El hombre es lo que come

Lucrecio (poeta y filósofo romano, s. I a.C.)

Dime lo que comes y te diré lo que eres

Brillat-Savarin (gastrónomo francés s. XVIII)

De lo que se come se cría

Proverbio español

 

Yendo al materialismo más extremo que se da la mano con el misticismo más absoluto, estas frases más o menos populares sobre el yantar son verdad. Y es porque como mecanismos devoradores de átomos y moléculas —y sus insondables vacíos entre partículas—, de esta amalgama bioquímica sacamos todo lo que nos construye. Nuestra mente, nuestro pensamiento, nuestras epifanías también forman su andamiaje con lo que nos llevamos a la boca. La dieta determina pues lo que somos de manera física. Otra cosa es la forma que tengamos. Hay algunos que comen tocinos y aceitacos y están bien delgados; otros dicen que les engorda hasta el aire o los halagos; o la retención de líquidos —esto hincha, no engorda, pues la gordura son las chicas y no el agua—. Cuando uno está a régimen alimenticio casi todo en su mundo gira en torno a la comida, a los hidratos por la noche, a esto sí y esto no, esto me gusta pero no me lo puedo comer yo, a ver Canal Cocina con cara de cordero degollao. Un porcentaje alto de sujetos y sujetas con quien hablas —como suele pasar en todo lo demás en estos días aciagos que vivimos— tiene en su poder el saber del adelgazamiento —aunque una cosa es predicar y otra dar trigo—: “hay que hacer cinco comidas al día”, “¿ya no estás a régimen?... como te veo comiendo esooooo…”, “andar es el mejor ejercicio”, “nadar es el mejor ejercicio”, “lo mejor es comer una vez a la semana todo el día piña… es diurética”.  Lo mejor es que se callasen la boca, pero no. Cada uno hace la dieta que más le convence, y sobre todo la que le dé resultado (cumpliéndola, claro) y a esto no se le puede dar más vuelta de hoja. Es precisamente en este ambiente fermentado por su poquita hambre y la búsqueda continua de nuevos sabores ricos compatibles con no echar lorza se encuentra uno con las movidas como lo que leen arriba. Sí, la paleodieta.  

La dieta paleolítica se basa en la premisa que genéticamente estamos predispuestos, como diría Pepe da Rosa, per nativitate a comer lo que nuestros ancestros paleolíticos apañaban por el entorno en su constante recolección y caza. Esos seres estupendos antes de la Revolución Neolítica —el comienzo del fin—, el mundo de la barbarie soñada que ya glosara yo hace unos años por aquí, tendrían pues la clave del apañar de comer. Parece ser que se puso de moda en los 70 por un señor llamado Walter L. Voegtlin. Yo no sabía nada de ella, solo la había escuchado mentar como ruido de fondo.

El tesauro de la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos (MESH) la define así: “Plan nutricional basado en la presunta dieta de los ancestros humanos preagrícolas. Consiste principalmente en carne, huevos, frutos secos, raíces, hortalizas y frutas frescas, y excluye los granos, las legumbres, los productos lácteos y los azúcares dietéticos refinados”. (Esto lo recojo de manera literal de una fuente secundaria que ha traducido. El término presunta junto a dieta, no es baladí).

En primer lugar, y como premisa de observación bastante básica, decir qué es lo que me choca bastante y es el nombre. El Paleolítico es una jartá de tiempo, amables lectores, y cobija en su rango cronológico varias humanidades, de la que solo sobrevive la nuestra. Los distintos homínidos que se desarrollaron comieron, es verdad, prácticamente lo mismo, desde se hicieran omnívoros. Lo sabemos por la dentición porque los dientes nos dicen muchas cosas, como puede verse en Bones, en el CSI o en cualquier departamento de Paleontología. Pero vamos, que de comer raíces, frutos y carroña no pasaban demasiado. Y eso es lo que se puede inferir aventurando un poco. También que había canibalismo —ya sea ritual, meramente por supervivencia o por el afán de comerse a otro sensu stricto, aunque esto daría para otro escrito—.  Hasta la llegada de los hombres más modernos, nuestros ancestros más cercanos, que aunque llevaran barbacas no eran unos hípster de Malasaña, hace como 600.000 años la caza no pasa a ser un bien en sí mismo de obtención de alimento más o menos fiable. Nos hemos borrado de un plumazo 2 millones de años de Paleolítico. Por eso quizá la nomenclatura también utilizada de dieta del cazador/recolector sea más indicada, siempre bajo mi punto de vista de omnívoro sedentario actual, que no moderno. No es asunto para pasar de puntillas, pues el desarrollo cerebral está íntimamente ligado a las proteínas animales ingeridas, aunque algunos integristas del veganismo nieguen la mayor diciendo que las proteínas necesarias para los requerimientos evolutivos pueden obtenerse, por ejemplo, comiendo un kilo de nueces en vez de medio cuarto de carne. Además indican que la historia evolutiva basada en la proteína animal es una conspiración de los científicos conchabados con la industria cárnica. O que no hace falta teniendo hidratos de carbono a mano. En fin.

Lo segundo que me hace pensar es eso de a lo que estamos predispuestos genéticamente porque es algo que se ha hecho muchos años por nuestros ancestros. Por lógica los mecanismos corporales vienen determinado por lo que dictan nuestros genes, pero a la hora de comer la cosa es más compleja, porque entra en juego, por ejemplo, la flora intestinal o el cocinado (y otras variantes) de los alimentos. Sin ser tan limitante como en otras especies (si nuestro cuerpo lo forman bicho arriba bicho abajo 37 billones de células, los microbios que portamos son 100 billones) hacen que para la correcta adquisición y asimilación de ciertos nutrientes sea necesaria la ayuda bacteriana, a las que portamos en una relación simbiótica. Es más, hay mutaciones genéticas relacionadas con la nutrición  bastante recientes, que hacen que muchas personas adultas asimilen la leche cruda que a priori produce efectos penosos en nuestros estómagos. Bien es verdad que por estos lares los tolerantes a la lactosa son un 40% de la población, y un tercio en la población mundial. Se debería a una mutación que se extendió por Europa a partir de la domesticación que trajo el Neolítico, que hacía que la gente bebiese leche de los animales y no se pusieran malitos. Cuando nos destetamos hay un apagón en el gen de la producción de la lactasa, la enzima que digiere la lactosa, y por eso la leche sienta muy malamente. En algunos individuos, como vemos y en los cuales afortunadamente me incluyo, esta posibilidad de consumir la lactosa se queda hasta el colapso funcional; o sea, hasta que estiramos la patica.  Hay varias hipótesis de porqué pasa esto; parece ser que hay poblaciones que por su exposición al sol y su relación con la asimilación del calcio por la vitamina D y podrían también haber desarrollado esta tolerancia en una mutación totalmente independiente (en África y Oriente Medio). Es una ventaja bastante importante, ya que en tiempos de escasez de alimentos se puede echar mano a la leche. Sea como fuere es un ejemplo de cómo cambios relativamente nuevos, hacen que se adquiera la posibilidad de echarse al gaznate otros alimentos.

La elaboración y el cocinado de los alimentos, una de las más magnificas invenciones del hombre, hace que la carne sea más digerible al igual que muchos vegetales, por ablandar la fibra y en los cereales en particular, debido a su alto contenido en celulosa —eso no lo asimilamos nosotros, si no pareceríamos cabras comiendo papel—. Además aportan calorcito en las duras jornadas invernales y eliminan posibles patógenos. Y el sabor, mejora mucho el sabor, sobre todo en carnes y pescados. Esto no es una variable genética, pero cada pueblo ha adaptado su cocina a rentabilizar lo que tiene disponible. Las más grandes proezas realizadas por la Humanidad han estado siempre relacionadas con el asunto culinario de alguna forma u otra. Desde la Ruta de las Especias hasta la búsqueda del torrezno perfecto. De lo grande a lo pequeño, pero aún más grande. Hemos refinado tanto el hocico, que hoy comemos aire esterificado, helados de lentejas, pizzas del Día% y otras chocantes delicatessens. No se puede negar, y en esto puedo coincidir con veganos, crudívoros, paleocomensales y demás hippies de la manduca, que la industria alimentaria produce cosas bastante malas para la salud. La bollería, los precocinados, las sopas de sobre, los refrescos, los jamones de york que provienen de líquidos viscosos y una larga lista. Larry McCleary nos dice que sobre el 80% de la comida de los estantes de los supermercados en la actualidad no existían hace 100 años. Normal. El desarrollo tecnológico llega a todos los rincones. Este señor, el Dr. McCleary, estudia el cerebro y sus movidas, y claro, nos cuenta que para que el cerebro carbure la alimentación debe ser saludable. Hace 100 años en el orbe occidental la preocupación máxima era qué llevarse a la boca, porque muchas veces no había. Ahora es una locura ir a un súper e intentar elegir, y con la vida tan ajetreada de las gentes, que pese a trabajar muchas horas siempre encuentran cosas que hacer entre medias, claro, se compran lo primero que pillan, y es más, se lo dan a sus hijos. Yo afortunadamente soy de pueblo y al menos algunas veces al año coincide que hay hortalizas de temporada autóctonos, los huevos son de fiar todo el año, y cuando uno se preocupa un poco por lo que come encuentra cosas deliciosas que no han sido demasiado manipuladas. A todo esto yo añado que me encanta la comida procesada. Verán, lo de ser gordo de toda la vida y con una madre un poco obsesionada con eso, le pone a uno en una tesitura de que en casa me escondían la Nocilla. No por mi voracidad, sino para que no se me saltasen la hiel —la jiés—. En vez de bocadillo me daba una manzana colorada —un pero, vaya— para el recreo, para mofa de los crueles niños. Infructuosos fueron los intentos de que en vez de Colacao tomase Nescafé descafeinado (mi actual potingue) o esa aberración llamada Eco. Mi mundanza a Granada, que ya glosé a través de los platos, se convirtió en un descubrimiento de sabores guarripeich y porquerías sin fin. Comer chocolate sin restricciones o Coca Cola todos los días. El paraíso en la Tierra.

Ante este libertinaje —propio y ajeno— hace aparición de esta dieta, como otras tantas imposturas de la modernidad, y esto es ya pura opinión, se encuadra en el amor por un pseudoprimitivismo muy occidental. Querer saltarse —sin hacer una ensoñación o un ejercicio de nostalgia por lo no vivido— el Neolítico de una zancada. Y no seré yo quien diga que esa dichosa revolución supuso un retroceso para la especie, pero la evolución y la historia no son reversibles, vamos a ver. El alimento principal de la humanidad en la actualidad son los cereales, que no viene contemplado en esta dieta, cuando es muy posible que los paleolíticos comiesen granos de espigas como campeones, aunque no en las cantidades posteriores.  Imaginarnos cómo hubiese sido la historia humana sin arroz, sin trigo sin maíz. Si la agricultura y la ganadería condenó al hombre a la esclavitud y al progreso continuo, también le proporcionó tiempo para hacer el vago —a unos más que otros—, y del ocio donde salen el arte, el pensamiento y las cosas que nos gustan. También puede ser que la infelicidad. Los primitivistas también van descalzos, se ejercitan y aprenden habilidades de supervivencia. Desean erradicar “enfermedades de la civilización” como la obesidad, las dolencia cardiovasculares, problemas metabólicos, el estrés y la depresión. Todo ello está muy bien, pero ¿cómo? Si es elección personal, claro que sí, en eso no me meto yo, mas cuando lees algo escrito por convencidos de esta dieta que siempre miran por encima del hombro con una supuesta superioridad moral, pues… Poblaciones muy pequeñas podrían vivir de esta forma, es verdad. Obviar el problema de la superpoblación nos conduce a pensar a que es una dieta para élites primitivistas que han pasado por una ciudad —no veo yo a un señor rural con esta ocurrencia—. Además, la idea de ceñirse a hábitos tan antiguos para sobrevivir subestima el gran poder evolutivo de los humanos. Ese poder evolutivo que es capaz de lo mejor, de lo peor y de lo regular.