otra debilidad ELDERLYANA

 

«You can leave your hat on»

JOE COCKER

 

En LINEA DE SOMBRA ya nos ocupamos con gusto de los zapatos (http://www.geocities.com/lamueca1/shoes.htm) como icono casi elevado a la categoría de arte. Los príncipes del buen gusto saben perfectamente que la elegancia está en la cabeza y los pies, y que todo lo demás es accesorio. Aunque los zapatos siguen siendo imprescindibles para caminar por ahí sin lastimarse los piececitos, los aires utilitarios de esta época vulgar casi se han llevado por delante los sombreros. Por desgracia, porque no siempre el corte de pelo es digno de suplantar la gracia genuina de un sombrero bonito. Para mí, una de las escasas ocasiones en que resulta legítimo darse el gustazo de asomarse al “HOLA!” viene propiciada por alguna boda aristocrática, momento de poder echar un vistazo a los sombreros de las damas. A menudo son obras de arte en toda regla que deberían estar en los museos.

 

  

 

Es imposible imaginarse a las grandes damas del pasado sin un sombrero de rigor. Hablo de Diana Vreeland, Daisy Fellowes [1ª foto arriba], Dorothy Draper, Elsie de Wolfe, Kay Francis [2ª foto arriba]... tantísimas señoras cuya ingénita elegancia era graciosamente peraltada por todo lo alto. Audrey Hepburn o Jacqueline Kennedy fueron quizá las últimas en disfrutar del esplendor de esa prenda sin el énfasis que hoy representa llevar un sombrero estiloso fuera de las ocasiones señaladas. En el norte de Europa, donde el clima es más frío, he tenido ocasión de comprobar que todavía las mujeres se acicalan con sombreros en invierno, y existen tiendas bastante curiosas a precios no prohibitivos. ¿Quién podría imagina a Vita Sackville-West sin sombrero? A menudo gastaba algunos de corte español, y debajo de ellos escribió cosas bastante más interesantes que la plomiza Virginia Wolf, amén de diseñar los románticos jardines de Sissinghurst. ¿Quién no echa de menos la época dorada que vieron los turbantes de Simone Mirman? No hay que olvidar que Coco Chanel incursionó en el mundo de la moda –configurando más adelante el aspecto que tendrían las mujeres de su siglo– diseñando sombreros. La joven Coco, que destacaba por su pelo recogido y sus sombreros redondos de paja, fue dependienta de una mercería de Moulins a los 17 años, y ya entonces imaginaba sombreros para completar el atuendo de las clientas. Diseñó su primer sombrero para Madame Barlet, con tan buen resultado que empezó a recibir varios encargos de las mujeres más aposentadas del lugar. Su sentido práctico y su olfato para olisquear fortunas le permitieron abrir su propio taller de sombrerería. Hasta llegaron a perdonarle más tarde que se liara con un oficial nazi durante la ocupación. Y sin embargo, con ella empezó a estar proscrito el lujo. La moda ingresaba en la era democrática. La progresiva desaparición de la Alta Costura ha tenido también su influencia en los sombreros. El atuendo heterogéneo propio del orden social aristocrático, y la ostentación fastuosa fueron en el siglo XX desplazados por la homogeneización democrática, con prohibición de la ostentación jerárquica. Poiret lo describió muy bien cuando dijo que antes «las mujeres eran arquitecturales como proas de navío, y bellas. Ahora parecen pequeñas telegrafistas subalimentadas». La distancia social queda abolida en el discurso indumentario. Cuando la esencia de los seres es la misma la imagen que proyectan de sí mismos no es dispar. Ha sido en la moda femenina del siglo XX donde más se ha reflejado el advenimiento del ideal democrático como rector del devenir social. Los sombreros no escaparon a esta proscripción del lujo, un lujo que huyó de la diurnidad. En efecto, la Alta Costura creó trajes de noche fastuosos y muy femeninos alejados de la funcionalidad discreta para la “ropa de día”. La práctica deportiva y el arte moderno –la mujer se desidealiza y su silueta es ahora recta como el espacio pictórico cubista, hecho de planos rectos– terminaron por descabalgar la ornamentación en la moda.

Pero paralelamente el modisto se ha elevado al rango de artista moderno, sujeto a la ley de la innovación pero también a las costumbres y la estética de las personas. Desde el siglo XVIII los oficios vinculados a la moda (zapatos, sombreros…) gozan de una creciente consideración artística. Aparecen entonces tratados sobre el arte del peinado: se habla de una arte capilar que luego sería relevado por los maestros sombrereros; Goncourt habla de los artistas de los zapatos. La época democrática eleva los aspectos relacionados con la moda al nivel de un arte sublime. En la era de la igualdad, los grandes modistos serán en adelante artistas geniales. Propongo dar un pequeño repaso a algunos de los creadores más estimulantes de sombreros.

 

       

 

«And I'm too sexy for my hat

Too sexy for my hat what do you think about that»

RIGHT SAID FRED

 

Me gustaría empezar este personal repaso a los grandes milliners mencionando a quien para mí es el más sugerente diseñador de sombreros del momento: Philip Treacy. Salido como tantos otros creadores británicos de las Escuelas de Arte, comenzó a estudiar moda y sombrerería haciendo algunos trabajos como freelance para John Galiano. En 1990 ya lo tenemos al frente de su propio negocio, destacando por sus sorprendentes creaciones, sombreros a menudo de grandes dimensiones, chocantes. Emplea en ellos plumas, –un material frecuente en el pasado y que desapareció por las protestas de los ecologistas victorianos–, que recuerdan las estampas elegantes de la época eduardiana. Uno de sus sombreros más espectaculares tiene la forma de un navío. Otros se disponen alrededor de la cabeza como una enorme media luna. No es sencillo que estas piezas casi escultóricas se mantengan en equilibrio. Treacy se sirve de elementos surrealistas, de un acendrado gusto por las matemáticas y de la abstracción arty para desarrollar sus exquisitos sombreros. Muchos de ellos deberían figurar en las macilentas e insípidas salas de los museos de arte contemporáneo, antes sin duda que esas instalaciones povera o esas chamuscadas adunaciones de escombros. El satén, las plumas e incluso los diamantes son elementos de los que se sirve. Se ha dicho –y con razón– que una mujer necesita tantos sombreros de Treacy como quepan en su armario. No podemos estar más de acuerdo. Lamentablemente, el dinero discurre más alegre y abundantemente al otro lado del atlántico, y son las ricas americanas quienes están en condiciones de adquirir sus graciosos sombreros, aunque se les hace muy difícil llevarlos en tanto que carecen de las carreras de Ascot. La chubby de piel tostada que responde por Oprah Winfrey tiene uno. De momento, Treacy ha rendido un irónico homenaje al pop ejecutando sombreros con las latas de sopa Campbell. Se puede decir que es casi el único diseñador de sombreros de Alta Costura. Un detalle por el que se me hace especialmente simpático es por haber diseñado un tapón de botella para Moet Chandon, y lo digo porque mi abuelo también hacía tapones inverosímiles que eran pequeñas esculturas en corcho. Y si con esto no han tenido suficiente, bastará decir que la muy apreciada por los elderlystas Camila Parker llevó sendas creaciones de Treacy para sus ceremonias civil y religiosa, en las que contrajo matrimonio con el príncipe Carlos, unas piezas sorprendentes por su elegancia y que acreditan el buen gusto de su portadora.

Mucho mejor desde luego que los sombreros diseñados por John Boyd, uno de los sombrereros más queridos por la infame Lady Di. A buen seguro que la alta sociedad inglesa no se ha repuesto aún de la contemplación de aquel tricornio rosa que Diana lució inmediatamente después de su boda. Como el populacho siempre se deja seducir por las golosinas de la democracia mediática, ese estilo se acuñó como genuinamente “Di” y fue imitado hasta la penosa saciedad. Todavía muchas damas elegantes llevan sus sombreros hipercursis a Ascot. Uno siempre debería de casarse con quien prefiere un Treacy a un Boyd, aunque suenen banales estas cosas. Por no hablar del pesado de Philip Somerville, otro sombrerero dilecto de Buckingham que ha maleducado el no-gusto de Diana.

Un creador que se ha visto lastrado por la seriedad impuesta por la familia real británica ha sido el desconcertante Frederick Fox. Ha alternado boinas de chinchilla con delicadas piezas con sombreros más serios para la reina Isabel. Desde 1974 ha sido proveedor oficial de la familia real británica. La pobre Diana, influenciada por su nuevo contexto familiar, lució en Ascot algunos de sus sombreros, con bordes más amplios.  En 1985 llevó uno en forma de platillo volante, cosa que siempre he atribuido a la vergüenza que debía de sentir, y a su pícara timidez. Su cara quedaba más escondida. Hay que decir también que se dejó ver sobre todo con los sombreros de Fox durante un viaje por Italia, y ya sabemos qué mutaciones sufren los británicos fuera de su atmósfera constreñida.

Me gustan mucho más los coquetos sombreros de Otto Lucas. Baste decir que entre su clientela se encontraba la duquesa de Windsor. Lucas reinó en el Londres elegante de los 50, cuando todavía los complementos eran la clave de la elegancia. Entonces estaba todo por hacer, y las señoras no aspiraban a ponerse una parabólica con lazos de seda rosa. Lucas se permitió el lujo de hacer sombreros en forma de tiesto, así como de aunar materiales como la paja y el terciopelo. Eran los tiempos gloriosos de Vogue, y la divina Grace Kelly o Audrey Hepburn se daban el gusto de llevar coruscantes sombreros de Mr. John (John Piocelle), con pétalos de flores o asimetrías gigantescas. Había humor y estilo para ello.

Un recuperador de las facetas más artesanas de la sombrerería en días recientes es Stephen Jones, con diseños asimétricos, fantásticos. Ha innovado en sombreros de paja, bombines, gorros... muchos de sus sombreros son reconocibles por haber trabajado para varias estrellas del pop (Madonna, Boy George...) La siempre despierta Lady Di, atenta a todas las tendencias con algo de retraso, ornamentó su inconfesable adulterio con sombreros de Jones, cansada quizá de las cacerolas de Boyd. Sus graciosas miniaturas, reflexiones irónicas sobre una prenda en desuso, le han valido fama y popularidad. Los grandes diseñadores le hacen importantes encargos para realzar la presentación de sus colecciones.

En las sagradas tierras niponas hay que prestar atención a Akio Hirata, el modisto favorito de las primeras damas de Japón, y que en sus sombreros parece recoger la cauta sensualidad zen. Uno de sus exquisitos sombreros consiste en una pieza escultórica que describe una delicada espiral en torno a los hombros, incorporando el cuerpo como un elemento más de la prenda. Uno siente una especie de arrobo observando esta genialidad. Casi el mismo con que uno puede contemplar los sombreros de Philippe Model, designado mejor artesano de Francia y que concibe sus diseños como auténticas esculturas de cierta complejidad, con segmentos entrelazados de terciopelo rojo, por ejemplo, inspirados directamente en las formas artísticas de un Jacques Pinturier, con sus personalísimos sombreros de formas florales, complejos pero muy sólidos y técnicamente excelentes.

Si la precocidad es el marchamo de los grandes genios, tendríamos que rendirnos ante el talento de David Shilling, quien a los doce añitos ya diseñó un sombrero para que su mamá lo pasease en las carreras de Ascot. Y desde entonces no ha dejado de exhibir las extravagancias de su hijo en tan señalada ocasión. Shilling empezó trabajando como banquero, diseñando sombreros en sus ratos libres. Muy pronto, y gracias al éxito de estos, pudo dedicarse de lleno a la sombrerería, abriendo su propia tienda en Londres. Sus geniales sombreros se inspiran en escafandras espaciales o en la época disco. La mesurada extravagancia de sus alas y el fresco humorismo han hecho de él una referencia desde los años 70.

En la misma línea excéntrica se encuentra Elsa Schiaparelli (de quien ya hablamos en nuestra exploración sobre zapatos), ubicada en esa entredécada mágica de los 20-30 y que sin duda es una de las diseñadoras más creativas y de mayor imaginación. En 1937 alumbró su pieza más famosa, el “zapato–sombrero”, a sugerencia de Gala, la mujer de Dalí. Entre sus sombreros más famosos a recuperar están los tricornios de carnaval, la “chuleta de cordero” o la “gallina en el nido” (¡que fue portada de Vogue!). La vanguardia parisina se rendía al surrealismo, y las señoritas de alcurnia no dudaban en ser partícipes del acontecimiento.

Otra de las que no me gustaría olvidarme es de la parisina Caroline Reboux por las estructuras sobresalientes de sus sombreros pese a su simplicidad. Se dice que cortaba y daba forma a sus sombreros en la propia cabeza de sus clientas. El empleo del fieltro, muy maleable, y el depurado clasicismo exento de ornamentos cargantes fueron señas distintivas. Ella diseñó el sombrero que Wallis Simpson llevó el día de su boda. En la misma línea de simplicidad austera reñida con los excesos están los diseños de Patricia Underwood con sus diseños clásicos más pendientes de la forma y de las proporciones.

Quien también cortaba las alas de sus sombreros en las cabezas de sus clientas era Madame Agnes, discípula de Reboux. Tuvo la suerte de reinar en los años 30, cuando ninguna dama elegante podía prescindir del sombrero. Madame Agnes tuvo un olfato artístico muy vivo y supo incorporar el surrealismo a sus sombreros. Sin salir de Francia, no podemos olvidarnos de Jean Barthet, que cubrió las cabezas de un puñado de importantes señoritas que lo tenían como su diseñador favorito, véase: Sophia Loren, Catherine Deneuve, Jacqueline Kennedy, Brigitte Bardot... se han retratado alguna vez con sus sombreros de anchísimas alas.

Otro artista cortesano es Graham Swift, que atribuye a la corona británica el mérito de haber salvado la sombrerería. El hecho de que la duquesa de York lo haya elegido como diseñador de cabecera arroja cierta desconfianza sobre sus sombreros, que a mí me parecen en general algo cursis. La pobre Lady Di se vio arrastrada por Fergie a gastar los ampulosos aunque bien proporcionados modelos de Swift.

Dentro del espíritu pionero norteamericano y con buen resultado están los sombreros de Sally Victor, importante desde el punto de vista de los materiales empleados, tejiendo y tiñendo desde sus personales premisas fieltro, denim... experimentando con formas atrevidas: farolillos chinescos, gorros plegables, bonetes de geisha; o buscando inspiración en los indios nativos americanos. Es curioso el hecho de que las viudas de los políticos estadounidenses más relevantes tengan a Victor como sombrerera preferida.

No me gustaría terminar sin mencionar a Lilly Dache, la responsable de las torres–turbante de frutas de Carmen Miranda. En los años 20, cuando los sombreros eran considerados con toda la razón del mundo más importantes que los vestidos, la Dache reinó en Nueva York. Entre sus clientas se encontraba lo más granado de Hollywood, como Marlene Dietrich. En los 50 se permitió crear sombreros de líneas extravagantes. Pese a estos delirios creadores, Lilly Dache fue la más grande durante tres décadas. Además escribió algunos libros como «Talking through my hats». En sus últimos años se dedicó al interiorismo, la escultura y el macramé, además del diseño de complementos de golf para hombre. Pese a que la época dorada del sombrero había quedado atrás hacía mucho, gracias a ella las cabezas nunca volvieron a ser las mismas.

 

 

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otras feticheces:

 

cabezas (¿dónde encajar mejor un sombrero?)

 

zapatos y pinreles

 

sillas

 

coches de lujo

 

coches deportivos

 

coches diminutos

 

parafilias dejadas de la mano de Zerolo (¡¡¡IGUALDAD DE DERECHOS YA!!!)