«Me resulta imposible cosificar, ver a la gente como cachos de carne. Por ejemplo, sólo me erotiza una foto fraccionada si en ella aparece la cabeza de la persona: un torso, unos genitales, unos pechos sin la cabeza correspondiente, me dejan frío. Sin embargo, un primer plano de un rostro, sin que se vea el cuerpo, incluso presuponiendo que ese cuerpo esté en no muy buenas condiciones (pienso en la pintora María Blanchard o en Rosa Luxemburgo o en mi heroína Mary Ann, sin brazos ni piernas pero con facciones de Greta Garbo), me resulta muy, muy sexy.»  (declaraciones zurdas –ver entrevista completa aquí-)

 

En efecto. Desde siempre he considerado como lo más sexy de una persona su cabeza, no ya por contener su latido anímico y volitivo, sino por ser la parte más amena estéticamente de un cuerpo. Abstraemos la belleza de un animal en su cabeza (un águila, un lobo, un gato...) y no en un ala, una pata, un rabo o el lomo, que lo convierten en artículo de carnicería o de cirugía forense. De ahí que siempre me hayan dado repelús quienes huyen de la cabeza para priorizar en su deseo otras partes del cuerpo. Una mano, un pie, unos pechos o unas nalgas (incluso unos dientes, en el caso de aquel antihéroe de Poe) pueden ser muy sugerentes pero, para mi gusto, sin una cabeza que les dé sentido, tras el primer vistazo pierden su chispa, se marchitan. Los cuerpos sin cabeza sólo rulan eróticamente, disputas conyugales aparte (si uno se apellida Tudor), en el frenesí transitorio de un clímax revolucionario (los guillotinamientos de la Revolución Francesa –aquellas anécdotas de cómo las turbas descuartizaban los blancos cuerpos decapitados de aristócratas que recrea Baroja en algún pasaje de su magnífica saga de Aviraneta- y su recreación batailliana en el amago de conjura terrorista de L’ACEPHALE –el único momento en que Bataille entendió verdaderamente a Gilles de Rais y, por tanto, en que pudo haber sido digno de emparejarse con Simone Weil para consumar la coyunda alquímica que habría elevado en varios grados la temperatura moral de Occidente: por desgracia, no estuvo a la altura de ella y prefirió mantenerse en la zona gris de los vicios burgueses, esto es, utópicos, en vez de persistir en la senda de la monstruosa santidad por la que la Weil sí perseveró, pero incompleta, a falta de su complementaria antimateria; porque esa es la grave responsabilidad de Bataille, el haber dejado a Simone Weil sola, sin un Gilles de Rais que la realizase, que la ayudase a entender la iluminación nietzscheana que él por un momento atisbó-; o la cabeza que rueda tras el seppuku en las revoluciones patrióticas de índole autosacrificial que Mishima gustaba de evocar en tanto rumiaba su propia ofrenda al Sol).

 

 

Las cabezas que persisten en vivir separadas del cuerpo siempre me han fascinado, desde aquellas lecturas mitológicas de infancia en las cuales la cabeza de Medusa, una vez cortada, seguía teniendo poderes. Aquella historia devorada de adolescente en un tebeo de terror de una cabeza femenina que se aparecía una y otra vez a su asesino. O las cabezas conservadas en fanales de la serie «FUTURAMA» (o el primer regalo de Lecter a Starling en la limousine –aquí la vida se trocaba en la irónica parodia que el tiempo ofrece cuando se paraliza en determinados espacios que trascienden la realidad aparente-). O el literal tête-à-tête de los abducidos Pierce Brosnan y Sarah Jessica Parker en «MARS ATTACK». O, rizando el rizo de la abstracción, el flechazo que siente Steve Martin por el cerebro envasado de una mujercita que canta tiernas melodías y parece comprenderle, cerebro que pretenderá encajar en el cuerpo de su desabrida esposa para lograr así la amante perfecta. Creo que podría convivir sin problema con una cabeza viva (sin más -o pocos más- añadidos): bien como cabeza parlante de feria o bien como Denzel Washington en «EL COLECCIONISTA DE HUESOS» (otra imagen sugerente: esa hermosa cabeza afroamericana, cofre para una mente privilegiada, qué vértigo de deseo frente a tanto cascarón vacío de agudeza mental con todos sus miembros activos y restallantes de esteroides y silicona...).

 

 

Ultimamente, mi gusto por las cabezas se ha agudizado al descubrir en ciertas webs de celebrities fotos de muy alta calidad con primerísimos planos (generalmente, instantáneas tomadas en galas y eventos hollywoodienses). El vértigo que produce la presencia tan nítidamente cercana de esos rostros, con sus poros, sus arrugas, sus líneas de expresión, la pelusa de las mejillas, casi confunde al ojo con un órgano táctil. Todas las cabezas que me obsesionan últimamente las encuentro ahí. Empezando, cómo no, por dos estrellitas (Alison Hannigan y Marisa Tomei) que me fascinan como puro espectáculo visual en foto fija, sin seguir su carrera como actrices (lo que he visto de ambas, por el momento, o me repele –la serie «BUFFY LA CAZAVAMPIROS», con esa obsesión policial, como de crear jóvenes vigilantes de lo políticamente correcto, maderos oenegeros contra la intolerancia: Esteban Ibarra embutido en el cuerpo de Sarah Michelle Gellar me da aún más grima que en su oronda encarnación habitual- o me aburre –alguna comedia romántica con Marisa Tomei entrevista como transición a una cabezada de sobremesa-). Seguramente, son estupendas actrices (su expresividad me lo hace presumir –y no guardo mal recuerdo de una primeriza Hannigan en aquella bizarrez ochentera, «MI NOVIA ES UNA EXTRATERRESTRE»-) pero lo visto hasta ahora con ellas dentro no es para echar cohetes. De la Hannigan me atrae ese aspecto de animalito pelirrojo, entre marsupial e insectívoro, esos ojos enormes de lemur (o de personaje de manga), esa boca de labios finos de imperfecta sonrisa infantil, y ese color de piel, ese matiz nacarado que para mí es el color del deseo. En cuanto a Marisa Tomei, su rostro conejil, sus ojillos vivarachos con esas bolsas bajo ellos pidiendo ser besuqueadas, su melenón negro que uno imagina perfumado de ardientes esencias, todos estos rasgos revolotean por mi libido desde hace ya casi un lustro.

 

 

 

 

 

Uno de los rostros que más me obsesionan desde hace año y medio me llegó a través de una serie televisiva, «SIN RASTRO», que, sin poseer el carisma de «CSI», suelo ver los jueves si no hay algún largometraje más interesante que lo impida. La chica en cuestión pertenece a ese sector de desgarbadas narigudas de las que ya me he declarado en alguna ocasión rendido admirador. Sus pecas, sus facciones angulosas, antilopinas, sus ojos oscuros contrastando con la melena trigueña, su aire inquieto... todo me hace disfrutar con la imagen, fija o en movimiento, de Poppy Montgomery.

 

 

 

De muy diferentes trazas (volveríamos a lo marsupial: en este caso y muy concretamente, al llamado tigre marsupial –aunque también hay algo de mustélido en sus facciones-) es Hope Davis. La descubrí en varias películas interesantes («A PROPOSITO DE SCHMIDT», «AMERICAN SPLENDOR», «MUMFORD»...) y su presencia falsamente insignificante pero tremendamente sensual convierte a cualquier maciza de moda en tediosa morralla. Dentro de esa afilada cabecita uno intuye tesoros de voluntad e imaginación que difícilmente podrán hallarse en la vacía y quirúrgica perfección de tanta muñeca hinchable.

 

      

 

Paso a las diosas, las 10 en la escala de valores, las encarnaciones del eterno horizonte, las angélicas, las perfectas, las inalcanzables, las que sólo concibo para ser adoradas y que jamás creeré merecer, por muy megalómano que me pretenda. Las que, en arrebato becqueriano, imploraría:  «OH, VEN, VEN TU». Una de ellas, la que más me atrae en estos días, me fue anticipada, por una parte, en los cuadros de Modigliani (la otra parte me fue brindada como premonición por otra diosa, ésta de pega, entre los espejismos dulcineicos en los que otrora era tan dado a perderme).

 

 

 

 

 

Acabaré con una mención a las cabezas anónimas de la red. Pueden resultarme tan sugerentes de contemplar como la star más renombrada. De hecho, sin ir más lejos, el botón que sirve de muestra fue la chispa que dio pie a mi canción «UNA CICATRIZ».