MÁRTIRES

(Del lat. martyr, -y̆ris, y este del gr. μρτυς, -υρος: testigo/s)

 

por Dildo de Sollado

 

Pocas figuras históricas (o no) producen tanta fascinación como los mártires. Primero, porque sus andanzas poseen un fuerte componente morboso, en los límites del sadomasoquismo, derribando fronteras entre Tierra, Cielo e Infierno. Un fenómeno que se explora muy a lo bestia, pero se explora al fin y al cabo, en la película que me dio la peregrina idea de hacer este artículo: “MARTYRS” (Pascal Laugier, 2008), una pequeña joya del “torture porn” sobre una especie de secta que secuestra niñas y jovencitas para convertirlas en mártires. Las crudas imágenes de este filme suponen, a su vez, un auténtico martirio para el espectador: no en vano, en su día muchos no aguantaron su visionado y salieron por patas de la sala de proyección... y en el festival de Sitges llegaron a poner ambulancias en la puerta del cine donde se celebró el pase de prensa de esta película que, en el fondo, no deja de ser una exhibición de atrocidades gratuitas presentada con una excusa interesante: la consecución del Conocimiento Supremo a través del Dolor.

Pero amén del componente erótico, los mártires también fascinan por su sustrato heroico: da igual cuál sea su creencia, esa superación del dolor corporal extremo por la defensa de una causa, ese supremo sacrificio, los convierte a nuestros ojos en seres sobrehumanos, en una suerte de superfaquires cuyo aguante se ve todavía con más incredulidad y admiración desde esta era de anestesias y analgésicos. 

En su ensayo “UBER DEN SCHMERZ” (1934), Ernst Jünger definió el dolor como “el examen más duro en esa cadena de exámenes que solemos llamar vida” y no hay duda de que, en esa evaluación, los mártires aprobaron con Matrícula de Honor porque, como dice el sabio de Heidelberg, “cuando nos acercamos a los puntos en que el ser humano se muestra a la altura del dolor o superior a él logramos acceder a las fuentes de que mana su poder y al secreto que se esconde tras su dominio”.

En las siguientes líneas, me he tomado la libertad y la licencia de hacer mi propio top 10 de mártires, numerados por orden cronológico y acompañado, cada uno de ellos, por una banda sonora “ad hoc”, a modo de drónica marcha fúnebre, que sonará cada vez que metais los dedos en las llagas correspondientes de cada ilustración. Suena un poco frívolo esto de establecer jerarquías en un asunto de tal envergadura, así que, antes de empezar, debo aclarar que todos los mártires son igualmente dignos de respeto (incluso, hilando muy fino, podríamos atrevernos a decir que todos nosotros somos mártires por el simple hecho de nacer, vivir y morir: el verdugo Tiempo nos va martirizando lentamente, destrozándonos los cuerpos hasta que, antes o después, nos llega nuestro particular San Martín o, lo que es lo mismo, la Liberación). Si he escogido a estos mártires en concreto, digo, es porque sus leyendas me resultan gráficas e ilustrativas; y si he excluido a otros, es por razones de espacio y selección natural. Por ejemplo, Cristo, pese a ser un mártir de gran importancia, queda fuera porque su historia es archiconocida: entre otras obras, su calvario está plasmado de forma muy explícita en el magistral filme de casquería espiritual “The Passion of the Christ” (Mel Gibson, 2004).

Por otro lado, he intentado que haya una representación amplia de todo tipo de torturadores: a veces son inquisidores católicos, otras, califas musulmanes o milicianos republicanos o reyes franceses o taikos nipones. Da un poco igual. En todas partes cuecen habas. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. En cualquier caso, a nivel cósmico cabe considerar al torturador y al torturado como dos caras de una misma moneda. Aunque él lo ignore, lo que hace el verdugo es liberar al mártir y condenarse a sí mismo. Eso, cuando el verdugo no es el propio mártir.

En este texto, en suma, lo que intento destacar por encima de todo es el poder transmutador del sufrimiento de ciertos seres que se encuentran en un estado de conciencia excepcional, más allá del dolor y del placer. Porque, como bien se decía en la Epístola Pastoral de la Iglesia de Esmirna, “los mártires nos probaron a todos nosotros que en la hora del tormento se hallaban ausentes de la carne”.

 

 

 

 

1) SAN POLICARPO DE ESMIRNA (quemado vivo en la hoguera).

Este santo mártir de la Iglesia primitiva (considerado como padre apostólico o conocedor en vida de algunos de los apóstoles) fue ejecutado en el año 155 de la era cristiana, durante el gobierno del emperador Antonino Pío, por no querer renegar de Cristo ni jurar por la fortuna del César.

Según consta en su “ACTA DE MARTIRIO”, San Policarpo no sólo aguantó la tortura de las llamas sin pestañear, viendo cómo su carne se chamuscaba mientras rezaba tranquilamente en voz alta, sino que, antes incluso del castigo, se dirigió a su ejecutor (el procónsul)  y le espetó: “Vengan a mi los leones y todos los tormentos que vuestro furor invente, me alegrarán las heridas, y los suplicios serán mi gloria, y mediré mis méritos por la intensidad del dolor”. Y al contestarle el procónsul que su castigo sería morir en la hoguera, respondió: “Me amenazas con un fuego que dura una hora, y luego se apaga, y te olvidas del juicio venidero y del fuego eterno, en el que arderán para siempre los impíos. ¿Pero a qué tantas palabras? Ejecuta pronto en mi tu voluntad, y si hallas un nuevo género de suplicio, estrénalo en mi”. Pero el procónsul, que no debía tener mucha imaginación, simplemente lo condenó a ser quemado vivo.

Como última voluntad, Policarpo no quiso ser atado a una columna de hierro, como se solía hacer con otros condenados para que no salieran por patas, sino que, a petición propia, subió a la hoguera él solito y allí permaneció, rezando, hasta ser devorado por las llamas.

 

 

2) CECILIA DE ROMA (ahogada, frita y medio decapitada).

Según el “MARTYROLOGIUM HIERONYMIANUM”, esta mujer, también conocida como Santa Cecilia, fue una romana de alta cuna (nacida en una familia senatorial de los Metelos) que vivió en una fecha no comprobada con exactitud, pero que oscila entre los años 180 y 230.

Tras convertirse al cristianismo en su más tierna infancia, decidió entregar su virginidad a Dios. Por eso, cuando sus padres la obligaron a casarse con el joven noble pagano Valerius, ella le pidió a su marido que respetara su celibato y que, ya puestos, recibiera el sacramento del Bautismo. Valerius obedeció y, unos días más tarde, el prefecto Turcio Almaquio lo condenó a muerte (a él y también a su hermano) debido a su conversión.

Poco después le tocó el turno a Cecilia, que fue condenada a morir ahogada en el baño de su propia casa. Pero, por más que el verdugo la hundía en el agua, Cecilia no se moría, así que el prefecto ordenó que la sumergieran en un recipiente con aceite hirviendo; y así lo hicieron, pero Cecilia no sólo no se quemó, sino que exteriorizó todos los síntomas de estar en pleno éxtasis místico, completamente ajena al suplicio. En otro mundo. Desesperado, el prefecto ordenó que la decapitaran en el acto, pero, tras darle tres fuertes golpes de espada en el cuello, el verdugo no fue capaz de separar la cabeza del tronco de Cecilia. Asustado por la resistencia y la expresión divina de la mártir, el verdugo huyó despavorido, dejando a Cecilia vivita y coleando, aunque postrada en un charco de su propia sangre, que salía a borbotones de su cuello. Aún así, Cecilia sobrevivió tres días más, durante los cuales se dedicó, moribunda, a dar limosnas a los pobres y a arreglarlo todo para que su casa fuera transformada en templo. Posteriormente, el Papa Urbano I la enterró en la catacumba de Calixto I, donde se sepultaba a obispos y confesores.

 

 

3) SANTAS JUSTA Y RUFINA (tras innumerables martirios, una murió agotada y la otra degollada).

Dos hermanas nacidas en Sevilla en los años 268 y 270, en una familia humilde pero de sólidas convicciones cristianas, cosa harto peligrosa en un tiempo en que España se hallaba dominada por los romanos.

El caso es que, en aquella época, se celebraban fiestas anuales en honor de Venus, para recordar su tristeza tras la  muerte de Adonis, y se hacían procesiones paseando estatuas de los ídolos y pidiendo donativos. Cuando una procesión llegó a casa de Justa y Rufina, las santas no sólo se negaron a adorar al ídolo, sino que agarraron al ídolo y lo rompieron en mil pedazos. Diogeniano, prefecto de Sevilla, mandó detener a las hermanas, las interrogó y les hizo una oferta que (creía él) no podrían rechazar: si idolatraban a los ídolos las cubriría de gloria y generosas recompensas, pero si insistían en proclamar su fe cristiana las torturaría. Justa y Rufina contestaron: “Nosotras sólo adoramos a Jesucristo”, así que el prefecto las condenó a ser torturadas hasta la muerte.

El suplicio empezó con “el potro”: las santas fueron atadas de pies y manos a sendas superficies conectadas a unos tornos que, al ser girados, tiraban de sus extremidades en sentidos diferentes, para dislocarlas. Acto seguido, las carnes de las dos hermanas fueron penetradas por garfios de hierro. Ellas no soportaron los terribles dolores con resignación, sino con fervorosa alegría: cuanto más terrible era la tortura más jovial era el estado de ánimo de Justa y Rufina. Al darse cuenta de este singular fenómeno, el prefecto ordenó que las encerraran en una mazmorra helada, y que las hicieran pasar hambre y sed, pero ellas soportaron tales penurias sumergiéndose en un profundo trance (esto no es ningún misterio: está demostrado científicamente que la persona que está rezando o meditando de verdad necesita muy poco para sobrevivir).

Ya un poco mosca con la inhumana resistencia de sus prisioneras, el prefecto optó por llevárselas con él a un viaje a Sierra Morena, ordenando que le siguieran a pie y descalzas sobre el camino de afilados guijarros; sin embargo, a juzgar por la expresión estática de las santas, cualquiera diría que estaban paseando sobre una alfombra de rosas.

A la vuelta, el prefecto devolvió a las jóvenes a su cárcel (recordemos que Justa tenía 19 años y Rufina sólo 17), de nuevo privadas de comida y bebida. Santa Justa no aguantó más y decidió abandonar su cuerpo. Así que el prefecto, frotándose las manos, ordenó que la tiraran a un pozo. Y a Rufina la dejó en la mazmorra, agasajándola con más torturas y privaciones. Pero la adolescente, pese a su soledad y a su martirio, parecía estar en la gloria.

Harto de la actitud y del estado sobrehumano de la santa, el prefecto mandó llevarla al anfiteatro y arrojarla a un furioso y hambriento león para que se la comiera cruda. Pero, al ver a Rufina, la bestia se acercó a ella y, moviendo la cola, le lamió los harapos como si fuera un gatito. Fuera de sí, el prefecto dio la orden de degollar a la mártir y así se hizo. Pero, como aún no se fiaba de que su resplandeciente cadáver estuviera realmente muerto, mandó quemarlo hasta reducirlo a cenizas. Así, de paso, evitaba que sus restos fueran venerados. Corría el año 287.

Las precauciones tomadas por el prefecto no sirvieron para nada. Pocas décadas después, el obispo San Sabino (no confundir con el mártir al que le cortaron las manos; este Sabino es el que consiguió dominar las aguas de una corriente salvaje del río Po); pues el obispo San Sabino, decía, sacó del pozo el cadáver de Santa Justa y recogió las cenizas de Santa Rufina, enterrándolas por fin juntas. Desde entonces, el culto a estas mártires se extendió por todo el mundo, e incluso se llegó a levantar un templo en honor a Santa Justa en Toledo.

 

 

4) SANTOS COSME Y DAMIÁN (ahogados, quemados, crucificados y asaetados).

Nacieron en Arabia, pero viajaron a Siria para aprender ciencias en general y medicina en particular, estableciéndose después en Egea (Cilicia) para ejercer como médicos y hacer proselitismo cristiano. Bueno, más que médicos, Cosme y Damián eran “santos curanderos anargiros”, o sea, que no cobraban por sus servicios médicos y utilizaban métodos poco ortodoxos (o, si quieren, sobrenaturales) para sanar a los enfermos.

Más por sus sermones que por sus curas, la pareja de santos fue arrestada por el gobernador de Cilicia hacia el año 300, durante la persecución de Diocleciano, la caza de cristianos más sangrienta realizada durante el Imperio Romano.

Por supuesto, fueron condenados a muerte. Pero, antes de ser ejecutados, pasaron por diferentes suplicios: los arrojaron al agua atados a gruesas piedras (por eso, de forma un tanto sardónica, son los patronos de los trabajadores de los balnearios), los quemaron en la hoguera y los crucificaron. Pero cuenta la leyenda que ninguna de estas torturas les infligió el menor daño. Es más, cuando estaban clavados en las cruces, la multitud los apedreó, pero las piedras, sin tocar a los mártires, rebotaban y golpeaban a los que las habían tirado y que las flechas disparadas por los arqueros esquivaban solitas los cuerpos de los santos. Ante este panorama, sus verdugos decidieron decapitar a Cosme y Damián. Y no, esta vez no se obró ningún milagro: sus cabezas rodaron sobre la hierba.

Después, los cuerpos (y las cabezas) de los mártires fueron trasladados a Siria y sepultados en Ciro.

Años más tarde, el emperador Justiniano, que se había curado de una terrible enfermedad gracias a los mártires, engrandeció y fortificó la ciudad de Ciro. Por lo demás, las reliquias de estos santos son veneradas en Roma y en muchas otras partes del mundo. De  hecho, si juntáramos todas ellas, podríamos dar forma a unos doce esqueletos completos. La multiplicación de los huesos: toda una lección de anatomía sobrenatural. Por si fuera poco, Cosme y Damián siguieron ejerciendo de curanderos desde el Más Allá, tal y como asegura San Gregorio de Tours en su libro “DE GLORIA MARTYRUM” (siglo VI): “Muchos refieren que estos santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer y, luego que lo ejecutan, se encuentran curados”.

 

 

5) AL-HALLAY (ahorcado, descuartizado y carbonizado).

Vino al mundo en al-Bayda (actual Irán) como Abu I-Muzig al-Husayn ibn Mansur, pero fue conocido como Al-Hallay o Al-Hallaj “El Cardador” para los amigos. Fue un místico sufí de excepcional importancia que, aunque partió de métodos de oración convencionales, poco a poco se fue alejando de la ortodoxia islámica para reivindicar una espiritualidad libre y abierta, alejada de rituales e intermediarios. Temerariamente, pero empujado por la visión de una Verdad que no se podía callar, empezó a dar discursos públicos en los que ponía en duda la dualidad entre “Alá” y “El Que Reza”, muy bien plasmado en uno de sus mejores poemas, que hoy se pone como ejemplo en todas las tradiciones místicas:

 

“Yo he visto a mi Señor por el ojo del corazón.

Y yo pregunté: ¿Quién eres Tú?

Y él me respondió: Tú”.

 

Un diálogo que podría resumirse con su lapidaria frase en árabe: “Ana’l-Haqq” (“Yo Soy La Verdad). Para darse cuenta de la magnitud de la herejía hay que tener en cuenta que La Verdad es uno de los 99 nombres de Alá. Así que esta enseñanza demoledora no fue muy bien recibida por los gerifaltes islámicos. No contento con esto, Al-Hallaj intentó derribar las barreras entre credos afirmando que “judaísmo, cristianismo e islam, como las otras religiones, no son más que denominaciones. El objetivo buscado a través de ellas no varía ni cambia jamás”. Por eso, nadie se extrañó cuando el místico fue arrestado, acusado de chií y de atentar contra la autoridad del califa.

Sucedió en el año 922 de la era cristiana.

Tras un rápido juicio, Al-Hallaj fue condenado a muerte.

Se dice que, cuando fue ahorcado y crucificado en público, seguía pronunciando su lema “Yo Soy La Verdad con la mirada extraviada y una sonrisa en los labios. Así que sus verdugos le cortaron las piernas, y él dijo: “Solía caminar por la Tierra con estas piernas, ahora que estoy a un paso del Cielo, córteme usted lo que quiera”. Y le cortaron las manos y él frotó sus muñones sangrientos por su cara para teñirla de rojo: “He perdido mucha sangre y tal vez mi rostro esté pálido o amarillento”. Después, le cortaron los brazos y, como seguía hablando, le arrancaron la lengua y, finalmente, la cabeza. Durante este tormento, Al-Hallay parecía estar en éxtasis, como en otra dimensión... e incluso cuando fue decapitado lucía una luminosa sonrisa de oreja a oreja.

Al día siguiente, sus verdugos, tal vez temerosos de que pudiera resucitar, quemaron sus restos y tiraron sus cenizas al viento. Pero ni aún así consiguieron callar su boca.

Hoy, más de cuatro siglos después, sus sabias palabras son pronunciadas en todas las lenguas del mundo: “Alá me ha vaciado de todo menos de sí mismo”.

 

 

6) LOS TEMPLARIOS DE PARÍS (tortura del agua, bota de hierro y otros suplicios).

Hasta entonces eran el ejército del Papa, pero a principios del siglo XIV, el rey de Francia (Felipe IV “el Hermoso”), sediento de poder absolutista, quiso quitar de en medio a los Caballeros del Temple. Para ello tuvo la colaboración del dócil Papa Clemente V y de los corruptos dominicos. En principio, sometió a los Templarios a distintas humillaciones, bajo el pretexto de que un tal Esquino Floriano (delincuente habitual y soplón empedernido que aseguraba haber sido confidente de un templario en las mazmorras de Tolosa) juró y perjuró que en la Orden renegaban de Cristo, practicaban el Osculum Infame (rito de adoración al Diablo), pisoteaban y escupían la Cruz en sus ceremonias iniciáticas y, para colmo, compensaban su celibato practicando la sodomía y otras guarreridas.

Tras una investigación de pacotilla, en 1307 la Inquisición arrestó y encarceló al maestre Molay y a todos los templarios, cuyos bienes fueron confiscados.

En las mazmorras de París, 138 Caballeros del Temple fueron interrogados mientras eran sometidos a la “tortura del agua”: el procesado se inmovilizaba sobre una mesa, le metían un trapo largo por la boca (que le llegaba casi al estómago) y le echaban agua en abundancia. Después, sacaban el trapo con fuerza y de un tirón, produciéndole al desgraciado un terrible dolor. Otros, fueron torturados con “la bota de hierro”: unas cuñas se ajustaban a piernas, rodillas y tobillos, que el verdugo golpeaba con un martillo enorme, tras cada pregunta del inquisidor; las cuñas laceraban la carne y aplastaban los huesos, a veces haciendo chorrear la médula. ¿Resultado de estos y otros suplicios? 134 de los 138 interrogados confesaron todas las cargas acusatorias. Cabe imaginarse el desmesurado “temple” que tenían los cuatro que no “cantaron”, que son los que, en realidad, debemos considerar genuinos mártires. Pero el resto, cantaron como mirlos porque, como gritó uno de los interfectos: “¡No me siento capaz de soportar ni un momento más esta amarga prueba! ¡Díganme de lo que van a acusarme, señores comisarios, que estoy dispuesto a confesarme autor de la muerte del mismísimo Jesucristo!”.

Poco después, los acusados fueron llevados a la hoguera, que fue otra tortura china (o, mejor dicho, gabacha), pues fueron colocados sobre unas pilas de leños de combustión lenta, para que la agonía fuera más larga y penosa.

Entre las llamas, los templarios murieron proclamando a viva voz su inocencia y la injusticia que se cometía contra su Orden. Finalmente, se pusieron en manos de Dios.

En aquel momento, todos ellos se transmutaron en mártires.

 

 

7) LOS MÁRTIRES DE NAGASAKI (mutilados, crucificados y atravesados).

Aunque en un principio el shogunato y el gobierno imperial japonés aceptaron el cristianismo por motivos económicos (pretendían iniciar comercio con Europa) y para, de paso, reducir el gran poder de los monjes budistas, se asustaron al comprobar que, tras convertir al catolicismo a gran parte de la población, los españoles habían tomado las riendas en Filipinas. Por eso, de la noche a la mañana prohibieron terminantemente las ceremonias cristianas y ejecutaron a cualquier “zampahostias” que no quisiera abandonar su fe. Este fue el motivo de que el taiko Toyotomi Hideyoshi condenara a muerte a 26 cristianos: cinco misioneros europeos franciscanos, un franciscano mexicano, tres jesuitas japoneses y diecisiete laicos japoneses, incluidos tres niños.

Para empezar el martirio, a todos y cada uno de ellos les cortaron la oreja izquierda y así, ensangrentados y medio desnudos, fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para aleccionar a la población sobre los peligros de profesar la fe cristiana.

Llegaron a Nagasaki el 5 de febrero de 1597 y fueron escoltados por soldados hasta lo alto de la colina Nishizaka, en las afueras de la ciudad. Allí, los ataron a las cruces con cuerdas y cadenas en pies y brazos y los sujetaron al madero con una argolla de hierro al cuello. Acto seguido, los soldados alzaron las cruces y se dedicaron a hurgar en la carne de los mártires con sus lanzas para provocarles dolor e ir matándolos poco a poco.

Entre cruz y cruz había una distancia de metro y medio.

4.000 cristianos contemplaron horrorizados la matanza, rompiendo el cordón policial y siendo castigados duramente por los soldados: así, la sangre de algunos de los espectadores se llegó a mezclar con la de los mártires, haciendo correr un auténtico río de sangre.

Entre los 26 crucificados estaban San Pablo Miki (un gran predicador, que sólo calló cuando una lanza le atravesó el corazón) o San Antonio Deynan, un chaval de 13 años que, tras invocar a Jesús, María y José, clavó su mirada en el cielo y murió cantando salmos, pese a las profundas heridas de lanza y a que su madre lloraba y se desgañitaba al pie de la cruz.

En 1952, los 26  mártires fueron canonizados y en 1962 se les construyó un inmenso monumento en Nagasaki, con dos inscripciones en latín: “Deus in itinere” y “Sursum corda”.

 

 

 

8) JUAN DUARTE MARTÍN (torturado, castrado, destripado, quemado y fusilado).

Estamos hablando de un seminarista de 20 años ajusticiado por las milicias republicanas en 1936, a principios de la Guerra Civil española. El mártir (que, paradójicamente, era tío-abuelo del actual diputado socialista José Andrés Torres Mora) vivía en el pueblo de Álora (Málaga) y fue delatado por una de sus vecinas. Pero Juan se negó en redondo a esconderse en un zulo, como hicieron otros cristianos, y se fue tranquilamente a casa de sus padres. Al poco rato, los milicianos lo capturaron.

Así comenzó el calvario de Duarte: ocho escalofriantes días y ocho interminables noches de suplicio, durante los cuales jamás renegó de su fe, pese a las dolorosísimas torturas de las que fue objeto: palizones de tres horas, introducción de cañas bajo las uñas, humillación callejera en forma de paseos aderezados con collejas y bofetones, descargas eléctricas en los genitales...

El seminarista tenía voto de castidad y, pese a que sus torturadores lo tentaron con una chica de 16 años, él la rechazó, así que los milicianos agarraron una navaja de afeitar y le cortaron de cuajo el pene y los testículos. Al poco rato, la adolescente se paseó ufana por todo el pueblo, mostrando los testículos del seminarista en la mano como si fueran un trofeo.

Tras la castración, los milicianos aún siguieron castigando el cuerpo del mártir durante varios días más, hasta dejarlo moribundo y con las piernas rotas. Así, con el cuerpo hecho un trapo pero el espíritu más fuerte que nunca, los milicianos llevaron a Juan al arroyo Bujía, lo tumbaron en el suelo, lo abrieron en canal con un hacha como si fuera un cerdo, rociaron sus tripas con gasolina y le prendieron fuego. Pero Duarte seguía vivo y, con expresión extática, dijo: “Yo os perdono y pido a Dios que os perdone... ¡Viva Cristo Rey!”.

Tras su muerte, los milicianos dejaron su cadáver donde estaba y aún siguieron disparándole durante varios días, no sé si por aburrimiento o por miedo a que el mártir volviera de entre los muertos.

 

 

 

9) THÍCH QUANG DÚC (autoinmolado a lo bonzo).

La peculiaridad de este monje budista mahayana vietnamita es que él fue su propio torturador y verdugo, cosa que resulta terriblemente coherente con la filosofía budista (y que hoy se sigue practicando) que, como es obvio, juega en otra liga que la cristiana. Los motivos de Thích, no obstante, eran los típicos de cualquier mártir: defender su religión. En concreto, quería protestar por las persecuciones que sufrían los budistas por parte del gobierno de Ngô Dình Diêm en vísperas de la Guerra de Vietnam. Así que, ni corto ni perezoso, un buen 11 de junio de 1963, el monje se sentó en la postura del loto en una de las calles más transitadas de Saigón y se prendió fuego a sí mismo, ardiendo hasta morir.

Mientras las llamas consumían su cuerpo, Thích permaneció totalmente concentrado y no movió ni un solo dedo.

Para bien o para mal, pasaba por allí el periodista y fotógrafo neoyorquino Malcolm Browne, que sacó varias fotos del martirio de Thích, fotos que se hicieron famosas en los cinco continentes y gracias a las cuales su autor ganó un premio Pulitzer. Consecuencia: devaluada por la erosión postmoderna, la imagen de Dúc en llamas se convirtió casi en un icono pop, que llegó incluso a decorar portadas de artefactos tan insustanciales como el debut de la banda de rap metal californiano Rage Against The Machine.

Pero aquí lo que importa es que, tras su funeral, los restos de Thích fueron reducidos a cenizas... pero su corazón no se quemó, por eso es conservado como una reliquia. Desde entonces, Thích es venerado como bodhisattva por los budistas en Vietnam y buena parte del extranjero. Y yo, cada vez que veo la popular foto de Thích y recuerdo su humeante final, recuerdo aquella lapidaria frase del maestro zen Soyen Shaku: “Mi corazón arde como fuego, pero mis ojos están fríos como cenizas muertas”.

 

 

 

10) UGUR YÜKSEL (martirizado con cuchillos).

Uno de los tres cristianos ejecutados el 18 de abril de 2007 en Malatya (Turquía) por trabajar en una editorial de corte evangélico.

Sus verdugos fueron unos activistas radicales islámicos que torturaron e interrogaron a los editores durante horas... antes de matar a dos de ellos (el alemán Tilman Geske y el turco Necati Aydin). Ugur, por su parte, aguantó el suplicio como un jabato, negándose en todo momento a renegar de su fe, y salió vivo del trance, siendo trasladado al hospital en un estado realmente lamentable.

Tras una larga operación, el cirujano Murat Ugras trató de salvar a Ugur de forma desesperada, pero fue misión imposible: “Su pene, sus testículos, su ano y su espalda estaban agujereados por decenas de cuchilladas y sus dedos habían sido cortados hasta los huesos. Es evidente que las heridas fueron hechas para torturarle”, afirmó el doctor.

Y, acto seguido, procedió a firmar el certificado de defunción de uno de los escasos mártires cristianos que ha dado este incoloro, indoloro e insípido siglo XXI.