(Yna Linne y la transversalidad)

 

Dos transversalidades antagónicas: en ambas se favorece el encuentro entre contrarios, sí, pero de manera completamente opuesta.

Una, agujero negro, centrismo, lobotomía, castración, «antiideología». «Cada cual debe ceder un poco»: pero esas cesiones nunca son parejas, simétricas; siempre a una parte -la más débil en medios materiales para defender su posición pero también, en muchas ocasiones, la poseedora de mayor autoridad moral para oponerse al expolio-  se la obliga a ceder mucho más -en ocasiones, todo- de lo que en justicia debería, en tanto la parte más fuerte -en medios de coacción, que no en autoridad moral- se limita a simular que cede y a alternar la zanahoria y el palo, acentuando su hipocresía y triquiñuelas tanto para vender mejor sus razones cara a terceros como para confundir al adversario hasta minar su voluntad de resistencia y hundirlo en la abyección. Al final, todo se resuelve en una apoteosis de la castración: esclavos abyectamente felices castrados en su voluntad bajo la férula alucinatoria de Magos de Oz castrados a su vez en su facultad de construir -como el Klingsor de la leyenda, marioneta de su poder más que soberano del mismo-. Castración general, entropía. Rechazo de todo lo que suponga pujanza, energía, integridad, consecuencia, encuentro cara a cara con la realidad esencial. Esta sólo puede vivirse como parque temático, como realidad virtual, como ficción permanente, como juego de espejos donde las formas se hallan desprovistas de fondo, como presunción de engañar al Destino -olvidando que el Destino tiene siempre, siempre, la Ultima Palabra-. La realidad en sí misma -qué bien reflejaba esto el film «Zardoz»...-, en su médula orgánica, cíclica, antiprogresista, es en un mundo así el peor de los males. Y siempre acaba por pasar la factura.

Como antimateria de este impulso centrípeto de sumidero cósmico, surge el manantial cósmico, el agujero blanco, unión fecunda de contrarios en el apogeo de sus respectivas identidades, más allá de sus límites, en una dinámica circular -porque la realidad nunca es plana-, dinámica muy bien expresada por cierto francés de los años 30 con esta frase: «No somos de derecha ni de izquierda pero si fuera necesario situarnos en términos parlamentarios diremos que estamos a medio camino entre la extrema derecha y la extrema izquierda, por detrás del presidente y de espaldas a la asamblea»,

Yo fui concebida a partir de ese agujero blanco: mi madre, antropóloga social, colaboradora de la CIA y miembro de la delegación norteamericana que acompañó a Nixon a la URSS cierto día de mayo del 72; mi padre, escolta de la KGB y novelista amateur especializado en temas detectivescos -la salvaje rotundidad de sus tramas, publicadas por primera vez, con la llegada de Andropov, en un volumen prologado por Víktor Astafiev, anticipaba la narrativa del magnífico James Ellroy, aunque éste queda algo blando a su lado-.

Bajo la máscara profana del «deshielo», del «entendimiento entre bloques», latía el meollo iniciático del agujero blanco, el mismo que había llevado pocos años antes a Malcolm X a entrevistarse con Lincoln Rockwell para esbozar el desarrollo de unos Estados Unidos según los principios de la segregación igualitaria -única manera de que el negro pueda llevar en Norteamérica una existencia no alienada y más apegada a sus raíces: una década más tarde, el californiano Ejército Simbiótico de Liberación recuperaría estos principios para sus Estados Simbióticos de América; no tiene nada de extraño que el sistema construido sobre la mentira del melting pot aniquilase a Malcolm, a Rockwell y al SLA y acabase política y casí físicamente con el propio Nixon al comprender el verdadero significado de sus sorpresivos acuerdos con Mao y Breznev-.

Y si Mao y Breznev llegaron a dialogar con Nixon fue porque éste les inspiraba respeto, algo que jamás les habrían podido inspirar payasos mediáticos como Kennedy o Clinton: con Nixon se ahorraron la escucha de hipócritas reproches tribunicios y pudieron ir directamente al meollo de los acontecimientos, calibrar lo enorme de sus responsabilidades como rectores de imperios -sin espejismos demagógicos- y reconocer la grave necesidad de acuerdos ante la amenaza de «destrucción mutua asegurada». Así, los tres principales mandatarios del globo fueron realistas y lograron lo imposible, desde un consenso del todo ajeno a la verborrea memoliberal, de espaldas a la asamblea y cabalgando sobre sus respectivas convicciones -Nixon, contra la imagen de fullero y oportunista que las camarillas demócratas han dado siempre de él, ha sido de los presidentes norteamericanos con una más sólida visión del mundo y su presunto «oportunismo» el mismo de Lenin, esto es, sentido de la oportunidad-.  

Ese mismo principio de agujero blanco impera en el orden natural: un león ataca a una gacela pero no a un elefante, aunque éste también sea herbívoro, porque instintivamente sabe que saldrá malparado y, por tanto, lo respeta; o determinados animales, incluso animales y plantas, cooperan siguiendo instintos que los trascienden, desarrollando conductas simbióticas. Respeto, simbiosis, conjunción, comunión, en un plano superior. Juana y Gilles. Mis padres. Los bloques superpoderosos. El Misterio se cumple. Siempre a partir del Equilibrio.

Aunque... ¿Misterio? Pse, sí y no, porque, como todos los grandes Misterios, la cosa acaba por ser de una lógica aplastante, lograda la oportuna iluminación. No hay bien ni mal, cielo ni infierno, dioses enfrentados a demonios, materia enfrentada a espíritu... Solamente existe energía y entropía, integridad y atomización, identidad y alienación. No hallamos sino propaganda sectorial en toda moral dualista -de ahí que sea principio de entropía toda tendencia a canonizar y a demonizar apariencias en detrimento de las cuestiones de fondo -. Los únicos dilemas que tienen sentido y no engañan son aquellos que van más allá de lo moral.

Y ya basta, diantres. Se acabó la clase. No me van los sermones. No espero convencer a nadie. Si algo puede hacer que el grueso del personal en Occidente varíe de trayectoria será eso, ALGO, impersonal, no humano, inevitable e ineludible. Hemos llegado a tal grado de embrutecimiento, de intoxicación brave new world, que sólo la caída completa de las estructuras por una progresión acumulativa de catástrofes puede obligar a la gente a despertar, a recuperar su arjé. Una conclusión, por cierto, de cajón: el francés ese del «Arqueofuturismo» tampoco es que haya inventado la pólvora...

Me he limitado con estos párrafos a poner las cartas boca arriba para que sepáis a qué ateneros con vuestra webmaitresse. No voy de teórica ni de profetisa, y lo expresado líneas arriba no pretendo venderlo como hallazgo propio: tan sólo es un resumen de lo aprendido desde chiquita de mis papás y otros parientes, todos vinculados a diversas agencias gubernamentales de las dos grandes potencias durante las décadas de la llamada «cold war», y todos a caballo entre la diplomacia secreta y la metafísica -Guenon y Le Carré, dos únicas maneras de entender la realidad-. «En plena sociedad del espectáculo procura moverte por las tramoyas»: esta consideración, precisamente, se la oí a mi primo Hugo -infiltrado por Hoover en el American Nazi Party cuando la rendezvous  ya citada de Malcolm X y Lincoln Rockwell y que, tras la muerte de ambos líderes, abandonaría el Bureau y crearía una milicia, New Alamut, defensora de la experimentación psicodélica y en excelentes relaciones con los sectores más radicales del Black Power-.

Y eso es lo que hay. Eso o el final del trayecto, el reventón general. No va más. Y a otra cosa.