(escrito en verano de 1977 y ahora recuperado)

 

 

Embajadores del sueño dorado que rayóse, inconsistente bosque de alondras grises de cristal, remeros de sudor en tiendas de piel de ballena: todo hace confluir al alminar.

 

 

Galeras de monasterios: sombra y escala de piedra, gritos de umbría flor y ricos brocados. Bajo la acera de la avenida triste, entre papeles de envolver negros ya muertos y podridos del Preste que sangre bebe en la tarde, campanas católicas y moras que llagan la voz. El conquistador de las rutas de los colectores escupe basura por su boca única e inconfundible violentando la madera que sufrió las galernas y borrascas del océano oculto que atraviesa la ciudad por debajo de ella.

 

 

En lo alto del alminar se grita a las gentes y se les dispara con balas de plomo y plata de ley. En el acantilado más alto de la memoria urbana viviremos nosotros muchos más años que los que mueren eterna, voluptuosamente. Y ella, la gorgona de cabellos de cobra, se descubrirá cruel y despiadada en asno de humillaciones. Y el diluvio de rojos puñales cubrirá total y absolutamente la ciudad de piedra granítica, gangosa y galopante, en picos imponentes de sonrisa y pañuelos de arete, entre los campos de flores y llantinas de perro que en rebaño de camellos asolarán la realidad desatenta y no fluvial en odres de cuero de monstruo antediluviano y peludo como el que más: todo, absolutamente todo, hace confluir al alminar.