Decíamos anteayer…
En
mi burbuja huele a viejo, a grasa que mengua, a Cthulhu durmiente y a verdín.
Decíamos
ayer…
[…] ahora también
tiene trazas a acuarela, a fresas, a la paz de los desiertos, de mundo
desolado, de polvo en los muebles.
Los desastres se
suceden desde la ya lejana burbuja confinante covidiana
de libertades y paz mental. Todo empezó a rodar de forma alocada tras el parón.
El trabajo pasó de ser puntualmente estresante a ser stajanovismo puro casi
todo el tiempo. Y hago lo que mucho consideran una paletada: la nostalgia de la
cuarentena encerrados, cuando las acuarelas y las fresas, y la paz en el
desierto.
Ahora huele a tóner
caliente, a efluvios gatunos… pero sigue ese Cthulhu durmiente. Y con las
lluvias de este año a algún que otro verdín de jardín secreto.
Mi burbuja, que
nunca fue perfecta, se enquista enrocada en sustratos pétreos y masivos. De la
esponjosidad de otros tiempos quedan residuos algodonosos en algún oasis mental;
olor a dulce rancio. La pared bilipídica ofrece la
interesante dicotomía de ser una barrera que me convierte en un ignorante de
muchísimas cosas —no me importa— y a la vez, por esos respiraderos al exterior,
se cuela como una miasma informe el mundo moderno. Qué hartón tengo de
pesadillas cotidianas despierto, de disgusto por la magufada
y el dislate. ¿Quién tiene la culpa? Pues yo, ¿quién iba a ser? Adicciones de
brillo en la madrugada, cara iluminada en la penumbra mientras Pequeño Lord
maúlla y maúlla aun siendo ya caponcillo. El mundo moderno, pues, entra por las odiosas
rendijas, de la manera más tonta, por mera entropía ciega. Como decía un
cartelito que una vez hice: harto de tantos hartazgos. La gente es más gente
cada vez. El pueblo ya no es pueblo, si es que alguna vez ha dejado de ser
piara, con perdón de los gorrinos, animales espirituales y materiales,
definitorios de estas, nuestras Expañas . Pavos, eso, pavos; pavos como los que guardaban los niños
de los cortijos con un palito, el oficio más tempranero en los campos, al menos
por estos terruños andalusíes. Pavos que trufan su cerebro y sus tripas con píldoras
de espasmo coyuntural, y que se ceban con la paja en el ojo ajeno mientras
aposenta el culo plumífero en la viga del ojo suyo… el de la cara, no el cloaquil. El cambio. Ese cambio que siempre se ha
producido, pero que llega un momento que uno es incapaz de asumir. Costumbres
extrañas, palabrejas raras, como sortilegios a la gran Ramera de Babilonia, y esos
ropajes tan ochenteros y woke a la vez. La juventud
moderna. Esas ganas tan desatinadas —ha pasado desde la antigua Asiria o desde
siempre— en tour de force absurdos. Yo poco
puedo hacer o decir, pues como eremita vivo y el ojo de Sauron
sólo me alcanza con el Palantir Smartphónico.
Esta salud mía, tan
precaria desde las postrimerías del verano del 20, con úlceras abiertas en la
pierna derecha y millones de achaques en la izquierda, agriaron el carácter ya
de por sí complicado. Las noches de insomnio por dolores indecibles, sobre todo
en mi amado invierno, trazaron en la burbuja cicatrices que me recuerdan cada
vez que cierro los ojos aquello que se decían los discípulos de San Bruno: —
Morir tenemos. —Ya lo sabemos. Estar cojo sin casi
poder valerme en una casa de escaleras complicadas ha sumado sufrimientos y
recaídas. Si bien es verdad que en estos últimos tiempos lo mental no ha
atacado demasiado fuerte, siempre hay bajones y desplomes. El último este
febrero durante mi estancia en los Madriles del que
tardé en curar.
Y es que esta
burbuja ya mohosa, endurecida por el sol del estío y las congelaciones de enero
tardío, me protege de muchas cosas, pero a su vez me deja sin pesqui, —que no
es que haya tenido mucha picardía yo en mi vida, que no hubiese servido de
Lazarillo de Tormes—sin ser vivo y casi sin estar vivo. Cuando los deseos me
invaden el pecho calentándolo —que cada vez pasa menos— un desasosiego se
instala sobre mi alcoba, mirando desde el techo, como un martinete —el poltergeist
local— que se ríe de mi desdicha. La mente paga cheques que el cuerpo no puede
pagar, y a la inversa. En estas situaciones mis carnes, cual blandiblup, entran en morbosa resonancia. La mente emite un
chirrido inaudible. No lo oye ni el gato, que en invierno siempre está a mi
vera y en verano orbita como un satélite maullador. La soledad, buscada casi
siempre, ya es permanente. Incluso cuando salgo a la calle, cuando estoy con
amigos, una parte sigue solo, ajeno, caduco, buscando la sombra como curiana
que huye.
Con el apagón esta
vez no sentí paz. Tampoco desazón. Transcurrió de una manera tibia. Y es que
así es casi todo lo que pasa y me entero. Más lo normal es que no me entere de
nada. No tenía radio. Ya la tengo. No tenía farol a gas. Ahora también. Lo
próximo que me compre será un machete. O cien latas de conserva. O nada de eso,
y me pille el declive civilizatorio a por uvas, que suele ser mi estilo.