La irrealidad de algunos de los días de excepcionalidad que han pasado ha hecho en su fase más dura evolucionar a mi burbuja.
Esa burbuja que ya olía a viejo, a grasa que mengua, a Cthulhu durmiente y a verdín, ahora también tiene trazas a acuarela, a fresas, a la paz de los desiertos, de mundo desolado, de polvo en los muebles.
En los primeros días todo era raro, pero poco a poco, a fuerza de no ser molestado, de no moverme, de hacer lo mínimo, me topé con un nuevo estado de burbuja, donde lo recoleto se daba la mano con la pulsión artística que le bulle a uno por dentro. Poco a poco desarrollé el gusto por dibujar y pintar de nuevo, a partir de la medianoche. Todo era claro, meridiano, tan tranquilo que asustaba a la gente que no aguanta estar consigo misma, esas personas que hacen planes y planes y planes permanentemente en una continua huida de sí mismos.
La gravedad de lo que pasaba en el exterior de la burbuja se atenuaba porque en mi entorno más cercano todo ha andado bien, con apenas infectados, con muy pocas muertes. De nuevo la sobredimensión de lo alóctono, de lo que pasa en Madrid, aullaba en las noticias y en las redes y yo más ajeno a todo me sentía salvo por mis amistades de allí, de las que sí tenía información casi diaria, centrándome en las preocupaciones de cada uno. El día andaba entre hidratos de carbono, podcasts y capítulos de series ya vistas en plataformas para acabar en la noche y las pinturas. La ensoñación del dibujo, torpe, experimental de forma chapucera, que llegaba a veces al paroxismo de la incongruencia cuando se mezclaba la paz extrema con la frustración máxima y rompía lo que estaba haciendo en un exorcismo a la mala técnica que escasa vez funcionó. Pero rondando la media noche, flexo y agua, pincel y pilot, la tinta derramada y la falta de pericia.Y la quietud.
Poco a poco fue llegando el desperezamiento de la desescalada y llegaban ya noticias del exterior laboral. Pronto estuve ya trabajando algo por las mañanas, poco después también después de las largas siestas, que menguaron progresivamente hasta el agobio y la prisa de la vuelta a la actividad. Allí ya desaparecieron mis ganas de dibujar nada. La nueva normalidad venía con pocos visos de ser nueva, y sí con todas las papeletas, de que en mi pequeña burbuja, fuera lo mismo de siempre. Así es. El agobio pasó al pánico, y casi sin transición, el día a día volvió.
Y ahora el aroma de lo viejo, el de la grasa que mengua, el hedor imaginario del Gran Cthulhu durmiente y el del verdín primigenio, también tiene el de la acuarela húmeda en el papel, el esas fresas que tan rápido se pudren, el de la paz de los desiertos, el mundo desolado y el tufillo picante del polvo en los muebles. Ya se quedarán para siempre. Olores de cuarentena.
Confinamiento feliz en mi mente cada vez más hermética.