«Las chicas buenas van al cielo, las malas a todas partes» (graffiti visto en el pasillo de una Facultad)


 

«Por Halloween Wolverina decidió disfrazarse de humana.»

(basado en un haiku de Tim Burton)


 
 

«La inocencia del sabio y la inocencia del animal acallaron su conciencia.»

 (Gustav Meyrink)


 
 
 

I

 

El bolígrafo entre los dientes. Los ojos se arrojaron hace ya un rato por la ventana hasta el vecino seto, en cuya maleza encharcada descubriste poco antes de Pascua una planta entomófaga. Escribes en el aire poemas de tres, cuatro versos que nunca yacerán en un papel, en consonancia con la reciente lectura de esa novela, algunas de cuyas frases -caso de «Todos sabemos que el mundo está vacío y que lo importante, lo único, es tratar de mantener el orden en dicha vacuidad» o también «Un puñado de ciegos nos dice lo que tenemos que hacer, y hace trizas nuestras ilimitadas facultades»- han hecho piercing en lo más hondo de tu ánimo.

La profesora habla y habla a parsecs de distancia. En tanto, qué delicia embriagarse con el propio aliento -miel y cacao, pasas y leche, fresas, y las brisas lacustres y almizcladas de un sexo a medio desperezar-, tan atrayente como el aroma que la planta tragona despide para embolicar a las moscardas. Tus mullidas cejas, tu melena tupida se funden con la mechada madera del pupitre. Los haikai continúan brillando desde el fondo de tu mente hasta difuminarse sobre la línea del crepúsculo. Distancia, soledad, soberanía constituyen la materia de su acritud.

Te humedeces, sólo por un instante, los labios manchados de azul. El bolígrafo golpea leve el libro abierto. La profesora escribe algo en el encerado -tus ojos regresan del seto y se topan con su reflejo en el cristal de la ventana: piedras de obsidiana, pequeñas, de malicioso brillo, inscritas en un rostro ancho, anguloso sin llegar a la dureza-.

Presúmete deseada por todas las edades, por todos los sexos. No porque el físico encaje en ningún aburrido canon de belleza sino por la agudeza transgresora de tu imaginación. Por esa aura reptiliana de aguafiestas en el Paraíso. Precoz, procaz, niña, virgen: ¿sinónimos, antónimos?

No obstante, muéstrate inaccesible a esa sospecha de deseo en los prójimos: la marea de tus más íntimos humores atiende a la presencia de otra luna.

-...esta jovencita que no se entera de nada... Eeeh, sí, tú.

Despertando de la iluminación. La profesora -¿temerosa, celosa de tu inteligencia no troquelable? - procura ridiculizar cualquier atisbo mutante. Los otros alumnos corean en silencio la reprimenda. El aula hierve de despecho ante tu innata hosquedad de gran mustélido -no por casualidad te ganaste el apodo de «wolverina» aunque no gastes garras de adamantium- con los ojos puestos sobre un manjar lejano todavía -¿en tiempo, en espacio?-.

-Belén Mazas, «la única profe que no necesita apodo, porque ya lo lleva incorporado como apellido»: acabo de leerlo en la puerta de uno de los retretes... 

-Pasando...

La gracieta reduce a Belén a un tópico estrogenado y machorro, con voz de Otelo en Harlem y problemas de hirsutismo. Tú, sin embargo, la calaste más allá del chiste y de la muralla fibrosa. Supiste desde el principio que, detrás de tan espartano panorama, se acuna la más pura, la más grácil expresión de femineidad que pisa el colegio: una femineidad herida, desgarrada, violentada, superviviente -pequeñas marcas de quemaduras, cortes, algún mordisco que ni el tiempo ni los rayos UVA logran enterrar-. Una femineidad que recorres morosamente con los dedos de tus labios, apoyadas ambas contra el plinto en un rincón del gimnasio. 

Sólo tú tradujiste con meridiana claridad el tremendo empellón contra las espalderas que le dio Belén al saco de arena cuando la torpona albondiguilla de Toñina apareció por enésima vez con más hematomas de los admitidos por la ley de la gravedad. Sólo tú te explicaste los ojos brillantes como charcos y el temblor del párpado izquierdo y los mamporros al espejo de las duchas cuando acabó la clase. Sólo tú sabías que el gimnasio entero era para Belén, en esos momentos, un padre, un hermano -¿los suyos, los de Toñina?- a quienes machacar.

-Dejé de meterme química al poco de conocerte. Ya no quiero ser un armario de tres cuerpos -pero ¿lo quise alguna vez en serio?-. Me rompió tanto los esquemas tu manera de verme... 

-...

Belén te atrae por su fragilidad, tan precariamente disimulada -todavía te da la risa cuando evocas la cara que puso al espetarle: «No importa lo que hagas, no importa lo que digas, no importa lo que te metas: en una relación de pareja tú siempre serás la dama»-. En realidad, arrojadas al retrete las lentes sucias del tópico no se la ve tan mazacota como dicen; ni mucho menos hirsuta -el vello de brazos y mejillas, suave como plumón y, pese a su negrura, apenas destaca contra el ocre UVA de la piel-. La asocias con la Sandahl Bergman de «Conan el bárbaro»: perfil rapaz, ojos enormes y oscuros en constante alerta, silueta de bailarina no deformada del todo por la musculación ni tampoco demasiado alta. Luce un peinado absurdo para una atleta: una espiral amarillo limón recogida al estilo de la estomagante Doris Day -esas barrocas caracolas de pelo que tan caliente ponían al tío Alfred-. Y huele como nunca lo hará un hombre -al menos, como nunca lo harán los hombres que te disgustan-. En el carnaval pituitario que es siempre un gimnasio de colegio, Belén brilla como la carroza real del perfume.

La casualidad había de uniros la mañana en que, sin querer, te escuchó defenderla con poético brío durante el consabido juego floral de «buscarle clónicos a la Mazas» -«No sé, chicos: pero ni el Bronson de "Justicia en las calles" ni el Norris de "Cara de acémila" ni siquiera, pese a compartir el mismo tono de pelo, William Smith en "Más oscuro que el ámbar"... Yo pensaría mejor en la Audrey Hepburn de "Sola en la oscuridad"»-. 

-¿Cómo pudiste calarme así?

-Elemental... Yo a ti, sin embargo, no te decía nada.

-¿Qué quieres?... No te gustaba la gimnasia. Siempre que podías me endilgabas la dispensa médica. Te limitabas a mirar como guaseándote de todo, con esa sonrisa truhanesca y facinerosa -ahí sentada, en ese banco, con los álbumes de «Modesty Blaise» que hojeabas cuando te cansabas de mirar-...

 

En aspa sobre la cama, recorres las paredes de tu cuarto. La brujita Siouxie, desde el compact, invoca alive a nuestra madre Eva -incluida su cara oscura-. Rodeando el equipo de música cuelgan imágenes presuntamente inconexas: la silueta de Brando semioculto en el corazón de las tinieblas camboyanas; la sonrisa alcohólica y barbuda de Morrison apiñado entre motoristas; la ironía glacial de Eastwood en «Infierno de cobardes»; y, superpuesto, en un fotograma recortado como un camafeo, el busto descubierto de la chica alegre Judy Zephir rasgando el humo del saloon y ofreciendo el esbelto cuello a la sed jamás ahíta de una platinada Barbara Steele híbrido inefable entre ominosa madame -Jo Van Fleet, Barbara Stanwyck- y vampírica Ligeia recalentada al grill de la lubricidad kistch de Corman -los pastiches spaguettianos de Vince Gelly devanan siempre una tupida y excelente madeja de guiños e influencias-; a lo que añadir la instantánea de una teenager moscovita de cresta carmesí que, con el Kremlin al fondo, mira a la cámara como las panteras en los zoos mientras muestra los badges -el iroqués justiciero de «Taxi Driver» y Juliette Lewis castigando a un personal pre/post/apocalíptico en «Días extraños»- prendidos a sus pezones -el texto que acompaña la foto explica su costumbre de clavar cascos rotos de coke en los genitales de sus clientes, hábito que la llevó a acabar eventrada y colgada de una farola, es de suponer que a manos de algún proxeneta descontento-...

-Un 17 de abril las campiñas cayeron sobre las ciudades. Los niños, desde la jungla, gritamos «puta» a la madre urbanita, frívola, irresponsable, que se había creído Marilyn entre los usacos de ocupación. El Líder sin Rostro nos animaba desde el corazón de las tinieblas. Desde el Alamut húmedo, feraz y oscuro de Angkor-Vat: desde la Esparta tropical donde los niños nos hacemos correosos como las serpientes.

Bebes las palabras de Belén con expresión entre asombrada y devota. Nunca te acostumbrarás a su singular currículum: con su doctorado en Filosofía -en un cajón del garage desde que, llegada la hora de ganarse los curruscos, sólo pudo encontrar una plaza como monitora de educación física en el colegio del cual su amor de entonces era directora: ocho años han pasado...- y con su estereoscópica avidez de herejías intelectuales, resulta tu mejor estímulo a la hora de plasmar sobre el papel esos foscos planetas que bullen por tu cabeza.

-El Flautista exterminó a las ratas y los niños le seguimos. Nadie pudo conjurarlo, parodiarlo, ridiculizarlo: porque nuestro Líder no tenía rostro. O, mejor, tenía mil rostros: en esa única foto de un oriental sonriente, anodino -rostro de turista, de estudiante, de profesor, de inmigrante entre millones de monos amarillos-. El Rostro ignoto de Dios: del Dios vengador que, periódicamente, gusta de anegar ciudades enteras con aguas salobres.

La tibieza del apartamento de Belén, placenta de paredes albaricoque y lujuriante frondosidad de trepadoras -entre las que juguetea al escondite la cotorrita esmeralda y a las que ha de añadirse la flor tragona que, antes de ser purgada por el jardinero del colegio, rescataste como regalo para quien mejor la sabría apreciar-, con el rubor del crepúsculo parece adecuarse a su discurso.

-Nuestra Revolución llevó a un punto extremo las contradicciones de pasadas insurgencias. La ideología se convirtió en mitología, la razón en instinto, el materialismo dialéctico en muda e inexorable espiritualidad -sólo inteligible desde la jungla-. Las construcciones de acero y cristal de Occidente se cubrieron de lianas y epifitas hasta disolverse bajo densas nubes del monzón.

Más Sandahl Bergman que nunca, una Belén atomatada por los últimos rayos que los bloques de enfrente escamotean se ovilla contra el puff y, en tanto lee de memoria, mira más allá de ti, más allá de lo que hay tras de ti, quizás recreando las incómodas obsesiones que vertió en la tesis de su doctorado -obsesiones que, precisamente, motivaron el presente texto, publicado en cierta revista hoy desaparecida por su extrema incorrección-, quizás conjurando las palabras de aquel atocinado catedrático -desde su primer choque dialéctico, provocado por la opinión insultante que le merecían «las maniáticas de la musculación» y la contundente alusión a «los obesos de cuerpo y espíritu» recibida como réplica, le había expresado una especial inquina, como demostró el mote «Mazinger la Walkyria» con que solía dirigirse a ella en las horas de clase- tras leer su trabajo -«Hay una brillantez grotesca en el planteamiento: con toda esa basura supervivencialista tan impecablemente razonada... Me temo, querida, que los estrógenos se le han subido a la cabeza: le concedo que tal vez el futuro pintado por bodrios como "Mad Max" o "Waterworld" nos acabe llegando. Por suerte, yo no lo veré pero ¿de veras cree que hoy por hoy la vida en una urbe desarrollada es como chapotear por el río Mekong?»-, quizás repasando una a una las mataduras que constituyen sobre su piel la cartografía de su Mekong particular -un Mekong llamado infancia-.

-Hoy somos el Mal Absoluto. Hasta Hitler encoge a nuestro lado. Los niños de la jungla, lanzados a las ciudades por el Líder sin Rostro, solamente podemos habitar en las memorias bienpensantes como criaturas de una maldad onírica, pura magia negra, preternatural, lovecraftiana. Los niños de la jungla, con su pistola, su pala, su bolsa de plástico, sonrientes junto a pilas de cráneos: las buenas gentes ululan su escándalo. Los niños como nosotros, oliváceos, de ojos rasgados, indios orientales u occidentales, no deben comportarse así: deben, por el contrario, cumplir su rol de víctimas para justificar la existencia del humanitarismo occidental y de los documentalistas de tv. Deben ser porculizados por los turistas en Bangkok, o abiertos en canal por los traficantes de órganos en Medellín, o reptar suplicantes por las cloacas mendigando de vez en cuando un mendrugo. Es obsceno que los niños sonrían junto a pilas de cráneos. No hay obscenidad mayor -¿no la hay?-.

Belén llora con el rostro apretado y los ojos casi a punto de flotar por la habitación como pequeños sputniks: no, señor catedrático, no hace falta vivir en latitudes exóticas para cumplir el rol sacrificial que exigen las buenas conciencias amigas de la bondad y recelosas de la justicia. Porque la justicia -sin simulacros, sin paripés, sin consensos- es siempre filosa, dura, sin airbag, como una cuchilla que cae de lo alto.

-Nuestra Revolución hizo de la necesidad virtud -con un impulso primitivo, atávico, casi prehistórico-. Si un día llega el Armageddon, nosotros ya habremos sentado precedente de supervivencia. Más allá de morales acomodaticias propias de la opulencia -pletóricas de derechos y alérgicas a todo sacrificio-, más allá de brillantes teorías aprendidas en asépticas universidades -aquí no se lee mucho: todo se disuelve con la humedad-.

La cotorrita se te ha subido al hombro y juguetea con tu oreja. La fragancia de las trepadoras amenaza difuminar la realidad urbana del cuarto. Belén te mira con una dulzura y una fuerza y una complicidad tal que, de pronto, entiendes -en las tripas, que es donde mejor se entienden las cosas- con toda su enjundia aquello del «grupo en fusión» que decía Sartre. 

-Somos un exceso. Por supuesto: las situaciones límite siempre alumbran excesos. No hay pensamiento débil en el corazón de las tinieblas. Las lianas, las epifitas, las cadavéricas orquídeas cubren las salas de debates. La soberbia de un Niemeyer se oxida monzón a monzón. No somos buenos. Somos los enemigos del pueblo. Tras nosotros, la Revolución convencional, la de quienes reducen la realidad a la medida de sus compases, queda muerta en su último exceso. Con el compás roto. 

El glotón, apenas dejando de ser cachorro, mira desde el fondo de su jaula a la pareja de mujeres que le sonríen a través de los barrotes. Detrás, otras figuras verticales deambulan lentamente. Algunas otean y gritan y arrojan mendrugos y chucherías al foso de los osos polares, justo enfrente.

El glotón fulmina a las figuras verticales con su mirada enmascarada y les muestra los colmillos en un rictus de integridad. Su instinto ya no caza para sobrevivir: le echan con un gancho largo trozos de carne muerta y su apetito come por él. El amago de una mueca feroz se refleja congelado en las cabecitas que cuelgan de algunas gordas hembras verticales: cabecitas de visones y armiños -sus primos menores- que ya no rapiñan roedores por la montaña, que se limitan a rodear con su pellejo los inexistentes cuellos de las gordas...

El glotón gruñe lastimeramente en un tris de melancolía. Unicamente el olor de la pareja de mujeres, distinto a los demás efluvios verticales por su ausencia de miedo, calma su terrible frustración. La más joven, casi una niña, se agazapa muy pegada a los barrotes y llama quedamente al preso, que se acerca feliz y moja el travieso rostro con sus lametones. 

El cuidador la reprende. Entre hosco y paternal: es peligroso arrimarse tanto a un bicho así, aunque sea tan joven. El también tiene una hija y no le gustaría verla tan cerca de... 

-Conocemos a su hija -¿una chica gordita, algo torpe, a juzgar por los cardenales?-...

La mirada de la mujer le aprieta la entrepierna como un guantelete de hierro -esa mirada no depara fútiles querellas por malos tratos ni interminables procesos en los que el juez siempre tenderá a justificar al padre ni tampoco inoperantes y bizarras denuncias en un talk show: hay algo más drástico en esa mirada...-. De improviso, esos ojos han conseguido nublar la habitualmente jovial rutina del zoo -¿y la gente, qué se ha hecho de la gente?-. El cuidador jadea y gruñe de temor y de rabia frente a una amenaza que no puede concretar pero que sabe real. La muchacha y el glotón también lo miran de reojo y parecen cuchichear entre sí. Como si se rieran.

-¿Estás sorda? Te he dicho que no te acerq...

El cuidador, fuera de sus casillas, empuja bruscamente a la muchacha con un brazo mientras intenta aporrear con el otro en el hocico al glotón. Este, retirándose un segundo, se dispone a encontrarse con un buen bocado palpitante en la crispada extremidad que atraviesa a duras penas las rejas. El hedor a estúpida confianza del torturador de cachorros se transforma en estimulante fragancia a miedo cuando las poderosísimas mandíbulas se hunden en la textura mantecosa, seccionan los tejidos, la tibia sangre remojando la vianda, y un chillido de rata hipertrófica -nada digno en un hombre tan hosco y paternal- se eleva sin eco hasta el cielo nublado.

El glotón da cuenta del inesperado manjar y las dos mujeres arrastran el cuerpo inconsciente lejos de la jaula. La más fuerte precipita el fardo al foso de los osos polares, que no tardarán en congratularse también con la imprevista variación de su dieta...

Cuando vuelven al lado del glotón, éste arranca los últimos jirones de carne y va apilando los huesos contra los barrotes. Su mirada enmascarada observa a sus amigas frotar con arena los restos de sangre y recoger los huesos, que arrojarán un instante después al foso de enfrente, donde los osos están disfrutando de una magnífica cuchipanda.