AMANECER CANÍBAL

por Dildo de Odato

 

“Tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados”. (Jesucristo)

Buey Kobe, canguro, caballo, jabalí, antílope rojo, vaca, avestruz... Aunque en general soy más de pescado que de carne, por mi estómago han pasado infinidad de especies animales. Sin embargo, tengo una espinita clavada: jamás he degustado carne humana. Y eso que, hace poco, en Berlín, traté de localizar el Flime, restaurante brasileño donde, al parecer, disponen de una suculenta carta elaborada con carne humana donada por voluntarios, a los que el restaurante paga los gastos sanitarios. No pudo ser. Además, comer la carne así, ya preparada y sin conocer a su propietario o propietaria, no sería lo mismo. Lo suyo es zamparse a alguien que te resulte apetitoso e interesante. Porque, más allá del sexo, la glotonería o la tradición, el canibalismo es la forma más extrema de poseer a alguien y, como bien dijo Dalí, “una de las manifestaciones más evidentes de la ternura”. Por lo visto, el pintor catalán soñaba con empequeñecer a Gala para tragársela como una oliva. ¿Y a quién no le gustaría comerse a su amada, fundirse con ella para siempre? Pero el canibalismo que impera en esta época terminal no es pasional ni guerrero ni alimenticio ni (siquiera) patológico, sino zombie. De hecho, en los últimos tiempos hemos asistido a una auténtica ola de mordiscos. Parte de la culpa la tiene el Cloud 9 o “sales de baño”, una sustancia que los medios sensacionalistas (valga la redundancia) se han apresurado a rebautizar como “la droga caníbal” aunque, en realidad, sólo tres individuos mutaron en zombies antropófagos tras ingerirla: Charles Baker, de Manatee (Florida), que mordió a un tipo en el brazo arrancándole un trozo de carne; Rudy Eugene, el caníbal de Miami, que devoró el 75% del rostro de un mendigo; y Carl Jacquneaux, de Louisiana, que comió parte de la cara de su vecino. Obviando estos casos recientes, que aún parpadean en nuestra memoria de pez ciberespacial, vamos a repasar las hazañas gastronómicas de otros caníbales pasados y presentes, en un pequeño y subjetivo catálogo de antropófagos notables, desde nuestros días hasta la prehistoria, en orden cronológico inverso. Para aderezar esta gran comilona, recomiendo la música de Arktau Eos, dúo finlandés que toca "dark ritual ambient" con huesos animales y humanos y objetos de madera y metal. Buen provecho.

Los yanomanis. Esta tribu amazónica, habitante de la cuenca que hay entre Venezuela y Brasil, aún hoy vive en chozas y conserva sus ritos milenarios. Uno de ellos, de carácter fúnebre, consiste en comerse las cenizas y los huesos molidos de sus muertos. Así, cuando fallece un ser querido, se le incinera y se dejan enfriar sus cenizas, que se retiran con solemnidad. Luego, se recogen los huesos y los dientes y se depositan en un tronco hueco. Un amigo o pariente del finado los tritura con un palo robusto y el polvo resultante se pone sobre una hoja y se deposita en unas calabazas en las que se ha hecho una pequeña abertura. El polvo y las cenizas que quedan en el tronco hueco se mezclan con sopa de plátano maduro y el brebaje resultante es bebido mientras los familiares y amigos congregados dan alaridos recordando al difunto, lloran a lágrima viva y se tiran de los pelos hasta arrancárselos. Las calabazas que contienen los restos humanos (que ellos llaman “madohe”) son rellenadas con plumas blancas, cerradas y almacenadas en el tejado familiar. En una segunda ceremonia, también asisten familiares y amigos de otros poblados a beber el brebaje necrófago, tras lo cual se celebra un gran banquete.

Todo esto, si los muertos son adultos fallecidos por muerte natural, porque a los cadáveres de los niños sólo se los comen los padres. Si se trata de guerreros caídos, las cenizas se las comen las mujeres la víspera del combate que vengará su muerte.

Y cuando mueren varias personas a la vez (durante una epidemia o una gran guerra, por poner dos ejemplos) los cuerpos se envuelven todos en cortezas y madera, se llevan a la selva y se colocan en los árboles. Una vez se han descompuesto, se separan los huesos de la carne, se queman y se guardan las cenizas en calabazas que se comerán a lo largo del año.

 

 

Issei Sagawa. Erase una vez un pijo japonés que medía metro y medio de altura y tenía pinta de no ser capaz de matar ni una mosca. Hijo del acaudalado presidente de Kurita Water Industries, Issei se fue a París en 1977 para estudiar literatura moderna en la Sorbona. Allí conoció a Renée, una chica holandesa alta y rubia como la cerveza y, tras cortejarla y pagarle Fantas una temporada, la invitó a cenar en su casa, donde se le declaró torpemente. La chica lo rechazó con una frase que cayó sobre Issei como un jarro de agua fría: “Me caes genial y te quiero mucho, pero sólo como amigo”. Hundido y cabizbajo, Issei se retiró y, a los pocos segundos, reapareció con una escopeta y le pegó un tiro en la nuca a Renée. Tras desnudar el cadáver, le cortó con un cuchillo el pezón izquierdo y un trozo de nariz para probar su sabor. Le gustó mucho, así que agarró un cuchillo eléctrico y rebanó en filetes y devoró con gula parte de sus caderas, sus glúteos, sus pechos, sus muslos y sus labios. Cortó después su lengua y se miró al espejo mientras la masticaba: “Su sabor es el de un rico pescado crudo, similar al sushi, no he comido nada más delicioso”, declararía más tarde. Cuando estuvo saciado, guardó las sobras más suculentas en la nevera. Remató la faena haciendo el amor con lo que quedaba de Renée y durmiendo plácidamente abrazado a ello.

La gran comilona continuó a la mañana siguiente: Issei se desayunó un brazo de la chica y, de postre, intentó comerse su ano, después de recortarlo, pero el olor a caca hizo que lo escupiera. Contrariado, calentó aceite en una sartén y frió el ano, pero como seguía apestando volvió a colocarlo en el cadáver, que ya estaba lleno de moscas. Al ver a los insectos revoloteando sobre el cuerpo de la chica, Sagawa dio por terminado el festín, así que agarró un hacha, descuartizó a la chica y metió los trozos en un par de maletas que después tiró en la calle, entre unos arbustos.

Poco tiempo después, Issei fue descubierto y encerrado, pero su influyente progenitor consiguió reducir su pena al mínimo. Además, los nipones no ven tan mal el canibalismo como los Occidentales; al fin y al cabo, los soldados se comieron a cientos de prisioneros aliados en la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, Issei es una auténtica celebridad en Japón y parte del extranjero, y ha triunfado como escritor de best sellers, pintor, escultor, crítico gastronómico, autor de mangas y hasta actor porno. Para más inri, los Rolling Stones le dedicaron la canción “Too much blood” y los Stranglers “La Folie”.

Tras alcanzar el éxito material, a Issei sólo le queda encontrar a una chica que esté dispuesta a hacer con él lo mismo que él hizo con Renée: “Soy un tipo feo y bajito. Me gusta la gente fuerte y robusta, sobre todo si son mujeres guapas. Y en mi cabeza comer y ser comido es lo mismo. No me importaría que me comiese una mujer siempre que fuese joven y atractiva”. Suerte.

 

 

Armin Meiwes, el caníbal de Rotemburgo. Dicen que en Internet puedes conseguir cualquier cosa... por rara que sea. Y Armin Meiwes (un informático tímido y eficiente que había pasado una infancia y juventud totalmente dominado por una madre peor que la de Norman Bates) quería catar la carne humana. La idea le obsesionaba desde que, a los 14 años, una amiga suya le regaló una muñeca y él se la zampó. Y se intensificó con su descubrimiento de la World Wide Web: foros como “Canibal Cafe” o “Gourmet” y sitios de mutilaciones y canibalismo alimentaban sus alucinadas fantasías. Así que, ni corto ni perezoso, en el año 2001 puso un anuncio en Internet: “Se busca un hombre joven, de entre 18 y 30 años, bien formado, que acceda voluntariamente a ser devorado”. Más de 200 personas contestaron. Primero un cocinero se ofreció a sí mismo, junto con dos de sus ayudantes, para ser degustado. Pero en esta primera intentona hubo una especie de “gatillazo caníbal”: la víctima dudó y Armin lo dejó marchar: para él, el acto sólo tenía sentido si la víctima estaba dispuesta. Y nadie más dispuesto que Bernd Jürgen (que no Jünger), un joven berlinés depresivo y acomplejado (su madre se había suicidado y él siempre se había sentido culpable) que no dudó ni un segundo a la hora de personarse en el domicilio de Meiwes en Rotemburgo.

Tras las oportunas presentaciones (Bernd dijo “Yo soy tu carne” y el caníbal le respondió “Yo soy Armin”), la pareja se pasó horas charlando, en el transcurso de las cuales Jürgen se tomó 20 pastillas para dormir, dos botellas de jarabe para la tos y media botella de whisky. En un momento dado, le pidió a su amigo que lo castrara. Dicho y hecho: Meiwes trató de arrancarle el pene a Jürgen con los dientes, pero sólo consiguió desgarrarlo, entre los gritos de dolor de su dueño. Por fin, con la ayuda de un cuchillo, amputó el pene y lo frió con sal, pimienta y ajo. Los dos amigos se sentaron a la mesa y compartieron el singular plato, aunque Jürgen se quejó de la dureza de la carne, que achacó a la incompetencia culinaria de su amigo.

Después de este pequeño y fálico aperitivo, Meiwes metió a Jürgen en la bañera durante 10 horas, que el joven pasó a caballo entre la razón y el sueño. Entonces, ambos acordaron que era el momento de la verdad: Meiwes mató a su amigo con un cuchillo de cocina, descuartizó el cadáver, enterró algunos trozos en el jardín y guardó la mayor parte de las tajadas en el congelador, mientras grababa en video todo el proceso.

La carne de Jürgen duró varios meses, pero cuando se le empezó a acabar, Meiwes puso otro anuncio en Internet, jactándose de su hazaña y buscando un nuevo “donante”... con tan mala pata que un estudiante austríaco leyó sus textos, lo denunció y el caníbal fue detenido por la policía.

Los jueces se volvieron locos con este caso, puesto que la víctima se había dejado comer voluntariamente y el canibalismo no es delito en Alemania. Sea como sea, en 2006 Meiwes fue condenado a cadena perpetua por asesinato y por perturbar la paz de los muertos, en una sentencia tan polémica como todo lo que rodeó a este suceso. No en vano, “Grimm Love”, la película dirigida por Martin Weisz basada en el gastro-romance de Meiwes y Jürgen, se convirtió en el primer filme prohibido en Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Aún así, el largometraje recibió tres galardones en el festival de Sitges.

Como era de esperar, las bandas de AOR industrial Marilyn Manson y Rammstein compondrían sendas canciones sobre la breve pero intensa relación de esta extraña pareja.

 

 

Dorángel Vargas, el Comegente. “Comer gente es como comer peras”. Sólo por esta frase, lapidaria y surreal, el Caníbal de los Andes merecería pasar a la historia de la antropofagia. Pero es que, además, Dorángel, un vagabundo nacido en 1957 en una familia de agricultores, aportó su granito de arena al recetario caníbal universal.

Tras desertar del arado y cosechar antecedentes penales como ladrón de gallinas y pollinos, Dorángel descubrió las delicias de la carne humana en 1995, cuando se comió a Cruz Baltazar Moreno. Por ello, fue recluido en un instituto de rehabilitación psiquiátrica. Pero pronto lo soltaron “por no representar ningún peligro para la colectividad” y se puso a vivir debajo de un puente en los alrededores del río Torbes, en el pueblo de Táriba, en las afueras de San Cristóbal. Establecida su base de operaciones, entre noviembre de 1998 y enero de 1999, Dorángel mató y devoró a una docena de personas, por lo menos.

El modus operandi de este caníbal era tan artesanal como fascinante: con un tubo en forma de lanza cazaba a sus víctimas, las descuartizaba, guardaba las partes más suculentas en botes y enterraba pies, manos y cabezas. Curiosamente, Vargas sólo comía hombres, porque, según confesaría más tarde, "saben recio, como cochino salado, como jamón; da gusto comer un buen macho, las mujeres saben dulce como quien come flores y te dejan el estómago flojo como si no hubieses comido”. Sus objetivos prioritarios eran deportistas y obreros que trabajaban en la orilla del río. Al no tener nevera para conservar la carne, Dorángel se veía obligado a matar un par de tipos a la semana.

Para cocer la carne, el caníbal improvisaba una cocinilla con un montón de piedras y una cacerola. Pese a su falta de recursos, se las arreglaba para conseguir hierbas exóticas con las que aderezar la carne.

En febrero de 1999 se descubrieron restos de dos jóvenes por la zona del río. Al principio se pensó en que los responsables podrían ser narcotraficantes o una secta satánica. Pero, tras un registro en la “casa” de Dorángel, se descubrieron varios recipientes con carne humana y vísceras listas para comer, además de tres cabezas humanas y un montón de pies y manos. De vuelta en el manicomio, los peritos lo examinaron y escribieron su sentencia: “Mantener recluido en centro cerrado bajo tratamiento siquiátrico por irreversibilidad del cuadro (esquizofrenia paranoide)”. Y allí sigue hasta nueva orden.

 

 

Nikolai Sergei Dzhurmongaliev, “Colmillos de metal”. Aunque su apodo no le viene de sus hábitos antropofágos, sino de un llamativo diente de plata, este modesto peón de albañil está considerado como el indiscutible rey de los caníbales soviéticos. Y eso es mucho decir, en un país donde el canibalismo se practicó de forma masiva tanto en la década de 1930 como en el Sitio de Leningrado (1941), sentándose las bases de una cocina caníbal soviética que Nikolai enriqueció con las recetas populares de su pueblo, Alma-Alta (en Kazajistán, que por aquel entonces, años 80, aún formaba parte de la Unión Soviética). Mujeriego empedernido, Nikolai siempre estaba intentando ligarse a chicas, algunas de las cuales desaparecían para siempre. Entre 1981 y 1991 Nikolai mató y devoró a unas 100 mujeres, muchas de ellas prostitutas y sirvió a sus amistades a 47 de sus víctimas cocinadas como platos típicos de Kazajistán. Un día, dos de sus invitados descubrieron trozos de cadáveres escondidos por su casa y dieron parte a las autoridades.

Según uno de los oficiales que llevó su caso, la apariencia de “Colmillos de metal” es la de “un hombre absolutamente normal, afable y simpático”. Por eso, dejó helados a propios y extraños con las revelaciones culinarias que hizo en el interrogatorio policial: sonriente y ufano, confesó que el ingrediente secreto de sus raviolis era “una rubia de ojos azules” y que un par de chicas le proporcionaban carne suficiente para subsistir durante siete días.

Ante esta tragicómica confesión, digna de un guión de Bill Gaines, los jueces decidieron recluir al caníbal en un hospital psiquiátrico, en donde permanecio hasta 1989, año en el que se escapó durante un traslado. Las autoridades mantuvieron en secreto su fuga para que no cundiera el pánico. Dos años después, volvió a ser capturado y devuelto a su celda acolchada en el manicomio, donde continúa viviendo como un recluso afable y bonachón que a veces (sólo a veces) se queja porque no le gusta la comida.

 

 

Andrei Romanovich Chikatilo, el carnicero de Rostov. En su más tierna infancia, durante una hambruna que azotó su región natal (Rostov, en el sur de Rusia), el hermano de Andrei fue secuestrado y devorado por unos campesinos. Este dato fue usado por los psicólogos para explicar el germen de sus tendencias caníbales (un dato que, por cierto, reciclaría Thomas Harris para construir el origen de Hannibal Lecter, quien contempla, en plena Segunda Guerra Mundial, cómo unos soldados se comen a su hermana).

Por otro lado, Andrei arrastró durante toda su vida problemas de impotencia sexual, cosa que no le impidió casarse y tener hijos. De carácter oscuro e introvertido, en 1973 empezó a trabajar de maestro, pero su temperamento apocado provocaba que los niños se rieran de él y, en ocasiones, llegaran a agredirle físicamente.

Seis años después, algo hizo clic en el cerebro de Andrei que, ni corto ni perezoso, agarró a una niña de 9 años por la calle, se la llevó a una cabaña y la apuñaló varias veces hasta eyacular. Con esta primera víctima no hubo canibalismo, pero sí con la segunda, una chica de 17 años, a la que estranguló, eyaculó sobre su cadáver, le mordió la garganta, cortó sus pechos y se comió los pezones. La carne tierna le encantó, y a partir de entonces, casi siempre consumiría partes del cuerpo de sus víctimas tras eyacular.

Su modus operandi era el siguiente: elegía una mujer o un niño, lo apuñalaba entre 30 y 50 veces, seccionaba con los dientes o con el cuchillo los pechos o pezones y, si eran hembras, extirpaba el útero. Después les arrancaba los ojos porque, como confesaría en un interrogatorio, “no podía soportar sus miradas”; y, finalmente, comía las partes blandas de sus víctimas, ya que le producía un “placer animal” morder, masticar y tragar pezones y testículos.

Andrei volvió locas a las autoridades soviéticas, que, aunque habían tenido más casos de canibalismo, se resistían a admitir que tenían entre manos a un asesino en serie, algo que creían un producto típicamente norteamericano. Pero cuando fue capturado y confesó todo, no quedó ninguna duda: Andrei se había cargado y medio comido a unas 50 personas.

Fue ejecutado en 1994 de un tiro en la nuca.

 

 

Albert Fish, el Ogro de Nueva York. Bajo su aspecto de venerable anciano, de pelo y mostacho blanco, rostro enjuto y ojos azules, se escondía un insaciable caníbal que, además, practicaba el asesinato, la pedofilia, el sadismo, el masoquismo, la coprofagia y la automutilación (el médico contó hasta 27 agujas introducidas en su escroto y base del pene, algunas cerca del colon, el recto y la vejiga y varias ya oxidadas). Pese a que no hubo problemas para que confesara, puesto que Fish disfrutaba contando sus hazañas lúbricas, la policía nunca llegó a saber a cuántas personas mató y devoró Fish, aunque se calcula que unas 400, la mayoría niños negros, pobres o las dos cosas. Policías y psicólogos encanecieron al escuchar las palabras que Fish escupía en sus caras, relamiéndose. Entre sus confesiones más impactantes, destacaba una brutal sesión de sadismo y canibalismo con un niño de cuatro años: “Lo desnudé y até sus manos y pies y lo amordacé con un trapo sucio que cogí de la basura. (...). Corté uno de mis cinturones por la mitad e hice seis tiras de esas mitades. Con ellas le golpeé el trasero hasta que la sangre corrió. Le corté las orejas y la nariz y le rajé la boca de oreja a oreja. Le saqué los ojos. Entonces se murió. Le clavé un cuchillo en la barriga y puse mi boca en su cuerpo y me bebí su sangre (...). Corté una parte de su trasero y me fui a casa con mi comida. Lo que más me gustó fue la parte de su vientre. El culito lo hice al horno y estaba de lo más tierno y sabroso. Luego hice un guisado con las orejas, la nariz, trozos de la cara y el vientre... Estaba delicioso”.

Tras confesar 15 delitos, que eran los que recordaba, Fish fue condenado a muerte en Sing Sing. Al conocer la sentencia, exclamó: “¡Qué alegría morir en la silla eléctrica! ¡Será el último escalofrío, uno de los pocos que todavía no he probado!”.

En 1936 se ejecutó la sentencia pero la primera descarga eléctrica no le hizo nada, pues las numerosas agujas que había en sus genitales produjeron un cortocircuito.

A la segunda descarga, Albert Fish, el Ogro de Nueva York, murió.

 

 

Nativos de Nueva Guinea. Hasta finales del siglo XX había infinidad de poblados antropófagos en esta isla ubicada al norte de Australia. De hecho, en la actualidad todavía existen ciertas tribus, como la de los Korowai, unas 3.000 personas que continúan practicando el canibalismo, a pesar de la ocupación europea de la isla.

En Nueva Guinea, la carne humana se consume hervida o asada en grandes hornos, aunque algunos miembros de las tribus la prefieren cruda. La parte del cuerpo más apreciada por estos indígenas es el pene, que asan sobre cenizas calientes, pero también les encantan los testículos, la lengua, las manos, los pies, los senos, los intestinos, las vísceras sólidas o la vulva. Los cerebros, extraídos a través de la base del cráneo hervido, se consideran “bocatto di cardinale”.

Cuando eran preguntados por su afición a la carne humana, los nativos la calificaban de “deliciosa”, y comparaban su sabor y su textura con la del cerdo, sólo que más delicada, con lo cual podían comer mayores cantidades sin vomitar o tener ardor de estómago. Cuando las naciones “civilizadas” se repartieron Nueva Guinea, procesaron a varias tribus por canibalismo. J.H.P. Murray, oficial superior de justicia de la isla, escribió en 1912: “Un nativo me preguntó por qué no debía comer carne humana, no he sido capaz de darle una respuesta convincente”. Después, cita la demoledora respuesta de un testigo por un proceso de canibalismo: “Despedazamos los cadáveres y los cocemos en una olla. Cocemos niños también. Los descuartizamos como a un cerdo. Los comemos fríos o calientes. Primero comemos las piernas. Las comemos porque son como peces. Tenemos peces en los arroyos y canguros en los prados, pero los hombres son nuestro alimento real”.

 

 

Los tupinambá. Nación indígena brasileña siempre envuelta en sangrientas batallas, ya fueran entre las distintas tribus de la propia nación o contra sus odiados invasores portugueses. Los nativos devoraban a sus prisioneros de guerra en rituales antropofágicos para vengar a sus muertos y así aplacar a sus espíritus inquietos, que exigían sangre.

Tras una incursión, cortaban la cabeza y los genitales a sus enemigos muertos y llevaban a los prisioneros al poblado. Todos eran devorados. Primero, los hombres, que duraban sólo unos días. A las mujeres, las usaban de barraganas durante algún tiempo y cuando se cansaban de fornicar con ellas se las zampaban. Y si alguna de ellas engendraba un hijo fruto de las cópulas forzadas, jamás era aceptado por la tribu, sino que era también devorado.

Hans Staden de Honberg, aventurero que se enroló en un barco portugués, fue capturado por los tupinambás en 1554 y, gracias a su ingenio y a su buena suerte, fue uno de los pocos que vivió para contarlo. Así describió las hazañas culinarias de esta tribu: “Le descargan un golpe en la nuca al prisionero, los sesos saltan e inmediatamente las mujeres cogen el cuerpo, lo arrastran hacia el fuego, lo raspan hasta que queda bien blanco y le meten un palito por detrás, para que nada se les escape. Una vez desollado, un hombre lo coge y le corta las piernas por encima de las rodillas, y también los brazos. (...) Después le abren los costados, separan el espaldar de la parte delantera y se lo reparten; pero las mujeres guardan los intestinos, los hierven y del caldo hacen una sopa que se llama “Mingau”, que se beben ellas y los niños. Se comen los intestinos y también la carne de la cabeza; los sesos, la lengua y todo lo demás son para las criaturas”.

En la segunda mitad del siglo XVI, los portugueses arrasaron gran parte de las aldeas tupinambá. Sólo se salvaron los que se enmontaron en la selva y los que se integraron entre los colonos de Ubatuba, una zona hoy convertida en meca turística muy frecuentada por los aficionados al surf.

 

 

Los maorís. Pueblo de guerreros con religiones animistas y chamánicas, que llegó a las islas de Nueva Zelanda, en el océano Pacífico sur, procedente de islas norteñas como Tongatapu o Rarotonga. Más que una costumbre gastronómica, el canibalismo maorí era un antiguo ritual guerrero; no en vano, este pueblo sólo devoraba a sus enemigos muertos y la sola idea de comerse a sus conocidos (vivos o muertos) les repugnaba, si bien no eran tan selectos como los guaraníes, que sólo comían a sus enemigos más valientes y selectos para absorber su energía, en un acto sagrado de repercusión cósmica profundamente ritualizado.

El doctor Félix Maynard, cirujano a bordo del ballenero “Asia”, de pesca en el Pacífico Sur entre 1839 y 1841, redactó un diario que, reescrito por Alejandro Dumas, fue publicado bajo el título de “Les baleiniers chez les Maoris de Nouevelle-Zélande”. En este libro, uno de los indígenas expone, con lógica aplastante, los motivos del canibalismo maorí: “Los peces del mar se comen unos a otros. El pez grande se come a los pequeños, los pequeños se comen a los insectos; los perros comen hombres y los hombres comen perros, mientras que los perros se comen entre sí; finalmente, los dioses devoran a otros dioses. ¿Por qué, entre enemigos, no deberíamos comernos?”. Los enemigos a los que se devoraba eran llamados “Pescados de Tu”, es decir, “víctimas del Dios de la Guerra”, y comer su carne estaba terminantemente prohibido a las mujeres.

Tras una batalla, los maorís descuartizaban a sus enemigos, reservando uno de ellos para ofrecérselo en rito sagrado al Dios de la Guerra; su cuero cabelludo y su oreja derecha eran usados para eliminar el tabú de los guerreros. Los demás cadáveres eran asados durante un día entero en dos filas de hornos. El jefe iniciaba el banquete probando el cerebro y los ojos de un guerrero muerto. Las restantes cabezas eran arrancadas de los cuerpos, despojadas de la carne y ahumadas, cosa que las momificaba, impedía su putrefacción y propiciaba su conservación como trofeos, colocadas en lo alto de postes. 

De entre sus prisioneros sólo se salvaban los llamados “toenga kainga”, es decir, “restos del festín”: individuos que, al no ser buenos para comer, eran utilizados como esclavos.

Las tribus maoís vivían tan tranquilas, peleándose y devorándose entre ellas... hasta que llegaron los europeos y empezaron a meter mano en sus conflictos. Como siempre suele ocurrir, la catástrofe empezó con la llegada de los misioneros a sus territorios, apoyada por el jefe guerrero de los Ngapuhi que, a cambio, recibió regalos del rey de Inglaterra. Regalos que cambió por mosquetes. Progresivamente, las otras tribus también se armaron, pues los coleccionistas ingleses les cambiaban mosquetes por cabezas momificadas. ¿Resultado? El número de bajas en las batallas maoíes se multiplicó: las llamadas “Guerras de los mosquetes” se cobraron unas 20.000 víctimas.

Con los nativos diezmados, en 1840 se firmó el tratado de Waitangi, que supuso un violento proceso de expropiación de tierras. Los británicos exterminaron la cultura maorí e implantaron por la fuerza el lenguaje, la religión y las costumbres europeas. Y la población indígena fue masacrada por las enfermedades importadas, el alcohol y los ataques de los colonos.

Hoy, los maorís son una minoría que malvive marginada en su propio territorio. Cada vez en mayor proporción, los jóvenes emigran a las grandes ciudades para esclavizarse por cuatro perras en “trabajos basura”.

Ya lo predijo a finales del siglo XIX el eminente taxidermista, ornitólogo, naturalista y coleccionista austríaco Anderas Reischek, cuando abandonó Nueva Zelanda: “Lo que el canibalismo no había conseguido aniquilar durante siglos, lo consiguió la civilización europea casi en el tiempo medio de vida de un hombre”.

 

 

Nuestros ancestros. “Hay extensas evidencias antropológicas de que el canibalismo no es sólo una extravagancia que se produjo en ciertas culturas tribales”, afirma el neurólogo inglés John Collinge, del University College de Londres. Analizando evidencias tan indiscutibles como deposiciones humanas fosilizadas o huesos de Neanderthal con cortes y huellas de quemaduras, Collinge llegó a la conclusión de que en un pasado muy remoto, situado por los genetistas hace 500.000 años, la carne humana formó parte de la dieta de nuestros ancestros.

Está demostrado que en Europa y en Norteamérica se practicó un canibalismo que no fue producto de una hambruna y carecía de cualquier intención ritual, sino lo que se ha denominado como “canibalismo gastronómico ancestral”, practicado ya por el Homo Antecessor, la especie homínida más antigua de Europa con una antigüedad de más de un millón de años.Esto ya lo sabían hace tiempo los palentólogos y lo intuían los antropólogos, fascinados por las costumbres antropófagas de 15 especies de primates, tan próximos ellos al ser humano desde el punto de vista biológico. Los chimpancés, con los que compartimos un 99% de genes, son caníbales en determinadas circunstancias: cuando la comida escasea, matan y devoran a otros ejemplares más jóvenes con los que no guardan parentesco para asegurar que su propia descendencia disponga de más alimentos.

No sería raro, pues, que, en un futuro próximo, tan alejados del antropófago tribal como del patológico, los seres humanos asistiéramos a un nuevo amanecer caníbal por motivos puramente prácticos. Con el mundo superpoblado de especímenes humanos y el resto de los animales y plantas en vías de extinción, llegará un momento que, como ya se apuntó en ciertas antiutopías fantacientíficas (como, sin ir más lejos, el filme “Soylent Green”) no nos quede otra que comernos los unos a los otros. En ese momento, tal vez tengamos al fin la oportunidad de catar carne humana y comprobar si es tan jugosa y porcina como decían los viejos habitante de Nueva Guinea.

 

 

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