Desde luego Rosa Chacel

 

Por Esther Peñas

 

Confieso que me molesta el término ‘literatura femenina’. Del mismo modo que nadie hace distinción de sexos en otros ámbitos (el culinario, la alta costura, fotografía, etc.) sigo sin entender por qué persiste la segregación en tierra de letras. Como si la ‘literatura femenina’ fuera otra distinta. Entre la Pardo Bazán y Torrente Ballester no encuentro distinciones de orden literario. Lo mismo me ocurre entre Laforet y Marsé; o entre Szyimborska y Transtömer; o entre Cristina Fernández Cubas y José María Merino. Este membrete se lo debemos, entre otros, a Corpus Barga y Francisco Ayala.

 

Me molesta (y mucho) que cuando miro las estanterías de las librerías (las de culto o las de grandes superficies) solo hay un título de Martín Gaite entre siete de Javier Marías y cinco de Martín Garzo (por apellido, suele estar entre ambos). Eso, suponiendo que tengan uno siquiera. ¿Es peor ella que ellos? En absoluto. Es más, para quien firma, superior (pero estas cuestiones siempre acaparaban lo subjetivo).

 

Si al menos esa distinción, ‘literatura femenina’, sirviera para encontrar exquisiteces, todavía. Pero cuando uno husmea en el hueco que ocupa el rótulo se suele encontrar nombres como Rosa Montero, Carmen Alborch, Lucía Etxebarría y no sigo citando que me estomago o me brota ictericia. Porque puestos a repudiar bajo un membrete distinto la literatura escrita por mujeres, qué menos que hallar suculentas plumas: Zambrano, Weil, Carmen Baroja, Matute, Gloria Fuertes, Djuna Barnes, Sylvia Plath, Clara Janés, María Zayas, Menchu Gutiérrez, Safo, Hildegard von Bingen, Nélida Piñón… o, desde luego, Rosa Chacel.

 

Los chacelianos sabemos que las feministas nunca le perdonaron a la vallisoletana que no se sintiera cómoda con el zarcillo y lo esquivara con desparpajo. Ella lo era, feminista, no necesitaba izar bandera alguna. Como Martín Gaite. Por sus actos las conoceréis.     

 

Chacel aspiró a ser como un hombre, no con condescendencia, no como porción de cuota, no explotando su condición de exiliada que regresa a la patria. Ser como un hombre suponía para Chacel liberarse de las tareas propias de su sexo, con libertad. Altiva, arrogante, divertida, vital, rebelde y esteta, consideraba que el hecho de que la mujer hubiera estado durante tanto tiempo privada de las tareas artísticas no era culpa sólo del hombre, sino de la aquiescencia de la mujer. Fue su aportación al progreso del ser humano. Alguien tenía que quedarse en casa cuidando de los hijos. Pero para Chacel, en un momento determinado, la mujer tenía que haber renegociado este desempeño, y no lo hizo.

 

De hecho, en sus novelas critica a esa mujer que prefiere la comodidad del hogar, de la ignorancia, en vez de conquistar su propia autonomía e independencia: “Lo único deseable es que la mujer llegue a lograr claridad para consigo misma sobre lo que quiere o no quiere, puede o no puede, debe o no debe tolerar. Por creerlo así, mi acento respecto a la mujer adoptará a veces un tono poco simpático que, claro está, sólo será la expresión de una más difícil e inédita simpatía” (nos dice en sus memorias).

 

Aspira a realizarse intelectualmente como el hombre, a transitar aquellas plazas, y sendas, y huertas propias hasta entonces de los hombres. Repudia la sensiblería tanto como el afeminamiento de la mujer. Basta leer ‘Saturnal’, su personal réplica a ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir, para entender su posición. Al contrario que la francesa, Chacel no encuentra distinciones entre hombres y mujeres, diferencias más allá de las físicas. Combate desairada a quienes promueven un feminismo que acentúe la femineidad de la mujer tanto como las teorías historicistas y psicologistas que la excluyen de la cultura y del entendimiento.

 

Si no hay diferenciación entre el hombre y la mujer, no cabe hablar de un ‘yo’ específico, como sostiene Beauvoir. “Me río de la unidad del ‘yo’, porque llevo dentro muchos yoes, hombres, mujeres, chiquillos, viejos… se pelearían si discutes con alguno, pero les dejo que venza el que más pueda…” Por si cabe sospecha alguna: “sin duda, está demostrado hasta la evidencia que ningún principio cuyo fundamento sea la esencialidad de lo masculino o lo femenino puede realizarse con pureza en el hombre ni en la mujer”.

 

Pero, más allá de su interés por la mujer y el lugar que debe ocupar, si hay algo que preside toda la literatura chaceliana es la búsqueda de la belleza. Para la vallisoletana el fin del arte no es la verdad, sino la belleza misma.

 

Encendida pasión por la belleza (sentía fascinación por la estatua que preside la Academia de Artes de Madrid), el culto a la forma y a los cuerpos. Belleza como armonía, como melodía empastada entre forma y fondo. En cualquiera de sus novelas se observa esa presencia que pespunta cada palabra y que crece con otra de sus constantes, el erotismo que preside, de un modo u otro, su obra. En ‘Barrio de Maravillas’ el lector, en cierto momento del recorrido, se pregunta qué ha pasado. Lo que ha ocurrido, un encuentro íntimo entre las protagonistas. Es lo único que explica lo que sigue a esa parada obligada en la lectura. Parece que alguien hubiese arrancado la página o las páginas en las que se nos narra ese amor. Está contando de un modo tan claro y a la vez tan mudo. Idéntica sensación al leer ‘Memorias de Leticia Valle’ (en este caso entre la niña y su profesor, Daniel, aunque éste tendrá celos de la cordialidad que se entabla entre su mujer y Leticia).

 

Curiosamente, se observan momentos de enorme intensidad erótica entre mujeres, por ejemplo cuando Elfriede (en ‘La sinrazón’) es observada desnuda por otra mujer, o cuando Teresa (en la novela del mismo nombre) sueña con desnudar y acariciar el cuerpo de su mentora. 

 

Vicente Aleixandre dejó escrito en cartas que Rosa mantuvo una relación lésbica con Concha de Albornoz. Se insinúa también que entre Chacel y Zambrano hubo pasión. Lo cierto es que hay que entender esas relaciones de un modo más platónico y espiritual al que estamos acostumbrados a filetear en determinados mentideros. Baste pensar en la afinidad entre Elena Fortún y Matilde Ras, cuyo epistolario acaba de publicarse recientemente y que manifiesta una admiración mutua que invade lo amoroso. Pero el hecho amoroso, al margen o no de su culminación carnal, es una realidad que se manifestaba con naturalidad en la época previa a la Guerra Civil. De hecho, el mundo sáfico madrileño aparece en su novela ‘Acrópolis’

 

(entonces existía un ‘Círculo sáfico’ impulsado por Victorina Durán –cuyas asiduas eran y no lesbianas y a las que ellos apodaban ‘las maridas’- y también un Liceo donde las mujeres se repensaban, analizaban la hendidura que la modernidad abría para ellas y construían su identidad a la vez que perfilaban su proyecto de futuro; algo que tiene su correlativo en la garçonne francesa, las flapper inglesas, las maschietta italianas o la new woman neoyorkina).

 

Es decir que la posible relación homoerótica en cualquier caso es mucho más sublime (en la mejor acepción del término) de lo que hoy en día podríamos pensar. Volviendo a ‘Saturnal’, la propia Chacel asegura que la fuerza creadora del eros, su aliento vital, no distingue sexos. También cabe recordar que la vallisoletana estuvo casada con el pintor Timoteo Pérez Rubio, miembro de la Junta de Defensa del Tesoro Artístico Nacional. Y que tuvo un hijo, Carlos, que aún vive.

 

Seguimos con su literatura. Todas sus protagonistas están inmersas en un conflicto, el de querer ser libres, creativas, independientes, el de exigir su derecho a vivir, a cincelar su identidad. Se saben inteligentes, y capaces, con belleza externa o sin ella, pero siempre emanando un encanto más vinculado a la personalidad que a la persona misma, un atractivo seductor que proviene de lo que no puede verse pero fascina: la manera en la que uno mira el mundo. Y no dejan de ser personajes incompletos a la busca de plenitud, de lo que les define como voluntades, como individuos.  

 

No hizo caja de su exilio, ya se dijo. Fue republicana convencida y aceptó su periplo con dignidad. Eso tampoco la ayudó. Con su actitud, y sin pretenderlo, dejaba a la intemperie a quienes sí lo exprimieron.  No obstante, causaron estupor algunas declaraciones sobre José Antonio Primo de Rivera: “No me extraña que llegasen a matarle: estaba hecho para eso, pero que después de muerto se haya hecho el silencio sobre su caso… Era difícil y expuesto por la gran confusión en torno. Por el contrario, los gitanillos, las faldas de volantes, los toritos bravos y todo el puterío sublimado extendiendo por el mundo una España histriónica era vivificante para la cosecha de turismo. Es cierto que su simpatía por los fascismos europeos, tan macabros, le salpicó con el cieno en que ellos se enfangaron, pero leyéndole con honradez se encuentra en el fondo básico de su pensamiento que es enteramente otra cosa. Fenómeno español por los cuatro costados”.

 

Su estilo es el de la luz. No solo porque la luz está presente siempre en sus historias, uno a veces parece que está mirando por una ventana como decae aquella o se extiende. Escribe para amantes de la literatura. No esperen de ella faltas de respeto, ni relajamiento en las observancias más puramente estéticas y narrativas. Exige un lector entregado pero activo. Se mueve en un universo sensorial. Alguien la definió como una escritora realista en la que lo ‘real’ apenas importa.

 

El año en que sonaba su nombre para el Cervantes (su candidatura fue respaldada por Julián Marías, Luís Rosales y Antonio Tovar) competía con Carmen Guirado (apoyada por el cardenal Tarancón, Pemán y Lapesa) y Carmen Conde (defendida por Buero Vallejo, Díaz Plaja y García Valdecasas). Recayó en esta última. Y Rosa, que ya se especificó que no era modesta, encajó a duras penas la derrota. Porque ella sabía que lo merecía.

 

Y, por último, está la cuestión divina. Porque Rosa Chacel era católica por la gracia de dios, pero a su manera. Así, su narrativa queda impregnada de una deliciosa mística, que es contemplativa y hermosísima. Una mística que coloca a Dios como principio vital que justifica. Una mística que clasifica a sus personajes en dos grandes grupos, los que persiguen el conocimiento activo, dinámico, los que se empecinan por ser, y aquellos que, ungidos por algo que los trasciende, se entregan a lo sensorial y alcanzan también otra plenitud.

 

¿Quieren literatura femenina? María de Maeztu, Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, Maruja Mallo, Hildegard Rodríguez, María de la O Lejárraga… y, desde luego, Rosa Chacel.

 

 

BREVE ACOTACION DEL WEBMEISTER // Leyendo esta lúcida semblanza, me ha venido al recuerdo el especial encono e inquina que Yolanda Alba (cuyas inefables peripecias ya relaté aquí en su momento) sentía por Rosa Chacel. El karma nunca da puntadas sin hilo así que la cosa no debe de ser casual.

 

 

rosa chacel