ENVIRONMENT REVISITED


o la soledad de la forense



priones: THE LEFT HAND





El consumidor es, pues, el que no se para en la satisfacción de sus necesidades reales, sino que aspira, por la mediación del signo, a satisfacer sin parar necesidades imaginarias, necesidades estimuladas por la publicidad e incitadas por el sistema de retribuciones simbólicas.” (JEAN BAUDRILLARD)



La forense Molly fue no hará tanto una rutilante y fugaz estrella de Hollywood: ahora lee a Benn y a Celine en páginas hechas de cuerpos y reflexiona morosamente sobre la realidad.


-¿Dureza de la realidad o de lo que nos preserva de ella? ¿Cruda realidad o "realidad durex"? Cuanto más y mejor definimos la realidad, más y mejor huimos de su contacto...


"Molly Mollejas parece más vieja de lo que es (y, además, le huelen los pies)." La forense recibe desde hace un tiempo ripios de retrete en forma de twitter que la atormentan y perturban la gélida tibieza de su último refugio, la morgue.


-Silicona, botox, tinta o metal: cualquier cosa menos el contacto directo de otra piel humana. En nombre de la ¿seguridad?


La forense se aprieta las pechugas que se hizo antes de rodar el inacabado piloto de aquella serie nonata. Ha pensado tantas veces en desfacer el entuerto... Pero las mantiene (cada vez más antiestéticas, con esas estrías en la base, como tetones falsos de culturista) por penitencia y, aún más importante, como testimonio ante el mundo que viene de la atrocidad de una época que pretendió acabar con todas las épocas.


-Dejémonos de implantes y, oh, sí, implantemos un nuevo paradigma que recupere lo presuntamente olvidado...





Molly relee el amago de cuento que escribió hace décadas y en el cual recreaba algunas imágenes de infancia:


La mujer juega con las gafas de sol. Angeles y ninfas en piedra artificial salpican el césped. Un hombre con mono azul y gorra de ciclista limpia la piscina con suma lentitud. Varios cachorros de cocker corretean cerca del seto. En la estantería del porche hay ejemplares de READER’S DIGEST, novelas de Francoise Sagan y Vicki Baum, un manual de jardinería, otro de cocina china y una antología de relatos truculentos seleccionados por Hitchcock.

La mujer se mira con disgusto las uñas. En lo alto del alerce se ha posado una abubilla. Por la vecina carretera general, cupés y rubias parecen competir en dirección hacia la playa. Un Jaguar E color rosa remolca una lancha motora. Ruido de llantas sobre los guijarros: el seto oculta un vehículo que se interna por el camino de la urbanización. Se oye lejanísimo, casi intuyéndose, el mar.

La ciudad Venera Bay, lugar de nacimiento de la pelirroja Andrea Malone, duerme miniaturizada en una bola de cristal al lado de los libros. Si se agita la bola, formas blancas que recuerdan albatros se mueven como si volaran. La mujer, tras apurar su vaso de tónica, saca de un cajoncito un frasco de laca y una lima de esmeril. El hombre del mono ha sacado de la piscina algunos cadáveres (tres ranas, un petirrojo, cinco saltamontes y una mantis a medio desarrollar), que contempla con expresión reconcentrada.

Los cachorros de cocker se persiguen alrededor del alerce. Detrás de la mujer, colgada en la pared del porche, hay una foto de una chiquilla como de unos siete años abrazada a un libro de Enid Blyton. A su lado, la puerta a medio cerrar, de madera, con barrotes negros de hierro forjado y un gran cristal esmerilado de color verde amarillento. Dentro de la casa se oye la televisión (¿DAKTARI?).

Un joven de aire tímido entra en el jardín. Habla unos momentos con el hombre del mono. Este le señala a la mujer, que, extrañada, ha dejado de arreglarse las uñas. El joven se acerca al porche. Saluda con un cierto titubeo.


-Me... me manda la agencia.

-¿La agencia?

-Usted pidió un taxidermista...

-Oh, sí... Quería conservar a Prometeo, mi carcayú. Murió de un cólico anteanoche.


A medida que hablan, el cielo se va nublando poco a poco. La televisión emite música de Bernard Herrmann. El hombre del mono, con disimulo, se dispone a devorar el cadáver pubescente de la mantis. Los cachorros de cocker se muestran inquietos, abandonan sus juegos y comienzan a gemir lastimeramente. Por la vecina carretera general, un Jaguar E tuneado como coche fúnebre remolca una reproducción a escala 1:3 del buque fantasma de los cuentos. Rompe a llover: los ángeles y ninfas se oscurecen y lloran.





Yeyuno yeyé. Como otras muchas vísceras en aquel cuerpo, ilustrado con trazos entre imaginería y caligrama. La forense no da crédito: esa mujer tan poquita cosa, de escurridas hechuras y rasgos, con algo de gemela de un Pessoa (hasta en el atisbo de bozo y en las gafas de montura redonda que lucía en su foto de carnet de la biblioteca en la que había trabajado)... Y, quién lo iba a sospechar, unos interiores tan floridos. El sueño endoscópico de un Gottfried Benn, capaz de liberarlo de su negrura cotidiana, de su fatalista expresionismo para adentrarlo (adentrarlo, qué verbo más oportuno...) en imprevistos tránsitos intestinales de ultrarrealismo mágico. ¿Cómo era posible? ¿Habría más como ella? Molly, súbitamente, se acuerda de unas líneas de Juan Eduardo Cirlot, el poeta a quién mejor encajaría esta práctica de los tatuajes interiores:


-Cuando te contemplé ya estaba muerto...