Por Fabián de Montalvo

 

 

Ni un monstruo, ni un ancestro vivo de la era glacial, ni una bestia violenta ni un ser sideral acampado en la Tierra. El Yeti, esa criatura cuya borrosa huella de más de medio metro todos hemos visto en alguna ocasión, ese espécimen sobre el que se ha especulado tanto como escrito, ese mito, en definitiva, no es sino una subespecie de oso polar primitivo.

 

Así lo ha demostrado recientemente un grupo de científicos de la Universidad de Oxford, al analizar dos muestras de pelo de dos criaturas diferentes recogidas en las localidades indias de Ladakh y Bután y que los autóctonos atribuían al Yeti o Migou, como lo conocen los tibetanos del Himalaya, su agreste reino.

 

No hay duda, ambas muestras son genéticamente idénticas a una subespecie de oso polar que habitaba en Svalbard, Noruega, hace entre 40.000 y 120.000 años. Lo interesante del análisis es que, el hecho de que las fibras de unos y otros estén tan lejos entre sí, sugiere la posibilidad de que haya ejemplares vivos. Pero tranquilos, no se trata de que haya osos polares primitivos merodeando por el Himalaya, sino de que, tal y como explican los científicos, se trate se una subespecie de oso pardo que descienda de ellos.

 

Todas aquellas teorías contrastadas por estudiosos, biólogos y expedicionarios  de todas partes del mundo que recogía la colección ‘Ala Delta’, de la editorial Edelvives, en su famoso ejemplar ‘Yo vi al Yeti’, parece que se han quedado no sólo obsoletas, sino desmentidas. Los vestigios, testimonios, las pistas… todo impugnado y en suspenso.

 

 

UNA HUELLA EN LA NIEVE

La leyenda del ‘Abominable hombre de las nieves’, como también se le conoce al Yeti, pese a lo excedido del adjetivo, comienza en 1951, cuando el alpinista británico Eric Shipton fotografió una huella en la nieve de más de 45 centímetros de largo. La imagen, una vez revelado el negativo, resultaba bastante borrosa, pero lo suficientemente insinuante y sugerida como para que el mito echara a andar. Shipton jamás afirmó haber visto a la criatura en cuestión, pero sembró la curiosidad en muchos de sus compatriotas.

 

El explorador también británico Peter Byrne se pertrechó, en 1958, de los enseres necesarios para dar caza a la bestia. Tuvo que contentarse con un dedo que consiguió llevarse (tras arduas y onerosas negociaciones) de la mano que conservaban los monjes de monasterio de Pangboche, en Nepal. Ellos certificaban que la garra pertenecía al Yeti.

 

Con lo que no contaba Byrne era con que las autoridades de la zona no le concedieron permiso para sacar el dedo del país. Byrne telefoneó a su mecenas, el americano Tom Slick, para que le sacara del apuro. Y lo hizo. Slick se las ingenió para localizar a su buen amigo James Stewart, sí, han oído bien, el hombre que protagonizó, por ejemplo, ‘La ventana indiscreta’. Resulta que estaba de vacaciones con su esposa Gloria en Calcuta.

 

Byrne le pidió el favor al actor de que escondiese el dichoso apéndice del Yeti entre la lencería de su mujer. Y así, entre puntillas y raso, llegó el dedo a Londres, donde quedó escoltado en el Colegio de Cirujanos, en espera de contar con los instrumentos necesarios para su análisis. Por fin, en 2011, los expertos concluyeron que aquel tentáculo era un dedo humano. Qué asco (al menos, seguro, es lo que hubiera pensado Gloria, la esposa del hombre que mató a Liberty Valance, porque una cosa es arriesgar tu reputación por una reliquia mítica, y otra muy distinta colocar entre las prendas más íntimas un pedazo de un desconocido).

 

 

AVISTAMIENTOS BIZARROS

No sólo son extranjeros quienes van en busca del Yeti. El reputado montañista, abogado y periodista César Pérez de Tudela (Madrid, 1940) explicó en su momento a la prensa (hoy puede consultarse su testimonio en su blog) cómo en 1973, mientras bajaba el Annapurna, uno de los macizos de Nepal, lo vió. Al Yeti. A Miguo. Al abominable hombre de las nieves. Y no quedó especialmente impresionado; al menos, apunta que, en su larga vida de explorador, le han ocurrido “sucesos de mayor trascendencia y valor metafísico”.

 

Pérez de Tudela quizás sea el español que más tinta ha dedicado al monstruo –con perdón-. Incluso antes de verlo, aquella tarde de 1973, en lontananza, erguido, imponente, sobrecogedor. El barón de Cotopaxi, ese delicioso personaje literario creado por el madrileño, mitad capitán Haddock, mitad vizconde Demediado, lo relata con todo detalle en sus conocidas aventuras. Transmite no sólo las experiencias del montañista, sino la de todos aquellos que le comparten su encuentro con la criatura.

 

Nadie rechista el testimonio de Pérez de Tudela. El respeto que suscita, sobre todo como montañista, es supino. Alguno, en su blog, previo empleo del título de maestro, le pregunta si el avistamiento se produjo en condiciones de esfuerzo físico bajo o medio, y a una altitud donde no hubiera peligro de hipoxia, ese estado en el que el cerebro no recibe suficiente oxígeno, lo que puede originar alucinaciones.

 

José Ramón Bacelar, otro experto himalayista y director de la agencia de viajes exóticos ‘Sanga’, también fotografió las pisadas del Yeti a una altura inverosímil para los humanos, 5.700 metros, en una zona que él mismo bautizó como ‘Empty Valley’, el ‘Valle del Vacío’. Fue hace apenas siete años, en 2006. En la librería ‘Desnivel’, especializada en montañismo, puede contemplarse una copia de esos pasos impresos en nieve.

 

Sin embargo, otros expertos de solvencia demostrada, como Juan Luís Arsuaga, conocido por sus investigaciones en Atapuerca, aseguran que es imposible que existan primates –sea cuales sea su tipología- en lugares donde no haya frutas todo el año, es decir, que fuera de las áreas tropicales no hay posibilidades de supervivencia para los simios.

 

 

ESTRELLA DE LA CRIPTOZOOLOGÍA

Pero los habitantes de las zonas en las que el Yeti ronda no se fían. Toda norma, al fin y al cabo, tiene su excepción. Del mismo modo que, en algún momento, la especie humana sufrió un cambio definitivo que la separó de sus ancestros, quién sabe si realmente el Yeti, ese ser solitario –siempre se le ha visto solo- y pacífico –no se tiene constancia de posibles víctimas- deambula por esas inhóspitas tierras boscosas de la cordillera del Himalaya.

 

Desde luego, es uno de los ejemplares estrella de la Criptozoología, esa disciplina pseudocientífica que estudia animales improbables, mitológicos, legendarios, los crípticos. Los hay lacustres, como el pulpo gigante o el monstruo del Lago Ness; terrestres, como el mapinguarí (ese oso colosal que vive en el Amazonas); con rasgos humanoides, como El chupacabras, o insectos, como el rods (un ente extraño similar a varas voladoras)

 

De cualquier manera, lo que la ciencia ha probado es que los pelos que se atribuían al Yeti son de un género concreto de oso, lo que no invalida al monstruo en sí. Quizás, en vez de una criatura terrorífica, el Yeti no sea más que lo que aseguran algunas fábulas locales, sabios convertidos en grandes gurús, yogis viejos cansados del mundo de los hombres, eremitas que se preparan para su último viaje.