MÁRTIRES
(Del lat.
martyr, -y̆ris, y este del gr. μάρτυς, -υρος: testigo/s)
por Dildo de Sollado
Pocas
figuras históricas (o no) producen tanta fascinación como los mártires.
Primero, porque sus andanzas poseen un fuerte componente morboso, en los
límites del sadomasoquismo, derribando fronteras entre Tierra, Cielo e
Infierno. Un fenómeno que se explora muy a lo bestia, pero se explora al fin y
al cabo, en la película que me dio la peregrina idea de hacer este artículo:
“MARTYRS” (Pascal Laugier, 2008), una pequeña joya del “torture porn” sobre una especie de secta que secuestra niñas y
jovencitas para convertirlas en mártires. Las crudas imágenes de este filme
suponen, a su vez, un auténtico martirio para el espectador: no en vano, en su
día muchos no aguantaron su visionado y salieron por patas de la sala de
proyección... y en el festival de Sitges llegaron a poner ambulancias en la
puerta del cine donde se celebró el pase de prensa de esta película que, en el
fondo, no deja de ser una exhibición de atrocidades gratuitas presentada con
una excusa interesante: la consecución del Conocimiento Supremo a través del
Dolor.
Pero
amén del componente erótico, los mártires también fascinan por su sustrato
heroico: da igual cuál sea su creencia, esa superación del dolor corporal
extremo por la defensa de una causa, ese supremo sacrificio, los convierte a
nuestros ojos en seres sobrehumanos, en una suerte de superfaquires cuyo
aguante se ve todavía con más incredulidad y admiración desde esta era de
anestesias y analgésicos.
En
su ensayo “UBER DEN SCHMERZ” (1934), Ernst Jünger definió el dolor como “el examen más duro en esa cadena de
exámenes que solemos llamar vida” y no hay duda de que, en esa evaluación,
los mártires aprobaron con Matrícula de Honor porque, como dice el sabio de
Heidelberg, “cuando nos acercamos a los
puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él
logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde
tras su dominio”.
En
las siguientes líneas, me he tomado la libertad y la licencia de hacer mi
propio top 10 de mártires, numerados por orden cronológico y acompañado, cada
uno de ellos, por una banda sonora “ad
hoc”, a modo de drónica marcha fúnebre, que sonará cada vez que metais los
dedos en las llagas correspondientes de cada ilustración. Suena un poco frívolo
esto de establecer jerarquías en un asunto de tal envergadura, así que, antes
de empezar, debo aclarar que todos los mártires son igualmente dignos de
respeto (incluso, hilando muy fino, podríamos atrevernos a decir que todos
nosotros somos mártires por el simple hecho de nacer, vivir y morir: el verdugo
Tiempo nos va martirizando lentamente, destrozándonos los cuerpos hasta que,
antes o después, nos llega nuestro particular San Martín o, lo que es lo mismo,
Por
otro lado, he intentado que haya una representación amplia de todo tipo de
torturadores: a veces son inquisidores católicos, otras, califas musulmanes o
milicianos republicanos o reyes franceses o taikos nipones. Da un poco igual.
En todas partes cuecen habas. Y el que esté libre de pecado, que tire la
primera piedra. En cualquier caso, a nivel cósmico cabe considerar al torturador
y al torturado como dos caras de una misma moneda. Aunque él lo ignore, lo que
hace el verdugo es liberar al mártir y condenarse a sí mismo. Eso, cuando el
verdugo no es el propio mártir.
En
este texto, en suma, lo que intento destacar por encima de todo es el poder
transmutador del sufrimiento de ciertos seres que se encuentran en un estado de
conciencia excepcional, más allá del dolor y del placer. Porque, como bien se
decía en
1) SAN POLICARPO DE ESMIRNA (quemado vivo
en la hoguera).
Este
santo mártir de
Según
consta en su “ACTA DE MARTIRIO”, San Policarpo no sólo aguantó la tortura de
las llamas sin pestañear, viendo cómo su carne se chamuscaba mientras rezaba
tranquilamente en voz alta, sino que, antes incluso del castigo, se dirigió a
su ejecutor (el procónsul) y le espetó: “Vengan a mi los leones y todos los
tormentos que vuestro furor invente, me alegrarán las heridas, y los suplicios
serán mi gloria, y mediré mis méritos por la intensidad del dolor”. Y al
contestarle el procónsul que su castigo sería morir en la hoguera, respondió: “Me amenazas con un fuego que dura una hora,
y luego se apaga, y te olvidas del juicio venidero y del fuego eterno, en el
que arderán para siempre los impíos. ¿Pero a qué tantas palabras? Ejecuta
pronto en mi tu voluntad, y si hallas un nuevo género de suplicio, estrénalo en
mi”. Pero el procónsul, que no debía tener mucha imaginación, simplemente
lo condenó a ser quemado vivo.
Como
última voluntad, Policarpo no quiso ser atado a una columna de hierro, como se
solía hacer con otros condenados para que no salieran por patas, sino que, a
petición propia, subió a la hoguera él solito y allí permaneció, rezando, hasta
ser devorado por las llamas.
2) CECILIA DE ROMA (ahogada, frita y
medio decapitada).
Según
el “MARTYROLOGIUM HIERONYMIANUM”, esta mujer, también conocida como Santa
Cecilia, fue una romana de alta cuna (nacida en una familia senatorial de los
Metelos) que vivió en una fecha no comprobada con exactitud, pero que oscila
entre los años 180 y 230.
Tras
convertirse al cristianismo en su más tierna infancia, decidió entregar su
virginidad a Dios. Por eso, cuando sus padres la obligaron a casarse con el
joven noble pagano Valerius, ella le pidió a su marido que respetara su
celibato y que, ya puestos, recibiera el sacramento del Bautismo. Valerius
obedeció y, unos días más tarde, el prefecto Turcio Almaquio lo condenó a
muerte (a él y también a su hermano) debido a su conversión.
Poco
después le tocó el turno a Cecilia, que fue condenada a morir ahogada en el
baño de su propia casa. Pero, por más que el verdugo la hundía en el agua,
Cecilia no se moría, así que el prefecto ordenó que la sumergieran en un
recipiente con aceite hirviendo; y así lo hicieron, pero Cecilia no sólo no se
quemó, sino que exteriorizó todos los síntomas de estar en pleno éxtasis
místico, completamente ajena al suplicio. En otro mundo. Desesperado, el
prefecto ordenó que la decapitaran en el acto, pero, tras darle tres fuertes
golpes de espada en el cuello, el verdugo no fue capaz de separar la cabeza del
tronco de Cecilia. Asustado por la resistencia y la expresión divina de la
mártir, el verdugo huyó despavorido, dejando a Cecilia vivita y coleando,
aunque postrada en un charco de su propia sangre, que salía a borbotones de su
cuello. Aún así, Cecilia sobrevivió tres días más, durante los cuales se
dedicó, moribunda, a dar limosnas a los pobres y a arreglarlo todo para que su
casa fuera transformada en templo. Posteriormente, el Papa Urbano I la enterró
en la catacumba de Calixto I, donde se sepultaba a obispos y confesores.
3) SANTAS JUSTA Y RUFINA (tras
innumerables martirios, una murió agotada y la otra degollada).
Dos
hermanas nacidas en Sevilla en los años 268 y 270, en una familia humilde pero
de sólidas convicciones cristianas, cosa harto peligrosa en un tiempo en que
España se hallaba dominada por los romanos.
El
caso es que, en aquella época, se celebraban fiestas anuales en honor de Venus,
para recordar su tristeza tras la muerte
de Adonis, y se hacían procesiones paseando estatuas de los ídolos y pidiendo
donativos. Cuando una procesión llegó a casa de Justa y Rufina, las santas no
sólo se negaron a adorar al ídolo, sino que agarraron al ídolo y lo rompieron
en mil pedazos. Diogeniano, prefecto de Sevilla, mandó detener a las hermanas,
las interrogó y les hizo una oferta que (creía él) no podrían rechazar: si
idolatraban a los ídolos las cubriría de gloria y generosas recompensas, pero
si insistían en proclamar su fe cristiana las torturaría. Justa y Rufina
contestaron: “Nosotras sólo adoramos a
Jesucristo”, así que el prefecto las condenó a ser torturadas hasta la
muerte.
El
suplicio empezó con “el potro”: las
santas fueron atadas de pies y manos a sendas superficies conectadas a unos
tornos que, al ser girados, tiraban de sus extremidades en sentidos diferentes,
para dislocarlas. Acto seguido, las carnes de las dos hermanas fueron
penetradas por garfios de hierro. Ellas no soportaron los terribles dolores con
resignación, sino con fervorosa alegría: cuanto más terrible era la tortura más
jovial era el estado de ánimo de Justa y Rufina. Al darse cuenta de este
singular fenómeno, el prefecto ordenó que las encerraran en una mazmorra
helada, y que las hicieran pasar hambre y sed, pero ellas soportaron tales penurias
sumergiéndose en un profundo trance (esto no es ningún misterio: está
demostrado científicamente que la persona que está rezando o meditando de
verdad necesita muy poco para sobrevivir).
Ya
un poco mosca con la inhumana resistencia de sus prisioneras, el prefecto optó
por llevárselas con él a un viaje a Sierra Morena, ordenando que le siguieran a
pie y descalzas sobre el camino de afilados guijarros; sin embargo, a juzgar
por la expresión estática de las santas, cualquiera diría que estaban paseando
sobre una alfombra de rosas.
A la
vuelta, el prefecto devolvió a las jóvenes a su cárcel (recordemos que Justa
tenía 19 años y Rufina sólo 17), de nuevo privadas de comida y bebida. Santa
Justa no aguantó más y decidió abandonar su cuerpo. Así que el prefecto,
frotándose las manos, ordenó que la tiraran a un pozo. Y a Rufina la dejó en la
mazmorra, agasajándola con más torturas y privaciones. Pero la adolescente,
pese a su soledad y a su martirio, parecía estar en la gloria.
Harto
de la actitud y del estado sobrehumano de la santa, el prefecto mandó llevarla
al anfiteatro y arrojarla a un furioso y hambriento león para que se la comiera
cruda. Pero, al ver a Rufina, la bestia se acercó a ella y, moviendo la cola,
le lamió los harapos como si fuera un gatito. Fuera de sí, el prefecto dio la
orden de degollar a la mártir y así se hizo. Pero, como aún no se fiaba de que
su resplandeciente cadáver estuviera realmente muerto, mandó quemarlo hasta
reducirlo a cenizas. Así, de paso, evitaba que sus restos fueran venerados.
Corría el año 287.
Las
precauciones tomadas por el prefecto no sirvieron para nada. Pocas décadas
después, el obispo San Sabino (no confundir con el mártir al que le cortaron
las manos; este Sabino es el que consiguió dominar las aguas de una corriente
salvaje del río Po); pues el obispo San Sabino, decía, sacó del pozo el cadáver
de Santa Justa y recogió las cenizas de Santa Rufina, enterrándolas por fin
juntas. Desde entonces, el culto a estas mártires se extendió por todo el
mundo, e incluso se llegó a levantar un templo en honor a Santa Justa en
Toledo.
4) SANTOS COSME Y DAMIÁN (ahogados,
quemados, crucificados y asaetados).
Nacieron
en Arabia, pero viajaron a Siria para aprender ciencias en general y medicina
en particular, estableciéndose después en Egea (Cilicia) para ejercer como
médicos y hacer proselitismo cristiano. Bueno, más que médicos, Cosme y Damián
eran “santos curanderos anargiros”, o
sea, que no cobraban por sus servicios médicos y utilizaban métodos poco
ortodoxos (o, si quieren, sobrenaturales) para sanar a los enfermos.
Más
por sus sermones que por sus curas, la pareja de santos fue arrestada por el
gobernador de Cilicia hacia el año 300, durante la persecución de Diocleciano,
la caza de cristianos más sangrienta realizada durante el Imperio Romano.
Por
supuesto, fueron condenados a muerte. Pero, antes de ser ejecutados, pasaron
por diferentes suplicios: los arrojaron al agua atados a gruesas piedras (por
eso, de forma un tanto sardónica, son los patronos de los trabajadores de los
balnearios), los quemaron en la hoguera y los crucificaron. Pero cuenta la
leyenda que ninguna de estas torturas les infligió el menor daño. Es más,
cuando estaban clavados en las cruces, la multitud los apedreó, pero las
piedras, sin tocar a los mártires, rebotaban y golpeaban a los que las habían
tirado y que las flechas disparadas por los arqueros esquivaban solitas los
cuerpos de los santos. Ante este panorama, sus verdugos decidieron decapitar a
Cosme y Damián. Y no, esta vez no se obró ningún milagro: sus cabezas rodaron
sobre la hierba.
Después,
los cuerpos (y las cabezas) de los mártires fueron trasladados a Siria y
sepultados en Ciro.
Años
más tarde, el emperador Justiniano, que se había curado de una terrible
enfermedad gracias a los mártires, engrandeció y fortificó la ciudad de Ciro.
Por lo demás, las reliquias de estos santos son veneradas en Roma y en muchas
otras partes del mundo. De hecho, si
juntáramos todas ellas, podríamos dar forma a unos doce esqueletos completos.
La multiplicación de los huesos: toda una lección de anatomía sobrenatural. Por
si fuera poco, Cosme y Damián siguieron ejerciendo de curanderos desde el Más
Allá, tal y como asegura San Gregorio de Tours en su libro “DE GLORIA MARTYRUM”
(siglo VI): “Muchos refieren que estos
santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer y,
luego que lo ejecutan, se encuentran curados”.
5) AL-HALLAY (ahorcado, descuartizado y
carbonizado).
Vino
al mundo en al-Bayda (actual Irán) como Abu I-Muzig al-Husayn ibn Mansur, pero fue
conocido como Al-Hallay o Al-Hallaj “El
Cardador” para los amigos. Fue un místico sufí de excepcional importancia
que, aunque partió de métodos de oración convencionales, poco a poco se fue
alejando de la ortodoxia islámica para reivindicar una espiritualidad libre y
abierta, alejada de rituales e intermediarios. Temerariamente, pero empujado
por la visión de una Verdad que no se podía callar, empezó a dar discursos
públicos en los que ponía en duda la dualidad entre “Alá” y “El Que Reza”,
muy bien plasmado en uno de sus mejores poemas, que hoy se pone como ejemplo en
todas las tradiciones místicas:
“Yo he visto a mi Señor por el ojo del
corazón.
Y yo pregunté: ¿Quién eres Tú?
Y él me respondió: Tú”.
Un
diálogo que podría resumirse con su lapidaria frase en árabe: “Ana’l-Haqq” (“Yo Soy
Sucedió
en el año 922 de la era cristiana.
Tras
un rápido juicio, Al-Hallaj fue condenado a muerte.
Se dice
que, cuando fue ahorcado y crucificado en público, seguía pronunciando su lema “Yo Soy
Al día
siguiente, sus verdugos, tal vez temerosos de que pudiera resucitar, quemaron
sus restos y tiraron sus cenizas al viento. Pero ni aún así consiguieron callar
su boca.
Hoy,
más de cuatro siglos después, sus sabias palabras son pronunciadas en todas las
lenguas del mundo: “Alá me ha vaciado de
todo menos de sí mismo”.
6) LOS TEMPLARIOS DE PARÍS (tortura del
agua, bota de hierro y otros suplicios).
Hasta
entonces eran el ejército del Papa, pero a principios del siglo XIV, el rey de
Francia (Felipe IV “el Hermoso”),
sediento de poder absolutista, quiso quitar de en medio a los Caballeros del
Temple. Para ello tuvo la colaboración del dócil Papa Clemente V y de los
corruptos dominicos. En principio, sometió a los Templarios a distintas
humillaciones, bajo el pretexto de que un tal Esquino Floriano (delincuente
habitual y soplón empedernido que aseguraba haber sido confidente de un
templario en las mazmorras de Tolosa) juró y perjuró que en
Tras
una investigación de pacotilla, en 1307
En
las mazmorras de París, 138 Caballeros del Temple fueron interrogados mientras
eran sometidos a la “tortura del agua”:
el procesado se inmovilizaba sobre una mesa, le metían un trapo largo por la
boca (que le llegaba casi al estómago) y le echaban agua en abundancia.
Después, sacaban el trapo con fuerza y de un tirón, produciéndole al
desgraciado un terrible dolor. Otros, fueron torturados con “la bota de hierro”: unas cuñas se
ajustaban a piernas, rodillas y tobillos, que el verdugo golpeaba con un
martillo enorme, tras cada pregunta del inquisidor; las cuñas laceraban la
carne y aplastaban los huesos, a veces haciendo chorrear la médula. ¿Resultado
de estos y otros suplicios? 134 de los 138 interrogados confesaron todas las
cargas acusatorias. Cabe imaginarse el desmesurado “temple” que tenían los cuatro que no “cantaron”, que son los que, en realidad, debemos considerar
genuinos mártires. Pero el resto, cantaron como mirlos porque, como gritó uno
de los interfectos: “¡No me siento capaz
de soportar ni un momento más esta amarga prueba! ¡Díganme de lo que van a
acusarme, señores comisarios, que estoy dispuesto a confesarme autor de la
muerte del mismísimo Jesucristo!”.
Poco
después, los acusados fueron llevados a la hoguera, que fue otra tortura china
(o, mejor dicho, gabacha), pues fueron colocados sobre unas pilas de leños de
combustión lenta, para que la agonía fuera más larga y penosa.
Entre
las llamas, los templarios murieron proclamando a viva voz su inocencia y la
injusticia que se cometía contra su Orden. Finalmente, se pusieron en manos de
Dios.
En
aquel momento, todos ellos se transmutaron en mártires.
7) LOS MÁRTIRES DE NAGASAKI (mutilados,
crucificados y atravesados).
Aunque
en un principio el shogunato y el gobierno imperial japonés aceptaron el
cristianismo por motivos económicos (pretendían iniciar comercio con Europa) y
para, de paso, reducir el gran poder de los monjes budistas, se asustaron al
comprobar que, tras convertir al catolicismo a gran parte de la población, los
españoles habían tomado las riendas en Filipinas. Por eso, de la noche a la
mañana prohibieron terminantemente las ceremonias cristianas y ejecutaron a
cualquier “zampahostias” que no
quisiera abandonar su fe. Este fue el motivo de que el taiko Toyotomi Hideyoshi
condenara a muerte a 26 cristianos: cinco misioneros europeos franciscanos, un
franciscano mexicano, tres jesuitas japoneses y diecisiete laicos japoneses,
incluidos tres niños.
Para
empezar el martirio, a todos y cada uno de ellos les cortaron la oreja
izquierda y así, ensangrentados y medio desnudos, fueron llevados en pleno
invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para aleccionar a la
población sobre los peligros de profesar la fe cristiana.
Llegaron
a Nagasaki el 5 de febrero de 1597 y fueron escoltados por soldados hasta lo
alto de la colina Nishizaka, en las afueras de la ciudad. Allí, los ataron a
las cruces con cuerdas y cadenas en pies y brazos y los sujetaron al madero con
una argolla de hierro al cuello. Acto seguido, los soldados alzaron las cruces
y se dedicaron a hurgar en la carne de los mártires con sus lanzas para
provocarles dolor e ir matándolos poco a poco.
Entre
cruz y cruz había una distancia de metro y medio.
4.000
cristianos contemplaron horrorizados la matanza, rompiendo el cordón policial y
siendo castigados duramente por los soldados: así, la sangre de algunos de los
espectadores se llegó a mezclar con la de los mártires, haciendo correr un
auténtico río de sangre.
Entre
los 26 crucificados estaban San Pablo Miki (un gran predicador, que sólo calló
cuando una lanza le atravesó el corazón) o San Antonio Deynan, un chaval de 13
años que, tras invocar a Jesús, María y José, clavó su mirada en el cielo y
murió cantando salmos, pese a las profundas heridas de lanza y a que su madre
lloraba y se desgañitaba al pie de la cruz.
En
1952, los 26 mártires fueron canonizados
y en 1962 se les construyó un inmenso monumento en Nagasaki, con dos
inscripciones en latín: “Deus in itinere”
y “Sursum corda”.
8) JUAN DUARTE MARTÍN (torturado,
castrado, destripado, quemado y fusilado).
Estamos
hablando de un seminarista de 20 años ajusticiado por las milicias republicanas
en
Así
comenzó el calvario de Duarte: ocho escalofriantes días y ocho interminables
noches de suplicio, durante los cuales jamás renegó de su fe, pese a las
dolorosísimas torturas de las que fue objeto: palizones de tres horas,
introducción de cañas bajo las uñas, humillación callejera en forma de paseos
aderezados con collejas y bofetones, descargas eléctricas en los genitales...
El
seminarista tenía voto de castidad y, pese a que sus torturadores lo tentaron
con una chica de 16 años, él la rechazó, así que los milicianos agarraron una
navaja de afeitar y le cortaron de cuajo el pene y los testículos. Al poco
rato, la adolescente se paseó ufana por todo el pueblo, mostrando los
testículos del seminarista en la mano como si fueran un trofeo.
Tras
la castración, los milicianos aún siguieron castigando el cuerpo del mártir
durante varios días más, hasta dejarlo moribundo y con las piernas rotas. Así,
con el cuerpo hecho un trapo pero el espíritu más fuerte que nunca, los
milicianos llevaron a Juan al arroyo Bujía, lo tumbaron en el suelo, lo abrieron
en canal con un hacha como si fuera un cerdo, rociaron sus tripas con gasolina
y le prendieron fuego. Pero Duarte seguía vivo y, con expresión extática, dijo:
“Yo os perdono y pido a Dios que os
perdone... ¡Viva Cristo Rey!”.
Tras
su muerte, los milicianos dejaron su cadáver donde estaba y aún siguieron
disparándole durante varios días, no sé si por aburrimiento o por miedo a que
el mártir volviera de entre los muertos.
9) THÍCH QUANG DÚC (autoinmolado a lo
bonzo).
La
peculiaridad de este monje budista mahayana vietnamita es que él fue su propio
torturador y verdugo, cosa que resulta terriblemente coherente con la filosofía
budista (y que hoy se sigue practicando) que, como es obvio, juega en otra liga
que la cristiana. Los motivos de Thích, no obstante, eran los típicos de
cualquier mártir: defender su religión. En concreto, quería protestar por las
persecuciones que sufrían los budistas por parte del gobierno de Ngô Dình Diêm
en vísperas de
Mientras
las llamas consumían su cuerpo, Thích permaneció totalmente concentrado y no
movió ni un solo dedo.
Para
bien o para mal, pasaba por allí el periodista y fotógrafo neoyorquino Malcolm
Browne, que sacó varias fotos del martirio de Thích, fotos que se hicieron
famosas en los cinco continentes y gracias a las cuales su autor ganó un premio
Pulitzer. Consecuencia: devaluada por la erosión postmoderna, la imagen de Dúc
en llamas se convirtió casi en un icono pop, que llegó incluso a decorar
portadas de artefactos tan insustanciales como el debut de la banda de rap
metal californiano Rage Against The Machine.
Pero
aquí lo que importa es que, tras su funeral, los restos de Thích fueron
reducidos a cenizas... pero su corazón no se quemó, por eso es conservado como
una reliquia. Desde entonces, Thích es venerado como bodhisattva por los
budistas en Vietnam y buena parte del extranjero. Y yo, cada vez que veo la
popular foto de Thích y recuerdo su humeante final, recuerdo aquella lapidaria
frase del maestro zen Soyen Shaku: “Mi corazón arde como fuego, pero mis ojos
están fríos como cenizas muertas”.
10) UGUR YÜKSEL (martirizado con
cuchillos).
Uno
de los tres cristianos ejecutados el 18 de abril de 2007 en Malatya (Turquía)
por trabajar en una editorial de corte evangélico.
Sus verdugos
fueron unos activistas radicales islámicos que torturaron e interrogaron a los
editores durante horas... antes de matar a dos de ellos (el alemán Tilman Geske
y el turco Necati Aydin). Ugur, por su parte, aguantó el suplicio como un
jabato, negándose en todo momento a renegar de su fe, y salió vivo del trance,
siendo trasladado al hospital en un estado realmente lamentable.
Tras
una larga operación, el cirujano Murat Ugras trató de salvar a Ugur de forma
desesperada, pero fue misión imposible: “Su
pene, sus testículos, su ano y su espalda estaban agujereados por decenas de
cuchilladas y sus dedos habían sido cortados hasta los huesos. Es evidente que
las heridas fueron hechas para torturarle”, afirmó el doctor.
Y,
acto seguido, procedió a firmar el certificado de defunción de uno de los
escasos mártires cristianos que ha dado este incoloro, indoloro e insípido
siglo XXI.