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La conjunción oriental de los más exquisitos modales (esto es, la adecuación perfecta al medio social en que uno se desenvuelva en cada momento -se trata de inspirar en los otros un común sentimiento de confianza, que todos queden seducidos por nuestra elegancia, elegancia variable en razón de cada clase y persona-) envolviendo la ferocidad más extrema (o sea, la capacidad de decisión concentrada en un grado máximo): he ahí el secreto de Lecter y también de Venator. Las fieras no pueden oler el miedo en Lecter, intuyendo a éste más bien como un peligro del que apartarse o como un líder de la manada al que seguir (recordemos los cerdos mutantes rodeando al buen doctor -escena que el único sardo sobreviviente de la matanza en la mansión Verger narrará a las generaciones venideras progresivamente magnificada, con las trazas de un franciscanismo invertido-). Y la propia Clarence Starling, perra de presa al servicio del Bureau, va poco a poco gravitando en torno a Lecter a medida que todas sus lealtades para con la falacia social se desmoronan y el maniqueísmo impuesto por sus corruptos superiores se torna sin sentido: Lecter, antimago de Oz, acaba por regalarle el esclarecimiento (la antilobotomía, la auténtica desprogramación apenas entrevista por Rousseau y soñada por Bataille y por Artaud en sus momentos más vitriólicos) a través de palabras, silencios y psicotropos hábilmente administrados, que permitirán a la ex/agente encontrarse a sí misma como nunca antes; al tiempo, en proceso opuesto, asistimos a la literal comida de coco de Paul Krendler (reflejo de tantos fantoches que hoy juegan a héroes en el sainete judicial de nuestro tiempo y a los cuales gozosamente imaginamos, tras verlos en su enésima aparición en los media, con el cráneo abierto, manipulado por manos expertas en cirugía cerebral y haute cuisine, listos tanto para la confesión final de sus vergüenzas como para contribuir con lonchitas de su córtex a un delicioso flambeado).

 

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Lecter y Venator. Agentes al servicio de su propia superpotencia, auténticas voluntades independientes, templadas en el horror cristalizado, en la lava sólida que puede volver a fluir cuando las circunstancias lo requieran. Nadie los dirige, aunque todos los consideren a su servicio: el paciente terapeuta escuchando mezquinas angustias y sórdidos anhelos, o contemplando excesos entrópicos carentes de grandeza (las víctimas de Lecter son siempre o tediosas -arquetipo: el flautista Raspail-  o desagradables -tanto en sus groserías, caso del preso Miggs, como en sus atrocidades, caso del carnicero Verger-); y el camarero educado y complaciente, al que todos aprecian (salvo los simuladores de oposición -es decir, aquellos que, alimentando su conciencia con formalismos presuntamente transgresores, son incapaces de llegar hasta las últimas consecuencias en una dinámica de conflicto- porque Venator, con su mirada de vuelta, los desenmascara y apea de sus ridículos pedestales una y otra vez).

 

 

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Lecter y Venator. Utilizando la moderna tecnología con la perspectiva antañona del Saber Tradicional (en «Eumeswil» se anticipa la dictadura de la informática y se sugiere un empleo alternativo, inasequible a la dependencia, a la tecnolatría; en cuanto a Lecter, es muy interesante, en «Hannibal», su relación con Stephen Hawking, valorado básicamente como herramienta para el logro de objetivos metafísicos, mágicos, afectivos, devolviendo a la ciencia la grandeza premoderna, la calidez guenoniana -la atención de Lecter por el contrahecho supercerebrito, por el homo protesicus elevado a la máxima potencia, como un beso de cuento, lo redime un instante de su inmensa fealdad formal y conceptual, y nos lo transfigura en figura druídica, estilizada y noble, pontífice holista y no mantenedor de periclitados rescoldos positivistas-). Etica la de Lecter y Venator para tiempos de entropía.

 

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Anthony Hopkins ha hecho en alguna ocasión de mayordomo (por tanto, de la clase más pulida y enigmática de servidor) así como de caníbal premoderno (en su caracterización como vástago primitivo y brutal de Leonor de Aquitania en «El león en invierno») y, en su visión de Lecter, prefigura también rasgos de Venator (muy especialmente en su excelente rol como conservador de museo florentino -tal vez, lo mejor de la decepcionante adaptación cinematográfica de «Hannibal»-): discrepo con el padre de Yna Linne en cuanto a que Mitchum sería un excelente Anarca (tal vez un Emboscado o un estado intermedio entre la superación de esta figura por la del Anarca -aquello que se pudo cocer en la crecientemente nevada cabeza de Jünger durante los años que transcurren desde la publicación de «La emboscadura» hasta la consumación de «Eumeswil», años en los que se plantean esbozos de dicha transición en obras como «Visita a Godenholm», «Abejas de cristal», «El Estado mundial», o su serena contribución al guirigay sesentayochista, «Aproximaciones»-). Hay una intransferible norteamericanidad en Mitchum (igual que en otro -pero muy diferente- trasunto jungeriano, Eastwood), con demasiada inocencia a flor de piel (Deleuze, gran captador de las ficciones estadounidenses, sabría muy bien por dónde voy) para llegar a un sujeto tan viejo culturalmente (volvemos a lo oriental) como Venator. La mirada despegada de Mitchum es demasiado húmeda; la mirada escéptica de Eastwood, demasiado ígnea: ambas, demasiado inmediatas. Venator implica una mirada más lejana, más seca, más glacial: una mirada británica (Hopkins o, descendiendo a un plano más convencional, la cotidiana torvedad de un Edward Fox -Venator como sujeto falsamente insignificante: así,  «Chacal»-, un Dirk Bogarde -Venator como sujeto falsamente blando: así, «El sirviente» y relacionándolo con la ambivalencia cortesana de «Manuelo»-, un Ian Holm -Venator como sujeto falsamente fiable: pensemos en el androide de «Alien»-) o, si no, una mirada alemana  (Rutger Hauer: cruce de caminos entre Mitchum y Newman -otro emboscado USA- pero a la vez con algo lejano, seco y glacial, propio de quien «ha visitado la Puerta de Tanhauser» -y no es de recibo que Hauer encarnase, casi a la vez que al rey de los replicantes, al arquitecto Speer, esbozo truncado de anarca, entre la mediocridad y el vértigo, la inocencia y el desencanto, tan parecido en algunos aspectos a trasuntos de Abel Posse, ese a modo de conato jungeriano que dio Argentina en un lapsus de sí misma, trasuntos como el Agustín Larralde de «La boca del tigre» o el Alberto Werner de «Los demonios ocultos»; pero también, y yendo más allá de Hauer, invoco a Hanna Schygulla -la única encarnación femenina que se me ocurre para Venator/Lecter capaz de competir con Hopkins: un Hopkins con la peculiaridad telúrica, hechicera, genuina de la Mujer entendida como Poder Elemental de subversión-).

 

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No obstante, comprendo al padre de Yna Linne cuando hace su elección: pueblos jóvenes los dos, pueblos mezclados a la par que xenófobos los dos,  pueblos pioneros los dos, pueblos extremos en su ansia de horizontes y verticales los dos, nadie más norteamericano que un ruso (no es casual que algunos de los iconos más emblemáticos del imaginario USA -Ayn Rand, Doris Day, Nathalie Wood, Charles Bronson, Kirk Douglas, Michael Cimino- lleven a Rusia en su entraña, como tan bien sabe mi webmaitresse) y a la inversa (lo que explica la constante influencia norteamericana en las almas rusas durante el pasado siglo: NEP, peso del taylorismo en la colectivización staliniana, filoatlantismo de Kruschev -el protoYeltsin-, acuerdos Nixon/Breznev, Radio Liberty y su no desdeñable papel en la creación de mitologías consumistas, expectativas -rápidamente frustradas- de Soljenitsin en el Extremo Occidente -como más tarde de Limonov y Zinoviev-, intercomunicación -directa, pasando completamente de Europa- entre Norteamérica y Rusia durante su ascensión a superpotencias en espacios culturales dirigidos a las masas -cine, arquitectura, propaganda gráfica: copiadas después por Hitler con maximalismo de fan fatal a lo enfermera de «Misery», como bien apuntó Syberberg, el más agudo analista del nazismo como parque temático-, fijación reverencial por la economía reaganiana de Yeltsin y sus primeros equipos de gobierno, secuelas de corrupción inspiradas directamente en el paraíso norteamericano -pero con toques de ferocidad típicamente oriental, no más letales que sus homólogos USA aunque sí más directos, menos hipócritas-). Y ¿acaso no hay mucho de nihilismo ochocentista en esas explosiones de violencia, mitad crimen político mitad sacrificio ritual, que sacuden la Unión cada cierto tiempo, como si el tormento de Raskolnikov y la malicia de Netchaiev soplasen al oído de Unabomber o de Timothy Mc Veigh? (supongo que quien podría escribir magníficas páginas sobre tal transversalidad oscura sería Hugo -el primo de Yna Linne- o también el ya mentado Eduard Limonov -pensemos en sus historias de Nueva York «It's me, Eddie», donde narra su temporada setentera en la Gran Manzana-).

 

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Lecter como maestro de Libertad y de Soledad. Viviendo la vida como un Gran Juego (dice Eleanor Mackendrick en «La canción del amor» «Lo nuestro es un Juego. Pero con mayúscula: si de verdad estás dispuesta a integrarte en ello... sé rigurosa contigo misma»), según nuestro instinto, buscando lo inmediato desde la perspectiva más lejana, a ojo de águila («Hoy día sólo puede vivir quien ya no crea en un "happy end", quien haya renunciado a él a sabiendas. No existe un siglo feliz, pero sí existe el instante de la dicha y existe la libertad del momento.» -E.J. dixit-, o yo mismo en cierto cuento publicado en el nº 9 de «El Corazón del Bosque»-). Intuición y Acción, Actuación y Contemplación, Alquimia de la Existencia: Zen como Guerra Santa quintaesenciada (la «paciencia inhumana» de que hablaba Donald Pleasance en «La noche de Halloween» pero al servicio de destinos más elevados, más categóricos, más sublimes que la anécdota clínica de la crónica de Sucesos, incluso que la pseudocategoría épica de las páginas de Historia -los Iniciados nunca figuran en estas páginas sino como sombras indescifrables que conmueven lo exotérico: porque su Historia es una Historia Otra-). Dioses y Monstruos. Palacio de la Memoria (luminar, en expresión jungeriana) y madriguera de wolverine. Conjunción, nunca disyuntiva. Hannibal Lecter, aristócrata del espíritu: antípoda de las tribulaciones de su colega Henry Jekyll (tan burgués) con el hooligan (y no menos burgués) Edward Hyde.

 

 

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