aposentó sus reales: CHARLIE MYSTERIO

 

 

El gran Charles Eames -uno de los más grandes creadores de muebles y otros celestiales objetos- declaró en 1961 que lo realmente esencial de una silla son sus conexiones.

Conexiones con la gente, sus ideas, los demás objetos. La calidad de las conexiones, la transparencia de los vínculos, la funcionalidad e inmediatez de los lazos que unen la silla con su entorno: he ahí la clave de su éxito.

El concepto de conexiones es intrínseco al diseño y la silla es el mueble que mejor ofrece estas posibilidades.

Sin ir más lejos, una silla es el artefacto más estudiado, diseñado, analizado, fabricado y desarrollado de la era moderna.

Su evolución es paralela a la arquitectura y sobra apuntar que forma parte del proyecto arquitectónico. De hecho actúa como catalizador del continente, signo externo de la propia construcción y reflejo de su significado.

Eso explica que la gran mayoría de los mejores creadores de sillas sean arquitectos o estén íntimamente relacionados con la construcción.

Por poner un ejemplo actual, Frank O. Gehry, el famoso arquitecto canadiense, construía originales sillas en los primeros setenta muy lejos aún de levantar el Guggenheim de Bilbao.

En un nivel puramente funcional una silla crea lazos psicológicos y físicos con su usuario a través de su diseño y combinación de materiales.

Al mismo tiempo supone un valor cuantitativo para quien la posee.

En consecuencia conecta con el usuario en niveles visuales, intelectuales, emocionales, estéticos, culturales e incluso espirituales.

Como podemos comprobar hay mucho más en una silla de lo que gente imagina.

Sin caer en las obsesiones del Feng Shui podemos afirmar que una silla proporciona equilibrio, armonía y felicidad dentro de un hogar.

Y dice más de su amo que cualquier mascota o animal de compañía pues es un simple objeto al que dotamos de diferentes valores para terminar siendo totémico.

Un salón puede estar desnudo con paredes blancas y vacías, sin ornamentos en los suelos y parecer un hospital. Sin embargo una simple silla puede cambiarlo radicalmente introduciendo luz, color, belleza, sensación de bienestar.

¿No es esto algo mágico?

 

 

A comienzos de lo setenta mi familia se mudó del centro de la ciudad a una casa más espaciosa y tranquila en una de las zonas verdes alejadas del casco urbano.

Con la nueva residencia cambió también el mobiliario y mi padre trajo de uno de sus viajes (probablemente de Alemania) tres sillas que me llamaron la atención.

Se trataba de la famosa Plia de Giancarlo Piretti, creada en 1969 y construida a base de acero cromado y perspex (un plástico inventado en 1930 cuya tranparencia se asemeja al cristal y es de una ligereza extrema)

Las tres Plia fueron colocadas en mi cuarto: dos para la mesa principal y una plegada de repuesto.

Mi niñez y mi adolescencia las pasé sentado sobre ellas. Desde las tempranas tareas escolares hasta mis estudios de literatura o filosofía: todo transcurrió allí.

Fueron testigo de una porción significativa de mi vida y de otras muchas que por allí deambulaban.

Estas sillas estaban hechas a prueba de infantes nerviosos e hiperactivos, sin duda.

Poco a poco fuimos consumiéndolas y al final, al cabo de mucho tiempo mi madre se deshizo de ellas para mi desgracia.

Recuerdo que su transparencia me atraía poderosamente.

Cuando no medía ni un metro podía esconderme en el hueco de las patas y observar el mundo a través del perspex.

En el fondo la Plia es una recreación de las tradicionales sillas plegables de madera.

Cuando está plegada no supera una pulgada de anchura y es fácil de guardar en cualquier sitio.

En mi caso cada noche era religiosamente colocada en el hueco entre la mesa y la pared.

La silla Plia fue tremendamente popular y obtuvo numerosos premios como el Gute Form de la RFA en 1973.

También existe -como modelo raro y más difícil de encontrar- en color rojo, pero tan sólo las he visto en fotografías.

Hace pocos años reencontré felizmente mi Plia en casa de un amigo; preguntando por su origen mi amigo me contó que las obtuvo en una mudanza de su oficina.

A nadie le gustaban ya aquellas sillas demodé y él tuvo la genial idea de llevárselas a casa y ponerlas en la cocina.

Cada vez que este buen amigo me invita a cenar es una sensación tremendamente agradable volver a palparlas y descansar en su respaldo circular.

Miles de sensaciones añejas reaparecen y la cena me gusta doblemente.

 

 

En los últimos 150 años las sillas han evolucionado paralelamente a los desarrollos de la arquitectura y la tecnología reflejando las necesidades y preocupaciones de la sociedad.

Cada idea original, cada innovación en el diseño, cada nueva aplicación de materiales, cada invención técnica...es en la silla donde encuentra su mejor expresión.

En nuestros días no existe mejor objeto diseñado y ergonómicamente ajustado que una silla.

Para que una silla sea confortable debe cumplir la siguiente premisa: al sentarse en ella uno no debe sentir la presión de sus huesos, es decir la superficie de reposo estará debidamente suavizada.

La oficina, ese terrible micromundo que no es sino una pequeña cárcel que mata lentamente al 90% de la población de los paises desarrollados, demanda constantemente avances en materia de sillas.

De hecho los más grandes chairmakers son los responsables de las espaldas de millones de trabajadores; cada vez nos sentamos y nos sentimos mejor gracias a ellos.

 

 

Al no provenir de un hogar culto, de pequeño creía que Le Corbusier y Mies van der Rohe eran diseñadores de sillas.

Tampoco andaba muy equivocado pero permítanme relatarles cómo llegué a esta suposición.

Vuelvo a subrayar que en mi casa no encontré buena literatura ni interesantes libros sobre arquitectura, pintura, filosofía, poesía, historia o cualquier otra materia enriquecedora.

Sin embargo sí hallé todo lo necesario en la casa de enfrente.

Allí vivía un prestigioso arquitecto y pintor (hoy muy cotizado) siendo su hijo mi único amigo de la infancia.

En aquella casa repleta de interesantes libros, cuadros avant-garde y un contínuo ir y venir de gente bohemia de la vieja escuela -esa que contempló silenciosa cómo los progres de la democracia se enriquecían súbitamente cuando ellos disponían de bienes y refinamiento desde hacía mucho tiempo- también había buenas sillas y excelente mobiliario.

Sólo tenía que cruzar el jardín para penetrar en otro mundo totalmente diferente, mucho más interesante y del que recibía un feedback constante de información y sensaciones.

 

 

Dos nombres se grabaron en mi pequeña mente: Mies y Le Corbusier. En un salón diáfano que terminaba en un pequeño despacho se encontraba la gloriosa MR20 que Mies creó en 1927 a base de acero tubular y mimbre.

Allí, cada tarde, al regresar del colegio encontraba sentada a la mujer del artista leyendo plácidamente.

En el otro extremo del salón había una pequeña mesa circular rodeada de un conjunto de sillas con respaldo y asiento inclinado que me dejaban fascinado.

Sentarse en ellas era una experiencia nueva y recuerdo con nitidez el frío de sus tubos de acero entre mis dedos y en contrapartida la suavidad y calidez de la cinta de cuero que los unía.

Pertenecían al clásico modelo Basculante de Le Corbusier, fabricado por vez primera en 1928.

No eran de piel de vaca como la más conocida de esta serie, sino de piel marrón muy elegante. Siempre me decía a mí mismo que de mayor quería esas sillas para mi futura casa.

Su comodidad superaba a mi adorada Plia pero no eran tan ligera y funcional como ésta...

En ese momento aún no sabía que entre las dos mediaba medio siglo de innovaciones y experimentos con un punto de inflexión en la línea creciente de su evolución: la fabricación en serie y en consecuencia el abaratamiento de los materiales que hizo que las buenas sillas estuvieran al alcance de cualquiera (de hecho el fenómeno IKEA funciona en Escandinavia desde los años 50).

Aquel salón era en realidad totalmente clásico a pesar de que para mí era lo más parecido a un museo de arte contemporáneo.

 

 

Mi casa, sin embargo, no albergaba reliquias porque era mucho más aburrida y burguesa.

Confieso que fue una ventaja conocer siendo un infante las dos grandes corrientes que han existido en materia de sillas: la más exquisita, anterior a la Segunda Guerra Mundial y repleta de obras de autor; la más funcional, al alcance de cualquiera y con interesantísimos hallazgos.

Piel y acero frente a plástico. Disposición y estudio frente a economía y manejabilidad.

Así eran los dos mundos en los que crecí. Cuanto más me moví de uno a otro mayor fue la distancia que adquirí respecto a los que por obligación tuve próximos.