Casas propias




Lugares/presencias (vividos, escuchados, vistos en la pantalla chica o grande, leídos, soñados...) a los que uno vuelve por enésima vez sin cansarse. Cuantos más años me echa el Tiempo a la chepa, mi impermeable minoría de edad emocional se afirma en tales regresos.

La angustia de lo real (de esas averías -que debo sortear con ingenio de náufrago por no poder sufragarlas-, de esas exigencias administrativas -que me resultan kafkianamente crípticas y me aplastan con sus plazos inapelables-, de esa actualidad sociopolítica -que en su devenir antiutópico, en su farisadismo sobreactuado, me hace potar sin echar gota y aullar en cartujano silencio-, de esos cul de sac sentimentales -cuando la Dulcinea de turno se revela en su tóxica verdad de tenia-, de ese impasse -que no acaba nunca de solventarse y se regodea en su redundante aporía interminable-...) solamente puedo esquivarla a ratos en esas casas.





Maratones de HOUSE vistos con la misma fruición cada fin de semana (porque House es el Dios acre y complejo, perramente honesto, que nos merecemos quienes no queremos vivir en un mundo feliz regido por Ned Flanders y Lisa Simpson, que tanto montan).

Retornos al Twin Peaks original (el que me espoleó a acometer la mitad pendiente de LA CANCION DEL AMOR, abandonada durante años por falta de alicientes) para borrarme el mal trago que me supuso esa última temporada, ese falso "retorno", chapuza travestida de cajón de enigmas y falsos dilemas (esa dualidad tan cutre entre Forrest Gump -o sea, la versión degenerada de Mr Chance, que sólo redimiría Raymond Babbit en Las Vegas- y Randall Flagg) y más cercana a otras chapuzas como CARRETERA PERDIDA e INLAND EMPIRE que a las peripecias anteriores del agente Cooper y su mágica, reconfortante, cordialidad (ya la cosa había empezado a fallar con el film FUEGO, CAMINA CONMIGO -donde sólo se salva la excelentísima banda sonora-).

Adicción a sagas que explotan la tensión sexual como BONES (la que más hice shakespeariana familia por sus mil hallazgos cordiales, desde ese Ryan O’Neal recuperado y remendado -que hasta entonces nunca me había dicho nada como presencia hasta que le pillé el punto destroyer- al robótico y aniñado Zack -miniyo homuncular de Brennan, un Brian the Brain en 3d, que acaba internado en un psiquiátrico por exceso de lógica- pasando por la variopinta cosecha de becarios, incluido el melancólico sosias de Pete Townshend con entreveros de John Cale o la frenética Daisy, estupradora insaciable del efébico psicoanalista Sweets -que sucede en el cargo al wildeano Gordon Gordon devenido en chef-, testigo febril del crescendo amoroso de la pareja protagonista, cuyas llamas azuza una y otra vez la perversa polimorfa Angela Montenegro, hija de hechicero bluesman y pareja del compulsivo entomófilo y conspiranoico ex/magnate Hodgins, sin olvidar a colaboradores invitados tan logrados como esa inefable entidad nipona de críptica sexualidad a quien la rijosa Angela taxonomiza implacable al darle un achuchón de despedida y detectar su erección) o EL MENTALISTA (ese Patrick Jane de ambivalente apellido y casta conducta entre lo psycho y lo angélico) o, de otro modo, esas hembras que se disputan la virginidad de Grissom y desean ocupar el lugar de su refugio rollercoaster (hembras como la carismáticamente numinosa Lady Heather o la más sufrida y terrenal Sara Sidle -quien se lo acabará apropiando pero sólo en parte, con un algo lovecraftiano en su relación, porque las distancias son necesarias para que la cosa no encalle-).





Películas que reponen con frecuencia y que nunca se me repiten (EL COLECCIONISTA DE HUESOS -donde siento esa envidia absurda por ocupar la condenada existencia del encamadamente alerta Denzel Washington y su lenta pero irreversible seducción de Angelina Jolie, actriz que sólo me conmueve y llena en esta historia-, PULP FICTION -retablo de momentos legendarios que nos inyectan arrope y adrenalina a partes iguales bajo la mirada tardígrada y morreable de Maria de Medeiros y el aura de la angelicalmente comprensiva taxista Esmeralda Villalobos-, ¿BAILAMOS? -o también esa otra del perrito japonés: fábulas sosegadamente climatéricas timoneadas por un Richard Gere de facciones akitanadas que me liberan eventualmente de la soga cotidiana que, apretando antieróticamente, no acaba de ahogar del todo pero sí mina un poco más la moral-, K-PAX -el envés trasmundano de ALGUIEN VOLO SOBRE EL NIDO DEL CUCO: la catarsis prometida que venga a Mc Murphy y a su Juan sacrificial, Billy Bibbit, con el enigma infinito solamente capaz de ser representado por la discreción impecable de Kevin Spacey, sonrisa moebiana doblemente válida para el mesías ultraterrestre y para el abismal John Doe-, EL TREN DEL INFIERNO -la película más rusa jamás rodada en los USA: sólo quienes sentimos querencia por lo cirílico podemos sacarle el máximo jugo a su trepidante acíbar y a su rica trascendencia en símbolos que un público daltónico en profundidades, escudado en la epidérmica coartada de la "acción", ha decidido no ver-...).





Lectura cada lustro de A SANGRE FRIA, con una sensación posthumana que (en parte) me ha refrescado la AMERICA de Baudrillard, pabellones de la muerte hechos de desiertos y lírica soledad abocada al sumidero de los sordos. En otra vida tal vez fui Perry Smith (o -mejor- su hermano enquistado en alguna parte de su cráneo).

Lectura cada septenio de HANNIBAL , mi equivalente doberghan del Nuevo Testamento. Cristo crucificado entre cerdos, Magdalena lesboculturista por rigurosa defensa propia, seducción mitológica de la perseguidora devenida en cómplice por hartazgo de las traiciones establecidas, triunfo en el desvanecimiento que redime al lector decente de un indecente final policialmente correcto.

Y, siempre, vueltas y revueltas a los devocionarios jungerianos (EL AUTOR Y LA ESCRITURA, ESGRAFIADOS, LA TIJERA, EUMESWIL, los diarios radiactivos, las conversaciones...), que me animan en el desánimo y me ayudan con esa agudeza precisa, concisa, eternamente conectando épocas, deconstruyendo modernidades anecdóticas, denunciando presagios de antiutopías.





Megaescuchas recurrentes y siempre disfrutadas de SCARLETT'S WELL, de TINDERSTICKS, de DECIMA VICTIMA, de FREE DESIGN, de Alberto Bourbon (equivalente sonoro a mis paseos -cada vez más espaciados- por Rosales o por El Viso), de Alison Statton, de Lucio Battisti, de Francoise Hardy. de los HAPPENINGS, de los DOORS, de SAILOR, de Steve Harley, de Michael McGear, de GODLEY & CREME, de DON FRANCISCO Y JOSE LUIS, de Kanon Wakeshima, de Joe Ishiaishi, de Angelo Badalamenti, de MORPHINE, de Mª del Mar Bonet... que me inducen, cómo no, a cocinar mejor.





¿Casas propiamente dichas? Es curioso: nunca he soñado con el cuchitril kippelizado en el que vivo desde hace más de veinte años (la única huella onírica de éste es la amenaza ocasional de que el techo de la casa que sueño rompa aguas colándome angustias presentes en el presunto refugio del día a día que supone cerrar los ojos). Siempre mis andanzas de interior ocurren en versiones paranoico/críticas de las casas de Viriato (donde me cuidaron mis primeros años y aún late la impronta de mi Arcadia -y a la que volvería tiempo después, con el estirón, cuando mi condición anómala me despojó de mi aforamiento de bebé para cargarme con la cruz del alien de la familia-), Zurbano (que en ocasiones confundo con el polanskiano apartamento de REPULSION -en mis primeros tiempos de estancia tuve exactamente las mismas pesadillas que Carol cuando todo lo veía como por unos prismáticos invertidos: fue lo que más me impresiona siempre que reviso esta película-, donde un lustro cronológico se aumentaría, a fuerza de traumas grandguignolescos, en delirante bad trip sin final), a lo que añadir mi Arcadia posterior a la Arcadia primigenia, el bungalow marbellí de mi tía Carmela (castillo que vuela sobre el mar arrastrado por sus tropecientos gatos y que se entrevera con otras residencias permanentes on the beach que pisaría siglos después, aunque nunca llegan al carisma de LA ROCIA) y, más raramente, la redacción de Augusto Figueroa (donde tantas horas pasé en aquel 76/77 de constituyentes -reconstituyentes- escarceos contraculturales y fanzinerosos). En estos cuatro escenarios, moebianamente caprichosos en cuanto a servir sea para un ensueño como para una pesadilla, me ha pasado de todo, un todo dislocado por la turmix de mi memoria, masoquizantes incestos y farisádicos rechazos, agresivas pasividades a lo Bartleby, cuartos de baño palaciegos dignos de un anacoreta o bien al borde de la ruina (sueño -malo- y realidad -¿peor?- se confunden en esos últimos momentos panerianos de Viriato), bibliotecas mayestáticas llenas de libros dalineadamente viejunos que nunca existieron, ascensores (ascensor, mejor dicho: el de Viriato -detonante último de la secuencia de acontecimientos que me llevaría a abandonar esa casa-) con algo williewonkiano de funicular y de sputnik, galerías como emanadas de Escher por su discurrir demente en el que las corralas desembocan en pueblos resecos con algo de cervantino, habitaciones suntuosamente abandonadas que volvería a encontrar (¡DESPUES DE TANTOS AÑOS!) en aquellas agonías filmadas de Michi Panero, a quien cada día me parezco más sin parecerme en absoluto... O, aún más reciente, en ese caserón lleno de sorpresas (sorpresas a caballo entre Carroll y Gorey) en el que convive mi Sherlock Holmes más mío con la mandarina Watson.





Casas propias que jamás fueron mías. Porque la mía es tan exigua y tan hostil en su constante voluntad de desmoronarse que me resulta de lo más impropio.


Y es que yo, para ser feliz, quiero un caserón. COÑO YA!!!!!



AUTOCITA A MODO DE CODA

Es la casa el otro punto importante de las historia. Tras veintidós años, nadie ha hollado su arquitectura ni su distribución y aún está en perfecto estado para resistir el rodaje de una secuela de los sucesos originales. La cámara, ahora en color, se detiene en cada rincón, cada detalle, y eleva las viejas paredes al estrellato, a partner de Perkins. Lo que fue escenario con Hitchcock hoy deviene MITO...” (fragmento de EL REGRESO DE NORMAN, texto con el que acababa mi libro RELATO SECRETO)