«Al
ser el mal la raíz del misterio, el dolor es la raíz del conocimiento.» (SIMONE WEIL)
«El sufrimiento está en terreno
sagrado.
Algún día el mundo comprenderá lo
que esto significa.»
(OSCAR WILDE)
La
pasión ofrecida por Mel Gibson me produjo un sentimiento similar al que ya me
había deparado un film anterior también protagonizado por el actor que
encarnaba a Cristo, «LA
DELGADA LINEA ROJA»: esto es,
agotamiento (que te crucifiquen tras previa ración de latigazos y golpes de
vara más paseíllo con el madero a cuestas resulta tan cansado como tomar Guadalcanal palmo a palmo).
Tanto
Malick como Gibson nos
reportan realidades extremas y nos recuerdan la gravedad y el peso enorme de
dichas realidades. Nada peor para una sociedad amariconada, ligera de cascos,
frívola, como sentir que asoma la oreja lo trascendente, lo grave, lo que nos
disloca y descoyunta hacia la sima morlok, hacia el
correspondiente retrato de Dorian Gray
que cada uno guarda en esos armarios tan presuntuosamente despejados, hacia el de
profundis. La honestidad de «LA DELGADA LINEA
ROJA» es la misma de «LA PASION DE CRISTO». Hay otros films sobre el misterio de la cruz igualmente válidos y
personales (desde muy otras perspectivas –pero todas ellas ajenas al cromo
empalagoso o al convencionalismo kolosal que
sólo se quedan en la cáscara del misterio-): el de Pasolini
(austero y comunizante –cuya contraparte y
complemento sería, años después, «TEOREMA», no menos religiosa, aunque de una
religiosidad luciferina-), el de Scorsese
(psicodélico y febril -que es al film de Gibson lo
que «APOCALYPSE NOW» al de Malick-), el de los Monty Python (humor lúcido y en modo alguno escapista -con un pie
en las paradojas de la gnosis-) o el de Milius (tal
vez el que más tenga que ver, desde su condición hibórea,
con el de Gibson –prestemos atención a esta
sorprendente y esclarecedora cita de Simone Weil, donde lo crístico y lo
rúnico se hermanan, para escándalo de judeocristianos: «También Odín aprendió la sabiduría sobrenatural de las Runas
colgado en el Arbol, ofrecido a Odín,
con el costado atravesado por una lanza, teniendo hambre y sed»-).
Considero
muy acertado el modo en que Gibson presenta a Satanás
(esto es, al Señor de la
Entropía), en la doble imagen de un asiduo de Chueca tirando
a alopécico (en realidad, la hija de Celentano
doblada por un tío -siguiendo el modelo de Iván Zulueta
en «ARREBATO» cuando da forma a uno de los personajes más irritantes del film
con las hechuras de la hija de Fernando Fernán-Gómez doblada por Almodóvar,
combinación aún más desasosegadora que la utilizada
por el cineasta australiano-) y (como diablo menor –nunca mejor dicho lo de «menor»-)
un clon del Galindo de «CRONICAS MARCIANAS».
La realidad siempre da su especial simbolismo al visionado
de ciertos films. En este caso, el hecho de que en la
sala contigua se estuviese proyectando «LA MALA EDUCACION»
acentuaba aún más el mensaje de las imágenes gibsonianas,
el clima de vísperas de Lo Trascendente en que materia y antimateria se chocan
y producen chispas, y un mundo (el de los disolutos negadores de la muerte y el
sufrimiento –salvo como performance guiñolesca y antiheroica-)
declina y otro (el de los constructores que aceptan la muerte y el sufrimiento
como paisaje cotidianamente enriquecedor –en su riqueza pedagógica, en su
conformación de la vida como constante factor de riesgo, como oportunidad para
el desafío-) asciende.
«LA PASION DE
CRISTO» es una muestra más de la secuencia antipostmoderna
(iniciada oficialmente el 11S) que mina irreversiblemente los fundamentos
mediocres y hedonistas de la progresía. Si Mel Gibson cree en un Dios, desarrolla su creencia en sintonía
con la realidad, esperando su momento (llevaba años rumiando este proyecto) con
la misma paciencia que un Martin Venator
o un John Galt disponen sus
respectivos órdagos, profundamente seguro de sí. Qué diferencia con la histeria
de quienes han tratado de atacar el film desde posiciones culturalmente
avanzadas consiguiendo sólo ejercer de clac por
el efecto boomerang provocado por su cacareo esclerótico y desprovisto de
argumentos (nunca el progresismo se ha mostrado tan bunkerizado
y rancio como en los últimos tiempos, completamente falto de análisis y
perspectiva para analizar los rasgos del presente, más fariseo que nunca en sus
desmañados chantajes –y, con ello, llevando más agua al molino gibsoniano-): el auténtico fundamentalismo lo muestran
quienes pensaban que el rostro de Dios era el de Polanco eternamente
todopoderoso (viendo pasar azares y necesidades desde su prepotencia mandarinesca de mazacote ilustrado) o el de Clinton echando la gota a la becaria en bucle sin fin (como
máxima transgresión del máximo representante del
poder occidental en un mundo virtual donde el horror de lo irrelevante como
panorama único se maquilla de felicidad). El parque temático puesto en marcha
hace unos siglos por la aspiración masónica de domar la realidad y reducir el
estruendo de las esferas al tintineo de una cajita de música (y que hoy da como
ejemplares más acabados de su singladura al gay de turno pergeñando blogs insustanciales en la red y al okupa
descerebrado performando sus incoherencias
demagógico/picarescas en su cubil de Lavapiés a tiro
de piedra del durmiente de AlQaida -el único elemento
respetable en todo este circo, porque al menos no baila en el vacío-), ese
carrusel hoy da sus últimas boqueadas y, una vez más, el ciclo contenido en la Espiral de los Tiempos nos
devuelve ocasión de construir desde los escombros, oportunidad de vivir el
heroísmo no como una aspiración nostálgica de anacrónicos misántropos sino como
una ineludible necesidad. En una palabra, APASIONADAMENTE.