Wittgenstein o el lenguaje como límite del mundo

 

por Esther Peñas

 

“Me es indiferente que el científico occidental típico me comprenda o me valore, ya que no comprende el espíritu con el que escribo. Nuestra civilización se caracteriza por la palabra ‘progreso’. El progreso es su forma, no una de sus cualidades, el progresar. Es típicamente constructiva. Su actividad estriba en construir un producto cada vez más complicado. Y aun la claridad está al servicio de este fin; no es un fin en sí. Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia, es un fin en sí”. Con estas palabras se defendía de las críticas uno de los últimos –si no el postrero- filósofos de la historia, Ludwig Wittgenstein (Viena, 1889 - Cambridge, 1951).

 

Quizás resulte apocalíptico hablar en estos términos, pero no lo es en absoluto. Hoy en día tenemos pensadores, intelectuales, ideólogos… pero los filósofos, entendido el oficio como capacidad de construir todo un sistema global de pensamiento articulado, es una estirpe extinguida. Por fortuna, su legado es tan suculento y valioso que siglos después todavía contiene reflexiones que nos sacuden e inquietan. Por eso son clásicos, como lo es Wittgenstein, porque leyéndolos perfilan, preparan, mejoran y renuevan nuestro pensamiento, con independencia del contexto (histórico, cultural) del que provengan.

 

Observando fotografías de Wittgenstein, uno podría pensar que es un actor del Hollywood clásico, al más puro estilo del far west: pelo alborotado y ligeramente rizado, nariz rota –al menos de aspecto-, rasgos marcados, severo atractivo, mirada en difícil equilibrio entre la cordura y la locura –sufrió graves desequilibrios mentales-… Pero detrás de ese aspecto de rebelde, se escondía un tipo huraño –dicen que no era exquisito en sus formas pero sí auténtico-, poco amigo de amigos, que dedicó su vida a tratar de armonizar su pensamiento con sus actos, que buscó sin cesar la coherencia, y que desplegó un altruismo cuanto menos admirable (en una ocasión donó cien mil coronas para ‘ayudar a los artistas’. Rilke, Tralk o Kokoschka fueron algunos de los beneficiarios de su generosidad).

 

Y no es casual su debilidad por los artistas. Al fin y al cabo, ellos utilizan su propio lenguaje. Y si para Aristóteles el mundo es según se ve y para Kant según se piensa, para Wittgenstein es según se dice. Aristóteles considera el lenguaje como instrumento para alcanzar la esencia misma de las cosas y Platón defiende que el lenguaje comunica esencias inmutables; Wittgenstein subyuga el mundo en sí al lenguaje.

 

La originalidad del austriaco radica en proponer un nuevo método para hacer filosofía basado en el análisis del lenguaje. Y llega a una conclusión turbadora: los problemas filosóficos son irresolubles, puesto que no pueden solventarse mediante la experiencia. Son pseudoproblemas; lo único que cabe hacer con ellos es ‘disolverlos’, mostrar que son meras ilusiones producto de confusiones lingüísticas. Las únicas proposiciones con sentido que admite son las empíricas. Por tanto, los ámbitos en los que se despliega la filosofía clásica (la ética, estética, metafísica, etc.) son sinsentidos que surgen por el uso incorrecto del lenguaje, derivado no de errores gramaticales sino conceptuales.

 

Esta visión responde a una actitud netamente empírica. Para Wittgenstein, como planteara con anterioridad Hume, se puede conocer la realidad espacio-temporal, el mundo de los hechos, y se puede conocer como conoce la ciencia natural, mediante la experiencia. Pero Wittgenstein aporta una nueva dimensión al postulado de Hume y es que el límite de lo que se puede conocer es el límite del sentido; el mundo empírico es el ámbito de la realidad con sentido y el ámbito de lo que se puede pensar y se puede expresar utilizando el lenguaje.

 

 

 

LA HUELLA DEL TRACTATUS

 

Un único libro publicó en vida el austriaco, deliberadamente esquemático y antideductivo; eso sí, titulado como mandan los cánones, en latín: Tractatus logico-philosophicus. Dicen sus biógrafos que en los campamentos, después de los combates (fue enviado al frente italiano durante la I Guerra Mundial), sacaba de su mochila los borradores del Tractatus para irlos puliendo.

 

Es un texto entregado a la Lógica, una entrega sin concesiones a esta disciplina que tantas disquisiciones ha suscitado a lo largo de la historia de la Filosofía. En él mantiene la tesis de que la Lógica es el armazón sobre la que se sustenta nuestro lenguaje y nuestro mundo (aquello que describe el lenguaje), vinculando ambos conceptos hasta el punto de proclamar que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

 

Si podemos hablar acerca de la realidad y representárnosla tal como es, es porque existe algo común a la naturaleza de la realidad y a la naturaleza de las proposiciones: la lógica.

 

Gracias a ella se articula el lenguaje, y si queremos conocer la estructura del mundo habrá que descifrar la estructura del lenguaje. Pero la naturaleza de esta relación, afirma Wittgenstein, no puede ser dicha a su vez en el propio lenguaje, sino únicamente mostrada. Es como tratar de explicar cómo se juega al mus de otro modo que no sea jugando. Pero si se juega no se explica, sino que se muestra cómo se juega, lo cual es distinto.

 

El propósito del Tractatus no es trazar un límite al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos. El pensamiento, que interpreta la realidad, también queda supeditado al lenguaje. "El pensamiento es la proposición con significado; la totalidad de las proposiciones es el lenguaje", afirma Wittgenstein. El pensamiento piensa el mundo, que es la suma de los hechos, y éstos son reproducidos por aquél.

 

El lenguaje es la expresión perceptible del pensamiento, y se expresa en proposiciones. La proposición es el retrato lógico de la realidad. Cada hecho atómico sólo tiene una expresión correcta (proposición). Hay que diferenciar entre proposiciones y nombres. Los segundos designan objetos y son convencionales. Sólo conocemos a qué se refiere un nombre cuando nos muestran el objeto que representa. Las proposiciones, en cambio, se entienden por el puro análisis de los términos, ya que existe una relación necesaria entre las proposiciones y los hechos. Así, estudiando el lenguaje estudiamos la realidad.

 




DE LO METAFÍSICO SOLO CABE EL SILENCIO

 

Como toda obra filosófica hercúlea, el Tractatus tenía algunas lagunas que el propio Wittegenstein fue puliendo a lo largo de su vida, del mismo modo que fue metamorfoseándose en sus creencias religiosas, pasando del judaísmo al protestantismo para recalar finalmente, por influencia materna, al catolicismo –credo que, si bien ofició su funeral, nunca practicó-.

 

Volvamos al Tractutus y sus fallas. En el texto se afirmaba que si algo es pensable, ha de ser también posible, es decir, ha de poder recogerse en una proposición con sentido (fuera verdadera o falsa). Si el pensamiento es una representación de la realidad y la realidad es aquello que puede transformarse en palabras, ¿qué sucede con lo filosófico, inexpresable bajo estas premisas del Tractatus? El austriaco fue prudente, elegante y conciso: guardar silencio.

 

“¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida? Sé que este mundo existe. Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual. Que hay en él algo problemático que llamamos su sentido. Que ese sentido no radica en él, sino fuera de él. Que la vida es el mundo. Que mi voluntad penetra en el mundo. Que mi voluntad es buena o mala. Que bueno y malo depende, por tanto, de algún modo del sentido de la vida. Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y conectar con ello la comparación de Dios con un padre. Pensar en el sentido de la vida es orar”, escribe Wittgenstein. Orar, o lo que es lo mismo, guardar silencio.

 

 

OTRA VUELCA DE TUERCA

 

El último Wittgenstein, como se aprecia en sus ‘Investigaciones filosóficas’, libro póstumo, comienza a desconfiar de su propia teoría del poder omnívoro del lenguaje, y observa que éste es mucho más que el mero arte de nombrar, y que no puede sustituir a las cosas. Lo que hace al lenguaje es su uso, sus prácticas (él los llama ‘juegos’). No es lo mismo el concepto de ‘culpa’ para un oriental que para un occidental, por ejemplo. Sin embargo, se refieren a la misma noción.

 

Por tanto, una vez publicado el Tractatus, Wittgenstein va horneando la tesis de que lo importante no es conocer la estructura lógica del lenguaje sino el empleo que hacen del lenguaje sus usuarios, un interés, por cierto, mucho más conductista del asunto. Eso le lleva a asegurar que el criterio para determinar el correcto uso de una palabra o proposición viene determinado por el contexto al que pertenezca. El significado de una palabra es su uso. Al igual que en un tablero de ajedrez, en el que el movimiento de una ficha condiciona las posibles combinaciones de todo el conjunto, el empleo de una determinada palabra y no otra, dentro de un contexto, determina el significa final.

 

Octavo y último de los hijos de una de las familias más pudientes de Viena (y más marcadas por la desgracia, ya que tres de sus hermanos varones se suicidaron), no se le conoce mujer alguna, aunque sí una profunda amistad con David Hume Pinsent (a quien le dedica el Tractatus). Amante de la música, recurrió a ejemplos musicales para explicarse (no fue en vano su trato con el compositor Gustav Mahler), los mentideros aseguran que sus últimas palabras antes de morir de cáncer  fueron: “Diles que mi vida fue maravillosa”.

 

 

 

PÍLDORAS DE SAPIENCIA

 

Queden aquí reflejadas algunas de las sentencias más conocidas de Wittgenstein, reflejo de su estilo proverbial y contundente.