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Suenan las campanas en todo el barrio de la Villa. La Villa es la parte más primitiva del pueblo, el antiguamente recinto amurallado del que queda el castillo y algunas almenas para atestiguar pasadas glorias de la Reconquista —si lo vemos con perspectiva histórica y parsimonia alguna batalla fronteriza, escaramuzas y demás, poca cosa—. La música suena porque la Custodia del Santísimo Sacramento se pasea por las calles. Calles más principales surcadas y unidas por callejones estrechos, típicos de una estructura sarracena que busca la sombra. Marchas procesionales modernas para un asunto que viene de antiguo. Las campanas doblan y ese clon clon estridente contrasta con esa parte más cotidiana del carrillón de dar las horas, llamar al Ángelus o a misa de siete y doblar a muertos. Supongo que el paso ya entró porque se paró todo ya. Supongo que los niños vestidos de comunión, seguidos por madres y padres, arregladísimos, de cerca, han entrado en la Parroquia de la Asunción ya cansados de desfilar al paso de la Marcha Triunfal de Cebrián que toca la banda. Digo supongo, no lo he visto. Y más cerca que una suposición, cierta certeza. Yo he andado el circuito urbano llamado Carrera Procesional con anterioridad. Siendo niño repeinado con trajecito de neófito comulgante o joven medio disfrazado soplando por la trompeta cuando eran músico de la banda. Ambos recuerdos están asociados inexorablemente al dolor de pies a causa de unos zapatos incómodos y al antiguo empedrado de las calles, hoy en su mayoría extinto. Cantos rodados clavados en arena muy compactada componían las calzadas irregulares del barrio, donde la propensión a crearse socavones al paso de vehículos de gran peso era la norma, junto con las piedras arrancadas de cuajo de tan tierna matriz y la hierba y el musgo que crecía en los intersticios. Charcos en los inviernos y hábitat de arañas zapadoras en algunas zonas concretas que los niños cazábamos y echábamos a pelear. Andar por ese sustrato irregular dolía con la suela inadecuada. Los chinos se «jincaban» en la sensible planta del pie de los zapatos de los domingos. Las zapatillas deportivas amortiguaban bastante los embates pedregosos, pero eran impensables para días de gran lucimiento como el Corpus Christi. «Tres Jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión». Ahora ya no es ni jueves, ni hay puente, ni es fiesta, salvo en contados sitios. Un domingo corriente y moliente del fresco inicio de junio. El silencio retorna cuando la banda se aleja y la gente que se arremolina en la entrada de la procesión vuelven a sus casas o se paran en los bares. Las callejuelas parecen vomitorios del Circo Máximo al terminar las carreras de cuadrigas. Pero es una huida rápida. La noche hace ya que cayó sobre los tejados y las almenas, sobre el San Rafael del llano homónimo, sobre la iglesia. También en mi patio. El gato a esta hora empieza su actividad tras la gran siesta de domingo. No hay vorágine en el taller por lo que nada interrumpe su sueño. Silencio al escribir. Se rompe de vez en cuando por un coche agarrándose al suelo con amor desaforado al adoquín; cualquiera diría que los neumáticos hacen ventosa con el pavimento. Los cantos rodados se los llevó la historia como decía antes. Ahora son adoquines cementados. Más tarde, cuando ya casi todos duermen, el camión de la basura y los operarios al coger los contenedores del callejoncillo «las mierdas» harán ruidos infernales durante unos minutos. Esta estrecha vía, que da a espaldas de la imprenta, es llamada así porque antes de haber agua corriente y sanitarios en las casas los chiquillos acudían a hacer sus popos en tal lugar, sobre todo en esas noches veraniegas cuando lo que acostarse temprano no era ni de buen gusto. Las autoridades pensaban que la oscuridad que era lo que hacía que los chavales acudiesen a ensuciar allí. Los municipales reñían a los niños pero eran tiempos donde los padres temían más a las fuerzas de seguridad locales que los hijos. El ayuntamiento acordó poner dos luces, una en cada entrada de la calle para evitar la escatológica costumbre. El resultado fue que los cagones se llevaban tebeos para leer mientras obraban. Roberto Alcázar, el Guerrero del Antifaz y el Fe Be I vivían sus aventuras entre meadas pueriles y mojones infantiles. Hoy en día los que se cagan en esa conexión entre la calle Pósito y la Plaza de San Juan son los perros y los gatos. Perros de dueños que no se agachan a recoger los regalos. Gatos libres que acuden a comer lo que le echa la gente al lado de los containers de la basura. El día se extingue. Otro día del Corpus que se olvidará. Esta celebración sólo es seguida por los más capillitas. Ya la gente no acude a las procesiones como antes, a no ser que sean de Semana Santa, las cuales las acogen como auténticos hooligans de la religiosidad popular. Las otras, incluso las de la Patrona, que era y sigue siendo muy venerada, son acompañadas por la gente más antigüita. Quizá haya un segundo aire por aquello de la gente que jamás pisó una iglesia y ahora van porque es una forma de ascender en la escalera social, asociado a la pertenencia a los partidos de la derecha, mientras más ultra mejor. Algunos son nuevos ricos buscando legitimación por la «gente de brillito»; otros son jornaleros o autónomos de bajos ingresos cuyos abuelos o bisabuelos fueron los anarquistas señeros en los 30, sus padres y abuelos socialistas o comunistas en la democracia, y ahora, enamorados de la caza, fumar puros en los toros y las Fuerzas Armadas, acuden a los desfiles procesionales más por españolidad que por creencia. Todo tiene un hondo poso de idolatría. Pienso todo esto con el domingo casi agonizando y con la Marcha Triunfal en la cabeza. Tantos temas acuden. Tengo pendiente tantos escritos para Línea de Sombra sobre diversas cosas que me doy vergüenza. Sólo entregaré esta sucesión de pensamientos reales. Hay algo al final que me deriva a escribir solo de lo que conozco, de lo que me rodea, pues más allá de todo esto la duda es lo que hay, el poso de la ignorancia lo que queda. Conozco mi entorno y poco más, y cada vez menos por aquello de burbujas confinadas y sin confinar.

 

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