Alguna vez he comentado cómo me metí en política por un malentendido. Mi tía Carmela Chinchilla, la única pariente conocida que me ha inspirado respeto reverencial, fue en su juventud falangista (incluido noviazgo con el escritor Rafael Gª Serrano): este dato resultó sustancial para mí cuando, a fines de los 70, opté entre los diversos cantos de sirena que cacareaban estridentemente por los media y las pintadas callejeras. Años después (a fines de los 90), con un pie ya fuera de una desastrosa trayectoria política (que no había sido sino un lamentable diálogo para besugos con las diversas siglas con las que mantuve relación, durante el cual yo desplegué todo mi autodestructivo bagaje quijotesco, tomando por esencia lo que sólo era apariencia -hojas, todas, pero ni un puto rábano-, planteando iniciativas disparatadas –no porque lo fuesen en sí mismas, sino por el contexto en que las presentaba, contexto donde todo era posible en el momento de la pirotecnia verbal y la seducción manipuladora pero dejaba de serlo cuando se llegaba al «bueno, ahora en serio...»- y, desde el presunto flanco contrario, siendo vetado por quienes menos autoridad moral tenían para hacerlo –como se demostraría con el estallido del caso GAL y sus flecos, así el esperpéntico escándalo del diario «YA» en otoño del 97-), descubrí, a través del exhaustivo ensayo de Chris Matthew Sciabarra y la biografía apasionada de Barbara Branden, a la pensadora y novelista Ayn Rand, y me quedé pasmado al reencontrarme con mi (por entonces, ya difunta) tía Carmela (cosa que no me había ocurrido antes en mi trato, tanto personal como por lecturas, con falangistas de todos los palos, edades, capas y pelajes). Fue tremenda la caída del burro: si, en aquella incipiente Transición, yo hubiese sabido que la gran impronta-influencia-convergencia de mi tía (su carácter, su filosofía, su identificación con la Crawford de «JOHNNY GUITAR» -aunque yo siempre la asocié, en cuanto a rasgos faciales, con Stewart Granger-, su tabaquismo impenitente, su austero peinado a lo Felipe IV, su egoísmo magnífico y anarcofeudal, su atípica –para la época- relación de pareja –y no digamos sus ambivalentes lazos conmigo, a veces preocupada por mi futuro y otras del todo despegada, actitudes que hoy comprendo y acepto sin el menor reproche al poseer las claves adecuadas y no juzgar desde el farisaico altruismo mesocrático hoy tan en boga-) era ciento por ciento randiana, ¿de qué me iba a meter yo en camisas (azules) de once varas?

Durante los sofocantes días del pasado verano he culminado mi conocimiento de Ayn Rand al bajarme, en formato PDF (Rand, Ayn - Atlas Shrugged [1957] 891p), desde un programa de intercambio de archivos, su obra máxima (tanto en extensión como en tesis). Casi novecientas páginas en inglés de algo que, en las primeras incursiones, definí a mis íntimos como una alucinante hibridación entre «Así se templó el acero» y «Falcon Crest». Y esto fue lo que me sedujo al comienzo, ese aire staliniano al tiempo que tecnofeudal, que yo intuía (incluso, lo del stalinismo latente ya lo habían señalado comentaristas de su obra) y que aquí se me confirmó. Pero, poco a poco, fueron apareciendo nuevos reflejos de los arquetipos que ya estaban marcando mi pulso metapolítico en los últimos años: el Anarca (el filósofo metido a mesero de hamburguesas, el industrial del cobre vuelto indolente playboy, el inventor camuflado de currante de cuello azul ¿cómo no recordarnos al camarero Martin Venator pero también, en los casos del mesero y del currante, al arquetipo tan querido por el padrecito georgiano, el superobrero Stajanov y sus ilimitadas potencialidades? –estoy convencido, pese a no haber hallado dato alguno al respecto, que Jünger conocía, bien por reseñas o por alguna traducción, la novela randiana, pues la sombra de sus protagonistas sobre los perfiles de Venator no puede ser mera coincidencia-) y el psiquíatra Lecter (su devenir monstruoso no es sino parte de la dialéctica psicopolicial de una época que patologiza toda rebeldía integral contra la mediocridad establecida: los talentos en huelga randianos, el espía durmiente jüngeriano –al servicio de su propia potencia-, vistos en su momento como «antisociales» o «insolidarios», hoy, cuando estos epítetos no bastan para conmover a una ciudadanía lobotomizada y carente de todo principio o elemento de concienciación, deben ser considerados amenazas más físicas, más primarias, causantes de reflejos básicos de rechazo/terror, y conceptuarse (en plan «el sacamantecas» o «el hombre del saco» con que se asusta a los niños) como «sociópatas», «depredadores», o la palabra comodín, «terroristas»; esto queda todavía más claro en los guiños antirandianos frecuentes en la teleserie «LOS SIMPSONS», ejemplo paradigmático de pseudocrítica generadora de resignación nihilista pasiva –y es que, desde luego, puestos a ser nihilistas, siempre resulta más cómodo para el mantenimiento del Sistema una gracieta inhibidora de tentaciones activistas que una carta de Unabomber o una cruzada a lo Travis: aunque, a veces, todo el cableado se cruza, como quedó claro en la afición simpsoniana de Timothy Mc Veigh-, guiños como el speech antiTV con amenaza nuclear incluida de Sideshow Bob, parodia freak del speech de John Galt, meollo teórico de la novela; o como la caricatura del Atlantis galtiano que supone la edénica Cypress Creek del industrial turulato Hank Scorpio, dispuesto, cómo no, a destruir el mundo; o el aire vampírico de Monty Burns como ejemplo unívoco del empresario de casta, tan celebrado por Ayn Rand en la figura de Nat Taggart; o la sañuda caricatura del fiel adjunto Eddie Willers en la dudosa personilla del amariconado Waylon Smithers; o la triste historia de Frank Grimes, el hábil y talentoso empleado de la central nuclear, a quien nadie valora porque ha cometido el mayor de los pecados en una sociedad del espectáculo terminal como la nuestra, el pecado de la seriedad y la plena dedicación a su tarea; o la aparición de la mismísima Ayn Rand como siniestra guardesa de bebés).

«ATLAS SHRUGGED» ha sido acusada de panfleto disfrazado de obra de ficción, de excesivo esquematismo y unidimensionalidad en sus personajes. Sin embargo, en una época como la presente, donde todas las máscaras y subterfugios caen, donde se desvanece lo complejo y las gentes se muestran del modo más crudo posible (de ahí que en el mundo actual abunden los hologramas, las marionetas de carne y hueso, los tipos bizarros, las caricaturas), la novela randiana es tan hiperrealista a su manera como lo fueron (en otra época terminal, a comienzos del siglo XX) las ilustraciones de Grosz. De hecho, buena parte de los villanos del libro me producían una constante sensación de deja-vu y me hacían pensar en gentes que la realidad me había deparado alguna vez; en cuanto a los personajes positivos, sus rasgos de carácter e intenciones marcan aquello que hoy me interesa exclusivamente en alguien (y, si carece de tales rasgos, no merece la pena perder tiempo en atenderlo –esto es, en dedicarle mi atención-: citando a mi amigo zen, cuanto menos tiempo tenemos por delante, menos ganas nos quedan de desperdiciarlo).

La tesis de Ayn Rand puede ser calificada por la jerga institucional de «terrorista por omisión». Su negempatía, por contra al maquisard, al guerrillero, al emboscado, se expresa no actuando contra el Sistema sino dejando de actuar a su favor y, de ese modo, desnudando la tremenda ineptitud de Lo Establecido en sus estadios finales, ultracivilizados, desnaturalizados, en constante negación de la realidad, inmerso en la idolatría de lo virtual (la noción de Derecho como talismán mágico –esa visión grotesca de los jueces superstar, a lo Garzón pretendiendo condenar a Bin Laden; o esos Tribunales Internacionales carentes de todo poder fáctico para poder cumplir la consumación de sus tareas; o los juicios espectáculo, tongados desde el principio, como el que hoy se pretende contra los milicos argentinos, en los que no se aplicarán las penas proporcionales a los delitos, porque tales penas no son propias de países «demócratas y tolerantes»-, la idea de que la viabilidad del ocio perpetuo –cuanto más caprichoso mejor- es posible, el Caos presentado como nuevo Orden ejemplar e irrefutable por quienes siempre han detestado toda disciplina y responsabilidad, la aspiración a transformar la naturaleza entera en parque temático –con el mismo impulso entrópico de aquella aristocracia degenerada que jugaba a las escenitas bucólicas minutos antes de que la guillotina cumpliese su sana labor de poda-, la ignorancia perversamente consciente de que todo acto o toma de posición trae consecuencias –esto es, que si algo no deseado no puede entrar por la puerta, lo acabará haciendo por la ventana-). Yo, antes de descubrir el secreto de John Galt, a través de las charlas con mi amigo zen ya había empezado a iluminarme en esta inacción actuante, capaz de acelerar la caída de unas estructuras podridas (al no prestarme a ser rehén de ningún chantaje moral, al no ayudar a quien no merece ser ayudado -lo cabal es regar una tierra con semilla, no una extensión estéril-, al dejar a los mutantes tumefactos de la segunda entrega de «EL PLANETA DE LOS SIMIOS» a solas con sus espejismos -día a día más inoperantes ante el empuje de la realidad-, sus máscaras y sus gestos –día a día más carentes de sentido-), caída que nunca lograrán las algaradas y manifestaciones coreográficas (cómplices del Establishment al maquillar su totalitarismo definitivo con la ilusión de pluralidad).

Ayn Rand, como el padrecito georgiano (no es en absoluto casual que la emoción estimulante que sentí al leer el artículo de Antonio Fernández Ortiz sobre Stalin –recogido en otro rincón de esta LINEA DE SOMBRA- fuese prácticamente idéntica a la que me ha causado durante esta canícula la progresiva inmersión en las páginas de «ATLAS SHRUGGED») o como mi amigo el licántropo zen (mis conversaciones con él a partir del ‘98 me ayudaron a abandonar por completo el mundo ficticio de la política, a descubrir sin anteojeras las realidades últimas del Poder y a iniciarme –desde la pragmática, incisiva y antirretórica filosofía extremooriental- en la inacción que AR defiende desde su exacerbado racionalismo romántico –tan apasionado como la más inflamada de las místicas: lo que me recuerda aquello que dijo Duguin sobre el materialismo staliniano, tan desaforado que acaba por ser místico y enlaza, sin pretenderlo, con metafísicas alumbradas por el inconsciente colectivo de los elementos más orientales de Eurasia-), es un ser constructor, antimateria de los seres disolutos que gustan de ver el trabajo como maldición y la indolencia como muestra de clase. Me resultan especialmente conmovedoras en su novela las escenas amorosas, donde deseo y colaboración creadora se funden, donde unas vacaciones de luna de miel se transforman en una prolongación (gozosa, lúdica, venturosa) de las jornadas laborales de los dos componentes de la pareja, donde el horror que Isao (el joven héroe del «CABALLOS DESBOCADOS» de Mishima) siente en la prisión ante unas visiones de molicie paralizadora (mal considerada como «femenina» cuando, en todo caso, debería calificarse de «afeminada» -algo del todo opuesto a Lo Femenino salvo en momentos de decadencia extrema-) aquí es abatido por la sublime síntesis randiana de clímax eróticos donde la carne y la vocación constructora son una (el cineasta Sidney Lumet, desde su progresía contraria a las tesis de «ATLAS SHRUGGED», caricaturizaría esta síntesis en el orgasmo de Faye Dunaway en «NETWORK» mientras calcula índices de audiencia, repelente distorsión de las situaciones randianas). Y, amén de constructor, un ser sincero: otro rasgo a destacar del mundo randiano es su bárbara devoción por la verdad (alusión lo de «bárbara» a ese antipático artículo de Ortega sobre la relación entre sinceridad y barbarie –que enlaza también con el liberalismo hayekiano y su defensa de la necesaria corrupción como estadio coloidal del capitalismo: toda esa basura decadente de «lo menos malo» frente a la búsqueda de lo excelente que representa el capitalismo randiano-) y su aversión por las mentiras piadosas (ella consideraba que un ser débil no merece que se le mienta sino la verdad ante todo pues, precisamente por su debilidad, carece de la capacidad de discernimiento de un ser fuerte para distinguir lo verdadero de lo falso); en «ATLAS SHRUGGED» es muy gratificante el ataque feroz a la publicidad engañosa y la apuesta por una actitud comercial más cercana al viejo refrán «el buen paño en el arca se vende», así como el rechazo a los espectáculos escapistas y embrutecedores (en la figura de Kay Ludlow, la actriz retirada a Atlantis huyendo de la podredumbre del show business –y que nos trae a la memoria la figura de Garbo, a quien AR hubiese querido para la protagonista femenina de la versión cinematográfica de su novela «THE FOUNTAINHEAD»-).

Nietzsche aulló titánico su voluntad de Poder. Ayn Rand, más realista, habla de «voluntad de eficacia». Razón y vida, en convergencia no buscada con las visiones orteguianas, pero sin el señoritismo de nuestro pensador, más obsesamente concentrada en el objetivo, como los constructores de Dios que adelantaron el realismo socialista staliniano, tan rusos todos (incluida, por cierto, Ayn Rand) en su condición supervivencialista (ya lo señaló en su momento la buena de Ynalinne: el nihilista que anunciaba el comunismo apocalíptico a finales del XIX y el justiciero solitario perdido en las montañas del Middle West un siglo después son primos hermanos –nadie comprende mejor a un guerrillero indochino que el coronel Kurtz-). Me comentaba el amigo zen, cuando le hice una sinopsis de la trama de «ATLAS SHRUGGED», que sus momentos favoritos de la gestión staliniana (el traslado, hasta el último tornillo, de las principales industrias soviéticas a los Urales para preservarlas del avance alemán –de otra manera, la Larga Marcha a las montañas de Mao y los suyos huyendo del Kuomingtang participa del mismo concepto; y no digamos la existencia en catacumbas del Vietcong en su lucha contra los usacos-) le recordaban a pasajes randianos sobre la desaparición de los principales talentos de la industria, todos camino hacia Atlantis, para preparar el Año Cero bajo el signo del dólar. Un signo cuya carga de temple, de responsabilidad libremente asumida, de fanatismo y de rechazo visceral de toda corrupción, lo acercan más a su contrario (hoz y martillo, estrellas amarillas sobre campo rojo...) que a los convencionales defensores de la enseña típica del capitalismo, los hayekianos, regodeándose en la incompletez y en la ineptitud, en los parches y el mal menor, en el corto plazo y en los pelotazos, en las burbujas económicas que han acabado convirtiendo a Occidente en un paisaje en continua dispepsia, donde sólo se confía en congelar el tiempo apoyándose en la mediocridad común y en la falta de perspectivas, olvidando que los traumas y cataclismos siempre acaecerán, si no por nuestra mano, por otras más allá de nuestras fronteras, o (sin salir de nuestro espacio) por mutaciones imprevistas (el factor Bush/Sharon/Blair) que emulan (magnificadas con la hipertrofia del poderío tecnológico) las pautas del adversario tercermundista (aquello que pronosticó Baudrillard en «La transparencia del mal» hace ya más de una década) o, simplemente, por el devenir de Lo No Humano, por la actuación de Gaia despiojándose de ese herpes llamado Humanidad.

Acabaré explicando el motivo del título y de su tono interrogante. El canon masculino para Ayn Rand era Gary Cooper, quien había encarnado en el film «MEET JOHN DOE» la figura del vagabundo manipulado por el Sistema. Como todas las películas de Frank Capra en los 30, bajo una aparente defensa formal del New Deal rooseveltiano (auténtica bestia negra de Ayn Rand, quien, recordemos, nunca llegó a vivir el stalinismo sino el período comunista más cercano a las pautas socialdemócratas -es decir, la NEP bujarinista previa a la consolidación de Stalin en el Poder-), hay mucha ambigüedad ideológica, y, en su apuesta por la libertad del inadaptado y por la gente sencilla frente a las capas sociales más sofisticadas y amigas de solapar sus intenciones, inesperadas convergencias con «ATLAS SHRUGGED» y con el rechazo que la filosofía Objetivista de su autora siempre ha provocado en la intelligentsia y la burguesía ilustrada. Gary Cooper, no olvidemos, encarnaría, con el aplauso de Ayn Rand, a su primer héroe, el Howard Roark de «THE FOUNTAINHEAD», arquitecto visionario tan volcado a su tarea como indolente de cualquier labor (salvo tocar la armónica) era el vagabundo John Doe (¿quizás por no haber hallado la ocupación adecuada? ¿quizás por asumir de manera instintiva una actitud de inacción actuante frente a un mundo cuyos valores le repugnan?). ¿No hay un nexo latente entre Capra y Rand (en apariencia, tan opuestos, aunque, no tanto con el tiempo –recordemos las actitudes políticas de Capra desde los inicios de la Guerra Fría-) al usar la misma percha para sus mejores creaciones, tipos elementales y absurdos en el caso de Capra (John Doe pero también el quasi zen sujeto de «MR DEEDS GOES TO TOWN» -cuya fascinante e imprecisa frontera entre la iluminación y la idiocia volveremos a hallar mucho después en el singular mundo de Ken Kesey y, más tarde, ya degradada en descarada marioneta lobotomizadora, con la hórrida figura de Forrest Gump-), y sujetos heroicos y carismáticos (aunque no menos elementales y absurdos desde una perspectiva ilustrada) como Roark y Galt (sin olvidar esa misma contradicción/complementariedad John Doe/John Galt entre el Shangri-La propuesto por Capra en «HORIZONTES PERDIDOS» y el Atlantis randiano)? ¿Es posible fundir a John Doe con John Galt? ¿Es posible (podría preguntarse también entonces) que alguien considere (así lo hizo el propio Jünger) arquetipos como el Trabajador y el Anarca partes de un continuum y no insolubles trompicones de un converso? ¿El extraño sueño que tuve allá por el 97, a poco de iniciarme en el estudio de Ayn Rand, en el que vi a la escritora y a Stalin abrazados (imitando a Gable y Leigh en «LO QUE EL VIENTO SE LLEVO»), es un delirio completo o una completa iluminación?

Leed y juzgad. Más allá de ortodoxias y de tales o cuales ismos. Porque la propia Ayn Rand nos muestra a Atlantis (el trampolín desde donde recomenzar el Año Cero, la nave pirata desde la cual abordar el futuro) sito entre montañas, en los más recónditos centros de enormes extensiones continentales. Como Stalin. Como Mao. Como Capra. Como Jünger.

Mi amigo zen lo diría así: «Las paradojas últimas no se torean en los salones; nos cornean en la soledad de la reflexión y, con su embestida, nos fortalecen».