Yolanda, Judas de prêt-à-porter sin culpa, Dios te salve





de Martina Uweuna antiplegaria de Martina Uweuna antiplegaria de Martina Uweuna antiplegaria de Martina Uweuna antiplegaria de Martina Uweuna antiplegaria de Martina Uwe












Santa Yolanda que estás sumando efectivos, tú que denotas las siglas de la izquierda para zurcir una única operación aritmética que enmiende los pecados de quienes pudieron y no supieron mantenerse en su sillón de las entretelas forgianas, tú que sonríes achicando los ojos; tú, gallega llena de gracia feminista desde las uñas rojas de tus pies al rouge de tus labios que no conocen la palabra en vano, apiádate de quienes dudamos de ti.




Tú que criticas las formas de la primera letra del alfabeto griego hecha hombre, encarnada en la piel de Pablo, no de Tarso sino galapagueño, incorporándolas a tu discurso y maneras, pero risueñas, como de Barbie obrera que deja lisura a su paso, ese mismo que cuando tropieza con cinta inaugural parece saltar a una comba improvisada.






Porque solo tú eres digna de encarnar las maneras dictatoriales que reprochas a Pablo, sólo tú impones vetos merecidos. Que conste que a doña Irene es complicado ajuntarla siquiera, pero ese veto te enmienda, tú que eres demócrata, y casi libertaria pese a que vistas de Chanel, tú que reconoces la paja allí donde cualquier ojo te haga sombra pero con la viga que tienes en el tuyo construyes fábricas de ilusión. Tú, madame del desencanto, sucedáneo de Dama de Onfalia, qué manera de traicionar a tantas que defiendes, qué manera sutil y fascinante de obnubilar al electorado. Prefiero a Pablo, que venía de frente.




Tú que concedes entrevistas en las que haces sorna del voto equivocado que sacó adelante la reforma laboral de la que te sientes tan orgullosa, y hablas con el errado, y compartes con él el pan y el chascarrillo. Tú que con descaro indómito cuentas cómo entraste en el despacho de Pablo para decirle que hasta ahí habíamos llegado, que cómo se atrevía a ponerte a dedo en el cargo de vicepresidenta. Tú, que indignadísima, superlativamente airada, aceptaste por mucho que te pesara hacerlo, tú que olvidaste agradecer la mano que te dio de comer, y que apostó por ti. Tú que troceas aún más la izquierda, como si fuera un mosaico compuesto de teselas. Tú que sumas, restando y pulverizando la siniestra. Tú, querida Yolanda, Dios te salve.






Tú que hablas de autoridades y autoridadas, y no te estalla el decoro, tú que fuiste una ministra eficaz con toque atolondradamente ajustado y que mostraste tu verdadero rostro en el instante mismo en que te veías en Moncloa. Aunque tú eres humilde y prosaica, tú eres discreta y rutinaria, tú que empleas el fraseo de aquel a quien criticas, tú que copias sus discursos y su dictado pero renegando. Tú, querida Judas de prêt-à-porter que no te arrepientes, ni te suicidas presa de la culpa. Porque tú remides los pecados de la derecha, y limpias las manchas de la izquierda. Tú recoges el mesianismo aprendido de raíz y lo desatas, y haces con él un zarcillo zalamero que entusiasma a las almas sedientas de caudillos, o caudillas, o caudilles. Tú que no consolaste a doña Irene aquel día en que cayó en desgracia y para siempre. Tú que estás de boquilla con los descamisados, tú que haces de la dignidad un completo, tú que ni siquiera escuchas el canto del gallo, salud.






Tú que conformas con Sánchez una pareja de delirio hollywoodiense, tú que no tienes segundos de a bordos (ni segundas de a borda), tú que procuras que las plantas ruderales se extingan para que ensucien tus zapatos. Tú que asestaste felonía a Beiras cuando los morados estaban en la cresta de la ola gallega y nacional sin que temblara el pulso ni la mueca; tú que rompiste el carné de la Izquierda Unida sabedora de tus pretensiones cuando los nazarenos arrasaban en las urnas. Tú que te reinventaste cuando ya no se podía más y toda la cera que arde ya ardió. Diosa piadosa de ti misma, te queda un as en la manga: hacer arder la suma si no suma, y empuñar la rosa.