Se incorpora a LINEA DE SOMBRA una de las mentes más lúcidas que el tan discutible Facebook me ha deparado.

Esperemos que sirva de precedente y contemos de ahora en adelante con su colaboración habitual.

 

La mirada vacía

 

una reflexión de Andrea Byblos

 

La mirada vacía de nuestro tiempo no es la de las cariátides de Amphipolis. Es una mirada vacua, vulgar y vanidosa, llena de una seguridad en sí misma de no sé qué.

En las cariátides antiguas el material era de mármol o caliza, piedra noble, destinada a perdurar en el tiempo. En las de hoy el material es silicona, plástico deformable. Son esculturas vivas, con poses pretendidamente rebeldes, pretenciosamente llenas de vida frente a los mármoles inanimados de hace 2000 años, que pretenden perdurar en el tipo con el mínimo esfuerzo, tan sólo siendo divinas.

En esta carrera por la divinidad vale todo por ser "guays" aunque eso implique mantenerse lejos de cualquier dignidad o sentido común. No hay que ofrecer soluciones a los problemas, sino decir lo que se espera que suene guays.

Es una herencia de los sesenta, de divinidades de pose. En aquellos momentos, la pose era algo novedoso y en sí tenía un valor artístico y de diferencia frente a una sociedad rígida socialmente. Pero 50 años después quedó sólo la pose, el momento estético Edie Sedgwick, Sid Vicious y Nancy Spungen,  la bella  Laurie Bird y su sufrimiento como sublimación estética en un suicidio que resultó ser el colofón de una enfermedad nada glamour. Dicen que Art Garfunkel, que quedó penosamente vivo tras el suicidio de su novia, se dedicó a caminar kilómetros y kilómetros con matemática dedicación quizás buscando dolor físico que lo alejara del dolor mental. Con todas sus excentricidades, es lo más sano que podía hacer, ese sobrevivir pese a todo, con la  resistencia, la contención, el esfuerzo, sin ahorrarse el dolor pero con dignidad  de kilómetros gastados.

Es una pose que se ha ido deformando con modas de aquí y de allá, de faldas cortas faldas largas, rizos y lacios, pero se ha quedado sólo en eso. En la voz semironca de una adolescente con la nariz apuntando al cielo y el pelo cuidadosamente despeinado hablando con aplomo pretencioso como si fuera un escritor de la generación beat con profundos pensamientos sobre la vida.

Y el siguiente paso a esa pose, como una escalera retorcida de Escher que lleva a ninguna parte, es la generación Snowflake o “Copito de  nieve”, denominada así por Claire Fox, que ha escrito un libro – “I find that offensive!” sobre las jóvenes que se ofenden fácilmente, con histeria, y que ejercen una censura casi decimonónica sobre todo aquello que les resulta ofensivo llorando y gritando. Resulta paradójico que tras tantos años de lucha por el feminismo  a lo que se llegue es a un estado de ofensa permanente, como si el objetivo del feminismo no fuera una vida con igualdad de derechos, sino el gusto de gritar, llorar, patalear y ofenderse porque una lo vale, como en un anuncio de champú.

En realidad, tras esos gritos y pataleos, no hay desequilibrio mental porque no les quita ser muy prácticas en conseguir sus objetivos, no se pierden. Se grita, se llora, se ofende porque está socialmente aceptado como “lo que tiene que ser”, como se aceptaban en los sesenta aquellos cardados tipo torre de Babel que apuntaban a las nubes y en la época de los romanos las plañideras en los entierros. Pero las plañideras, a pesar de los ojos enrojecidos por el llanto, no se despistaban cuando se trataba de cobrar las monedas que se les debían. Aquellas musas de los sesenta sí estaban desequilibradas de verdad y su sufrimiento era real, por eso su imagen icónica perdura, porque había un abismo prohibido que la cámara percibía, casi como una imagen paranormal de sus internos demonios. Sin embargo, ahora, cuando esos sufrimientos  glamurosos son objeto de culto, se convierten en un plastificado cliché, se vulgarizan hasta el punto de que se celebra ese sufrimiento.

Esa vulgarización del sufrimiento -que no lo es porque nuestra sociedad no soporta sufrir lo más mínimo y no enfatiza la resistencia, sino el grito, fundirse en llantos y berridos- se percibe en los tatuajes, tan de moda. Se supone que todos esos tatuajes tienen un gran significado, pero están desprovistos de un significado más allá del gusto por una estética, una moda pasajera o las drogas de diseño. Los tatuajes rituales en algunas tribus tienen significados tan tradicionales y apegados a las costumbres, que a cualquier  hípster molón le resultarían carcas. Y los tatuajes en el mundo criminal tienen significado siempre, un significado muchas veces terrible, de a cuantas personas has matado, a qué mafia perteneces, qué lugar ocupas en esa organización o cuántas condenas has cumplido, tan lejano todo ello al mundo vegano de adorar a los perritos veganos y los gatitos veganos y poner sus fotos en Instagram.

La celebración del sufrimiento que a uno no le pertenece se refleja en una mirada vacía, una barbilla apuntando al cielo, un piercing y la voz pretendidamente ronca. Los que sufren de verdad no tienen tiempo ni ganas de establecer una puesta en escena tan sofisticada.

 

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