VOCACIONES EN LA MURGA

 

EJERCICIO DE ESTILO EN QUE SE PROCURA EL REANUDAR LO YA ESCRITO EN OTRAS OCASIONES MAS QUE LA MIMESIS DE NUEVOS DETONANTES (EL VINCULO CON ESTOS SERIA EL –MUCHO MAS GOZOSO Y ESTIMULANTE- DE CONVERGENCIA EVOLUTIVA -AL SENTIRLOS MEJOR COMO DEJA VU PROPIOS QUE NO, DESDE LUEGO, COMO HALLAZGOS AJENOS-)

PRIONIZACIONES: THE LEFT HAND

 

 

“Pronto las jóvenes, todavía agitadas por tardíos eructos, volvieron a pasos lentos a su puesto primitivo.”

(Raymond Roussel, “IMPRESIONES DE AFRICA”)

 

“Se es atraído en la misma medida en que se es negligente; y es por ello que era preciso que el celo consistiera en negligir esa negligencia, en convertirse uno mismo en cuidado valientemente negligente, en avanzar hacia la luz en la negligencia de la sombra, hasta el momento en el que se descubre que la luz no es más que negligencia, puro afuera equivalente a la noche que dispersa, como se apaga de un soplo una vela, el celo negligente que fue atraído por ella.”

(Michel Foucault, “EL PENSAMIENTO DEL AFUERA”)

 

-La espalda de aquella criatura gigantesca era como un cauce seco entre lomas agrestes. En ocasiones, llovía desde dentro -«crecía la planta de la lluvia» según nuestros hijos- y la aridez se perlaba de charcos ácidos en los que toda vida resultaba imposible. Los seísmos no eran frecuentes aunque algunas madrugadas el suelo se combara en oleadas que nunca acababan de tomar una forma definitiva.

La criatura gigantesca parecía deprimida. Los planetas de sus hombros se desorbitaban al compás de un mal disimulado llanto. El color de aquel terreno era de un blanco mate, como si únicamente lo iluminaran cielos nublados. Algunos hierbajos de lustroso azabache salpicaban las hectáreas uniformes y solitarias. Más al norte, cubriendo la gran montaña, un bosque de sauces peinados a lo garçon se derramaba anacrónico en su elegancia.

 (autocita, procedente de “LA CANCION DEL AMOR”)

 

«Que se practiquen actos prohibidos en gabinetes particulares, sabiendo que están prohibidos, que la gente se exponga a castigos, o por lo menos al desprecio de las personas respetables, es perfecto. Pero que se vean desnudeces, que se obtengan placeres sexuales mediante la simple contemplación de un espectáculo público, sin peligro de castigo, con la aprobación de los padres y con pretensiones de castidad, esto es inadmisible. Todo lo que concierne al amor debe ser algo prohibido, poco accesible  (cita de Raymond Roussel recogida en el libro que le dedicó Michel Foucault)

 

"La monstruosidad es un mito inventado por las buenas gentes para explicar el raro atractivo de los otros"

(autocita, paráfrasis sobre una cita de Wilde que abre mi novela “MARY ANN”)

 

 

Albura Schruakk miraba intensamente a ninguna parte, en tanto pegaba los mocos que no estaba dispuesta a comerse en el cirróticamente raído terciopelo del escaño (terciopelo con segundas –intempestivamente oportuno-). Su dios cartesianamente inverso, Baal, la empujaba a la constancia lúdica de lo arbitrario (árbitro felón e impredecible sin más pito que tocar ni más tarjeta a mostrar que su pulgar caprichoso –valga la 3dundancia-).

Postrada con perezosa devoción ante su piercing de yeyuno (piercing amprosiano –en su maja agonía filibustera de pamplinas sin cuento ni carril- con baño de plata –plata mercurial, tal vez, si nos atenemos a su calmo y falaz frenesí-), introyectóse en sí misma y la conmovió verse por sus adentros tan catedralicia, con esa magnífica acústica ideal para la improvisación de una perorata o de un poemita de rock a lo Pattosa Smith la Babelógica (oh, yeah, you know?) frente a aquel su paisaje gástrico, goteante, deshabitado (o ¿habitado tan sólo por las larvas de sus vendettas inalcanzables?).

 

“La reina chilla. La reina calla. La reina ríe. La reina sufre. La reina se tumba en un rincón de la pérgola. La reina recoge el Ornitorrinco de Oro. La reina se detiene en una esquina del jardín de Marienbad. La reina toma su espejito y se mira fumando un chester. La reina pinta sus labios de platino. La reina suspira parada frente al cenador. La reina transpira en exceso. La reina se roza el cuello al desperezarse. La reina moja pan de centeno en su huevo pasado por agua de rosas. La reina mira los helechos del porche. La reina se ha roto una uña. La reina vuelve a palacio manchada de carmín. La reina piensa en el Modigliani que vela a la cabecera de su cama. La reina siente una punzada en el nacimiento del vientre. La reina se asoma a la terraza y contempla las bolas de algodón dulce movidas por el viento del desierto. La reina se toca la nariz. La reina ve mal. La reina se siente muy sola esta noche. La reina bebe un vaso de agua con sal a la salud de su naufragio. La reina se lame los labios cortados. La reina se aplica cacao con sabor a manzana reineta. La reina hubiese preferido verde doncella. La reina vuelve a tomar su espejito. La reina es pálida, con imperceptibles pecas bajo los ojos. La reina se empapa el cabello y deambula por los pasillos. La reina se cambia de babuchas. La reina se descubre besándose en el espejito. La reina tamborilea con los dedos sobre el brazo izquierdo de su trono. La reina se pone una falda plisada y aspira los olores que le vienen al recuerdo. La reina mira viejas fotos de cuando no era reina. La reina se duele de una pena oculta hasta para sí misma. La reina jadea. La reina examina las crines de su yegua Aster. La reina se purga con hierbas del soto. La reina caza sin red caballitos del diablo. La reina se suena los mocos con fino pañolín de batista. La reina lee a Lord Dunsany y se siente más reina que nunca. La reina clava su aguijón crítico en algún infame cretino. La reina se va desmaquillando lentamente. La reina estampa una tarta de frambuesas en la cara del jefe de la Oposición. La reina estampa una tarta de arándanos en la nuca del primer ministro. La reina intuye el pestífero rencor de las abubillas. La reina hace solitarios y siempre pierde. La reina se sabe amada por aquellos a quienes desconoce. La reina se depila los sobacos en el calor de la noche. La reina se inventa moños que deshace al instante. La reina, en ocasiones, sueña con ser bibliotecaria y parecerse a Claire Bloom. La reina nunca vistió de tul. La reina acaricia el retrato de su tío bisabuelo en el salón de los camafeos. La reina guisa los hijos que nunca tuvo y se los sirve a su inexistente consorte embutidos en nidos de salvia. La reina se sube por las paredes y desde allí discute con las arañas del techo. La reina monta en okapi a pelo y sin perder la compostura. La reina habla sola y se lleva a menudo la contraria. La reina fue picada hace años por una araña de cristal. La reina ha escrito en el extremo de un alféizar: «Sissí ha muerto, viva Ludwig» ¿o era a la inversa? La reina besa los mares de linóleo. La reina desayuna en el bulevar con la asesina desnuda. La reina tiembla. La reina cambia de desodorante. La reina pilló una indigestión por comerse de manera compulsiva cuatro kilos de manzanas envenenadas. La reina se broncea en el infierno de los instantes bisiestos. La reina escribe romanzas en las corbatas de su doncella. La reina se mete los dedos hasta lo más hondo del recuerdo y vomita imágenes de cuando su niñez lo anegaba todo. La reina canta anhelando ser amada por animales superiores al hombre. La reina se inyecta baños de asiento para combatir la melancolía. La reina bucea en el denso aire de sus aposentos. La reina se concentra y pone un huevo de oro sin ley. La reina juega con los dragones de porcelana. La reina estalla desafiante en tempestades de fruta batida. La reina arroja baldes de agua hirviendo a las voces que, como hedores, suben desde la calle en las madrugadas de verano. La reina cultiva setas en un vaso de noche. La reina tatúa con sus tacones de aguja itinerarios sin sentido sobre el adoquinado a medio levantar del barrio gótico y zangolotino. La reina se hace muescas en los bíceps con un compás diminuto. La reina practica el cricket con el brazo amojamado de no importa qué santa. La reina ulula ultrasónicamente hasta perforar los tímpanos de los nasciturus de las ratas de palacio. La reina descubre su juego frente al espejo. La reina se cuenta las pequitas del escote para terminar pintándoselas de fluorescente bermellón. La reina, puesta a decapitar, decapita orquídeas de invernadero. La reina se apelucha en plan Alaska hasta lograr un contrato como Nabucodonosor en las cabeceras de la Metro. La reina barrita. La reina desbarra. La reina chasquea los dedos al ritmo de las congas que acompañan las fantasías animadas de ayer y de hoy. La reina se lava los incisivos con pasta color de arcoiris. La reina gusta de engañarse todos los fines de semana. La reina es demasiado humana para no ser reina. La reina doma lepismas en la bañera. La reina le clava puñales al Tiempo sin que Este mengüe un punto su estolidez. La reina gime.” (autocita)

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En un pliegue de tránsito (intestinalpero pliegue, al cabo-), Albura Bees (pronúnciese Bis para atenuar el zumbido), la gemela enquistada de nuestra interfecta, criatura congelada en su inhumanidad intrauterina al filo óntico de los genios, los genes y los géneros, se había construido un nido muy cuco, una de cuyas habitaciones (el llamado Espacio SchererSpacechewrer Gum, en el original, por aquello de la calistenia maxilofacial-, a modo de casita de muñecas sin radio) recogía en sus paredes de chocolate blanco genealogías intempestivas como la siguiente: “La pay-d’ophelia fue inventada por dos hermanos siameses, uno fotógrafo de moda de baño infantil y el otro fiscal de Protección de Menores, quienes se realimentaban castigando el segundo lo que el primero había incitado tras asesinar previamente entre ambos la inocencia de la mirada urbana (en los pueblos pequeñosdonde no había llegado la televisión ni las vallas publicitarias ni los catálogos de la multinacional ANTES MUERTA QUE SENCILLA- esta inocencia ajena a Cronos aún permanecía a pesar de la promiscuidad de las noches, cuando toda la familia -incluyendo perros pastores, animales de bellota y ovejas lachas- compartía el descanso en un solo catre –eso sí, gigantesco, colosal, descomunal en sus dimensiones, para nada chiquilicatre-)”. 

Albura B. reflexionaba agazapada sobre su diminuto trono (nido hecho con huesos de malvises pajariglios mal digeridos por su espástica hermana/continente-) sobre su vida sentimental, tan anómala como sus hechuras no euclidianas (más próximas por su megalocefalia y larvario cuerpo al embrión primordial que no a las cucurbitáceas pinups de Dodotis) y condicionada por tales medidas al petting (su extrema fragilidad -oscilante entre lo vítreo y lo cartilaginoso- le impedía cualquier conato de achuchón, taladramiento o profanación de orificios –salvo eventuales y sutilísimas libaciones lepidópteras de alguna pareja entregada-). La hipertrofiada talla cerebral y su gran corazón (que abombaba su breve cajita torácica) marcaron la elección de sus amantes, elección forzosamente dialéctica, platónica (en el sentido más sáficamente socrático de la P-A-L-A-B-R-A) y no exenta de tacto (es decir, de respeto). Los gemelos @rrobadamente yinyánicos Gillian y Dorian Guevara Mackendrick fueron su mayor motivo de nostalgia: la colección de historias impresionantes en las cuales la Alicia que atravesó el espejo y el reportero más joven de Valonia se ayuntaron por junglas y sabanas de sedosa latitud destaca en los estantes junto a las polaroides descoloridas (puntos de fuga tan setenteros en su gelidez de azafrán...) con reflejos de profundidades caleidonoscópicas promisorias de criptosaurios que nunca (esto es, siempre) existieron, a la espera mimosa del pescador cano (por paciente -en la entrega de sus pesquisas-) capaz de conjurarlos con su callosa y patinada sonrisa.

Albura se retrotraía esfúngica y onixmática (creepticismo flinflunflanchi) en su cómoda de madera de pinoko (ese árbol –como ella- pequeñito y sin edad, tumoroso y amoral).

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Pubette Davis, la niña más maligna a este lado del infracosmos, escalfa su mirada a la sombra de la sopa de tortuga.

-Hey, miñiña, te presento a tu nuevo compañero de juegos. Que no te engañe su cronología formal: bajo ese aire de escuerzo sietemesino, late un alma antigua como el saber más oculto.

Stewie es cabezón, desproporcionadamente cabezón, como un alien. Sus hebras platinadas se ajustan a su inmenso cráneo como venillas de jade. Su rostro se asemeja curiosamente al de Pubette: ojos gordezuelos de mirada intensa bajo un ceño a medio fruncir, naricilla aguileña de ave estigia, boca de piñón de labios muy rojos (acaso maquillados –o será el contraste con la nívea blancura de su tez-). El cuerpecillo casi inexistente, cubierto con una rebequita de lana turquí y un abultado pañalón estampado con caléndulas (que a Pubette le trae a la mente el colorista abdomen de un insecto).

Pubette se siente derrotada. Por mucho que lo intentase, no podría odiar a este bebé. Es demasiado parecido a ella. Se dispone a destruir sus trabajos de poesía cuando Stewie la detiene y comienza a leer el de rima asonantada en tanto mordisquea con mohincito de Blancanieves la manzana chorreante de orines.

 (autocitas sacadas de “COFRECITO DE HORMONAS”, el folletón pedagótico que, incompleto, Albura B. halló cierta madrugada de insomnio en un compartimento secreto de su trenecito de juguete bajo la firma apócrifa de Henry James)

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“Un hombre agachado en su celda. Sin protección. A merced de cualquiera. La memoria enquistada en una muñeca -¿tatuaje, cicatriz?-. Cualquiera puede imponer su deseo. Contra la penumbra del muro. Sin palabras. Performando algo nunca lo bastante lejano. Una experiencia terrible, profanada por quienes dicen comprender. Y no comprenden.”

(párrafo final de la novela policíaca de autor desconocido “VAMOS, MUCHACHA, EXPLAYATE, DIMITE DE TU JUEGO” –un ejemplar de la misma se encontró chorreando desmemoria en un rincón de la pista, queda claro que vacía, donde quién sabe quién sacó a alguien que tampoco podemos precisar a perpetrar unos ¿pasos de baile?-)

 

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Petrilla Starleck,

la hija bienamada de Hannibal y Clarice,

a despecho de su apariencia insignificante,

es una mujer de bandera.
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