RAMONEANDO
En
la librería libre de libre
trueque me encontré hace unos días una novela ramoniana que desconocía, EL
CABALLERO DEL HONGO GRIS. Me la zampé en una jornada ebrio de evocaciones de Lisboa y después, goloso
de más ramoneces, el Destino, parco en regalos últimamente (con las cálidas
excepciones que me deparan los escasos talantes prójimos
de verdad), puso en mis estantes otro título, EL NOVELISTA, el cual no recuerdo
haber leído ni tampoco cómo me llegó. Plenamente inmerso en este último libro,
nunca se me han metido tan adentro las imágenes hechas palabras del genial
facundo como en estos tiempos de nublado desvencijamiento
(desvencijamiento sólo salpicado por eventuales -y aún no muy cuajados, todo
sea dicho- claros de esperanza). Esos retornos a momentos caminados o soñados
(¿sonambulados?) o imaginados en lapso vigil por un Madrid infinito de
rincones, un Madrid mil veces recoleto donde el niño de la mano de un adulto se
(con)funde con el muy posterior paseante solitario (o
acompasando el paso propio al paso del amigo -o enlazando un talle dichoso de
ser enlazado-). De golpe y porrazo, en vértigo delirante de tales retornos,
tomo conciencia por primera vez de cuánto hay de ramoniano en mi vida. Pienso
en mi
mejor amigo y colaborador como escapado directamente de alguna nebulosa
ficción urdida en un torreón guardado por muñecas de cera. Pienso en Esther y
en su garbosa
querencia por el más noble y feroz hijo de Ramón. Pienso en esas canciones
(polvorientas
postales decorando cafetines bohemios) de la Romántica o de las
Vainicas (fantasías de
desván espumantes de frufrú y chantilly) o de los Ia i Batiste (gorjeos surreales a caballo
entre lo swinging y l’Ampurdá). Pienso en los tebeos que
la chacha Carmen me compraba en el mercado de Olavide. Pienso en la casa de
Viriato donde abrí los ojos a mi primer atisbo de memoria y con la que,
huérfano de ella desde el 94, sueño tan a menudo en su calidad de encrucijada
laberíntica, entreverada de tantas otras casas y sus calles y entornos (la
fungosa y umbría de Zurbano con su hálito ominoso de grand guignol –y,
pese a todo, añoro ahí ciertos instantes de mórbida luminosidad, como aquellas
primeras lecturas de Jardiel, con la familia Briones tan cercana en sus
peculiaridades, psicosis y neurastenias a mi madre y mi abuelo- que se hace una
y la misma con la de Lovecraft –quien dice Lovecraft, dice Bates-, o las residencias
marbellíes de mi tía Carmela –el inmenso caserón de Santo Cristo, el randiano
bungalow de Río Verde- reencarnadas ferazmente en la abigarrada atalaya del sr
Pinzolas en La Herradura,
o el estudio de Carmen Santonja en Alfonso XIII –mucho más grande cuando empecé
a soñarlo y recomponerlo hasta la identificación turulata y apoteósica con el
ático gemelar de PARPADOS-,
o casas más recientes por la costa levantina que en su día me acogieron como
acontecimiento feliz –luego, roto el encanto, el acontecimiento se encogería
hasta reducirse a puro lastre fuera de lugar-, o también esa morada blanca y
divinamente bohemia en el barrio de las embajadas que por un año y medio
permitió a Charlie reposar de su karma errabundo –y en cuyo salón concebimos
junto a Clara, tarde a tarde y tacita a tacita de té, ese disco que nunca acaba de
salir-). Pienso en mi devoción por lo más atípico del Eterno
Femenino (hechuras
sui generis -y ya no digamos querencias-)
en su calidad poesca de puerta a Todos los
Misterios. Pienso en Gonzalo Suárez y en ese EPILOGO donde acopió sus
ficciones más indefectiblemente ramonianas, donde las greguerías y los
instantes inmortales campan y florecen, más grandes que la vida (uno acaba esa
película como acaba un libro de Ramón, reencontrándose con un mundo más pequeño
y más mate y más matao). Pienso en mis lazos con lo
anómalo, con lo mutante,
con lo insólito, de lo
que sólo me separa mi grima por los payasos y por el venenoso y falaz
ternurismo chaplinesco (traición a la auténtica Otredad esquizoológica de Pamplinas y de Hulot). Pienso en cuánto
ha marcado la factura gregueriana e incongruente de
Ramón no pocos de mis escritos (tal vez, aparte algunos momentos especialmente
anómalos –y, por ello, menos asequibles a la caducidad- en prensa y radio,
sean las novelas MARY
ANN y FE JONES los casos más evidentes). Nunca he hecho bandera de
ramonismo y, sin embargo, bajo otras devociones (tanto formales como de visión
del mundo) más ostentóreamente oreadas, lo mismo
es lo ramoniano la argamasa prodigiosa
que, de modo subconsciente y sumergido, da pleno sentido a mis
¿contradicciones?
PD
// Cuanto más iba leyendo EL NOVELISTA más me escandalizaba la vocación multitraidora
(de traidor multitarea –por traidor a sí mismo, a todos sus sí mismos-) de Juan
Manuel de Prada. Le falta a Prada, como a buen postmoderno, la honestidad
felona de César
González Ruano (otro hijo notable de Ramón) para ser ángel y demonio a un
tiempo desde la altivez desclasada del hipocondríaco de alma y de cuerpo, siempre seguro
de sus inseguridades, sin caer jamás en el membrillismo poltrón que acaba
por volver mediocres y cobardonas hasta las más lucidas e intempestivas
páginas.
“Hay que decir todas las frases, hay que fantasear
todas las fantasías, hay que apuntar todas las realidades, hay que cruzar
cuantas veces se pueda la carta del vano mundo, el mundo que morirá de un
apagón.” (palabras finales de
EL NOVELISTA)