Desde luego Rosa Chacel
Por Esther Peñas
Confieso que me molesta el término ‘literatura
femenina’. Del mismo modo que nadie hace distinción de sexos en otros ámbitos
(el culinario, la alta costura, fotografía, etc.) sigo sin entender por qué
persiste la segregación en tierra de letras. Como si la ‘literatura femenina’
fuera otra distinta. Entre
Me molesta (y mucho) que cuando miro las
estanterías de las librerías (las de culto o las de grandes superficies) solo
hay un título de Martín Gaite entre siete de Javier Marías y cinco de Martín
Garzo (por apellido, suele estar entre ambos). Eso, suponiendo que tengan uno
siquiera. ¿Es peor ella que ellos? En absoluto. Es más, para quien
firma, superior (pero estas cuestiones siempre acaparaban lo subjetivo).
Si al menos esa distinción, ‘literatura
femenina’, sirviera para encontrar exquisiteces, todavía. Pero cuando uno
husmea en el hueco que ocupa el rótulo se suele encontrar nombres como Rosa
Montero, Carmen Alborch, Lucía Etxebarría y no sigo
citando que me estomago o me brota ictericia. Porque puestos a repudiar bajo un
membrete distinto la literatura escrita por mujeres, qué menos que hallar
suculentas plumas: Zambrano, Weil, Carmen Baroja,
Matute, Gloria Fuertes, Djuna Barnes, Sylvia Plath, Clara Janés, María Zayas,
Menchu Gutiérrez, Safo, Hildegard
von Bingen, Nélida Piñón… o, desde luego, Rosa Chacel.
Los chacelianos
sabemos que las feministas nunca le perdonaron a la vallisoletana que no se
sintiera cómoda con el zarcillo y lo esquivara con desparpajo. Ella lo era,
feminista, no necesitaba izar bandera alguna. Como Martín Gaite. Por sus actos
las conoceréis.
Chacel aspiró a ser como un
hombre, no con condescendencia, no como porción de cuota, no explotando su
condición de exiliada que regresa a la patria. Ser como un hombre suponía para Chacel liberarse de las tareas propias de su sexo, con
libertad. Altiva, arrogante, divertida, vital, rebelde y esteta, consideraba
que el hecho de que la mujer hubiera estado durante tanto tiempo privada de las
tareas artísticas no era culpa sólo del hombre, sino de la aquiescencia de la
mujer. Fue su aportación al progreso del ser humano. Alguien tenía que quedarse
en casa cuidando de los hijos. Pero para Chacel, en
un momento determinado, la mujer tenía que haber renegociado este desempeño, y
no lo hizo.
De hecho, en sus novelas critica a esa mujer
que prefiere la comodidad del hogar, de la ignorancia, en vez de conquistar su
propia autonomía e independencia: “Lo
único deseable es que la mujer llegue a lograr claridad para consigo misma
sobre lo que quiere o no quiere, puede o no puede, debe o no debe tolerar. Por
creerlo así, mi acento respecto a la mujer adoptará a veces un tono poco
simpático que, claro está, sólo será la expresión de una más difícil e inédita
simpatía” (nos dice en sus memorias).
Aspira a realizarse intelectualmente como el
hombre, a transitar aquellas plazas, y sendas, y huertas propias hasta entonces
de los hombres. Repudia la sensiblería tanto como el afeminamiento de la mujer. Basta leer ‘Saturnal’, su personal réplica a ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir, para entender su posición. Al contrario que la
francesa, Chacel no encuentra distinciones entre
hombres y mujeres, diferencias más allá de las físicas. Combate desairada a
quienes promueven un feminismo que acentúe la femineidad de la mujer tanto como
las teorías historicistas y psicologistas que la
excluyen de la cultura y del entendimiento.
Si no hay diferenciación entre el hombre y la
mujer, no cabe hablar de un ‘yo’ específico, como sostiene Beauvoir.
“Me río de la unidad del ‘yo’, porque
llevo dentro muchos yoes, hombres, mujeres,
chiquillos, viejos… se pelearían si discutes con alguno, pero les dejo que
venza el que más pueda…” Por si cabe sospecha alguna: “sin duda, está demostrado hasta la evidencia que ningún principio cuyo
fundamento sea la esencialidad de lo masculino o lo femenino puede realizarse
con pureza en el hombre ni en la mujer”.
Pero, más allá de su interés por la mujer y el
lugar que debe ocupar, si hay algo que preside toda la literatura chaceliana es la búsqueda de la belleza. Para la
vallisoletana el fin del arte no es la verdad, sino la belleza misma.
Encendida pasión por la belleza (sentía
fascinación por la estatua que preside
Curiosamente, se observan momentos de enorme
intensidad erótica entre mujeres, por ejemplo cuando Elfriede
(en ‘La sinrazón’) es observada
desnuda por otra mujer, o cuando Teresa (en la novela del mismo nombre) sueña
con desnudar y acariciar el cuerpo de su mentora.
Vicente Aleixandre dejó escrito en cartas que
Rosa mantuvo una relación lésbica con Concha de Albornoz. Se insinúa también
que entre Chacel y Zambrano hubo pasión. Lo cierto es
que hay que entender esas relaciones de un modo más platónico y espiritual al
que estamos acostumbrados a filetear en determinados mentideros. Baste pensar
en la afinidad entre Elena Fortún y Matilde Ras, cuyo
epistolario acaba de publicarse recientemente y que manifiesta una admiración
mutua que invade lo amoroso. Pero el hecho amoroso, al margen o no de su
culminación carnal, es una realidad que se manifestaba con naturalidad en la
época previa a
(entonces existía un ‘Círculo
sáfico’ impulsado por Victorina Durán –cuyas asiduas
eran y no lesbianas y a las que ellos apodaban ‘las maridas’- y también un
Liceo donde las mujeres se repensaban, analizaban la hendidura que la
modernidad abría para ellas y construían su identidad a la vez que perfilaban
su proyecto de futuro; algo que tiene su correlativo en la garçonne
francesa, las flapper inglesas, las maschietta italianas o la new woman
neoyorkina).
Es decir que la posible relación homoerótica en cualquier caso es mucho más sublime (en la
mejor acepción del término) de lo que hoy en día podríamos pensar. Volviendo a ‘Saturnal’, la propia Chacel asegura que la fuerza creadora del eros, su aliento
vital, no distingue sexos. También cabe recordar que la vallisoletana estuvo
casada con el pintor Timoteo Pérez Rubio, miembro de
Seguimos con su literatura. Todas sus
protagonistas están inmersas en un conflicto, el de querer ser libres,
creativas, independientes, el de exigir su derecho a vivir, a cincelar su
identidad. Se saben inteligentes, y capaces, con belleza externa o sin ella,
pero siempre emanando un encanto más vinculado a la personalidad que a la
persona misma, un atractivo seductor que proviene de lo que no puede verse pero
fascina: la manera en la que uno mira el mundo. Y no dejan de ser personajes incompletos
a la busca de plenitud, de lo que les define como voluntades, como
individuos.
No hizo caja de su exilio, ya se dijo. Fue
republicana convencida y aceptó su periplo con dignidad. Eso tampoco la ayudó.
Con su actitud, y sin pretenderlo, dejaba a la intemperie a quienes sí lo
exprimieron. No obstante, causaron
estupor algunas declaraciones sobre José Antonio Primo de Rivera: “No me extraña que llegasen a matarle:
estaba hecho para eso, pero que después de muerto se haya hecho el silencio
sobre su caso… Era difícil y expuesto por la gran confusión en torno. Por el
contrario, los gitanillos, las faldas de volantes, los toritos bravos y todo el
puterío sublimado extendiendo por el mundo una España histriónica era
vivificante para la cosecha de turismo. Es cierto que su simpatía por los
fascismos europeos, tan macabros, le salpicó con el cieno en que ellos se
enfangaron, pero leyéndole con honradez se encuentra en el fondo básico de su
pensamiento que es enteramente otra cosa. Fenómeno español por los cuatro
costados”.
Su estilo es el de la luz. No solo porque la
luz está presente siempre en sus historias, uno a veces parece que está mirando
por una ventana como decae aquella o se extiende. Escribe para amantes de la
literatura. No esperen de ella faltas de respeto, ni relajamiento en las
observancias más puramente estéticas y narrativas. Exige un lector entregado
pero activo. Se mueve en un universo sensorial. Alguien la definió como una
escritora realista en la que lo ‘real’ apenas importa.
El año en que sonaba su nombre para el
Cervantes (su candidatura fue respaldada por Julián Marías, Luís Rosales y
Antonio Tovar) competía con Carmen Guirado (apoyada
por el cardenal Tarancón, Pemán
y Lapesa) y Carmen Conde (defendida por Buero Vallejo, Díaz Plaja
y García Valdecasas). Recayó en esta última. Y Rosa,
que ya se especificó que no era modesta, encajó a duras penas la derrota.
Porque ella sabía que lo merecía.
Y, por último, está la cuestión divina. Porque
Rosa Chacel era católica por la gracia de dios, pero
a su manera. Así, su narrativa queda impregnada de una deliciosa mística, que
es contemplativa y hermosísima. Una mística que coloca a Dios como principio
vital que justifica. Una mística que clasifica a sus personajes en dos grandes
grupos, los que persiguen el conocimiento activo, dinámico, los que se
empecinan por ser, y aquellos que, ungidos por algo que los trasciende, se
entregan a lo sensorial y alcanzan también otra plenitud.
¿Quieren literatura femenina? María de Maeztu,
Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, Maruja Mallo, Hildegard Rodríguez, María
de
BREVE ACOTACION DEL
WEBMEISTER // Leyendo
esta lúcida semblanza, me ha venido al recuerdo el especial encono e inquina
que Yolanda Alba (cuyas inefables peripecias ya relaté aquí
en su momento) sentía por Rosa Chacel. El karma nunca
da puntadas sin hilo así que la cosa no debe de ser casual.