LOS PRIMO DE
RIVERA (Rocío Primo de Rivera)
Nuestros Kennedy (pero -¡eh!- sin los vergonzosos orígenes de los
otros). Y, como los Kennedy, familia abocada a la gestión (política, militar, diplomática,
económica) de los destinos de su país y a la tragedia personal (derivada no
pocas veces de dicha gestión, siempre torpedeada por intereses más sórdidos y
enanos, demasiado enanos). Más aquella imagen kennedyana,
símbolo de modernidad y dinamismo, que emanaba a mis ojos adolescentes el padre
de la biógrafa, con su poderosa y exultante cabeza y sus ojos claros (en
rabioso contraste con la estucada imagen sepia de José Antonio, aquel Ausente
desnaturalizado por hunos y por hotros, tan
incómodo en su rol de jefe de escuadristas cuando su
auténtica vocación era el foro o el parlamento o el aula, la palabra hablada
–paradoja histórica: una palabra difundida desde la lectura y que, de haber
coincidido su elaboración con los auges televisivos, tan kennedyanos,
habría sido mejor recibida en sus matices elegantes, suaves e irónicos, más
asumida como voluntad centrista y menos abusada por hooligans
de toda laya: yo, en aquel NEGRO SOBRE BLANCO de noviembre de 2003, ante el
pasmo general, evoqué a un José Antonio superviviente de la guerra, exiliado en
Canadá, dando clases y más cerca de la evolución de un Ridruejo
que del cliché ultra, y algunas consideraciones de su sobrina nieta me llevan a
reafirmarme en mi elucubración-): ese sonriente Miguel Primo de Rivera sin cuyo
concurso Adolfo Suárez no habría logrado sacar adelante frente al búnker
franquista su Reforma Política (destinada a morir niña, ni siquiera joven, un 23 F
de 1981 en manos de ese mismo búnker, resucitado como marioneta de presa por la cleptocracia surgida en Suresnes
y por su más fiel compinche, la
monarquía tortuosa y apandadora, tan cortoplacista en sus
manejos que hoy no parece tener mucho futuro por delante). Ese servicio a
España que otro Miguel, abuelo de éste, ejercería en los llamados felices 20
(extraño calificativo para una dictadura y todavía más cuando hoy se recuerda
esa época, junto con la etapa que gobernó Suárez, como aquella en la que más
libertad, vitalidad y expectativas regeneracionistas ha conocido este país):
resolución del Vietnam español (la guerra de Marruecos) priorizando el ahorro
de vidas frente a las turbias especulaciones de quienes se lucraban con la
muerte de sus semejantes, invitación bismarckiana
(pero más audaz que la del canciller de hierro, puesto que se mantuvo sin
echarse atrás: qué bien la habría entendido el aristócrata socialista Lassalle, muerto en
duelo –esto de los duelos, terrible karma tan ligado a la familia que nos
ocupa-) a
IDEAL (Ayn
Rand) [incluido en THE EARLY AYN
Eres una estrella del espectáculo. Estás en un serio apuro. No
sabes a quién acudir y se te ocurre confiar en esos fans
que te enviaron cartas expresándote (desde sus muy diversos fantasmas y
actitudes) su común e indeclinable adoración. Ahora tienen la oportunidad
impagable de ayudar a su idol.
Peregrinas a sus casas, una por una, y en ninguna de ellas encuentras apoyo en
cuanto ven tu carisma auténticamente marcado por el sello de la desdicha, sin flou, desflecado de glamour, atravesando la cuarta pared, a punto de contagiarles
tus problemas. Ya no eres Dios Todopoderoso, eres incómoda, asquerosamente un
ente crístico. Y, como Cristo, no encuentras dónde
nacer y todos te niegan entre algarabía de gallos. Y vas comprendiendo con
espanto que (Stephen King
lo expresará de otro modo, pero con aún más ferocidad, en su novela MISERY) el peor enemigo de una estrella es su público. ¿Con
excepciones? Ayn Rand
admite esa puerta entornada a la esperanza en esta obra de teatro jamás
representada y que, al margen de ciertos defectos formales, es uno de sus
escritos más enjundiosos, como atinado estudio de la relación mendaz entre las
personalidades generadoras de atención y atracción para unas masas que con
cierta frivolidad snob gustan de ostentar sus
explosiones mitómanas, explosiones llenas (por lo general) de malentendidos y autotraiciones. El egoteísmo randiano, en esta pieza dramática, desarrolla un singular
ejercicio de egoteología y leer las peripecias de la
divina Kay Gonda (a medio
romper a cada nueva decepción en ese via crucis -ese
penar por el Monte de los Olivos golpeada por el ronquido creciente de quienes
deberían estar velando-) justo cuando uno, en plena pleamar
de la desdicha, vive esta vivencia kafkiana del FACEBOOK (tan
desoladora en sus aspectos más cuantitativos, en su demagógico abuso de
términos sagrados como AMISTAD y DEVOCION y ADMIRACION hasta reducirlos a soeces graffitis
en puertas de retrete), pues resulta todavía más lleno de significado.
EL GRAN CUADERNO (Agota Kristof)
Crueldad de Zentropa. Bendita crueldad
real. Siempre presente (en los primeros 40, durante los 90, entre ambas
décadas, como un tren desbocado hacia una muerte blanca redentora de tantas
ocasiones grávidas de horror). La belleza de dos niños idénticos (condenados a
superar todas las pruebas de supervivencia hasta florecer como ángeles de acero
templado -más que humanos, casi replicantes: desflecando jirones de empatía por
mor de la voluntad de no rendirse a la condición de
víctimas-). La mirada de Haneke, de Fassbinder, de Herzog, de algunos
cineastas balcánicos vistos con sospecha por la corrección política occidental,
esa es la mirada exacta, la mirada capaz de comprender a estos gemelos
inasequibles a la derrota. Orinan sobre todos nosotros (calabobos tibio y
ácido: lluvia de ángeles exterminadores para mejor ser ellos mismos) y,
corroyéndonos, nos limpian de la buena conciencia, de la basura
autocomplaciente, y nos preparan para acudir al Juicio. Porque siempre hay un
Juicio al que acudir al final de todos los caminos. Sin ese Juicio, sin estos
ángeles iguales para hoy, nada veríamos, no tendríamos derecho a existir, a
ensuciar la tierra con nuestra comprensión.
A
Stripper devenida en
escritora de serie negra que nos sumerge en un mundo trepidante y cruelmente
absurdo, con mucho de Tarantino (mujeres marcadas
como pieza cinegética por machos que depredan por mor
de su única y sórdida pulsión libidinal, la codicia)
y algo menos de Ellroy (menos obsesivo, más socarrón
–a fin de cuentas, se trata de UNA superviviente: italoamericana,
por más señas, con algo en su manera de encararse a los horrores cotidianos que
recuerda a Monica Vitti,
con ese punto inefable en que se aúnan dignidad, estoicismo e ironía-), un
mundo donde los falos cuelgan como exuberantes y
anacrónicas herramientas de trabajo, un mundo donde las mujeres levantan cada
nuevo e incierto amanecer una nueva realidad casi idéntica finalmente a la del
día anterior, un mundo donde se huye una vez más de los bárbaros del Este
(antes los comunistas, ahora la mafia: esa tremendista mafia eslava, con su
inusitado empuje de terminator),
un mundo donde el deseo rehén de los engranajes industriales solamente se
redime por la imaginación y la poesía de quienes todavía tienen los arrestos de
no hacerle ascos a una cierta locura más o menos temperada. Yo, que soy
bastante refractario a los tatuajes en piel femenina, puedo amarlos en este
contexto, como cicatrices de combate. Cicatriz en cuerpo de mujer, en alma de
mujer. No hay nada más sagrado.
WASHI-NINGYO:
kimonos y muñecas japonesas de papel (Origlam)
Piel de papel que llama a la llama. Once mil y una vírgenes shibuyas atravesando los tiempos sin dejar sombra de sí. Los tiempos diminutos que sólo se conciben en la soledad de uno o en la intimidad de (pocas intuiciones) más. Ana desgrana injertando del árbol de su mano al de su creación. La mujer japonesa no existe más que si se lo propone de todo corazón (categórica minuciosidad de solapadas voluntades). El olor de los tiempos florece en los extremos de ese cojín de seda (mullida piedra de jade). Ana sonríe dando forma a esa figura llamada a inflamarse (su sonrisa relajante se halla de vuelta de todos los futuros). Hay un gato invisible en el desván deslizándose por el filo de una katana de plástico rosa (con estampados de su novia Kitty, la mil veces saludada) cual si fuese un tobogán. Este libro es la ventana que nos obliga a entornar los ojos para ver mejor y más lejos (esto es, más atrás). Ana lo ha escrito cubierta de muñecas con perfume a ceniza perenne. Y a Pierre Loti no le gustaban las mujeres. Y eso siempre es malo. MUY MALO.
EL PESO DE UNA SOMBRA (Esther Peñas)
Si es verdad que hay otras vidas en las que redimir las taras de
la presente, en una próxima me encantaría reencarnarme en tecla negra de piano
dentro de una realidad muy similar a la descrita por Esther en su libro.
Y no digo más: sería procaz (por lo redundante –quien tiene que entenderlo, ya lo entenderá-).