UN ZURDO COMO UNA CASA

 

neurastenias de madrugada que a nada conducen

 

Rumias en torno a una ¿pesadilla? recurrente desde hace bastante tiempo. Soy una casa inteligente, Cyrano electrodoméstico enamorado en silencio de su inquilina, quien me tantaliza desde su ¿necesidad? de mí en tanto que entidad incorpórea a utilizar como confidente, como relajador/estimulador del ánimo (versión neuronal del hidromasaje de pies), como interlocutor desde la confortable distancia que depara la cibercomunicación.

 

 

Pero esa ¿pesadilla? recurrente no es tal, no es un desasosiego que me sacuda al abrir los ojos: como algunos trips y flashbacks de enteógenos, soy rehén de mi sueño. Porque mi sueño está hecho de realidades, una sucesión de realidades desde la preadolescencia, de presencias que recuerdo muy bien ¿a mi pesar?, como boyas flotando pertinaces sobre el profundo y benefactor océano de la desmemoria (primero fue aquella anticipación de Jodie FosterScorsese me la restregaría con punzante exactitud en ALICIA YA NO VIVE AQUI y Truman Capote me la volvería a pasar por las narices en mi descubrimiento tardío de OTRAS VOCES, OTROS AMBITOS y hasta en LOS SIMPSONS se me aparecería de nuevo en la canguro que tritura el corazón de Bart en la casita del árbol-: la conocí -agosto del 69- en el bosque de eucaliptos aledaño al bungalow marbellí de mi tía Carmela y, tras aceptarme durante una semana como parodia cómplice de hermano menor –el detonante fue su afición morbosa por los tebeos Vértice, en su caso, por SPIDER, el ladrón arácnido, y por MAX AUDAZ, el sabueso de lo sobrenatural, previos a la irrupción marveliana que mi tío Jesús, en Málaga capital, me descubriría semanas después-, cuando debió de sentirse molesta y/o sádicamente excitada ante mi total devoción por ella, ante mis tácitos pálpitos de deseo por su cuerpo pecoso, rubio y flaco, promisorio en prominencias avisadas como botones –yemas: atisbos de curvas, medio ocultas por la ceñida camiseta blanca o, al irse el sol, por la desabotonada cazadora militar-, cuando tuvo plena certeza de que era mi diosa cotidiana, se presentó una tarde acompañada de otros de su edad y, en esas últimas horas juntos, se dedicaron a zarandearme, a vapulearme, a aterrorizarme, alimentándose de mi atormentado pasmo, castigando mi osadía inerme por aspirar a la diosa agreste a la que ningún hombre puede aspirar so pena de ser destruido).

 

 

Desde entonces, la maldición se repite como la primera vez. Todo va bien hasta que mi deseo es detectado. A partir de ese momento, de la posibilidad de que mi presencia física entre en el juego, toda la empatía se hace añicos, o se preserva malamente procurando que corra el aire o espaciando las comunicaciones o, peor aún, con algunos pases sirenescos de toreo virtual. Por supuesto, la culpa es mía por elegir de manera ¿inconscientemente? autodestructiva mujeres que solamente se sienten a gusto conmigo en tanto en cuanto no las desee. La presunción de mis anhelos las ofende, las amenaza, las entristece, las aboca al anticlímax: ¿por qué esa tozudez en desear sólo a inquilinas que ni en sus más inopinados sueños se sentirían atraídas por una casa inteligente, por un receptáculo electrodoméstico para sus desahogos anímicos? (con lo bien que funciono como presencia abstracta enjaulado tras el confesionario en que ellas me sitúan una y otra y otra vez).

 

 

Y ello no quiere decir que no haya sido deseado, no pretendo recaer en el dramático maximalismo de mis juveniles síndromes de patito feo. Me han deseado, naturalmente, alguna que otra vez. Claro está que de un modo, a la postre, por completo indeseable: como experiencia límite con su punto de masoquismo snob (equivalente a la ingesta ocasional de saltamontes fritos o al Halloween en Port Aventura o al puenting más dominguero), o como vibrador con patas para ego trips masturbatorios de diosas fallidas (indigna caricatura de William Holden para aún más innobles caricaturas de Norma Desmond), o como mascota exótica adquirida en un momento caprichoso (secuencia que acaba indefectiblemente como acaban estas cosas, tirando a la mascota por el retrete cuando la broma deja de tener gracia). Me han deseado (empezando por el materno y terrible légamo primordial, con ecos epigonales en esas pseudolarvas de Ligeia -de autoarrogada, invasiva y muy discutible vocación catártica, unas montapollos en lenguaje llano-, que cada x tiempo me echan el ojo, irrumpen en mi soledad, se me encabalgan a la chepa y, ale, a tirar millas, arreado entre el palo de sus salidas de tono y la zanahoria de sus arrobos de empático oropel, sufrido rehén de sus agotadores cambios de humor –reducido a puro sparring emocional porque, tanto por mi incapacidad congénita para el cortejo como al no concebir como algo sano la idea de sexo débil con su carga de misoginia, de maltrato potencial y de celos cosificadores, y sentir como más mía la perversión polimorfa del Petting Pan que el ejercicio imperioso del taladrator, al poco tiempo, desde su femimachismo introyectado hasta el tuétano, me van encuadrando como calzonazos y ya, bof, todo el monte es orégano y la pérdida de respeto, total-: mi madre me avisó/maldijo con que mi karma impepinable sería atraer mayormente a desequilibradas que perpetuasen su legado, y si al menos fuesen desequilibradas melancólicas, dulces, no agresivas, más dispuestas al suspiro o al silencio lánguido que al bocinazo destemplado o a la réplica borde… pero de ésas no abundan y el destino, a las dos de esa cuerda que tuve el gozo de conocer, me las arrebató pronto –al menos, me queda el consuelo de saber que su distanciamiento fue por razones ajenas a mí-, sin dar tiempo material a que la promisoria relación se asentase, a que sus melancolías empapadas de silencios –benditos silencios telepáticos, tan orientales, quintaesencia de la complicidad y antimateria de la ¿inteligencia? entendida como neurorrea, logorrea, verborrea… ese sabidillismo molieresco tan irritante por competitivo- arropasen mis bajonazos ateridos de orfandad alienígena). Me han deseado pero ¿de qué manera? Desde el impulso de propiedad (soy su adquisición: luego tienen todos los derechos sobre mí –dada mi precariedad económica tirando a irreversible, estoy condenado a una posición de dependencia, la cual, desde el prisma hayekiano del tanto tienes tanto vales que hoy impregna todos los talantes, por muy inquietorros que se pretendan, me condena a ser visto siempre como loser excéntrico y disfuncional, nunca como creador inconformista necesitado de apoyo material-). Me han deseado desde la violación contumaz de mi yo y de mis prioridades (sólo les interesa El Zurdo que ellas previamente se han construido en sus mentes cuadriculadas). Me han deseado desde la exigencia de que deje el cerebro (ese cerebro mío, lleno siempre de puñeterías) en el recibidor (ni se me ocurra asomarlo por el dormitorio -o, todo lo más, bien aherrojado y con bozal, en plan Lecter-): desde la completa disociación de mi físico respecto a esa mala cabeza rica en demonios de la perversidad que siempre ha acabado por meterme en problemas. ¿Mis neuronas anómalas? sólo como ornato y en dosis inocuas (lo justo para amenizar la anécdota sin conjurar peligrosamente la Categoría). ¿Mis visiones de amor libre? i-n-a-c-e-p-t-a-b-l-e-s en un mundo donde todo afecto ha de adecuarse a un complejo sistema de lindes y fronteras, de compartimentos estancos, de tabúes tribales compulsivamente alimentados bajo la máscara del género, de tomas y dacas escrupulosamente recogidos en algún kafkiano Libro Mayor de cuotas estrictas y discriminaciones positivas… ¿Mi ausencia de otredad frente a Lo Femenino, mi aspiración pansexual a ese mejor yo del que hablaba el romántico Shelley, mi identificación especular y nunca polarizada con lo que estoy dispuesto a amar? patéticamente pasiva para aquellas mujeres que (incluso autoengañándose en la negación estridentemente cacareada) buscan un hombre de verdad con ese vértigo pedestre del anuncio de preservativos y grotescamente inconcebible para aquellas otras que lo que desean es toda una mujer. Ser Tierra de Nadie, ni Jacq’s ni Anais, lo puedo asegurar, no es precisamente un regalito en el campo de las relaciones afectivas.

 

 

Y ahí está la condenada paradoja, cuando uno pasa de pura casa inteligente a puro androide de compañía: al minuto cero, la maltrecha autoestima se esponja halagada con el contraste de situaciones que parece poner fin a una rutina de soledades; al minuto cero coma cinco, el esponjamiento se vuelve preocupación; al minuto uno, la autoestima se siente no ya preocupada, sino insultada; después, resignada y vacía; finalmente, añorando volver a la vieja abstracción neuronal, la mente/casa/confesionario/sumidero de confidencias y reflexiones de altura, condición incompleta pero menos dolorosa (siempre duele menos que obvien tu cuerpo a que desprecien tu espíritu y lo arrojen al armario de la limpieza). Nunca me invitarán a d-i-a-l-o-g-a-r en la cama: más bien lo contrario, me mandarán callar a la primera de cambio o, todo lo más, a ejercer de partner discreto para algún desmelene psicodramático (al tener disposición para ello por mi infancia troquelada bajo la impronta materna, enseguida se me pilla el punto –aunque también es cierto que, cuanto más me acerco a la vejez, menos paciencia tengo para aguantar determinadas situaciones cul de sac, que percibo como bucles, como viajes a ninguna parte-). Conclusión: nadie hace el amor con una casa inteligente, ergo nadie quiere compartir (afable, mimosamente, sin pavoneos exhibicionistas) secretos del corazón y agudas observaciones con el vibrador vacío de neuronas al que se folla. Quizás en otra época la afinidad de espíritu y el deseo carnal pudieron retroalimentarse. Ahora no. He de asumirlo de una vez, dejar de romperme los cuernos contra esa disyuntiva insuperable y ¿adaptarme? a las circunstancias. Ojalá con la inminente decrepitud física ya no desee a las mujeres por decir cosas que considero interesantes y así no acabaré enredado con aquellas otras que juegan a desearme a pesar de mí mismo. O, qué diantres, lo mismo encuentro al final la cabeza de chorlito a mi medida.