otra perversidad cenobítica

de nuestros apreciados

ELDERLY PASSENGER

 

 

 

 

«Es preciso que yo me divierta por encima del tiempo..., aunque el mundo sienta horror de mi regocijo y su grosería no sepa lo que quiero decir.» (RUSBROCK EL ADMIRABLE)

 

 

 

EL GRADO ZEN DE LA VIOLENCIA

 

Si ese otro raro devoto de la gourmandise llevada a sus límites que fue Roland Barthes alumbró el concepto de “grado cero de la escritura”, entendiendo que toda obra carece de sentido y es irreductible a toda comprensión unívoca, es decir, que puede ser decodificada de acuerdo al sentido que le queramos dar, en Lecter podemos también hablar de un “grado zen de la violencia”. Jenseits von Gut und Böse, más allá del Bien y del Mal, y haríamos bien en no perder de vista el empeño esteticista que anima sus master pieces. Junto a ello, un humorismo extremo, el mismo con que Thomas De Quincey aborda el crimen a posteriori confrontándolo a unos parámetros estéticos antes que morales. Cuando el asesinato aún no se ha cometido, “tratémoslo moralmente”. Mas, una vez que ha tenido lugar y es un fait accompli, “¿de qué sirve aún más virtud? Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes”. De Quincey, en su opúsculo escandaloso Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes presenta como modelo de violencias a Williams, un asesino apartado del rebaño de los bienintencionados hombres y ornado por todas los accidentes del héroe romántico, maldito en suma. Sus rasgos son otros: palidez de cadáver, una insidiosa mirada diamantina, el pelo teñido de un rubio vivaz (recuérdese al Baudelaire de la melena verde). Pero no es un criminal cualquiera: la irreprochable cortesía, una elegancia próxima al dandysmo y lo que De Quincey enuncia como una “delicada aversión por la brutalidad”.

No es casual que esta vindicación del criminal romántico acontezca en un período histórico concreto, que no es otro que el del paso de las modalidades regias y ceremoniales, hipercrueles, de castigo (vinculadas a un Poder monárquico en declive) al castigo humanitario, que se esconde del espacio público, y tiene firmes propósitos de rehabilitación en aras de una posterior inserción social. Es el momento de los maudits, de los satanistas, de El Castillo de Otranto. Nada más tentador que emparentar a Lecter con alguno de sus predecesores excelsos: el Des Esseintes de Huysmans, quizá más acuciado por un tono de periclitación estética debido a su tiempo naturalista. Hay un asco por la realidad, pobre, infame, chata y repugnante. Esa conciencia de estar contra el mundo, contra La Gente (en la hábil formulación de Diógenes), y defender el Arte por encima de la Vida, sea a través de nuevas y culinarias modalidades de performance. El Lecter florentino es el Des Esseintes que se dota de “mobiliarios fastuosamente extraños, dividiendo su salón en una serie de nichos diversamente tapizados” de acuerdo al “carácter de las obras latinas y francesas que amaba”, o que organiza un delicioso festín de duelo: envía las invitaciones en forma de esquela, organiza la comida en un jardín cuyos senderos espolvorea de carbón, dispone un brocal de basalto en torno al estanque teñido de tinta. La cena se sirve sobre un mantel negro con cestas de violetas y escabiosas y candelabros de iglesia. La orquesta toca marchas fúnebres y los comensales son atendidos por negras desnudas con chapines y medias de tisú. El menú es la sinestesia total: sopa de tortuga, pan de centeno ruso, aceitunas turcas, caviar, morcillas ahumadas de Francfort, aves en salsas de jugo de regaliz, cremas ambarinas de chocolate, puddings de fruta negra. Aderezado con muy oscuros caldos (Limagne, Rosellón), fuerte cerveza rusa negra (kwas) más el café reglamentario.

Lecter, como Des Esseintes, sufre por la vulgaridad. Es Gilles de Rais, pero también el albatros del poema baudelairiano, un rey celeste que sobre las cubiertas del barco (o en las jaulas del FBI) es objeto de la burla de los marineros. Lecter, divino sociópata, no está a la bajura de esto. Es majestuoso. Es un gimnasta zen, como en su reproche amonestador a la agente Starling: “Son débiles, indisciplinados y no creen en nada”. Despierta, bonita, y mira el rostro de los pastoreadores sociales. Ellos te utilizaron, usaron de tu honestidad y hoy te condenan por hacer bien tu trabajo. No hay salvación. Camina o quédate quieto, pero no titubees.

 

 

 

 

VICAP: LA STULTIFERA NAVIS DE LOS MISFITS MODERNOS

 

«-Dime, ¿tú qué opinas? ¿Lecter quiere follársela, comérsela, matarla o qué?

-Probablemente las tres cosas, aunque no me atrevería a decir en qué orden»

(HANNIBAL)

 

No es casual que en la cuna del mal gusto, la vulgaridad y la democracia liberal (los USA) resida alrededor del 70% de los psicópatas y serial killers del mundo, responsables de unas seis mil víctimas al año. En un país tan extenso, la descoordinación de los cuerpos policiales (no sólo por su número –el mayor del mundo- sino por el conflicto entre jurisdicciones y atribuciones estatales) se hizo necesaria la creación de un organismo federal que superase dichos límites y diera lugar a un nuevo tipo de agente especializado en las pautas y el seguimiento de los criminales seriales y su extraño universo psíquico (el FBI posee una Unidad de Ciencias del Comportamiento). El VICAP (Violent Criminal Apprehension Program) surgió en 1982 como continuación del Proyecto de Investigación de la Personalidad Criminal. A día de hoy el VICAP es el referente internacional para abordar perfiles psicológicos de criminales consecutivos especialmente aberrantes, y su personal americano asiste a modo de franquicia en diversas investigaciones criminales en todo el mundo. No son policías, sino más bien psicólogos borderliners.

La risueña aparición de Lecter en el top ten del VICAP (más concretamente en su página web) a la manera de una repulsiva orla de graduados en Perversión, tiene mucho de viaje en la Nave de los Locos, la Stultifera Navis del Renacimiento donde se confinaba a los locos por parte de una sociedad que los dejaba así a la suerte del agua o de peligrosos y crueles marineros. Son los intolerables, los repudiados. Volveré más adelante sobre el tema del tratamiento de la locura a cargo de la psiquiatría penal.

Si hablé de Des Esseintes como un precursor lejano de Lecter (por su hastío, por su ideal de Lo Bello), entre los contemporáneos me gustaría incluir a dos personajes también emparentados culturalmente entre ellos. Uno es Tarquin Winot, el protagonista y narrador en primera persona de la novela En deuda con el placer (The debt to pleasure, -1996- de John Lanchester). Una mezcla excitante de A pleno sol de Highsmith y la Fisiología del Gusto de Brillat-Savarin. Tarquin es un erudito gourmand, exquisito, cultivado y ciertamente snob. Un amante del pasado, denostador de la coetánea vulgaridad, que pergeña un Recetario delicioso y magnífico al ritmo de unos crímenes no menos magníficos, no menos deliciosos, concebidos como sutiles master pieces, desagradablemente hábiles.

El otro vínculo literario con Lecter puede hallarse en Charles Kinbote (protagonista de Pálido Fuego, de Vladimir Nabokov), quien es también un pedante como lo pueda ser Tarquin Winot. Cómico, erudito, a menudo snob (Nabokov lo era, y mucho, un russe blanc anglófilo que nunca entendió Rusia), Kinbote, en el progresivo desnudamiento que lleva a cabo a través de sus comentarios (suscitados por la obra de un poeta amigo, John Shade) demuestra ser un peligroso loco, revelando una chifladura perversa a la par que una intolerancia sin tasa. En la peripecia de su delicioso desdén, ambos son primos hermanos de Lecter. Carne de VICAP, si algún día llegara a ser un censo de hommes de lettres.

 

 

 

 

LOS HOMÓFAGOS

 

«Le gusta comerse a lo que él llama los “groseros silvestres”. Así exterioriza su desprecio por los que le exasperan o en ocasiones para realizar un servicio público» (HANNIBAL)

 

«El doctor Hannibal Lecter dormía en un catre, con la cabeza sobre una almohada apoyada contra la pared. Le Grand Dictionnaire de Cuisine de Alejandro Dumas estaba abierto sobre su pecho»

(EL DRAGÓN ROJO)

 

Se ha argumentado que todo salvaje es per se un caníbal, pero quizá esto no baste para explicar conductas como comerse el propio prepucio, entre los dogon, la ingestión de la lengua del Emperador muerto, en China, o el rito de beber la sangre de los hermanos, común a muchas culturas. El caníbal es un ente polimorfo que trasciende las limitaciones culturales o biológicas. Como señala Cardín, algunas desviaciones no han sido cursadas para su aceptación en el establishment de la normalidad, mientras que el empleo de ejemplos de la especie animal como forma de demostrar “la naturalidad de determinados comportamientos considerados perversos ha sido utilizado con bastante éxito para la homosexualidad, desde Gide al menos, como parte de esa suasoria sexualis iniciada en el siglo pasado (...) con vistas a despojar los comportamientos homosexuales (cada vez más extendidos en ciertas profesiones exitosas, y demostradamente compatibles con una vida burguesa respetable) de su estigma de actos desviados”. Aquí hallamos el nudo del enfrentamiento entre Mason Verger, esa caquita humana con unas costuras por cara, y la otredad caníbal de Lecter. El primero será un respetable millonario con gran influencia social, un marica potentado. Lecter es un hombre que sufre por su talento. La práctica del canibalismo en Occidente se ha vinculado a estados de excepción y carencia dramática de alimentos. El caníbal siempre es el otro.

La relación entre la alimentación y el sexo está presente en todas las culturas a través del lenguaje, como señaló Lévi-Strauss en Lo cocido y lo crudo. Pero llama la atención el hecho de que el caníbal siempre ha sido considerado el otro. Hitler y Stalin fueron denominados “caníbales políticos”, y el Nouvel Observateur francés tituló hace no mucho un reportaje sobre el “peligro amarillo” del siguiente modo: Comment les japonais veulent nous manger. Estos miedos son los que representaron a tres crueles dictadores africanos (Macías, Idi Amín y Bokassa) como consumidores de cerebros, hígados y dedos (en el caso de Macías). Desde los griegos, el canibalismo es una especie de prueba que distingue el ámbito bestial del humano. Dejando a un lado atribuciones culturales que el recelo ha alumbrado, junto a este canibalismo cultural y social existe otro de rasgos nítidamente individuales que tiene mucho de vampirismo. El brujo, en condiciones de hacer el Mal, y también en disposición de robar la fuerza vital a otros, es la mejor caracterización del caníbal.

Se sabe que entre los aficionados al cine, el villano favorito es el Doctor Hannibal Lecter, muy por delante de tipos tan carismáticos como Darth Vader. Quizá los hábitos están cambiando en la vorágine del zeitgeist cultural en que nos vemos inmersos. Lo informe (Alien, el terror mimético de Depredador o cara de pizza Freddy Krueger), ha dado paso a un neorromanticismo, de Drácula a Frankenstein. En esta tradición vampírica se puede incluir más cómodamente a Lecter por sus rasgos individualistas y el pavor tan victoriano que despierta. Lecter es un superviviente, su monstruosidad, si la tiene, es la de quien intenta preservar la Arcadia. Los monstruos vectoriales o viscosos de los 80, como Alien, respondían al miedo postindustrial por la decadencia. John Hurt, el escrupuloso varón blanco, está literalmente preñado de lo Otro como metáfora de tantos otros miedos más prosaicos: hordas inmigrantes o Terror Rojo. Y eso otro lo destroza. La nación blanca vencida desde dentro, sometida somáticamente. Lecter es también un monstruo, pero lo anima otro empeño: ponerse a salvo del Mundo, con un aliento antimoderno. Lovecraft ha muerto. En Lecter, como en todo dandy, se antepone la autobiografía a la historia, lo subjetivo a un naturalismo deforme. Otra monumental figura densamente romántica puede ser el conradiano Kurtz, escritor de poesía, lector de metafísica y Filosofía, poeta-soldado en medio de la selva, ideograma del espanto.

Lecter es también lo que le rodea, la celda penitencial, casi mazmorra, con su mampara museográfica, o la Galleria degli Uffizzi, con un fondo de variaciones de J. S. Bach. En el primer caso, es una prisión moral en un mundo de cuáqueros, es el tiempo del asilo con la apoteosis de la figura médica. La noción moderna de la locura y la normalidad se ordena gracias a la relación entre la alienación y el pensamiento médico. Lecter llegará a decir que una sociedad en sus cabales no le permitiría vivir. Por otra parte, el Lecter de Florencia, en riguroso smoking, cliente de exclusivas perfumerías donde puede adquirir ámbar gris, gracioso conservador de bibliotecas centenarias, es el Arte que lo rodea, y también su soledad. Íngrimo, altivo, ceremonioso, en un escenario que explicita su alma superior. Su reclusión es solemne, nos habla de su individualidad. Mason es un marica que tiende a desaparecer, se desfigura el rostro para darlo de comer a los perros. Desaparecer, perder los rasgos, anonimato de la no-cara. Lecter es un homenaje a la identidad, una esquirla de la viejísima Europa en un hábitat de hombres sin historia ni rostro

Prometí que volvería sobre el tema del tratamiento psiquiátrico de los locos. Lecter parodia casi al final de Hannibal la obra del Bosco denominada La cura de la demencia, cuadro en el que el cirujano (tocado con un embudo invertido, signo de la sabiduría burlada) extrae de la cabeza del enfermo el cuerpo extraño que origina su mal. Aquí, el vulgar agente Krendler da forma a esos seres sin modales que tanto irritan al Dr. Lecter, y come con gusto la porción de cerebro que gobierna los modales, de los que Krendler carece por completo, salteada en mantequilla de hierbas. Qué mejor plasmación de esos gañanes del Medio Oeste americano que Ray Liotta, con su majeza de macarrilla de medio pelo. Lecter no consentirá que con sus palabras denueste el objeto de su Amor: la agente Starling, a la que Krendler no cesará de dirigirse como “chochito pueblerino”. Lecter ama en Clarice su servicio a la ley, a la que sirve de forma insobornable. Sirve a un ideal, y eso la hace mejor que la “basura blanca que vive en caravanas y es pasto de los tornados”.

Su émulo, en este caso el deformado e inválido Mason Verger, es un marica sin lustre (literalmente), que intenta vengarse de Lecter aprovechando los resquicios de corrupción de la maquinaria vigilante del Sistema. Cuando puede por fin llevar a cabo su venganza, interroga a su amado Lecter: “Ahora lamentas no haber dado a comer mis restos a los perros, ¿verdad?”. Lecter dibuja una mueca desde la carretilla que lo transporta en el recinto kitsch que sirve de mausoleo a su víctima/verdugo. “Te prefiero así, Mason”. Horas más tarde, Hannibal, el crucificado, el Nuevo Cristo (como diría el webmeister de esta LINEA DE SOMBRA) hace que Mason sea pasto de las bestias. ¡Bon appétit, caballeros!