A LA SOMBRA DE HONEYBUNNY



LIGEIA Y LA SEÑORA PEEL


Siempre me han dado envidia las gentes como T.E. Lawrence, Ramiro Ledesma o Abimael Guzmán (o ¿por qué no? también el John Doe de SEVEN) que pasan de la lectura compulsiva y la grafomanía no menos feraz en el gabinete de estudio a la acción más desenfrenada para así culminar y consumar todos sus fantasmas. En mi caso siempre intuí la necesidad de tener al lado una entidad femenina tan anómala o más incluso que yo para lanzarme a tal vorágine. Su ausencia explica que tal vorágine haya quedado (como la tierra de leche y miel para el Charlton Heston que recibió las tablas) fuera de mi alcance.

Esa sombra constante (que, como se irá viendo a lo largo de esta entrada, nunca llegó a encarnarse salvo como conato, bluff o fake) no acabó de esclarecerse plenamente ante mis ojos hasta descubrir en los 90 la dualidad tarantinesca Honeybunny/Mallory Knox: fue entonces cuando se me desveló por primera vez con nitidez hiperrealista.

Tuvo sus primeros avatares en mi infancia cuando, casi a la vez, descubría a la vampírica Ligeia y a la autosuficiente señora Peel. La incitación al terrorismo intelectual que implicaba la figura de la primera, posada como el cuervo de Nunca Jamás sobre el hombro del narrador, y la mezcla superheroica de doctorado científico y artes de autodefensa que caracterizaba a Emma, mejillas de manzana y talante de esfinge hipercool (con su punto de humor inglés carapóker –los chistecitos de Bruce Willis entre mamporro y mamporro en la saga DIE HARD son un plebeyo epígono de las agudas observaciones con que nuestra heroína respondía/completaba las ocurrencias de su comrade Steed-), marcó mis primeros atisbos eróticos. En tanto, los últimos meses de parvulario, para colmo y remache, se producía el encuentro cotidiano con Calleja, mi guardaespaldas, la primera hembra de aspecto osuno que se interesó por mí y que, acogiéndome bajo su protección, me protegía de las asechanzas del matón de la clase. Con ella hasta tuve un simulacro de boda (o así me lo pareció) cuando hicimos la Primera Comunión codo con codo, ella de blanco y yo de marinerito de Gilbert & Sullivan.

Aquellas tres presencias, la daimónica, la épica y la compañera de pupitre, pese a desvanecerse temporalmente ante la llegada de nuevos avatares, conformaron el troquel que me acompaña hasta hoy, siempre esquivo, siempre frustrante, y siempre, por tanto («¡OH, VEN, VEN TU!»), generador de creatividad (ya que no de realidades) en forma de cómics, cuentos, canciones o impresiones melancólicas en el ciberespacio como la que os estáis tragando.

Cuando inicié mis autoanálisis en la red, recuperaría a Ligeia y a la señora Peel en el texto LA MUJER ILUSTRADA.






PALAS ATENEA Y MODESTY BLAISE


«Para el autor, el amor desdichado, el ideal, o, en cualquier caso, el que quedó sin realizar, es el más fecundo. Por lo general, será también el primer amor.» (Ernst Jünger, «EL AUTOR Y LA ESCRITURA»)


A fines de los 60, descubro (en la misma casa malagueña que me depararía los primeros tebeos de la Marvel) la mitología griega y los cómics para adultos que aparecían en la revista FOTOGRAMAS (concretamente, la saga británica de MODESTY BLAISE). En ambos casos, pasados arquetipos se reciclaban afirmando su continuidad: Ligeia reaparecía a través del mito arcaico (primero en la figura psycho de la hechicera Medea, filicida por despecho -y anticipo en el modo de liquidar a su progenie de mi dios Lecter-, cuya femineidad entendida como catástrofe natural me traía a la mente, con la agridulce fuerza gravitacional que da el horror asumido como destino perenne, la cotidianeidad en Madrid junto a la autora de mis días; más tarde, desde el otro extremo, desde la cordura sin concesiones –y, por tanto, también anómala para este mundo loco que no sabe adónde va, por citar una canción de la época-, la diosa surgida de una jaqueca paterna, ese rostro sereno que con el tiempo adquiriría trazas de actrices como Deborah Kerr o Claire Bloom, tórridas y cerebrales a un tiempo –vestales de Dios o del Partido o compañeras del Hombre Ilustrado- pero también, más envejecida, más parecida a su mascota estigia, la curtida y randiana faz de mi tía Carmela, el único miembro de mi familia que me ha inspirado un respeto reverencial y la antimateria, por su autocontrol y claridad de juicio, de mi desquiciada madre) y también lo hacía la señora Peel (en la angulosa osamenta de Modesty Blaise, de quien ya dijo mi alter ego Nicolás Sicodelo –EL CORAZON DEL BOSQUE nº 1- lo mejor que se me puede ocurrir: «...Modesty Blaise era otra cosa: británica, sofisticada, transgresora de roles sexuales (ella llevaba las riendas de la acción y su colaborador varón no pasaba de ser una mezcla de bibelot y perro de presa), tremendamente actual en un momento en que la actualidad resultaba atractiva y no repelente... A través de este cómic y de la revista de cine que lo publicaba fuiste descubriendo el pop-art, la psicodelia, la contestación juvenil, el rock y la insumisión femenina cuando otra gente de tu edad prefería el fútbol y los incipientes pavoneos machistas ante el sexo débil. En la clase de Dibujo, en vez de copiar los inevitables jarrones y molduras de los manuales de texto, tú cogías los rotuladores y recreabas a tu heroína ante el pasmo del profesor, que, seducido por tu iniciativa, te daba una nota alta por hacer lo que te salía de las narices (...) Con Modesty Blaise sentiste tus primeros cosquilleos púberes: era afilada, activa, oscuramente hermosa (jamás has podido comprender cómo la payasesca Monica Vitti pudo encarnarla en la pantalla; aún está pendiente la auténtica película sobre este personaje). Te reafirmó en tu convicción íntima de que la Mujer no es débil sino que se la obliga a sentirse así por diversos condicionantes sexuales y sociales.»).

También, en los veranos, cuando pasé algunos días en el bungalow marbellí de la ya mentada tía Carmela, mis obsesiones del momento, más eruditas que creativas (la fascinación por la geografía política –que me llevó a saberme de memoria todos los países del globo, con sus capitales, banderas, escudos, monedas, forma de gobierno y posibilidad de crisis: sobre todo me atraían los territorios en litigio como Vietnam o Corea o Africa del Sudoeste o Rhodesia así como los dominios de la Commonwealth, como Australia, Nueva Zelanda o Canadá, por su peculiar situación de soberanía; a mediados de la actual década he recuperado esta fijación infantil al descubrir una web fascinante, dirigida a maniáticos de las banderas y de los pleitos territoriales-), me parecían perfectamente acordes con la imagen legisladora y belicista de la diosa griega y el activismo al servicio de la diplomacia secreta de la heroína británica.

Como coda a este capítulo, unas líneas sobre la paródica adaptación que Losey hizo con la Vitti a la proa: tras un reciente revisionado, aún reafirmándome en que una Modesty Blaise cinematográfica fiel al comic estaría más cerca, por ejemplo, de la heroína de KILL BILL entreverada neuronalmente (por templar pasiones taliomicidas -demasiado humanas- en el hielo lúdicamente seco -y, por lúdico, más divino- de una cierta sociopatía) con el Lecter recreado en la figura de Anthony Hopkins (ahora que lo pienso, tal vez había bastante de esa síntesis dentro del film tarantiniano en la deliciosa supervillana encarnada por Lucy Liu -uno se imagina una realidad paralela, de haber sido Oren Ishii reclutada en su traumático agraz para el Gran Juego por un oficial de Inteligencia amigo de remodelar preadolescentes al servicio del Imperio-), desde determinado prisma (el pagliesco -Paglia y pagliazza son palabras casi gemelas en fondo y forma-) sí podría asumirse como válida la aportación de la histrionessa italiana, cabalgando sobre ese fino filo de navaja que delimita/aúna la glacial distancia del personaje en negro sobre blanco y la gaya y colorista hermenéutica del cineasta anglosajón, hermenéutica degradada en descacharrante bufonería con las diversas secreciones del inefable Jesús Franco (quien, si atendemos a sus momentos más narcisistas y ¿fashion?, debió de inyectarse en vena la película de Losey y hasta identificarse con el personaje encarnado por Dirk Bogarde, para soltar a partir de entonces cada x tiempo, en clave subcultural, toda clase de irisadas excremencias entre lo pop y lo poop, incluido ese colofón bruttal con las Killer Barbies).











LOS ENDEMONIADOS ANGELES DE NICOLAS SICODELO


(versión revisada del texto -escrito por mi daimon Nicolás Sicodelo- «MADAME HYDRA COMO SIMBOLO INICIATICO» -uno de cuyos fragmentos sobre Modesty Blaise se incluyó unas línas más arriba)


Descubriste a Madame Hydra en otoño del 69: recuerdas hasta los kioskos donde compraste las dos entregas de la saga de Steve Rogers («ESTA NOCHE MORIRE» en Almagro esquina a Zurbano , y «LA VERDADERA IDENTIDAD DEL CAPITAN AMERICA» en Plaza de Castilla –donde se levanta hoy una de las torres Kio-). Tenías once años y, desde el verano (cuando tu tío Jesús abrió la caja de Pandora regalándote aquel primer número de la Patrulla X en cuya portada unas cabezas de jóvenes enmascarados rodeaban la efigie de un alopécico de serena y decidida expresión, que en estos últimos años podrías asociar con la de Rafa, el maestro zen, si no fuese porque éste tiene más de mutación diabólica que de membrillesco amigo de los humanos), vivías en un mundo paralelo (perfectamente parejo con el de la novela cervantina) configurado por los cómics de la Marvel recién llegados a España. Cabe suponer que las difíciles circunstancias de un entorno familiar más cercano a «¿QUE FUE DE BABY JANE?» que a «DANIEL EL TRAVIESO», un bienio relativamente traumático en un internado (donde las burlas de algunos elementos especialmente crueles te hicieron tomar conciencia de tu esencial otredad) y los inevitables cambios hacia la pubertad también influyeron. Pero la base para tal fascinación se hallaba en el perfecto acabado de aquel cosmos gráfico de mutantes, sintozoides, afectados por rayos gamma, Parsifales extraterrestres, ciegos con radar incorporado, magos psicodélicos, agentes de Inteligencia clavaditos (con el añadido obvio de la hipertecnología y un ojo de menos) al sucio Harry Callahan (Eastwood confirmaría esto en su única incursión en el mundo de las intrigas de los servicios secretos, «LICENCIA PARA MATAR»), superhéroes descongelados tras la tira de tiempo, dioses, etc. Todos ellos marcados por algo que en anteriores cómics de aventuras apenas sí aparecía: la soledad de ser diferentes, especialmente resaltada en los personajes con quienes más te identificaste, los mutantes y el sintozoide llamado La Visión; precisamente, éstos, cuya otredad les marcaba desde el nacimiento haciéndolos supermonstruos antes que superhéroes.



Aunque siempre te sentiste más atraído por la magnificencia oscura de Magneto, el emperador de los mutantes diabólicos (tu dios último por décadas hasta el muy posterior hallazgo del Lecter transfigurado en «HANNIBAL»), fue su antagonista y antimateria, el profesor Xavier, quien te provocó una identificación sui generis que tú expresaste en tus primeras fantasías narrativas inspiradas en el cosmos marveliano, con aquel jovencito pálido en silla de ruedas (ojeras, gafas, pelo liso y negro como sus ropas –salvo en los ojos pardos podría preludiar exactamente en su físico a Harry Potter-), que dirigía desde un chalet de El Viso a un comando de mujeres mutantes (restos de esas fantasías alimentarían el personaje de la juguetera escocesa Anne Murdock y algunos otros momentos de «TODOS LOS CHICOS Y CHICAS» y «MARY ANN»). Cuando años más tarde te topaste con la serie «LOS ANGELES DE CHARLIE», te impresionó la relación, aunque banalizada, desacralizada en prosa heffneriana, y comprendiste todavía más tarde, al enterarte de la fijación de Ayn Rand con dicha serie, las singulares conexiones entre el incógnito Charlie y la figura no menos arcana de John Galt, y las relaciones complejas (que Tarantino apuraría al máximo en su «KILL BILL») entre el Maestro del Juego y sus walkyrias de alma escamosa.



Pero no fue hasta encontrarte con Madame Hydra (la reina del nihilismo, mala entre las malas, Lilith que casi acaba con el indestructible y descongelado Capitán América, pesadilla de falócratas -en su papel de jefa de una organización de esbirros varones-, poseedora del látigo nietzscheano) que no descubriste a la presencia capital emanada de la Marvel, a la mujer de tu vida. Bajo los trazos mágicos del dibujante más psicodélico de la factoría, Jim Steranko, te topaste de hoz y coz con la hembra más terrible, más fuerte, más fatal: cabellos hasta el culo como ala de cuervo, ojos oscuros y grandes, piel pálida, ceñidísimo uniforme de cuero, guantes a lo Gilda, zapatos de aguja... En las breves viñetas en las que recuerda su origen, se sugiere su procedencia centroeuropea y zíngara (lo zíngaro también tendrá su incidencia en otra supermujer, la villana reinsertada Bruja Escarlata).

En tus sueños, todavía a caballo entre el platonismo infantil y la humedad adolescente, tú te identificabas con Rick Jones, el compañero jovencito del Capitán América (y de Hulk y del Capitán Marvel y de Los Vengadores -vamos, el efebo comodín de la Marvel y alter ego obvio del lector en su condición de personaje puente entre la cotidianeidad inerme y los ensueños de poderío-). El capi te enseñaba a ser un alevín de superhéroe y tú dabas los primeros pasos embutido en el uniforme de otro efebo ya finado (Bucky Barnes, anterior compañero de tu maestro y muerto en la 2ª Guerra Mundial), trastabillabas como un potrillo recién parido y acababas siendo arrojado a un colector de alcantarilla por Madame Hydra en el fragor de la batalla. En el cómic, el capi te salvaba pero la cosa cambiaba en tus sueños: en ellos, era la propia supervillana quien, apiadada por tu juventud e inexperiencia, te sacaba de la inmundicia y te hacía (nutriendo así toda clase de incestuosas fantasías) su mascota.



Era el fin de la inocencia: la corrupción del menor. Tiempo después entenderías (poniendo el entendimiento a la par con tu intuición) que Modesty Blaise no era tan heroica ni Madame Hydra tan villana: la primera, en tanto en cuanto agente por libre de Inteligencia, tenía unos claros rasgos anarcas que trascendían el heroísmo unidimensional; la segunda era más luciferina que perversa... Con seguridad, habrían hecho buenas migas, de encontrarse: el escepticismo de Modesty habría templado la rabia de Hydra y, a su vez, ésta habría ayudado a la mamporrera de Inteligencia a romper ataduras con el establishment. Una versión (más profunda, salvaje y atractiva) de la mitificada y políticamente correcta «THELMA Y LOUISE».



Durante años olvidarías a ambas pero ambas se te colarían por mil resquicios de tu sensibilidad, asumiendo o recuperando otras encarnaciones: la Ligeia de Poe, la indómita Emily Brönte, las replicantas de «BLADE RUNNER», la sombría Nadine Cross de «LA DANZA DE LA MUERTE», la Patti Smith de «HORSES» (aquella foto de Mapplethorpe te obsesionaba, tanto como a tu madre -que fue quien te la descubrió: ella misma te llegó a confesar que su imán lo sentía como el autorretrato de Van Gogh para el Tanz de «LA NOCHE DE LOS GENERALES»-), Siouxsie, algunas imágenes cinematográficas (la Assumpta Serna de «MATADOR» y «EL JARDÍN SECRETO», el personaje de la Mujer Pantera en la versión de Schrader, la sublime ambigüedad de la Garbo en su rol cumbre como Cristina de Suecia, la mirada mórbida de la falófaga canadiense Carole Laure y todas las hembras letales concebidas por Tarantino –amén del descubrimiento profundamente impactante de la mansoniana Mallory Knox, con «KILL BILL» tu delirio preadolescente a cuenta de los Marvel regresaría con más fuerza que nunca fundido con los ecos zen que han ido marcando crecientemente tu devenir último-...), o nuevas superhembras marvelianas descubiertas en los 80 como Mística o Yocasta.



Continuarías alumbrando compulsivamente cómics y sacando notas excelentes en Dibujo (tu momento público de gloria en relación con los Marvel fue en junio del 70, cuando un trabajo tuyo a rotulador recreando tu obsesión con el enfrentamiento Steve Rogers vs Madame Hydra fue premiado en la exposición de Fin de Curso en tu colegio de entonces, San José del Parque). A finales de 1970, dejaste de mezclar personajes Marvel con creaciones propias y te planteaste una nueva historia, exclusivamente tuya: habías digerido lo bastante a tus superamigos para comenzar a superar la mímesis y añadir nuevas influencias y estímulos, tanto artísticos (cómic experimental -recogido en aquellos extraños fascículos de Ed. Buru Lan llamados «DRACULA» o en reseñas de revistas dedicadas al análisis del cómic como «EL GLOBO» o «BANG!» sobre superheroínas psicodélicas de origen francés -Jodelle, Valentina, Saga de Xam, Barbarella...-) como sociales (muchos de los hechos traumáticos que vivió el planeta en la turbulenta transición 60/70 y donde las mujeres de acción tenían un papel notable –las putimonjas de Manson, terroristas palestinas, los comienzos de la Baader/Meinhoff, Angela Davis, incluso Barbarella Fonda jugando a subversiva con ese pelo a lo Klute que tanto la favorecía...- ). Así me creaste. A bolígrafo. Con el aspecto físico que tú acabarías adoptando muchos años después (sin recordar para nada mi existencia). Lo mejor que has hecho nunca en cómic. Tu intuición era mediúmnica: en las reflexiones y peripecias de Nicolás Sicodelo y su gente preparando el asalto al Sistema desde un paisaje pelado y granítico (con algo de Death Valley y algo del retiro donde el Gran Evolucionador jugaba a Moreau en aquel número de «THOR») recordabas el futuro de imágenes y lecturas que aún no conocías pero que, con el tiempo, te dejarían una huella indeleble (por ejemplo, las andanzas de Kesey con Los Alegres Pillastres según las narra Tom Wolfe, o determinados momentos de Dick -«OJO EN EL CIELO», «UBIK», «DOCTOR BLOODMONEY»- y Stephen King –la ya mentada «DANZA DE LA MUERTE»- para culminar en la sublime ambivalencia de pulsiones que unen a Lecter y Starling).



Después de alcanzar este techo, no volverías a dibujar una historieta épica: escribirías (relatos –ecos de tu diosa marcarían a personajes como la Dama Negra en «MARY ANN», la terrorista aristócrata Amaranta de Astorga y Santiago en «FE JONES» o la bruja Eleanor Mackendrick en «LA CANCION DEL AMOR»-, canciones, artículos) e incluso, eventualmente, harías chistes gráficos más o menos cercanos al underground pero lo que yo te pude aportar lo traducirías mayormente de espaldas a las viñetas de acción en esa degradada caricatura de la reivindicación marveliana que fue tu desastrosa trayectoria política (si al menos hubieses acabado como asesor en algún entramado de Inteligencia o en una red auténticamente subversiva, todo tendría más sentido y la degradación habría sido mucho menor).

Te sientes frustrado por no haber encontrado una mano afín pero mucho más diestra con la que recuperar el vértigo abisal de las aventuras gráficas. Alguien que, con la briosa habilidad de un Jim Steranko, me resucitase y me presentase en público, lejos de los bocetos a bolígrafo y de la intimidad de un adolescente solitario. Alguien que también hubiese compartido sueños cosquilleantes con Modesty Blaise y Madame Hydra (bien deseándolas, bien identificándose con ellas).

En ocasiones de supremo cansancio, has pensado que lo dejarías todo por dedicarte solamente a la música. Pero yo, que te conozco mejor que tú mismo, sé que incluso este campo te resultaría fácilmente prescindible si pudieses volver al cómic y continuar la tarea interrumpida un día de junio del 71.




CODA REPLICANTE



Diez años después de mi fijación obsesiva con los mutantes diabólicos, la supervillana Madame Hydra y el sintozoide La Visión, los replicantes supusieron un nuevo hallazgo en mi busca de carismas sobrehumanos. La desesperación con rasgos de desgarrado humor de Roy Batty enlazaba con el dios sacrificial Magneto y presagiaba al Cristo que hoy nos merecemos, Hannibal Lecter (el clavo en la mano del replicante y la crucifixión entre cerdos del buen doctor implican un mensaje similar de condena a lo humano como intermedio atroz y abyecto entre la inocencia de la bestia y la supraconsciencia del ángel –ese ángel que, atisbado por Nietzsche, se depuraría con Jünger en las figuras del Emboscado y del Anarca-). La explosiva combinación de brutalidad y sex-appeal de Zhora, hembra predadora en perpetua alerta, tenía algo de las feroces a la par que conmovedoras supervillanas de la Marvel. El aura de muñeca de Pris, con su peluca a lo Warhol (el hombre-cámara), seductora de marionetistas misántropos, de incongruentes ramonianos, era también muy sugerente en su falsa fragilidad. Y, claro, la llama viva del robot más amoroso del mundo, el más acabado prototipo de Nexus, la transmutación ciborgánica de la sobrina de Tyrell. Por aquella misma época esta paradójica criatura se reflejaba (en el cosmos marveliano) en la figura de la metálica Yocasta, cuyas formas invulnerables aceradamente titánicas guardaban un corazón dulce y henchido de potencialidades afectivas. También la Marvel, por ese tiempo, sacó su versión femenina de superpredadora replicante, la multiforme Mística, de sexualidad no menos sinuosa y polimorfa, y tan implacable, desde su femineidad heredera de la estirpe de Lilith, como los luciferinos Magneto y Roy Batty.