En el 88, bajo la negra sombra de la orfandad que me produjo la muerte de Eduardo Haro Ibars y el agobio que suponía el cerrado acoso (con pretensiones de derribo) de Diego Manrique y otros intrépidos cazafascistas (paradójicamente, cuanto más sañudo era el acoso, yo más creía en los tan bienquistos valores de la tolerancia y la corrección política en mi militancia de entonces en el CDS, en comunión espiritual con santos varones del derechohumanismo aledaños al partido suarista, como Pannella o Bandrés –en plena alienación quasi masoca, puse todas las mejillas de mi cuerpo, me echaron del «ABC» por defender la Perestroika y dar palos a la mayoría moral USA y, en tanto, en las pocas actuaciones que logré hacer con mi banda PROYECTO BRONWYN, me tiraban piedras y me gritaban «¡facha de mierda!» bajo la complacencia de eméritos defensores de las libertades como el susodicho D.A.M. o el no menos ínclito Jesús Rodríguez Lenin; cuánta razón tuvo Eduardo al abroncarme por acercarme al centrismo y abandonar mi naturaleza extremista «porque la gente como nosotros sólo puede moverse o con Falange o con HB»-), las tentaciones de tirar la toalla, hacer mutis y quitarme de en medio ante un mundo que parecía decirme a cada momento que estaba de más y que me apease de él eran día a día mayores. Me acabaría salvando Carlos Tena al recogerme en su programa de radio y darme una razón, aunque fuese mínima, para continuar y sentirme aceptado en alguna parte. En ese tiempo, aparte de la providencialidad de Tena, una de las presencias amigas que me ayudó un poco a escapar de tanta presión arbitraria fue Olga Barrio. Aquellos ojos enormes, aquella voz grave, aquel pelo negro y liso, aquella parquedad en las sonrisas (no desde la mueca agria  de una Cristina Tárrega sino desde el rigor, desde una seriedad no acartonada, abierta a la calidez cuando esta venía a qué pero sin concesiones a la bobaliconería babeante de la azafata de concurso o del vendedor de motos inexistentes) iluminaban el último telediario de la noche, o cierto programa sobre libros (donde un personaje famoso charlaba con Olga sobre una determinada obra), o las tertulias de madrugada (cuando Olga sustituyó a Dragó por el escándalo Arrabal).

Yo sospechaba que Olga Barrio era aún más grande de lo que asomaba por la pantalla. Su artículo en el periódico «EL INDEPENDIENTE» apologizando sobre la Revolución desde las antípodas del lugar común y bajo la advocación de Jünger, o los comentarios que me hizo Antonio Zancajo a comienzos de los 90 de su encuentro con ella en el Festival de Valladolid (ella, de presentadora del evento, y él, de cámara de TVE) sobre su simpatía, su radicalismo, su elegancia y su carisma (ella le abordó, al enterarse que Antonio había sido el guitarrista de LA MODE, con un socarrón «pues yo fui una de las chicas de la Inter...» -en efecto, ella se encargaba en aquella singular parrilla de programación de la música clásica, que luego continuaría en RNE y presentando los conciertos sabatinos de TVE2-).

 

 

Olga Barrio era la Cultura. La belleza serena de la Cultura. Como nacida de la cabeza de Alguien. Sin concesiones a la estupidez y a la degradación de la comunicación en los media.

En la reciente biografía de J. Benito Fernández sobre Eduardo Haro Ibars descubrí que el mismo efecto paliativo de angustias que Olga había tenido para mí en aquel horribilis 88, lo había tenido previamente para el propio Eduardo. Transcribo el párrafo:

«Durante la vida de recogimiento Eduardo acostumbra a escuchar la radio, sobre todo en la tranquilidad de la noche. Es oyente del programa diario “A CONTRALUZ”, de Radio 2, de Radio Nacional de España, que dirigen y presentan los melómanos Olga Barrio, una porcelanita que embelesa, y José Luis Téllez, viejo dibujante colaborador de TRIUNFO y POR FAVOR. José Luis y Olga están en el estudio desde las doce y media hasta las tres y media de la madrugada. Un día fatalista Eduardo llama a la radio y habla con la productora Concha Gómez Marco. Le implora que emitan “ADIOS A LA VIDA”, la famosa aria “E LUCEVAN LE STELLE”, de “TOSCA”, de Giacomo Puccini. La acción de la ópera narra los amores de la célebre cantante Floria Tosca y del pintor Mario Cavaradossi, que es condenado a muerte por haber ayudado a un proscrito. Al final el pintor es fusilado y Tosca se tira al Tíber. Eduardo exige que le pongan el aria o de lo contrario también se suicidará, ya que para él “es un acto libre y a menudo hermoso. Es el rechazo de todo, menos de uno mismo: porque el suicida se afirma en la negación de todo lo demás; demuestra a los otros que tiene razón”. Asegura tener el gas abierto y la cabeza a punto de introducirla en el horno. Tanto Téllez como Barrio acceden y le complacen con cuatro versiones seguidas. Tras no haber consumado la amenaza, Eduardo volvió a telefonear a Concha para agradecerle el gesto con gran efusión y Téllez en directo le transmitió ánimos cordiales y le lavó la conciencia.”

Años después, Eduardo dedicará a Olga y a Concha el poema «INVITACION» y, ocasionalmente, aparecerá por su programa de radio como un refugio para náufragos en la madrugada.

Yo creí ver a Olga en la presentación del libro mentado (de ser ella, estaba aún más deslumbrante que en los 80 –Dildo, quien me acompañó al acto, se quedó boquiabierto cuando le dije «fíjate quien ha venido»-), pero, como no tengo costumbre de abordar a quien no he sido debidamente presentado, me quedé con la duda.

Cuando escribo esto, contemplo la única decoración de mi austera y diminuta casa: aquella horrenda maqueta de oro que me dieron en Rockola hace milenios a propósito de Paraíso, en cuyo cristal pegué las dos únicas fotos que poseo de Olga Barrio y su citado artículo «ANGELUS NOVUS». Supongo que suena un poco grimoso, como a altarcito de psicópata cutre de telefilm de Antena 3, pero es mi manera de homenajear permanentemente a alguien que me alegró con su mera existencia una época bastante triste; que me mostró que, aparte de Eduardo, había más gente estupenda, mágica, intensa, en un mundo cada vez más abocado a la entropía del pensamiento, a la felicidad unidimensional, a la belleza horrorosa de los alois, de los lobotomizados, de los castrados de alma y mente. No es casual que una de las primeras conversaciones que tuve con Rafa, el maestro zen, fuese a propósito de Olga Barrio, a quien reconoció inmediatamente al verla en la pared y añoró con su siempre cabal concisión: «TODA UNA MUJER».