impresiones fotográficas

a pie de escombro:

CASILDA D. MENTE

 

 

 

ELDERLY:

Menudo shock me produjo ayer una visita furtiva a la zona cero del que han dado en llamar corazón financiero de Madrid (para distraerme en los prolegómenos del concierto con que ayer nos obsequió Malcolm Scarpa en la Moby). Por cierto, como parece descartada la posibilidad de que el Windsor se desplome finalmente sobre el Corte Inglés de Generalísimo, apoyo la iniciativa de conservarlo en su actual estado de ninot calcinado. Madrid se parece poderosamente allí a Belgrado, con una estampa de devastación militar bellísima. Creo que el Windsor era también un emblema de la Movida (hoy en pleno y ominoso revival), con pegatinas en el culo, y debió arder en su lugar la Torre Picasso de Yamasaki, para más coña, dejando que el fuego del Apocalipsis terminara una vez más con los groseros monumentos al dinero que se da postín: al menos el Windsor era hortera, dorado, sin pretensiones, y casi confería a Madrid un asomo de skyline tipo Las Vegas.

 

 

CHARLIE:

Los restos del Windsor son, en mi opinión, de absoluta belleza posnuclear. Recuerdo con emoción la publicidad del edificio a comienzos de los 80 en el canal publicitario hispano más entrañable... ¡Movierecord! Era un edificio hermoso, pero sus cenizas son aún más bellas. Su fuego ha sido neroniano y mediterráneo más que neoyorquino, por mucho que se empeñen los media. Ya está bien de intentar inyectar modernidad a un Madrid que carece de ella. Es hora de deconstruir su urbanismo; quemar edificios emblemáticos es el punto de partida. Me gusta la idea elderliana de convertir nuestro skyline en cielo angelino. Para ello hay que encender la pira varias veces. La Torre Picasso es una buena continuación pero me parece más apocalíptico ver las Kio en llamas, convirtiendo Plaza Castilla en la Puerta de Tanhäuser.

 

 

WEBMEISTER:

A mí lo que me llama más la atención del asunto es cómo, bajo la apariencia tan neoyorkina de la catástrofe, hay uno de estos misterios tan nuestros (tan cosa nostra –ya saben: «nada personal, sólo negocios»-) con los que se ha ido, golpe a golpe, jalonando castizamente la democracia: como lo del síndrome tóxico, como lo del 23-F (más en concreto, como algunos de sus prolegómenos), como lo del crash aéreo en el monte Uría, como lo de la ascensión a los cielos (tan oportuna para la Corona) de Ynestrillas padre, como lo del crimen de Alcasser, como lo de la muerte de Ernest Lluch (¿por qué precisamente a él?), incluso como lo del 11-M (vuelvo a los prolegómenos antes mentados).

Y me apena de todo corazón el mal fario de ciertos bufetes y consultorías que empiezan a convertir en rutina el hecho de que los edificios donde instalan sus sedes acaben torrefactos y al gratin. Y también, como a mucha otra gente, me gustaría saber qué elementos pululaban por el edificio cuando éste se hallaba en plena cremá y se suponía que estaba vacío (elementos auténticos, claro, no chivos expiatorios).

En fin, lo de siempre. Misterios: el material de que está hecha nuestra (ejem) democracia. 

 

 

LA PANTERA ESTHER:

Lástima que no lo vieran in situ. Madrid 2012. Qué hermosa antorcha. Madrid flambeado. Un pebetero perfecto pero limitado. Madrid ardiendo. Unas horas de placer indescriptible para los amantes del fuego. Madrid horneando su centro noble. Poco a poco, las brasas, las cenizas, los cimientos. Madrid como una gigantesca pavesa. Asisto a los honores. Cientos de incrédulos mirando, boquiabiertos, a través de las pantallas. Yo deleitándome durante cientos de minutos. Podía, incluso, oler el olor de la enorme tea. Majestuosa. Madrid con una candela eterna.

 

 

DILDO:

Paseo por las inmediaciones del cadáver del edificio Windsor y sólo siento el síndrome del turista. Aquí, todo el mundo parece encantado de la vida: señalan los restos del incendio, se ríen y sacan fotos al siniestro monumento a la Edad Oscura. Yo también disfruto del espectáculo. Es un placer verlo ahí, aún erecto, completamente achicharrado, una negra mácula en el progreso arquitectónico madrileño, de centros comerciales y plazas y monumentos de diseño. A mí me parece una polla gangrenada en un cuerpo sano, un rascacielos ballardiano en Metrópolis o un vulgar titán de acero que se acaba de escapar de un manga postapocalíptico. Como hecho físico, resulta insignificante, pero como símbolo alcanza proporciones cósmicas. Evidencia la superioridad de los elementos sobre el progreso, de lo eterno sobre lo efímero... Y también que todos nosotros, que no acabamos de creernos nada, estamos perdidos. En éste sentido, el Windsor puede ser un fragmento de un futuro próximo lleno de ciudades a la plancha. Mientras doy vueltas por la "zona zero", fotografiando a las muchedumbres que fotografían al edificio negro y observando a los hombrecillos que, como hormigas, entran y salen de El Corte Inglés, mi lado fetichista se pregunta si alguien venderá "merchandising" de esta "catástrofe" de pacotilla: me conformaría con comprar un trocito de cable quemado o una camiseta de la torre chamuscada sobre el logo de Windsor, pero esto no es América. Intento acercarme más al edificio (o lo que queda de él) para tocarlo, y sueño con hacer un imposible artículo para la revista "Arquitectural Digest" sobre interiores quemados; no hay tu tía: la policía ha sellado por completo los accesos al "lugar de los hechos". Están asustados. En el video del incendio, han visto enigmáticas siluetas moviéndose entre las llamas, pero creen que es "ilógico" que haya seres humanos que toleren esas temperaturas y esos humos. Yo, que era fan de la Antorcha Humana, no estoy de acuerdo. Así que, por si las moscas, me piro, pirómanos. De vuelta en casa, más madera: me pongo a escuchar "El fuego amigo", el nuevo disco-mágico de Sr. Chinarro, lleno de rayos verdes, cruces extrañas y hogueras rituales. En cada canción que graba, Antonio Luque se pone en contacto con la Eternidad y, por mucho que J y compañía hayan querido pulir sus nuevos diamantes para colarlos en una multinacional, en este CD hay misterios y pasiones elementales que no son aptos para las masas. Pero no nos engañemos: los CDs, con sus digipacks de cartón, también arderán cuando llegue el Incendio Definitivo. Cuando oigamos dentro de nuestras cabezas voces que nos digan: "ven, ven a jugar conmigo y con el fuego, amigo". Entonces bailaremos y saltaremos sobre las brasas. Y, cuando se apaguen, volveremos a balbucear con angustia el nombre de un dios olvidado.