Historia de una silla

 

 

(colofón de lo iniciado aquí)

 

por CHARLIE MYSTERIO

 

 

         Me levanté con un terrible dolor de cabeza a las nueve de la mañana, sonaba el teléfono y era mi cuñada. Al otro lado una desagradable voz chillona agujereaba y martilleaba sin piedad mis tímpanos; parece ser que volví a dar la nota en su pretenciosa y cansina cena anual, una velada con lo mejor de la sociedad. Esta vez me hice pis en un ficus. No es culpa mía que sólo dispongan de un cuarto de baño en su coqueto apartamento. Tampoco que las señoras se eternicen en el pipi room. Ni que sirvan cerveza para ahorrarse el vino. Por supuesto mi vejiga no tiene por qué pagar todos estos contratiempos. No me molesté ni en pedir disculpas.

 

                        Por la tarde, después de una siesta reparadora tras un frugal almuerzo abundante en tuétano y patatas -mis dos alimentos favoritos- dirigí mis sufridos pasos a mi bar de cabecera, Bar García, donde me esperaba un mediocre Dry-Martini con almendras (es de gran importancia para todos los bares mundiales que no falten nunca almendras para cumplimentar en el acto a los clientes) y un montón de chascarrillos locales. Así me enteré que la hija del dueño del bar, el Sr.García, está esperando un mostrenco del chaval que reparte los periódicos por todo el barrio. Algo que resultaría de lo más normal si no fuera porque el chico es menor de edad y ella está casada con cuatro hijos. El cabreo del dueño, futurible abuelo, era más que evidente en su arrugada jeta. Le soltó una ordinariez al simpático señor que vende los cupones cada tarde: Mira Manolo, hoy no tengo el coño para ruidos.

 

                        El Bar García es feo a rabiar. Lo frecuento porque lo tengo debajo de casa, pero siempre salgo de ahí con un indescriptible olor a fritanga encima. Lo mejor son las almendras que te ponen con cada consumición. No sé de dónde las sacan pero son de categoría. El resto, incluida la clientela, es de cortarse las venas. Los precios, todo hay que decirlo, son populares. Y se agradece que no tengan música de fondo. Porque yo, no sé ustedes, detesto la música. Especialmente el rock electrónico.

 

Era una tarde solemnemente aburrida de invierno. Tras la excitación general por el chascarrillo del mes retorna el tedio habitual. Empecé a trabajar.

 

Saqué una libreta y me puse a tomar notas con los dedos aún grasientos por la sal y el aceite de las almendras. Mi cerebro humano adquiere la fortaleza y flexibilidad necesarias para escribir cada vez que mezclo el Martini con las almendras. Un resorte interior se dispara y entonces escribir me resulta un bello ejercicio, sumamente sencillo. Escribir sin cerebro humano debe ser como ir de vacaciones sin Conchita. Yo necesito un cerebro humano y Conchita una cerebra humana, para ir guardando en él todo lo que nos puede ser útil el día de la mañana, que por cierto es martes. Como la dirección del mayorista que provee de almendras al dueño del Bar García. Nombres, fechas, números de teléfono, el apellido de la única familia que se salvó del incendio de Sodoma, direcciones de residencias geriátricas en Budapest, marcas de orujos industriales con sabor fosforito y colores altamente radioactivos, letras de jotas subidas de tono, bajadas de tensión, toques de queda, llamadas al orden púbico y hasta el color del liguero que usa Merceditas, una entrañable anciana cleptómana que cada día con una puntualidad propia de Buckingham Palace nos birla por arte de birli birloque y en tan sólo un abrir y cerrar de ojos los diarios matinales de la portería, nada más los deposita el chaval de los periódicos, futuro y sufrido yerno del airado Sr.García, jefe del bar en el que me encuentro alabando la vitola de un cigarro puro.

Y en esto don José, otro cliente habitual siempre atento de la puerta, me comunica que una señora de muy buen ver acaba de entrar en un bar donde nunca suceden estas cosas.

 

Hacía tiempo que no veía a una persona humana de aire tan distinguido y magnético. Debe ser que mi memoria está fallando. Las cenas con cerveza no son lo mío. Tampoco me sienta bien hacer pis en los ficus; puedo coger cistitis. Uno de los componentes más útiles del cerebro humano es la memoria. Y la mía, repito, ya no es lo que era. Aunque ahora que lo recuerdo nunca he gozado de una memoria especialmente brillante.

 

Esta señora que acababa de entrar en el Bar García me llamó la atención sobremanera. Ropas caras pero exquisitamente elegidas. Zapatos sencillos pero de la mejor piel, perfecta construcción y de color mate sobre un discreto tacón. No pasaría de los treinta años, aunque su porte y su indumentaria correspondían a una señora de más de cuarenta. Muy femenina. Y especialmente hábil con el eyeliner y el rouge. Desprendía un aire a vamp del Hollywood clásico. Lo único que le fallaba un poco era el peinado pues no le favorecía del todo llevarlo tan recogido. Esa melena rubia tan sedosa y brillantemente dorada merecía estar suelta, aunque bien peinada.


 Su mirada cristalina turquesa se cruzó con la mía y se acercó inesperadamente a mi mesita de la ventana.

 

-¿Es usted el señor Fernández Barreira?

-El mismo que viste y calza y está deseando descalzarse y desvestirse para meterse ya en la cama

(la gracieta no le hizo la más mínima gracia)

-He venido a recogerle. Tengo el chófer esperando fuera y debemos darnos prisa

-¿Y a qué se debe el intenso placer de su visita sorpresa?

(fallido segundo intento: su gélida mirada me hizo ponerme serio)

-Tengo un asunto muy importante para usted con respecto a una silla.

-Entonces no se hable más. Voy a pagar y nos vamos.

 

 

Salimos de allí con cierta prisa. Fuera nos esperaba un descapotable Austin Healey 100 de color azul y blanco y chófer de uniforme y gorra. Yo nunca había montado en uno de esos elegantes cacharros del 56. El cerebro humano está compuesto de materias puramente naturales. La masa gris, como bien saben, es una materia puramente natural. Y también los sesos, las croquetas y el bocadillo de pan con calamares y mayonesa. La única parte del cerebro humano artificial es el sombrero. La señora se puso el suyo y ganó aún más en atractivo. Un precioso sombrero de piel de leopardo que parecía sacado de algún olvidado baúl. Me fijé que su etiqueta interior era realmente antigua, pensé que igual lo había heredado de su señora abuela.

 

El viaje se desarrolló en completo silencio. Pronto salimos de la ciudad y nos dirigimos a una urbanización privada situada donde Cristo perdió la chancla. Nunca había visitado ese distrito apartado de la periferia y desconocía aquellas villas decadentes con jardines con tales formas y diseños que parecían ingleses. Mansiones enigmáticas y en apariencia deshabitadas. Nos paramos frente de una de ellas y el chófer nos abrió la puerta trasera del descapotable. Cruzamos un jardín con estanque y nenúfares; me fijé en sus curiosos pececillos rojos.

 

-¿Le gusta mi casa?

-Desde luego. El exterior me parece muy interesante. Veamos qué esconde dentro.

 

Nada más atravesar un discreto hall quedé maravillado ante un salón verdaderamente magnífico. Un espacio que parecía obra de un arquitecto y no precisamente de interiores. Aquello era un salón de villa con solera y personalidad; dinámico, con mucho de vanguardia europea clásica pero también coherente con su emplazamiento geográfico. Se respiraba muy bien allí y la generosa disposición invitaba a la movilidad y al relax al mismo tiempo.

El mobiliario estaba exquisitamente escogido, nada recargado pero tampoco sobrio. La receta perfecta. Revelaba el punto de vista de sus propietarios y su estatus socioeconómico, ya fuera real o pretendido.


Mi elegante anfitriona se percató de mi embobamiento y quiso que me sintiera aún mejor.

 

-¿Le apetece un cocktail?

-Por supuesto. Muy agradecido.

-¿Sabe usted cuál es el origen del cocktail?

-No exactamente. Instrúyame.

-Según Keudall Bauning cierto hostelero de Baltimore preparó de manera fortuita una deliciosa bebida cuya composición guardó durante muchos años en secreto. La bebida sin nombre le trajo una creciente clientela a su bar y, en consecuencia, una enorme fortuna. El hostelero sólo contó el secreto a su única y bella hija. Cierto día la hermosa joven se hallaba preparando la famosa bebida para su novio, cuando un gallo –como si él también quisiera probar tan delicioso brebaje- se sacudió violentamente y una de las plumas de su cola real fue a caer dentro de la copa. La joven la tomó y revolvió con ella la bebida, llamándola cock (gallo) tail (cola), nombre con el cual se ha seguido designándola.

-Bonita historia.

-¿Cree que es cierta?

-No

 

La señora soltó una sonora carcajada. Por primera vez la vi sonreír.

 

-¿Qué cocktail prefiere? Sé preparar unos cuantos...

-El que usted elija, siempre y cuando vaya acompañado de unas almendras.

-Faltaría más. A esta hora me gusta tomar un Knickerbocker. Y mi receta es secreta, como la de la historia.

            -Bien.

 

            No fue mi falta de educación lo que me hizo contestar tan escuetamente, casi denotando una imperdonable ausencia de interés hacia mi anfitriona: el asunto era mucho más serio. Al final de aquel gran salón tuvo lugar una aparición, puede que una intervención divina, algo que me sobrecogió.

Estaba allí lo que ni en sueños hubiese creído encontrar.

 

            Hacía siglos que había olvidado el nombre de Jacques-Émile Ruhlmann.

Fue, en mi modesta opinión, el más grande diseñador de interiores y constructor de mobiliario en el París de los años 20. Desde aquellos felices días la evolución de la silla ha transcurrido paralela a la de los desarrollos arquitectónicos y tecnológicos, reflejando cada nueva necesidad y preocupación de la sociedad. Hoy el competitivo mercado del mobiliario exige avances técnicos continuos, ya que está sometido a una legislación sanitaria y de seguridad cada vez más estricta y a las caprichosas exigencias de las industrias, siempre pendientes de las últimas tendencias. Toda invención técnica parece encontrar su principal expresión en una silla, sí, pero hoy toda idea verdaderamente original ya no. Durante la guerra fría el diseño de sillas se vio cada vez más ligado al no menos frío proceso industrial. Pero hubo un tiempo anterior mucho más cálido, no muy lejano, en el que abundaban las sillas de autor. Ruhlmann destacó en la France de aquellos días y brilló especialmente en el Salon des Artistes Décorateurs donde presentó en el fatídico año de 1929 su asombroso estudio para los reales aposentos del Maharajá de Indore.

 

 

Aquel juego único de mobiliario que combinaba admirablemente el metal y el chapado de caoba había sido mi habitación favorita durante años. Una vieja foto de aquel dormitorio monárquico presidía mi ruinoso estudio republicano de la calle Galaxia.

 

 Y en ese fascinante microcosmos periférico donde me encontraba en aquellos instantes, una sencilla silla presentaba ante mis alucinados ojos una retórica nada convencional; desprendía unas posibilidades que hasta entones había creído totalmente fuera de mi alcance.

Al fin una auténtica silla Ruhlmann y no de impersonal producción mecanizada se presentaba inquietante ante mí.

 

La agradable voz de mi anfitriona interrumpió súbitamente mis pensamientos, al tiempo que me entregaba un sofisticado brebaje en un gran vaso de cristal de Bohemia.

 

-Voy a confesarle la receta de mi Knickerbocker. Además del jugo de limón, el jarabe de frambuesa, el café, el ron añejo y el hielo picado yo le añado unas gotas de curaçao, un trozo de canela en rama y una rodaja finísima de lima... Veo que presta poca atención a mis confidencias.

-Discúlpeme. Estoy en otro asunto.

-¿Ha localizado al fin el motivo de su visita?

-Sí, creo que sí.

-Hábleme entonces de su descubrimiento.

-Bien, voy a ir directamente al grano. Sin desmerecer al resto del conjunto, la silla que está al final de este salón, frente al ventanal, me parece sencillamente insuperable.

-¿Qué sabe usted acerca de ella?

-Poco, puesto que la obra de Jacques-Émile Ruhlmann es misteriosa y difícil de localizar; muchos de sus proyectos se perdieron para siempre a consecuencia de las guerras. La información que poseo es escasa pero muy valiosa.

-¿Sabe qué modelo específico es?

 

Decidí entonces tomar un trago, antes de acercarme a semejante maravilla.

 

-Mmm...delicioso cocktail. Le felicito. Y veo que se ha acordado de mis almendras, gracias. Veamos...

 

Me di cuenta que la silla era un poco más grande y lujosa de lo que parecía desde lejos. Me encanta que los objetos ganen cuando la distancia se acorta. La autenticidad de sus materiales y lo prodigioso de su diseño despejaban cualquier atisbo de duda en cuanto a su origen.

 

-Puedo afirmar sin temor a equivocarme que esta silla es nada más y nada menos que la auténtica Palette de Ruhlmann, prototipo de 1925 y que jamás llegó a comercializarse propiamente dicho. Una obra maestra, de valor incalculable. En mi opinión una de las mejores sillas del siglo XX.

-Me alegra comprobar que es usted el especialista que andaba buscando.

-No se equivoque señora, no soy el único que anda detrás de una pieza tan codiciada...Ni el más versado en la materia.

-Pero usted es el primero. Le prometo que no he contactado a nadie antes.

-Y se lo agradezco de corazón. ¿Puedo sentarme en ella?

-Naturalmente

-Caray, resulta mucho más cómoda de lo que soñaba. Ruhlmann era un auténtico genio. Creo que nunca me he sentado en una silla así, tan equilibrada entre la vanguardia, el lujo y lo funcional. Reconozco que estoy muy sorprendido.

-Hábleme de sus características

-Veamos...Posee una estructura de metal esmaltado. Rara vez el metal ha adquirido tales connotaciones de lujo. Ruhlmann nunca fue amigo de los materiales baratos sino de los más costosos y exóticos: ébano Macassar, Amboina, palo de rosa o de carey, ébano con incrustaciones de intarsia...le gustaba experimentar. Y a lo grande. Tenga en cuenta que su público era de lo más selecto de la sociedad parisina de aquel entonces. Sus piezas eran invariablemente concebidas para el lujo. En el caso que nos ocupa el asiento es de gran confort y está tapizado en el mejor cuero; si mi memoria no me falla juraría que este modelo de asiento es una variación en color rojo Pompeya del original, que era dorado. Esto indudablemente dota a la silla de un valor aún mayor.

Por último fíjese en lo sorprendente del diseño, de cierta inspiración oriental. ¡Tan estilizado! Combina de manera admirable curvas y rectas, formando una geometría de proporciones realmente divinas. Fue el diseño más vanguardista de Ruhlmann y curiosamente la silla estaba concebida para su producción en serie. Algo que, naturalmente, no era posible.

-¿Cuánto está usted dispuesto a ofrecer por ella?


Me tomé unos segundos para sonreír en silencio. Los dos sabíamos perfectamente que aquella silla estaba absolutamente fuera de mis posibilidades. Reconozco que aquella pregunta me pareció ciertamente hiriente.

 

-¿Realmente cree que voy a adquirirla?

-No veo por que no, señor Fernández Barreira. Nunca he conocido a nadie que pueda admirarla más que usted. Ni tan siquiera mi difunto esposo, el arquitecto que creó este espacio, poseía su sensibilidad.

-Y usted posee una astucia verdaderamente oriental, de un sutil aire chino

-Y sibilino

-Seguramente. Me doy cuenta que no quiere dinero a cambio de la silla

-Es usted más listo de lo que imaginaba

-Si fuera cuestión de dinero sabe perfectamente que no soy el comprador adecuado. Sé lo que vale esta silla. No pienso mencionar la cantidad, puesto que ni dispongo de ella ni cuento con posibilidad alguna de reunirla.

-Nadie ha hablado de dinero en ningún momento

-Entonces dígame qué quiere usted a cambio

-Luego está muy interesado en la silla...

-Desde luego. Nunca me he topado con algo semejante, señora

-¿Cuándo fue la última vez que experimentó algo parecido?

-Déjeme recordar...

 

 

 

 

           

Nos movemos cotidianamente en lo ultra o en lo infraestético. Es inútil buscarle a nuestro día a día una coherencia o un destino estético concreto. Al no encontrarnos ya en lo bello ni en lo feo estamos condenados a la simple indiferencia. Sin embargo aquella silla además de proporcionarme un ilimitado placer estético emergía en mí otras muchas fascinaciones.

 

-Esta silla es desbocamiento, locura, exceso. Sinceramente no recuerdo nada parecido

-Continúe por favor. Me encanta lo que dice

-Esta silla es el éxtasis del valor

-Yo ya estoy extasiada

-Está más allá de lo bello. Es inmoralmente bella.

-Me entran deseos de hacer cosas inmorales con usted...

-No puedo seguir regulándome a partir de una jerarquía de valores ante la imposibilidad de cualquier evaluación estética

-Evalúeme, ¡evalúeme, por favor!

-Señora, haga usted el favor de no apretujarme. Compórtese.

-Venga aquí, venga aquí conmigo...

-Pero, me parece que se está usted equivocando. Yo no he venido aquí por usted, sino por su silla.

-¿Y cómo piensa pagarla?

-Aún no me ha revelado su oferta.

-No hace falta ser muy listo para darse cuenta de lo que estoy buscando en estos momentos, querido

-¿Quiere usted decir que...?

-Sí. Le deseo a usted a cambio de la silla

 

Una enorme y grosera risotada salió de mi inmensa boca.

 

-¿Está usted bromeando? Es lo más gracioso que he escuchado últimamente. ¿De veras cree que voy a pasar por eso para conseguirla?

-¿Acaso no le resulto atractiva?

-Por supuesto que sí. Y viste usted de una manera exquisita.

-Gracias

-Además ha sido una magnífica anfitriona...hasta este momento.

-Mire, señor Fernández Barreira. Tiene usted la ocasión única de hacerse con una de las más preciadas sillas de autor. Un incunable de 1925 que a mí, sencillamente, me sobra. Voy a redecorar este salón y la casa en general. Me trae demasiados recuerdos y la muerte de mi esposo aún está reciente. El sigue estando presente en cada rincón. Y le confieso que esta era su silla favorita. La había adquirido en un anticuario parisino a principios de los años cuarenta. Creo que a un tal Laurent...

-¡Lo imaginaba! Pierre Laurent fue durante años socio de Ruhlmann. Juntos fundaron el Établissement Ruhlmann et Laurent. Sólo él podía conservar los escasos prototipos que circulan de la Palette

-Sabe que esta silla poco o nada tiene que ver con las que se estilaban entonces, ni con el Art Decó, ni con el cubismo, ni con la Bauhaus...

-Era un silla mucho más personal. No formaba parte de ningún movimiento

-Como usted. Parece muy independiente

-Tanto que no necesito ofrecer mis favores a cambio de esta silla

-¡Pero es una oferta inmejorable! Sé que está usted casado...

            -Sí, lo estoy

            -Y sé que su mujer no es precisamente la guapa del baile...

            -No, mi señora esposa es un auténtico adefesio

            -Y yo no estoy precisamente mal...

            -Está usted para chuparse los dedos, señora

            -Y esta casa no es un lugar sórdido y horrible

            -Ya quisiera yo habitar en ella. Al menos me conformaría con pasar un fin de semana.

            -Entonces, ¿qué le echa para atrás?

            -Simplemente no soporto el contacto físico, lo siento. El asunto no tiene que ver con usted sino con mi absoluta alergia a ser rozado por los demás. No aguanto que me toquen.

            -¿Su mujer no le toca?

            -Si lo hace no me entero. A veces me paso con los Martinis

            -¿Y usted? ¿No le toca a ella?

            -¡Ni en mis peores pesadillas!

            -Pero quiero usted me toque. Lo deseo ardientemente

            -Nunca he sido tocón

            -Pues ya es hora de que empiece a serlo, al menos conmigo

            -¿Y qué es lo que debo tocar?

            -Para empezar va a usted a tocarme el pelo

            -Por fin se suelta la coleta

            -¿Me favorece?

            -Absolutamente. Es el único pero que yo le había puesto. No entiendo cómo saca tan poco partido a un cabello tan formidable.

            -Mi difunto marido prefería verme siempre con el pelo recogido, lo encontraba más elegante

            -Yo la prefiero salvaje

            -¿Ve usted como se va animando? ¿Qué le parece si me quito también la rebeca?

            -No hace falta. Ya he descubierto que tiene usted una figura espléndida. ¿Fue usted modelo alguna vez?

            -Es usted muy sagaz. Trabajé como actriz y modelo durante mi juventud, hasta que conocí a mi marido.

            -Seguro que él le enseñó a vestir, ¿verdad?

            -Sí, antes no tenía un estilo muy definido. No me avergüenza reconocer que él me lo enseñó todo: vestir, comer, beber, leer, apreciar el arte y lo bueno de la vida en general. ¿Le gusto mas sin rebeca?

            -Su escote me produce vértigo

            -Venga aquí no sea tímido...

            -Ni lo piense. Ya le he dicho que no soporto el contacto físico

            -¿Ha visto qué piernas tengo? Pensé en asegurarlas, como la Dietrich

            -Desde luego son un valor en alza. Perfectas, largas, finas, torneadas, esbeltas. Y qué terminación: sus pies son pequeños y delicados, como a mí me gustan.

-¿Le importa que me quite las medias?

            -Está usted en su casa, señora. Pero le advierto que no va a conseguir lo que quiere.

            -Venga aquí y tóqueme de una vez

            -No. Me niego

            -O lo hace ya o empiezo a gritar

            -Entonces será mejor que me vaya. Muchas gracias por el cocktail y por haberme mostrado esta gran obra de arte.

            -Pero, ¿es que no hay manera de conseguir nada de usted?

            -Físico no. Si quiere un buen conversador aquí me tiene. Pero si busca besos y caricias, sinceramente no ha dado con la persona adecuada. Además no entiendo como una mujer hermosa y joven como usted se fija en un tipo como yo, avejentado, de aspecto descuidado, poco agraciado y vestido con ropas baratas y andrajosas. Aunque limpias.

            -Su mente me parece muy sexy. Ha conseguido seducirme

            -Además estoy casado

            -Eso añade morbo al asunto, ¿no cree?

            -¿Era usted infiel a su marido?

            -Naturalmente, puesto que era un anciano y un inútil.

 

            En ese momento desapareció en el acto la poca simpatía que esta señora me había producido. El hecho de ser infiel a su marido me daba igual, pero el desprecio absoluto que había mostrado hacia el difunto me resultaba imperdonable. Sin haberlo conocido el tipo me caía muy bien por idear aquel prodigioso escenario y, más aún, por haber adquirido la silla de marras. Sólo por esto ya me merecía mucho respeto. Y el tono de aquella mujer me pareció simplemente repugnante. Se retrató.

 

            -Ahora por segunda y última vez ya le digo que me marcho.

            -No, no, por favor...

            -Lo siento pero no me apetece quedarme ni un minuto más.

            -Perdone. Pensé que hablando mal de mi difunto esposo lograría atraerle, pero ha sido un último recurso muy desafortunado

            -Desde luego

            -Le pido perdón por ello

            -Pídaselo a su difunto. Y a mí déjeme en paz. Es más: váyase al infierno.

            -¿Y qué hacemos con la silla?

            -No es de mi incumbencia

            -Está bien....¡no se vaya todavía! Le voy a hacer una última oferta, que no va a poder rechazar

            -Ya no quiero escuchar más ofertas. Sólo quiero irme de aquí.

           

            En ese instante ella abrió el cajón de una pequeña mesita auxiliar y de repente sacó un revólver.

 

            -Se irá de aquí, desde luego. Pero puede elegir cómo hacerlo: vivo o en una caja de pino, lo que prefiera.

            -Mire, no bromee con eso

            -Le estoy apuntando y el revólver está cargado. Ahora soy yo la que toma las decisiones. Así que escúcheme bien: cierre la puerta del salón, camine despacio hacia mí y siéntase tranquilamente en la silla Palette. Vuelva a coger su cocktail y tome un par de tragos. Se encontrará mejor y podremos negociar.

           

            Caminé muy despacio siguiendo sus instrucciones al pie de la letra.

 

            -Así me gusta. Y ahora vamos a poner todas las cartas sobre la mesa. ¿Realmente que piensa usted de mí?

            -Sinceramente no es mi tipo de mujer

            -Sea aún más sincero

            -No me provoca demasiada simpatía

            -¿Me considera descarada?

            -Totalmente. Si me lo permite le diré que hasta ordinaria

            -Se nota que no soy más que un artificio

            -Es usted el producto de una mente brillante, la mente privilegiada de su difunto marido. Nada más

            -Le produzco rechazo y antipatía

            -Sí, para qué se lo voy a ocultar

            -Cree que merezco un castigo

            -Totalmente

            -¿Y si le pido que me castigue?

            -Si no baja el revólver no actuaré de un modo natural

 

            En ese momento colocó la pistola encima de la mesa. La tenía cerca pero verme libre de resultar encañonado, sin duda me relajó.

 

            -Muy bien, señor, aquí va mi última propuesta. Castígueme y la silla será suya. De lo contrario aténgase a las consecuencias

            -¿Qué tipo de castigo prefiere?

            -¡No me lo pregunte! Será el castigo que usted decida.

            -Interesante propuesta. Mucho mejor que la anterior

            -Esta usted deseando aplicarme un correctivo...

            -Porque sin duda lo merece. Disfruta sin problemas de una vida de privilegios. Y todo gracias a que estuvo en el lugar exacto, a la hora precisa y con el físico adecuado. Nada más.

            -Ciertamente me odia...

            -No siento ninguna admiración ni atracción hacia usted.

            -Entonces saque su rabia interior y castígueme con crueldad. ¡Venga!

            -¿Acaso desea que le pegue?

            -Donde más placer le proporcione

            -Pues escúcheme usted ahora: póngase boca abajo encima de esta silla. Quítese la falda y las braguitas, si es que las lleva. Porque le voy a propinar un sonoro bofetón en su señor culo

            -Así me gusta. ¿Ve qué rápido lo resolvemos todo?

            -Es más, va a estar usted sin poderse sentar durante bastante tiempo

            -Eso, márqueme a fondo la piel...

            -Y dese prisa que no tengo más tiempo que perder. Eso es, ¡fuera la ropa!

            -Ya estoy preparada. Aplíqueme el castigo sin más demora, verdugo

 

Me dirigí hacia ella con sumo ímpetu y mirada de loco. Levanté violentamente el brazo derecho y con la palma abierta le propiné un efusivo tortazo en cada nalga con todas mis fuerzas, tanto sonó que hasta mí me hizo daño.

 

            -¡Ay! ¡Ay!...¡Cómo duele!

            -¿Quería usted castigo? Pues ya lo tiene, guapa

 

            Fue tal la fuerza que empleé que la huella de mis manos quedó impresionada claramente en sus posaderas, como si la hubiera marcado a fuego.

La silueta era muy rojiza y caliente, casi diría que salía humo de ella.

 

            -Ahora, vístase, ¡deprisa! Y acompáñeme a la salida.

            -Si, señor.

 

 

 

 

            Cogí la silla. Era tan violenta la situación y yo estaba tan colérico y confuso que apenas me di cuenta de lo ligera y cómoda que era de transportar.

Salimos al instante de aquella villa y en breves momentos el chófer me abría de nuevo la puerta trasera del descapotable.

 

            -Adiós, señor Fernández Barreira. Su visita sido un auténtico placer. Muchas gracias. Hemos resuelto bien nuestro negocio. Y me ha dejado una profunda huella que tardará tiempo en desaparecer

            -Eso espero

            -Volveré a visitarle entonces. Poseo otras sillas incunables que creo pueden interesarle. Y por el mismo e invariable precio...