradable. En uno preparan una especie de calamares gigantes como los que comían en el restaurante de Existenz de David Cronenberg. En otro hay pinchos morunos de extraños frutos silvestres. En el de más allá vemos otra criatura marina mutante que huele raro y que es destripada por un nipón de imperturbable sonrisa. Entramos en una tienda de recuerdos para comprar las típicas paridas de turista: katanitas, postales de la ciudad, muñequitas tadicionales, camisetas de Tokio... Los viejos que llevan el chiringuito van vestidos con kimonos tradicionales y nos sonríen y nos hacen reverencias mil. Seguimos caminando por el mercadillo. Un hombre raro nos quiere vender algo. Unas adolescentes nos piropean sonrientes. Les devolvemos el cumplido y entramos en un local que alberga un centro comercial muy parecido al Arturo Soria Plaza. Decepcionados porque casi todas las tiendas son como muy occidentales, volvemos al bullicio del mercado, a sus carteles de plástico que ya empiezan a iluminarse con la caída de la tarde. A sus mercaderes que gritan pero no molestan. A su relativo silencio (para ser un mercado). A su mezcla de olores violentos con aromas embriagadores que vienen de puestos de dulces o de jovencitas niponas. (Puedo oler sus feromonas naturales). Con ese cansancio y esa tristeza que caracterizan al fin de un día de feria, nos dejamos llevar por la muchedumbre que se dirige al metro y por el metro que nos conduce hasta el hotel.

 

 

 

EL CAPITALISMO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

 

Libre de todo complejo de culpa (judeocristiano), el japonés gasta dinero y consume fría pero certeramente, sin prisa pero sin pausa, del mismo modo que trabaja sin horario los siete días de la semana (Dios no descansó el séptimo día: creó Japón). La gente no piensa en medios. El trabajo es un fin en sí mismo. No importa lo que hagas, sino cómo lo hagas: con suma perfección. Sé el mejor en tu oficio, aunque tu oficio no sea muy agradable. En Tokio, las obras urbanas se realizan por la noche, de la manera más silenciosa posible, y existen obreros especialmente contratados para indicar con cortesía por dónde tienen que desviarse los viandantes: y esto lo hacen con una sonrisa de oreja a oreja y una reverencia calculada al milímetro. No hay un solo papel en las aceras y calzadas niponas. El asfalto de Tokio aprobaría con matrícula de honor la prueba del algodón del mayordomo de la tele. Y esto no sólo se debe a los funcionarios que limpian calles y plazas con meticulosa maestría, sino también al profundo sentido de la responsabilidad y del amor propio y del orden que impide a los japoneses mear fuera del tiesto. El dinero no es un fin, sino lo que siempre tuvo que ser: un medio. El consumismo salvaje del capitalismo occidental ha sido llevado al límite aquí. Las marcas pijas, como Dolce & Gabbana o Chanel, son objeto de culto. Las mejores tiendas tienen enormes sucursales en Tokio, Osaka y otras urbes del país. Las adolescentes no dudan en vender sus cuerpos al mejor postor para conseguir dinero con el que comprar una exclusiva bufanda de Prada para poner la (a sus ojos imprescindible) guinda trendy a su uniforme de marinerita colegiala. Los carteles de los anuncios parecen de un remake de Blade Runner rodado en el siglo XXIII: en lugar de paneles publicitarios, hay enormes pantallas de video por todas partes, escupiendo publicidad para los viandantes. El sistema nipón está basado sobre los pilares del consumo y el trabajo. Todos saben que si dejaran de trabajar o de consumir, todo se iría a la mierda. Aunque Dragó me aseguró que por aquí no había pobreza, veo homeless. Muy cerca del Museo de Arte Tradicional, donde se expone el pasado glorioso del Imperio, trajes de samurais, biombos milenarios, poderosas katanas o grabados fascinantes, pude ver, en un parquecito muy cuidado, varias tiendas de campaña primorosamente fabricadas con plástico impermeable. Son los sin techo japoneses, los desechos humanos del capitalismo oriental que, lejos de perder su dignidad, se construyen sus casitas e intentan vivir lo mejor posible. Pero hay otras variantes de homeless, como el típico monje zen errante al que nadie le puede negar cobijo o comida, y también el mendigo al más puro estilo occidental, que empuja su carrito de la compra lleno de pertenencias absurdas o duerme en el suelo de las estaciones en un saco de dormir mugriento. Pero son excepciones. En un país como este, no trabajar es el mayor pecado que se puede cometer. Son famosas las huelgas a la japonesa, en las que, en lugar de pararse, los obreros trabajan el doble. Muchas veces, cuando alguien se queda en paro, simula que va a trabajar para que sus vecinos no piensen que es un vago. El engaño suele durar hasta que el infeliz encuentra un nuevo empleo. Recuerdo el cuento zen de el viejo monje que cae enfermo y, mientras dura su convalecencia, se niega a comer, simplemente porque no ha trabajado. Los nipones trabajan, trabajan, trabajan... y consumen, sin dejar de tener una inmensa vida interior. Sin pensarlo, sin pretensiones, los japoneses son puros y espirituales, pero también víctimas de las modas y tendencias que vienen y van. En Occidente, sin embargo, parece que sólo nos queda el lado epidérmico del asunto: consumir sin meditar y vivir en el mundo exterior

 

 

 

 

LA MOVIDA JAPONESA

 

Mucho más importante que ir de tiendas y ver la ropa de diseño y las marcas pijas que invaden Japón, es contemplar a la gente por la calle. Como se expresan a sí mismos y a su complejo mundo interior a través de la ropa. El japonés es aseado hasta la obsesión (en este país el baño es todo un ritual que puede hacerse incluso en lugares públicos) y muy pulcro y meticuloso en el vestir. Tanto los japoneses como las japonesas huelen muy bien (a champús o jabones de baño, porque la mayoría consideran el perfume una mentira) no huelen a nada. Cuidan su imagen al milímetro, sobre todo después de que la estética tradicional mutara y se fundiera con el alma del Japón y la influencia occidental en un bello mosaico de vestimentas. La moda occidental siempre ha sido considerada como algo extremadamente conservador y limitado por los japoneses, que preferían la vanguardia constante de la brillante, colorista y creativa cultura del kimono. Pero en los años 80, las cosas cambiaron. La moda japonesa llegó a Occidente, como algo exótico y deseable, gracias al diseñador Rei Kawakubo y la firma Comme des Garçons. En los años 90, la juventud nipona se volvió fashion victim. Empezaron a considerar su atuendo diario como una forma de arte y, así, se vistieron con marcas de diseño, customizadas y personalizadas por ellos mismos como hacen los arquitectos con los edificios o los artistas con los cuadros. Comenzó una de las etapas más ricas de la moda nipona, cuando las tendencias cambiaban cada tres o cuatro meses y estar a la moda exigía una dedicación y un mimo exagerados. Por primera vez, los adolescentes nipones empezaron a teñirse el pelo de todos los colores del arco iris y a vestirse como personajes de manga. (¿O tal vez los personajes de manga se vestían como ellos?). Los recién nacidos líderes de opinión trendy creaban tendencias que otros copiaban, perfeccionaban o mataban. Nació el Wa-mono, un curioso atuendo en el que se mezclan elementos del kimono tradicional con prendas occidentales. La mutación dio lugar a una explosión de luz y color en las calles de Tokio. Un paso más en la evolución de estas modas trajo el Decora, tendencia por la cual a los Wu-monos se añadían guindas como juguetes u objetos de plástico que hacían ruiditos armónicos. Así, como dulces y sintéticas cajas de música andantes, se rebelaban los teenagers nipones en los 90. Luego, todo se llevó al extremo: al Decora le siguieron tendencias como el Cyber Fashion (Decora enriquecido con elementos hi-tech, cibernéticos, cables, tejidos sintéticos plateados, etc.), hasta que por pura saturación, esta moda empezó a decaer y se volvió a la ropa de segunda mano sin apenas customizar. Hoy en día, aunque las marcas occidentales mandan, el maldito casual se ha impuesto y el paseo peatonal de Hoko-ten en Harajuku se ha eliminado, todavía pueden ver adolescentes díscolos que customizan sus kimonos y se niegan a seguir la norma estética impuesta por las nuevas casas de moda. Diseñadores tan creativos y geniales como Johji Yamamoto trabajan para el cine, rediseñan zapatillas deportivas y abren tiendas en todo el mundo. Japón sigue estando de moda, aunque la verdad es que me da pena no tener una máquina del tiempo y viajar al epicentro de Harajuku en plenos 90... cuando todos los jóvenes parecían personajes de manga.

 

 

 

 

EN LOS JARDINES DEL EMPERADOR

 

El día que tenemos previsto visitar el palacio del Emperador, amanece nevando. Caen del cielo unos copos blancos que me hacen pensar en la novela lírica "País de nieve" (Yukiguni, 1937) del Premio Nobel Yasunan Kawabata pero también en el apocalíptico manga "Dragon head" de Minetaro Mochizuki. Así que nos armamos con unos paraguas cedidos por nuestro hotel y partimos en metro hacia uno de los más hermosos lugares de la ciudad. Cuando llegamos, la nieve se ha convertido en una lluvia torrencial que, implacable, cae sobre nosotros. Entramos en los jardines de emperador. La entrada está custodiada por un solo guarda, que tiene más de bedel que de policía. Nos entrega con una reverencia una ficha a cada uno y nos dice que tendremos que conservarla hasta la salida y devolverla. Un buen sistema para que nadie se quede a dormir en los jardines. Paseamos por los jardines que, a pesar de la lluvia, son de una belleza incomparable. Cuando vamos a mitad de camino, noto una intensa humedad en mi pie derecho: en lugar de las botas, he traído unos zapatos poco resistentes y el agua que corre por el suelo se mete por una raja que se ha abierto en la suela. Semanas después, viendo "Dark Water" de Hideo Nakata, me acordaré de este momento cuando el agua de la lluvia podrida por la muerte entra por la grieta en el techo de la madre y la hija que protagonizan la película. Recorremos lentamente los jardines y cuando salimos, empapados de belleza, devolvemos la ficha y una sensación de paz y de felicidad llena mi alma. Sólo me he sentido así en Japón.

 

 

 

 

MANHATTAN CABE EN TOKIO, PERO TOKIO NO CABE EN MANHATTAN

 

El barrio de Shinjuku es increíble. Si no fuera por pequeños detalles como los letreros con caracteres nipones o en el orden y la pulcritud extremas que reinan por aquí, diría que estoy en el epicentro de la Gran Manzana, en el mismísimo corazón de Manhattan. Y es que la capacidad de los japoneses para hacer versiones corregidas, aumentadas y perfeccionadas de obras occidentales no tiene límites. La Tokio Tower es igualita a la Torre Eiffel de Paris, sólo que en color rojo y los rascacielos son tan parecidos a los que hay en las grandes urbes norteamericanas que me cuesta creer que estoy en Japón y no en cualquier otro lugar. Es casi la hora de comer y todavía no hay casi nadie por la  calle. Nos metemos en un centro comercial gigantesco y de superlujo, que ocupa todo un rascacielos. Esto me supera. Espacios inmensos, tiendas de todo tipo de productos caros, restaurantes, peluquerías, todo fundido pero perfectamente ordenado en este espacio sinigual. En una sala privada, un grupo de ejecutivos se relajan unos minutos en sillones-masaje. En un cubo de metacrilato, unos jovencitos juegan a la pelota digital en una gran pantalla de cristal líquido Panasonic. Se trata del área de recreo de Bloomembeg, para financieros y familia. Nos metemos en una especie de supermercado ultralujoso en el que se venden todo tipo de delicatessen para comer en el acto o para llevar. La clientela es absolutamente hi-class. Los hombres llevan trajes caros o de diseño exclusivo y las mujeres parecen occidentales (teñidas de rubio como recién salidas de la peluquería y algunas de ellas con los ojos operados, todas vestidas de Prada, Chanel o similares). Comemos en un restaurante chino-japonés en el que la comida es un híbrido delicioso entre las gastronomías de ambos países. Fascinante. Luego nos tomamos un dulce en una confitería francesa y subimos a la zona de restaurantes de lujo de verdad, que está como en los pisos 45 y 46. El ascensor del rascacielos va tan rápido que tengo la impresión de que el corazón se me ha parado. En la zona de restaurantes de lujo hay algunos de los clubs para gourmets más importantes y caros del mundo y de Japón. Se distribuyen, todos juntos, a lo largo de unos pasillos muy zen, construidos con materiales carísimos pero ultra-minimalistas. Predomina la sombra, la madera buena y los mármoles oscuros, si no me equivoco. Algunas placas de los restaurantes, aunque son muy discretos, parecen de oro macizo o algo más caro todavía. Al salir de los pasillos, hay explanadas que terminan en enormes ventanales. La vista del Manhattan de Neotokio es espléndida, aun a pesar de la densa lluvia. Alcanzo un estado de éxtasis al estar aquí. En este momento ya casi no sé quién soy. Esto me supera. Y pienso que esto no puede ser la realidad, que debo estar soñando, o dentro de un manga. Pero la realidad es que viajar a Japón no es sólo viajar en el espacio, sino en el tiempo. Entonces, comprendo que estoy en el futuro y, por fin, me tranquilizo

 

 

 

 

 

PORNO AMATEUR Y DROGAS SEMILEGALES

 

En el corazón de Shibuya existen infinidad de tiendas subterráneas en las que pueden comprarse videos pornográficos grabados por aficionados. El abaratamiento de las cámaras digitales ha propiciado una verdadera revolución en el campo del porno que, aunque en Occidente empieza a intuirse en internet (desde esas webs en las que los matrimonios salen follando hasta las Cerdillas de Torbe, pasando por los chats en los que seres anónimos se masturban unos con las imágenes de los otros a través de webcams), aquí en Japón ha sustituido casi por completo al porno profesional. Es lógico: se mire como se mire, tiene más morbo ver a una teenager siendo desvirgada por dos amigos que una rubia silikonada empalada por dos sementales de gimnasio. Escaleras abajo, en los sótanos de Shibuya, cualquiera puede comprar por unos yens las fantasías sexuales de japoneses y japonesas con ínfulas exhibicionistas o con ganas de ganar unos yens a cambio de exponer su intimidad. En estas videoshops sólo se vende porno amateur y, de momento, sólo son concebibles en ciudades como Tokio. En menos de 10 metros cuadrados de tienda, las pequeñas paredes están plagadas de fotografías porno. Cada una de ellas lleva un numerito y corresponde a un video. Sólo hay que coger una, dársela al dependiente que lee mangas y te entregará el video en un envoltorio sin marcas exteriores. Muchas adolescentes pagan sus bufandas de Prada o Gucci filmando estos videos con sus clientes o sus novios. En fin, es un trabajo como otro cualquiera. Muy cerca de esta tienda, pero arriba, accediendo por un ascensor, visité una smart shop (o sea, una tienda que vende drogas inteligentes, legales o semilegales). Las drogas en Japón no son ni baratas ni fáciles de conseguir. Por un lado, no se trata de un pueblo especialmente aficionado a las sustancias que alteran los estados de conciencia, pues su droga es el trabajo, y por otro lado, el rollo underground consigue como sea (mayormente mediante autocultivo) marihuana, hongos psilocibes y otras drogas naturales, o bien se dirige a las smart shops a hacerse con sustancias semilegales, como son el éxtasis vegetal, la efedra o el popper, del que se ofrecen en las vitrinas decenas de variedades. Es comprensible, en fin, que la juventud postmoderna de este pueblo (tan reprimido como amoral aficionado al sexo extremo) haga uso del popper para liberar las mentes y los orificios corporales. En una reciente encuesta realizada por la marca de condones Durex se decía que los norteamericanos son los que más follan y que los nipones apenas se tocan. Comentando estos dudosos datos con mi amiga Michiko, ella me dijo algo muy interesante: "tal vez sea porque apenas usamos condones... Durex". O tal vez porque la sexualidad japonesa va mucho más allá de la simple y primitiva penetración, añado yo.

 

 

 

 

LOS VIGILANTES INMÓVILES

 

Como buenos guiris, mi compañero de viaje y yo pasamos una mañana en el Museo de Arte Contemporáneo de Tokio. ¿Acaso los japoneses no se tiran un día entero en el Prado cuando viajan a Madrid? Esta pregunta me consuela. El silencio aquí es sobrecogedor. No se oye ni una mosca. Es casi como un templo zen. El orden también es muy pulcro y las superficies, caras y pulidas. Aquí se exhiben algunas de las más importantes obras de arte de Japón y, sin embargo, apenas hay vigilancia. No hay cordones que separen a los visitantes de las obras. No hacen falta, como tampoco hace falta demasiada policía (las comisarías de Tokio son tan pequeñas como la de la Aldea Pingüino). El respeto y la responsabilidad del japonés se dan por supuestos. Me sorprende, de nuevo, la capacidad para imitar que tiene el pueblo nipón. Esto de aquí parece un Dalí y aquello un Picasso. Pero todo tiene ese "algo" que lo hace profunda e inconfundiblemente japonés. Llaman mi atención los vigilantes, que permanecen completamente inmóviles en sillas con una pequeña manta sobre sus piernas. Cuando veo al primero, pienso que se trata de una figura de cera y esta ilusión no se desvanecerá hasta que contemplo al segundo, que es mujer. Alucinado por su gran belleza, me acerco a ella y la veo parpadear, pero no me mira ni se enfada, aunque me parece ver cierto rubor en sus mejillas (si fuera un personaje de manga, vería una gota de sudor en su sien). Esa misma noche vamos a una discoteca, que para muchos es la antítesis del museo o del templo zen, pero que a mí me interesa igualmente. Nos acercamos a una supermoderna, que nos recomendó el editor de moda de Vogue Nippon. Se trata de un edificio de dos pisos. Primero cenamos exquisitos manjares en un restaurante de diseño que hay en la planta de arriba (con decir que la camarera hablaba perfecto inglés, todo el mundo se hará una idea del nivel). La música es cool, una especie de electro bossa instrumental muy sofisticada, que se funde con trip hop y otros sonidos. Luego un ascensor nos baja hasta el club, pero como es un día lectivo hay muy poca gente. El DJ pincha hip hop instrumental, hay una pantalla de video que ocupa toda una inmensa pared y el relaciones públicas nos trata como a VIPs. Tomamos buenos cócteles, pero nos aburre y nos deprime ver un lugar tan bonito, con tan buena música y tan bien decorado tan vacío. Para colmo, más de la mitad de los clientes somos occidentales. Así que decidimos irnos a dormir

 

 

 

 

EL FIN

 

"Muy tristemente partimos, dejando el corazón en prenda

al pino sobre la ciudad, a las flores del seto,

al cerezo y al arce, al ciruelo y al sauce

y a los niños... ¡oh, los niños retozantes, gordezuelos!

¡Al este! Ved; el buque negro se aleja a toda vela

del País de los Niños, donde los Bebés son Reyes."

Rudyard Kypling, "Viaje al Japón".

 

En el bus-limusina que nos lleva de regreso hacia el aeropuerto donde nunca pasa el tiempo, un puñado de anglosajones chillones violan mis pensamientos con sus voces vulgares. Ahora todo es cuesta abajo. El viaje se termina. Cuando el avión despega, me desgarra separarme de Japón con una intensidad que sólo había sentido al irme de Galicia por primera vez. Tal vez debería haber venido más tiempo. O tal vez no. Los recuerdos no se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, como dijo el replicante. Todo lo contrario. Recuerdo una frase de Wolgang Laib que, con caracteres inmensos, estaba escrita en una de las paredes del Museo de Arte Contemporáneo de Tokio: "Lo efímero, eso es la eternidad". Pasé el resto del viaje leyendo mangas, jugando al Tetris y durmiendo a intervalos, como hacen los japoneses. Nada más llegar a Madrid, la suciedad y el mal rollo que me daba el ambiente hizo que me pusiera una de las mascarillas quirúrgicas que me compré en Japón y que allí son tan típicas (aunque en Occidente sólo las lleva Michael Jackson). Tardaría varias semanas en quitármela y volver a respirar en paz.

 

Dedicatoria: Para mi adorada Beatriz Cicatriz, por iniciarme en los misterios orientales, y para mi dulce Michiko (AKA Sia Silka AKA Koniga AKA Bierna AKA Niña Aluna) por mantenerme al día, desde la ciudad de Osaka, de lo que pasa por Japón y por su pequeño mundo interior