Dejamos la calle Arabial tras dos años, para trasladarnos nada lejos, a unos cinco minutos, en una calle que hay entre una de las grandes arterias de Granada, Camino de Ronda, y Gonzalo Gallas, calle universitaria por excelencia, donde abundan los bares de tapas, los estudiantes y gente poco cívica que lleva sus perros a pasear. El nuevo piso supuso la pérdida, como ya dije en la última entrega, del horno, pero un nuevo electrodoméstico de gama blanca llegó, el arcón frigorífico. Una fea caja metálica con tapa colocada en el salón, pero que daba muy buenos apaños para el trasiego de carnes congeladas de casa y comprar cortes en verano. La causa última de este extraño artilugio era que el congelador del frigo de la cocina era tan pequeño que podíamos medirlo en nanómetros cúbicos. La cocina era muy pequeña y eso, pero bueno, echamos allí muchas horas, porque a la postre sería el último piso en el que viviría en la antigua Elvira.

Gonzalo Gallas y sus aledaños tenía bares de batalla de mucha solera. El Riachuelo creo que es el que más he frecuentado. También el Bambi, el Hobbit..., los enormes bocadillos de la Parra, calidad regular pero baratísimos y grasientos, ideales para cenas improvisadas. También Los Amigos, con las cosicas típicas de la tierra. Un bar muy especial, que estaba enfrente de la Parra era el Churrasco. Un sitio donde comer churrascos, patatas asadas, postres caseros y muchas cosas ricas, rodeados de cuadros de tebeos, y un dueño, Paco, que no dejaba indiferente. Y por supuesto, la Cafetería Menorca, donde si sumamos el tiempo que he pasado allí pues me salen mucho más que el resto de los sitios juntos, excepto mi casa. Varios dueños conocimos, pero la etapa de Antonio y Miguel, fue sin duda la mejor de todas. Aunque estas cosas no vienen al caso… es más por explicar el microcosmos, esos 300 metros a la redonda del piso en los que transcurría mi vida por aquella época, quizás con alguna excusión fuera…

Arroz murcianico

Por aquellos tiempos, conocí la cocina murciana más en profundidad, por estar emparejao con una huertanica y por vivir con un totanero. Hasta esos años no se me dio bien hacer arroces. El de mi madre, que me enseñó a hacerlo así por lo alto no me apetecía nunca fuera de mi casa, pero el arroz y conejo, arroz meloso, sin cebolla, me pareció un gran plato que poder reproducir y mejorar con las distintos cocinados. Para mí era nuevo el concepto de hacer las cosas del sofrito por separado, y aunque más trabajoso, queda mejor. Lo que se necesita para hacer este arroz es muy básico, y como dicen ahora los actuales entendidos, es cocina de producto. O sea, que los productos que vayas a utilizar sean los mejores posibles, y saldrá de rechupete. Eso pasa con todo, claro, pero con este tipo de guisos se nota más. Apañamos cuatro o cinco alcachofas, cinco o seis pimientos verdes grandecitos, medio conejo, por ejemplo, y un kilo y medio de tomates bastante rojos. Sal, pimienta, azafrán si tenéis o colorante alimenticio de ese naranja. Contamos el corazón de las alcachofas en medios o cuartos, dependiendo del calibre. Echamos aceite de oliva virgen extra en una sartén grandecita y las freímos. Cuando estén bien doradas, las sacamos con cuidado para que no se empaparruchen de aceite y reservamos; a continuación, vertemos los pimientos cortados en trozos grandes. Que se han muy bien a fuego medio lento. Cuando los veamos que están con la piel oscura, volvemos a repetir, sacamos con cuidado, para que el aceite se quede en la sartén, reservando. Echamos el conejo, cortado en trozos no muy grandes. Salpimentamos al gusto, hasta sellar la carne y que esté con una capa crujiente. Sacamos igual, y si vemos que el aceite ha mermado un poco le podemos echar un poco más para freír los tomates cortados en dados. El proceso es laborioso, pero conseguimos transportar los sabores entre los ingredientes de una forma espectacular. Yo no soy de cocinar con mucho aceite, pero el arroz necesita grasilla para que esté fetén, pero sin pasarse tampoco. Una vez tengamos el tomate frito, añadimos todo lo demás. Si la sartén es grande en la misma, y si no hacemos un transvase a una olla. Rehogamos todo junto y echamos el arroz, que también rehogamos un poco. Es hora de echar el azafrán o el colorante. Las medidas que utilizo más o menos son dos vasos de agua por una de arroz. Si después vemos que se consume, se le echa otra poca y no pasa nada. Intentamos mover el arroz con suavidad (pero yo lo muevo). Los 15-20 minutos que hagan falta y como es mejor dejarlo reposar un poco, es conveniente de que se quede enterito. Eso y un poco de pan es un almuerzo estupendo.

Tortilla a la manera lasaña/musaka de jamón y berenjenas.

Esta es una de mi invención a partir de los sabores de una tortilla que hacía mi madre. Fue para simplificar sabores, pero con una elaboración también ardua. Mi máma lo que hace es con el revuelto de berenjenas que suele preparar (con un ajito, incluso con cebolla) lo echa a una tortilla con trocitos de jamón. La berenjena es una solanácea exquisita en diferentes preparaciones. Aquí lo que había yo, y que fui perfeccionando, es una especie de musaka pero con huevo, lonchas de jamón y berenjenas a la plancha. Empezaba contando rodajas de esta gran verdura y las hacía en una sartén San Ignacio muy buena que teníamos por allí. Cogía varios huevos y los batía en un bol. Cuando las berenjenas estaban tiernas, echaba una porción del huevo en una sartén antiadherente fuego muy lento. Después depositaba una capa de berenjeras, unas lonchas de jamón y un poco de huevo y repetía la operación dos veces más para echar a continuación el huevo restante. Hay que esperar a que cuaje muy bien una parte para darle la vuelta. Es un proceso delicado, pues todo puede salir volando y lo pones todo perdido y lo peor es que te quedas sin tortilla. Una vez le das la vuelta, pues ya esperas y ya como una tortilla de patatas. Hay que procurar que el huevo se haga por entero, pues desluce mucho el huevo líquido entre las capas de carne de huerta y de carne de cerdo. Como el jamón lleva la suficiente sal yo prefiero no echarle en ninguna parte del proceso. Después se deja reposar un poco, y se corta en rectángulos que los pueden acompañar con esas rebanadas de pan tostado ultrafinas que venden en algunas grandes superficies.

Paja y Heno

La pasta, esa gran aliada a través de estas recetas y a través de estos años en la picota estudiantil, vuelve a relucir con un plato que sacamos un día de un recetario de Pastas Gallo de la época que la anunciaba Sofia Loren por la tele —en versión Martes y 13… pastas Gallo, porque yo no me lo callo—. Recuerdo estar con mi compañero Fran buscando qué comer y apareció ese libro con ese plato. En realidad lo que se quedó fue el nombre que deriva de utilizar nidos de sémola de trigo al huevo y con espinacas. Amarillo y verde. De ahí el nombre. Bastardizamos un poco la receta conforme a los ingredientes con los que contábamos, y lo que surgió ese día se estandarizó como Paja y Heno de ahí en adelante. Sustituimos el bacon original por cinta de lomo, porque incluso en las época más zamponas, el tocino siempre era como medio tabú, reservado a los cocidos y a las tardes de domingo, cuando Fran llegaba de Totana y traía tocino curado. El plato en sí era sencillo. Cortabas en tiras el lomo. Los freías en una olla… cuando lo tuvieses dorado le añadías un buen puñado de champiñones contados en tacos o en cuartos. Los champis sueltan mucha agua. Hay que esperar a que se reduzca un poco y se añade nada líquida de cocinar. Se remueve y se deja a fuego muy lento. Cuando se haya reducido la nata a la mitad, ya está lista la salsa. Los condimentos son sal y pimienta, pero cuidado con la sal. Las setas toman mucho el gusto salado y te puede arruinar el plato. Por otro lado se hierve la pasta a partas iguales de la normal y la de espinaca y se agrega cuando esté al dente. Se le puede añadir cualquier queso al servir, que estará bastante rico, pero si he de elegir para esto prefiero un parmesano o un grana padano en polvo, aunque eso es al gusto, y a un queso manchego curado rallado tampoco le diría yo que no nunca. Escribo esto a horas cercanas a la hora de la comida y es masoquismo, porque a) no he desayunado y b y más importante) no puedo comer grasas, por lo que el queso y la nata son prohibiciones severas.

En esta época, que duraría de 2001 a 2007 (para mí) recuerdo también la ensalada de col lombarda que ya expliqué aquí. Fuera de casa, aparte de los bares que he mentado antes, sería injusto no referir el pulpo y el lacón de La Bodega de Antonio, el jamón asado de Bodegas Espadafor, las tablas frías y calientes de Bodegas Castañeda y los bocadillos de salchichas del bar Casa de Todos. Y tampoco los brownies y las hamburguesas super grandes de un sitio que imitaba al Foster´s Hollywood cuando aún en Granada no había, y que se llamaba Reality Bites. Ni los shawarmas (que no kebabs) de cuando, ojo, solo había dos establecimientos —que yo sepa— de este tipo en toda la moruna ciudad —teterías pa aburrir—, ambos en la calle Elvira, pero siempre fuimos al de un jordano.