1

 

«Lo que llamo Bronwyn, en poesía, es el centro del “lugar” que, dentro de la muerte se prepara para resucitar; es lo que renace eternamente.» (JUAN EDUARDO CIRLOT)

 

Por volcados que nos podamos hallar en nuestras realidades de pareja, no se pueden poner puertas a la imaginación y (con excepciones rayanas en la sublimidad –si de de veras existen y no son mero fruto de la hipocresía-) todos tenemos unos puntos de fuga, fiel reflejo de nuestro más íntimo ser, donde ideales, conatos, amagos e insatisfacciones tintan y hacen titilar el latido de nuestro ensueño.

En estos puntos de fuga, por lo general (según he podido comprobar a través de conversaciones, lecturas, visionado de películas, coloquios y basura televisiva –incluyo la publicidad-), lo que abunda son las fantasías de dominación y manipulación: el esclavo nubio (en ocasiones, rubio) de llamativos músculos y enhiesta verga, de natural manso pero briosamente eficientísimo en las tareas horizontales que se le encomiendan; la venus neumática de recauchutada figura, a caballo entre la muñeca hinchable y el balón de voleiplaya, siempre dispuesta tanto para el rebote como para la penetración; la galga de cincelada fragilidad, según el troquel impuesto por las pasarelas y la obsesión por la línea, de contornos delicados pero una fiera en la cama; la nínfula prepúber, alumna sumisa (al helénico modo) al tiempo que caprichosa e implacable dominatrix, como exige el guión nabokoviano; el sujeto peludo de esféricas formas, con trazas de Bob Hoskins y alma de presentador de “AQUI HAY TOMATE”, rico en hedores y halitoxis (tesoros para la pituitaria sumamente apreciados en Chuecatown); el chaperito barriobajero, violado una y otra vez con su consentimiento (esto es, doblemente violado) por imperativos laborales, cuya virilidad (humillada ante las exigencias del cliente) ruge sorda en su más profundo fondo pidiendo venganza (identitaria y de clase –siempre vigente la frase de Eduardo Haro Ibars: “el deber de clase de todo chapero es matar a su cliente”-) y añadiendo así un factor de riesgo a la situación...

Lo tengo claro: la tira de anómalo debo de ser porque en mis puntos de fuga jamás ha existido ni dominación ni manipulación, sino ansias de comprensión y camaradería (los impulsos de adoración y autodesprecio, ya felizmente superados, datan de cuando mi autoestima no andaba muy allá y me sentía ante la criatura deseada como el kippelizado J.F. Sebastian frente a los replicantes), aquello que decía Tom Hanks en «INSOMNIO EN SEATTLE» a propósito del recuerdo sublimado de su esposa muerta («era como estar en casa, pero una casa en la que nunca había estado antes»). Desde siempre he sido consciente (no sólo racionalizando sino visceralizando, desde las tripas) de cómo la verdadera Carne (si jugamos en el tablero de lo humano, claro –no hablo de relaciones puramente zoófilas, más allá de las veleidades zoomórficas que algunos podamos tener al pensar en una presencia femenina-) en principio fue Verbo. Antes de las caricias, de los morreos o del metesaca está la conversación. El goce con las palabras del otro, sin restricciones, sin condiciones, sin reticencias, sin sobrellevarlas como algo eventualmente molesto (molesto por ajeno, porque no nos atañe en nuestro tuétano, porque ya está el otro con sus cosas). La adicción a escucharme en boca cercana (no como un espejo solipsista –los bucles me aburren-, sino descubriendo, más allá de la explicitación de la afinidad, intuiciones que me resulten formalmente nuevas pero esencialmente propias –porque tú eres mi mejor yo y me completas, y yo también te completo a ti: la frase del poeta Shelley y lo dicho por el viudo Hanks son elementos de una misma ecuación-). Confesión un tanto amielesca: no recuerdo acto sexual que haya superado como experiencia placentera a ciertas charlas con presencias deseables a quienes sentí (por un momento, o durante un tiempo) profunda, gozosamente afines. Tal vez por ello el físico de alguien se halle condicionado, para mi gusto, por su voz, y esta, a su vez, por las palabras que pronuncie (también puede ocurrir que una voz sin físico visible me resulte tremendamente sexy, caso de la mítica Jone Miren del programa de Arguiñano; o que palabras en un escrito de alguien cuyo físico y voz desconozco me provoquen una gran excitación –desde luego, mucha más que la causada por una imagen al primer vistazo-).

Mi ideal, mis conatos, mis amagos e insatisfacciones carecen, por tanto, de músculos, de silicona, de cincelada esbeltez, de velluda esfericidad, de hosca agresividad adolescente... No obstante, aparte de palabras y de voces, existen unas imágenes recurrentes, con algo de canónicas, que se han ido incorporando a mi memoria sentimental: así, las gafas graduadas (fetichismo que se me despierta a partir de los últimos 90 con el descubrimiento de Simone Weil –figura por la cual siento tanta simpatía intelectual como atracción física-, pero que tal vez ya se encontrase latente en la imagen a medio sexuar de cierto compañero de clase de los primeros 70, imagen que me empezó a rondar en sueños tanto diurnos como nocturnos desde finales de los 80, y todavía más en la nebulosa presencia de la señorita Ana María, mi profesora del parvulario, presencia angélica que compensaba aquellos traumáticos primeros meses de convivencia con mi desaforada madre); así, el contraste entre un cabello oscuro y una piel muy pálida (que me atrae tan intensamente como me suele dejar indiferente su contrario, pelo rubio y piel bronceada -aunque, a partir del descubrimiento de Anne Heche, las rubias, eso sí, de piel muy blanca, también me han empezado a llamar la atención y a no parecerme anodinas-); o siempre me fijaré más en una nariz prominente, no importa si aguileña o respingona, que en una menuda (salvo si hablamos de rostros extremoorientales –o de rostros caucásicos que me los recuerden-, donde la nariz pequeñita puede adquirir a mis ojos un acusado sex appeal –pero, ya digo, siempre asociada, de manera directa o alusiva, a la raza amarilla-); empatizo con un labio inferior y barbilla más bien esquivos (lo que yo llamo perfil vulpino, cuyo ejemplo más paradigmático sería Rosanna Arquette) tanto como me desagradan las caras de cuchara (a lo Meryl Streep); y mi idea de figura perfecta son unas carnes escasas a primera vista pero con su punto de morbidez si se examinan de cerca...: todo ello no necesariamente como un requisito formal (acabo de señalar la prioridad de la voz y las palabras sobre toda fijación con determinado físico) sino como una metáfora de su alma, de su idiosincrasia (esa voz, esas palabras, pueden conformar dicha metáfora ante mis ojos no importa cuál sea el aspecto concreto de la mujer). Una metáfora que me acompaña desde mi más tierna infancia, metáfora y ecuación a partir del descubrimiento quasi simultáneo de Ligeia, Palas Atenea y Emma Peel, amén de Audrey Hepburn.   

Ligeia es la esencia perenne de la Conversación, de la Mujer Ilustrada (inmanencia de palabras que se resuelve en sucesivas contingencias de físico y de imagen; toda inmanencia es vampírica y por ello me atrae, porque su voluntad de permanecer derrota al cambio insustancial). Ilustrada en su más noble sentido: Gnóstica (Esotérica -tenebrosamente Sóphica, soterrada compañera de Adán y de Cristo-). Culpable de transgresión, de herejía, de terrorismo intelectual, de crímenes de opinión contra la humanidad. Antípoda de la ilustración burguesa domesticada y lobotomizadora que nos venden en su simulacro de independencia las mercenarias gárgolas que escriben en EPS, ganan premios previamente tongados y pontifican en los programas culturales de la 2. Antimateria de las sabidillas de Moliere, de las petites libertines, quienes malviven las palabras como un bien de consumo biodegradable. Pero también ajena a quienes, usando palabras en abundancia, no son conscientes del tesoro que manejan y las sufren como una rutinaria herramienta de trabajo de la cual desearían evadirse a la primera de cambio. Tal vez sea esta frase del cuento de Poe la que mejor defina mi apetito de Ligeia: «La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia». 

Emma Peel es la Conversación hecha Acción, la Pluma vuelta Pistola, la Meditación transmutada en Katana, de ahí sus intercambios de palabras con John Steed tan mínimos, tan aforísticos, por estar ya de vuelta de tantas verbalizaciones (finalmente adivinadas en mutua telepatía): frente a la sublimidad divina (la señora Peel es Palas Atenea con estética op-art), llena de Inteligencia (con I mayúscula), de LOS VENGADORES el destino me regalaría muchos años después el titanismo juvenil de «NATURAL BORN KILLERS», donde la locuacidad imparable de los comienzos se va raleando en provecho de la acción, de la fusión sartriana provocada por los ataques de los otros, de los enemigos, de los que conforman la pareja como lo más intenso que puede ser una pareja, UN COMPLOT DE DOS CONTRA EL MUNDO.

Es singular paradoja el contraste entre la científica Emma Peel y la iletrada Mallory Knox. Falso contraste: Mallory (como yo de manera semiconsciente señalaba en “LA CANCION DEL AMOR” antes incluso de conocer el argumento de Tarantino) será instruida por Emma en saberes oscuros. Su incultura ávida de conocimientos se acoplará con la Inteligencia a mayor gloria de la subversión anarca (desde la Administración pero contra ésta, porque el mundo conformado por LOS VENGADORES es más grande que lo  usualmente llamado vida y supone lo contrario de los adiestradores postmodernos de Nikita, mezquinos celadores del Ultimo Hombre).

En cuanto a la diosa del búho, la descubrí en mis primeras lecturas mitológicas y, tras un primer interés por la amazona Artemisa y su carcaj (¿quizás trasunto mítico de aquella chicarrona del parvulario que me tomó bajo su protección contra las asechanzas del matón de la clase?) y un claro rechazo por Afrodita (a quien siempre he visto como una mezcla de la Jezabel bíblica –que sólo me producía un cierto tilín normaniano al contemplarla defenestrada y devorada por los perros, tal cual aparecía en la ilustración del tocho de Historia Sagrada- y de la jovencita fácil pero no muy inteligente –a lo Sofía Mazagatos- que siempre he visto como uno de los mayores símbolos del tedio), fue Palas Atenea quien me regaló el perfecto equilibrio entre Pensamiento y Acción, la santa patrona de la señora Peel, de Modesty Blaise y de todas las agentes femeninas de Inteligencia (lógico de quien nació de la cabeza del dios de dioses), con gafas en el alma (como las representaciones más clásicas de su mascota estigia), con muchos libros en las alforjas de la memoria y un arma al cinto. A la diosa Palas, cuando ensoñaba su encarnación, sólo se me ocurrió encajarle el rostro de otra diosa: el de Greta Garbo, anguloso, de mirada gloriosamente miope, de expresión subversiva por lo ausente, por lo ajena a las miserias de un mundo abyecto que a algunos nos resbala. Esta apoteosis ya la expresé en el poema que cerraba mi libro “MARY ANN”.

Con el tiempo la citada tríada me llevaría a buscar su aura en diversos personajes de ficción así como en figuras que la actualidad me deparaba. Actrices: aparte de la Divina, está Claire Bloom (el troquel lo marcó, en su caso, la bibliotecaria de «EL ESPIA QUE SURGIO DEL FRIO»), o Deborah Kerr (monja/institutriz de circunspecta apariencia pero magmática en su interior, como bien sabía el astuto John Huston cuando la llamó para la secuencia orgiástica de «CASINO ROYALE»), o Sean Young (para mí siempre la replicante de «BLADE RUNNER» -más grande que la vida, más carismática que las hembras humanas- y también, fuera de la ficción, la Furia que intentó matar a la esposa de su amante con vudú -¿se puede pedir algo más ligeiano?-), o Joanne Whalley (esa versión corregida y mejorada de Barbara Steele –esta última demasiado kistch para mi gusto, con algo en sus facciones que no puedo dejar de asociar a Mr. Bean-), o Madeleine Stowe (tan ortodoxamente poesca –si nos atenemos a la descripción dada por el autor en el cuento de marras-), o Anne Heche (la rubia más anómala que se me ocurre), o toda la avalancha finisecular de jóvenes raritas, como Christina Ricci (Wednesday Addams -su sombra siempre la acompañará ante mis ojos-), Thora Birch («GHOST WORLD», «AMERICAN BEAUTY»), Wynona Ryder (sus caricaturas neogóticas en «BITELCHUS» y «ESCUELA DE JOVENES ASESINOS» y, obviamente, haber sido objeto de deseo draculino en la revisión de Coppola), Heather Matarazzo (apetitosa Wienerdog en «WELCOME TO THE DOLLHOUSE») y la mejor de todas, Juliette Lewis (arquetipo de –ya lo señalé- la iletrada aprendiz de Ligeia –ese toque mansoniano tanto en su expresión como en su concepto de personajes- y musa de lo anómalo con tantas joyas en su haber -«NBK», «KALIFORNIA», «STRANGE DAYS», «EL CABO DEL MIEDO»...-). Personajes de ficción literaria: la chaceliana Leticia Valle (la única Lolita que realmente podría interesarme –casi todas las jóvenes raritas antes mentadas ¿no son en el fondo sino variaciones norteamericanas del lado más oscuro de la muchachita de Valladolid?-), la chica/mandrágora de «LA MANSION DE LAS ROSAS» (de Thomas Burnett Swannsugerentísimo cruce céltico entre el carcaj de Artemisa y el búho de Palas-), la Nadine Cross de «LA DANZA DE LA MUERTE» (de Stephen King –siempre la deseé encarnada por Claire Bloom hasta que volví a soñarla con las trazas de Madeleine Stowe: no logro recordar quién hizo de ella en aquella mediocre y pacata adaptación televisiva-), la Budur Peri del «HELIOPOLIS» jungeriano, la Bronwyn cirlotiana (con el físico ya incorporado de la joven Rosemary Forsyth) o esas figuras cátaras (entre ficticias y reales) como Clemencia Isaura o Esclarmonde de Foix, así como las criaturas descritas en el cuento de Woody Allen «LA PUTA DE MENSA» (con las que soñé tórridamente más de una vez y que se me antojan la única manera concebible por mi parte de disfrutar la prostitución –dado el ambiente policíaco del cuento, también las relaciono, como supongo lo hizo Allen al gestar su narración, con el personaje encarnado por Dorothy Malone en «EL SUEÑO ETERNO»-) y, claro, el cómic, los iconos marvelianos de Madame Hydra y Mística (la más lograda traducción dada en viñetas al arquetipo jungeriano del Anarca), amén de aquella fascinante criatura, Yocasta (inalcanzable y deseabílisima a un tiempo, con sus carnes de titanio y su alma tierna de suave plumón –la replicante encarnada por Sean Young tiene no poco que ver en sus contradicciones con Yocasta: también recuerdo en un episodio de «MAS ALLA DEL LIMITE» la romántica historia de un ginoide electrodoméstico que acaba enamorándose de su propietario e intenta asesinar a la amante de éste, con una sospechosa coincidencia en esta mezcla de circunstancias con las ficciones y realidades de Sean Young-), y Modesty Blaise (en el primer nº de EL CORAZON DEL BOSQUE hablo largo y tendido de lo muy intensamente –intensidad poesca- que me influyeron estos personajes). Hoy sigo series como «CSI», «PROFILER» o «MENTES CRIMINALES», entre otras razones, para poder deleitarme con nuevas criaturas (no importa a qué lado de la ley se sitúen –lo anómalo es común a perseguidos y a perseguidores, como ya dejaron claro los maniáticos CSI Gil Grissom y Ryan Wolfe o el jovencito supernerd del equipo de Jason Gideon-) que satisfagan mi apetito de Sophie Black, de Mujer Ilustrada (por ahora, sólo un hallazgo redondo: la bebedora de deportistas reducidos a batido proteínico que interpretó la desasosegadora Alicia Coppola en un episodio primerizo de «CSI LAS VEGAS»). En cuanto a personajes de actualidad, mi educación sentimental va conformándose durante unos años en que buena parte de la intensidad pensante/actuante que destacaba en los media tenía rostro y formas de mujer (al punto que hasta las putas, si querían sacar algo, debían mimetizarse con las estudiantes y activistas, pues –excepción hecha de los gustos un poco anacrónicos de Berlanga y Buñuel- los encajes y corsés no molaban mucho en aquellos maravillosos años, prefiriéndose la tela vaquera y el cuero): las antinovicias de la familia Manson, la pantera Angela Davis, la walkyria roja Ulrike Meinhoff, la castradora Valerie Solanas (esa entrañable y martirizada jemer rouge del feminismo), la iluminada Eva Forest, las moiras del SLA (incluida por un momento Patty Hearst –en su único momento de lucidez y lucimiento, no como ahora, usada de juguete roto por John Waters-), las palestinas del FPLP (como aquella diosa de las arenas, Leilah Jared), la sesuda Julia Kristeva, la diablesa Magda Leticia, la provocadora Liliana Cavani (cómplice de los mejores momentos de Visconti -«MUERTE EN VENECIA», «CONFIDENCIAS», «LUDWIG»- y responsable ella misma de interesantes enigmas -«PORTERO DE NOCHE», «LA PIEL» o «EL JUEGO DE RIPLEY, la mejor adaptación a la pantalla del mutante highsmithiano-), las primeras etarras, las italianas de BR y Potere Operaio (como Mara Cagol), la posesa Patti Smith, la negra honoraria Laura Nyro, las diminutas vietnamitas con su pijama guerrillero, las feroces hormigas rojas de la Revolución Cultural...

 

 

2

 

La Mujer Ilustrada, en su cotidianeidad, mima su higiene personal con escrupulosidad japonesa y así sublima sus olores corporales a la etérea levedad de un aceite esencial. Pero detesta la cosmética como ornato profano: sólo se vale de ella en circunstancias excepcionales, cuando se maquilla como una máscara para acostarse aún más a lo sagrado. Sus criterios de make/up, en tales ocasiones, toman como referencia a Siouxsie Sioux, al carnaval veneciano y al tono purpúreo de la mutante llamada Mística cuando se muestra en su verdadero ser.

La Mujer Ilustrada, por las razones dichas, no es dada a tatuarse ni a perforar su cuerpo con piezas de metal como ornato exhibicionista. Si alguna vez se tatuase o se aplicase algún añadido metálico lo haría en algún lugar muy recóndito (la garganta o tal vez el píloro) y dentro de una ceremonia de terrible intensidad iniciática.

La Mujer Ilustrada sueña cada X tiempo lo siguiente: un caserón abandonado, propiedad de la difunta tía abuela de alguien con veleidadesb de serial killer, a la vera de una piscina que rebosa légamo, y ella revolcándose desnuda entre las hojas muertas. Pero éstas no son tales, sino pétalos de papel biblia estampados con la garbosa imagen de la reina Cristina poniendo proa a su exilio.

La Mujer Ilustrada (¿ya lo dije?) detesta lo profano: esto es, la frivolidad, la inconsecuencia, la pérdida de sentido de las cosas, el capricho, el pragmatismo como huída de Lo Absoluto... Fiel a ese criterio, abomina de las apetencias consumistas pero siempre respetará toda auténtica adicción (como nexo, contrahecho si se quiere –pero nexo, al cabo-, con la Inmanencia).

La Mujer Ilustrada no concibe otro placer que la responsabilidad.

La Mujer Ilustrada no tiene una conciencia clara de su género ni de las apetencias propias de su género. Su femineidad, ajena a toda convención y estereotipo vigente: apenas si puede reconocerse como mujer según los moldes establecidos. Una femineidad primordial, anterior a todo, con ecos y aromas a Lilith y a Eva (el primer avatar vampirizado por Lilith). Mujer y Diablo, Orden y Caos, pura Gaia que crea y destruye para sobrevivir. Le repelen los machos y sus simios de imitación, las bolleras, tanto como la femineidad vuelta rollercoaster hormonal (según el tópico tan querido por el patriarcado burgués –la mujer como perenne menor de edad o como discapacitada por el mero hecho de su condición femenina-) que hoy extreman en su odiosa caricatura las mariconas rampantes. Disfruta paladeando el lado yin de una virilidad plena (de ahí su paradójica frase: «Eastwood me atrae por su lado femenino») y las aristas más combativas de una verdadera dama (de ahí su gusto por Uma Thurman –como sujeto deseable- en «KILL BILL») pero su pansexualidad siente una especial debilidad por los seres rotundamente ambivalentes, de desarrollo físico tardío, asexuados según quienes los rodean sin entenderlos, psiques revestidas por un leve esbozo de cuerpo, pálidos cirios de apariencia humanoide que viven con un pie fuera del mundo. 

 

 

3

 

La Mujer Ilustrada, troquel que me ha permitido alumbrar logrados personajes (no pocas veces muy superiores como caracteres al entorno narrativo que los envolvía –pienso especialmente en mis primeras novelas y cuentos y reconozco el vínculo mediúmnico que me une a esas supermujeres que pueblan mis ficciones-): la juguetera Anne Murdock, la chaceliana Fe Jones (émula azul de Leticia Valle) y su antagónico presagio de amiga (Amaranta, la loba roja de aristocrática estirpe –nacida de un sueño húmedo que tuve tras leer una entrevista a la duquesa de Medina Sidonia-), la altercapacitada Mary Ann (llamarla discapacitada sería, más que un agravio, una idiotez), la bióloga Eva Segura, la bruja Eleanor Mackendrick, o algunos personajes de cuentos publicados en los primeros números de «EL CORAZON DEL BOSQUE»... También la sombra de Sophie Black planea desde diversos ángulos sobre parte de mi cancionero, caso de «MI DULCE GEISHA», «MOIRA TE ESPERA», «LA TEORIA DE LA RELATIVIDAD», «UNIDAD DE DESTINO», «LINEA DE SOMBRA» o la reciente «CON PACIENCIA».

En la realidad, como suele ocurrir, mis interpretaciones de la Mujer Ilustrada han sido mucho más deficientes. Espejismos dulcineicos en su mayor parte que se quedan en bastante poco (¡tan aldonzianamente poco!) cuando uno recupera la razón y vuelve a la realidad. En una de mis últimas canciones («EL AMOR REDUX» -publicada ya en la versión de Escarlatinas e incluida dentro del repertorio que preparo con Charlie Mysterio-) reflexiono irónicamente, en tono de poesía bufa, sobre esta superación de cuelgues que por años me condicionaron para mal. Aquí trataré de extenderme en el tema desde la memoria más analítica, con más atención al detalle.

Desecharé, por tanto, los abortos emocionales y malentendidos más grotescos (dignos todos de acabar en alguna deprimente historia solondziana y/o tominiana por su grimoso anticlímax: pienso en mis penosos conatos de aproximación -a veces, tan en estado de conato que ni fueron sospechados por la otra persona, dada mi timidez- a la Alaska anterior a KAKA –en esos meses de búsqueda total y precoz inconformismo, Olvido brillaba como un delicioso anticipo de la Thora Birch de «GHOST WORLD»-, a la inefable Yolanda Alba -gemela espiritual de Isabel Marcos, como ha dejado claro su devenir de antaño a hogaño-, a la arácnida Disgrace Morales –siempre dispuesta a considerar un insulto imperdonable el que alguien la encuentre atractiva- o a la atrabiliaria crítica musical con quien Dildo se propuso emparejarme a comienzos del 2003 en plan experimento del Dr Pretorius). Pasemos a los casos con más enjundia.

 

LAS VAINICAS

Madres ideales cuando todavía buscaba en quién volcar mi maltrecho Edipo. No estaban locas, como la mía, sólo eran excéntricas y tremendamente creativas. Pero su lado progre pudo, a mi entender, sobre su lado anómalo. El arrebato inicial fue desvaneciéndose a medida que ellas se institucionalizaban como icono postmoderno (primero, para progres –de pronto, con la cosa del desencanto y la caída de dogmas, todo el mundo que antes las había ignorado, incluso atacado, hizo guiños vainicosos, desde Aute a Víctor Manuel pasando por Sabina- y después para mariquitas –supongo que todo empezó por la querencia de Carlos Berlanga y su círculo de amistades y acabó degenerando en escenas gayrontófilas a lo «CINE DE BARRIO»: esto último conduciría a la teratológica experiencia de «CARBONO 14» que acabó llevándose a la tumba a Carmen Santonja-) y yo me adentraba en Rosa Chacel (en los libros de ésta recobré el subidón que me habían brindado las canciones de sus primeros discos). Y a ellas (me lo huelo) nunca les hizo mucha gracia que los medios me erigiesen en su cronicón oficial (¿qué tenía que ver yo, tan crecientemente incorrecto a sus ojos, con Sabina, Wyoming, Luis Mendo o esa oda al pasotismo titulada «CRONICAS MADRILEÑAS»?). De todas formas, pienso cómo, de haber entrado con mejor pie en aquel estudio de las afueras aquella tarde del 74, entre Carmen y yo podría haber florecido una amistad bizarramente hermosa, a lo «HAROLD Y MAUDE» (trama vainiqueña donde las haya –de hecho, su alter ego cinematográfico Jaime de Armiñán ha jugado en varias ocasiones con ella: ahí «EL NIDO», «NUNCA ES TARDE» o «LA HORA BRUJA»-): con Gloria no, demasiado explosiva (a lo comedia judía de Broadway, o a lo Liz Taylor en «¿QUIEN TEME A VIRGINIA WOOLF?») para llegar a un mínimo entendimiento.

Un pequeño apéndice/digresión en torno al paréntesis de hace un momento: nunca me he sentido cómodo con la femineidad entendida como griterío, bronca, turbulencia, estridencia, etc. Quizá por eso tenga ese apego por ciertos estereotipos que asocio con el silencio, con el control del carácter, con la autodisciplina (la bibliotecaria, la monja, la institutriz, la ateneísta –no la mitinera montapollos hoy resucitada en clave de farsa por las tarascas Lucía Etxebarría y/o Pilar Bardem sino la discípula orteguiana, con algo de monja laica, de vestal del saber, que usa la palabra con mimo, como un tesoro, no como una excreción diarreica ni tampoco como vajilla a estrellar en la jeta del contrario-...). La femineidad como exhibición del caos hormonal (eso que tanto gusta a los maricones porque les sirve de modelo a copiar) me repugna. Por eso me repugnan los maricones, no por la cosa homosexual (enésima vez que lo diré), sino por el modelo elegido para expresar su presunto lado femenino. Si hay maricones calladitos, monjiles, vestales, con alma de bibliotecaria o de María Zambrano, nunca los odiaré, siempre serán bienvenidos y su presencia me solazará y llenará de gozo. Pero, por desgracia, deben de contarse con los dedos de un muñón (lo mismo en Suecia...).

 

LA DIOSA BLANCA

Su altiva caída de ojos (ese toque garboso -en realidad, miope, como el original-), su enciclopédica cultura (sobre todo, en cine, narrativa y poesía), su pose de emperaora haggardiana, sus ínfulas de Isadora a punto de destripar emocionalmente a algún poeta ruso recién llegado de la estepa, su agresiva promiscuidad que parecía preludiar los vampiresos y vampiresas de Anne Rice, su atracción por los pielrojas y las situaciones límite, todo ello deslumbró durante un tiempo mi lado más célibe, aunque el tránsito desde las charlas estupendas (y -digo más- desde los escritos tremendamente seductores –nunca nadie, lo reconozco, me ha encelado de tal modo por la mera fuerza de sus palabras sobre un papel-) a la acción horizontal no me provocó éxtasis sino agujetas amén de la sospecha de que yo era tan sólo un subser anónimo (una especie de juguetito sexual para dar a su masturbación apariencia de jeu a deux) y de que había un tercero en esa cama (su propio y descomunal ego, el verdadero amante). Muchos años después, un fugaz colaborador de la saga corazonesca comentó que había conocido a una sosias de la Diosa (¿o era ella?) en su berciana tierra natal y que allí la llamaban Piris (alusión doblemente envenenada tanto a su conducta excéntrica como a su lubricidad) y la veían como un cruce entre una clochard bohemia (a lo vendedora de chistes de amor o como esas hippies maduritas de Malasaña que leen la mano entre vaharadas de pachuli) y... la Volpina de «AMARCORD». Se me cayó bastante cuando participamos en un trabajo de ayahuasca en el que, tras un conato de numerito bailongo a lo Isadora que nadie apreció (está claro que los paripés bloomburyanos que salen en las películas, con su toque happy twenties y su revoleo de velos, no encajan para nada con el cebollón quasi catatónico –la guerra de los mundos va por dentro- que se vive a partir del lingotazo de enteógeno), se ocultó amoscada en un rincón a lidiar con sus demonios. Al día siguiente, nos comunicó solemnemente al amigo Aguirre y a mí que se le había adelantado la regla, habló con mucho desprecio de la ayahuasca y aseguró que a ella no le había hecho efecto alguno (mentira podrida, dada la mala hostia que emanaba por todos sus sudorosos y desmelenados poros). No la he vuelto a ver desde aquello. De cuando en cuando releo sus escritos sobre cine (tanto en su fanzine mandragórico de los 80 como en los primeros números de la saga corazonesca) y me fastidia no haberla conocido (en todos los sentidos del verbo conocer) en el preciso momento en que los concebía (tal vez hubo un atisbo en aquella charla peripatética por la zona de Huertas repartiendo propaganda de «EL CORAZON DEL BOSQUE» cuando se puso a hablar, como poseída, de las voces de Juana de Arco: charla que hoy es el único momento grande que me queda de ella en el recuerdo de su trato directo, fuera de la relectura de sus textos). Y es que ganaba un montón cuando vivía su yo más auténtico, el de escritora (todo lo contrario que Eduardo Haro Ibars –mucho mejor compañía que escritor-, con quien por un tiempo la asocié como una suerte de gemela femenina, pese a que, en el fondo –siempre está el fondo para dejar las cosas claras-, no tuviesen nada en común –como quedó bien patente con el auténtico alter ego femenino de Eduardo, su compañera y babirusa Blanca Uría, Mujer Ilustrada hecha, ésta sí que sí, de pura y demoledora Hiperrealidad-).     

 

KIKI D’AKI

Siempre la he imaginado como una circunspecta alumna de Ortega y no me sorprendí en absoluto al saber que se ganaba la vida como bibliotecaria. Leí las «MEMORIAS DE LETICIA VALLE» al poco de conocerla e inmediatamente la asocié con la heroína chaceliana. Supongo que esta conexión la remachó todavía más Federico Jiménez Losantos (buen amigo de Kikí por entonces y devoto de Rosa Chacel), quien tuvo cierto ascendente sobre mí durante ese tiempo. El físico y la voz de Kikí se me antojaban, por otra parte, muy ligeianos y su rostro, entre vulpino y oriental, me fascinaba por acercarse muchísimo a mi canon ya descrito de la Mujer Ilustrada. Cuando ella vino a mí para que le hiciese canciones yo perdí los papeles por completo: estaba acostumbrado a los rechazos y reticencias de las chicas de la Movida y la irrupción de Kikí me sobrepasó emocionalmente. Ella quería canciones, una relación profesional, tal vez incluirme en su círculo de amigos, y yo me ofrecí, pasada la timidez inicial, como su trémulo y palpitante adorador, algo que más que halagarla le horrorizó (mi cuelgue por ella era como un meteorito arrojado sobre sus inseguridades y su drástica reacción machacó del todo por casi dos décadas mi ya bastante pulverizada autoestima). Entre los escombros, quedaron algunas de las mejores canciones que he hecho y el recuerdo agridulce de su saga/fuga. A medida que iba superando mi cuelgue por ella, me fijaba en otras que me la recordaban, como la presentadora Olga Barrio y la actriz Debra Winger (cuyo temperamento inseguro, sus gestos y expresión nerviosa y contenida a la vez, y su manía astrológica se me antojan muy de Kikí). El reencuentro de los últimos años, forzado con mal pie por Joe Borsani y en realidad bastante gratuito, ha dado otra buena canción («UNA CICATRIZ», aunque inspirada sólo en parte –ya lo dije en su momento- por Kiki) y prácticamente nada más: creo que hoy por hoy ambos nos movemos, tanto emocional como mental como musicalmente, en planetas muy distintos y dudo bastante que tales planetas vayan a converger en mucho tiempo.

 

LA GATA CLORATA

Una ¿relación? que definiría, desde la perspectiva actual, como la irónica encarnadura, en plan boomerang pesadillesco (como en los cuentos orientales, «pide tres deseos y ya verás la que te cae»), de mi letra «UNIDAD DE DESTINO». Un limbo de afinidades presuntamente intensísimas (casi telepáticas) que se frustraban en la cercanía (¿acaso cada cual tenía un tempo distinto para vivir lo nuestro –si había un lo nuestro que vivir, claro-? ¿o eran sus prejuicios adjudicándome un comportamiento estereotipado de género donde se guiaba más por sus propios fantasmas que por los datos que pudo sacar de mí? ¿no puede admitir ni por un instante que quizás se pasó de lista, que fue incapaz de asumir lo muy fou de nuestra atracción, de aquel hermoso y anómalo germen, adelantando acontecimientos que, por mi parte, lo mismo yo no tenía ningún interés en desarrollar según la pauta de sus temores?). Un entorno emocional tan sumamente ambiguo (la carencia de explicaciones, escudándose en que todo se sobreentiende, puede ser muy cómoda para una de las partes pero nefasta para la otra, sobre todo si los sobreentendidos no lo son tanto) que cada día dudo más de su consistencia, salvo por ese hijo fruto de nuestro encuentro (hijo sin carne –como nuestro encuentro-, hecho de letra y música, el cual, eso sí, parece habernos satisfecho a ambos pese a tener no poco de póstumo, pues sus primeros gateos por el mundo coinciden con el deshilachamiento irreversible de lo que pudo ser y no fue). La inicial voluntad de la gata por incluirme en su mundo (caso de ser sincera) luego se difuminó hasta esfumarse del todo entre conatos de espantá y amagos de reencuentro (aunque, a diferencia de las batallas emocionales con otras presuntas émulas de Sophie Black, con la gata –de Cheshire, dada su inaprensibilidad siempre afable- nunca ha habido auténtico mal rollo ni resentimiento ni una decepción tangible, tan sólo un dolorido pasmo –bueno, y también una punzante irritación por los daños colaterales que provocó este confuso juego en el que era difícil marcar prioridades-). De hecho, a día de hoy, salvo por ese hijo/canción (¿el pellizco que uno se da para comprobar si está soñando?) y también por ese artículo donde se refería de modo deliciosamente desmesurado a cierto libro mío (desmesura que parecía indicar, al menos, algún fuerte sentimiento por menda), me resulta difícil asegurar si entre la gata y yo hubo algo bonito mientras duró o si todo fue (por citar otra letra mía) un «espejismo puñetero y cruel».