(una primera redacción de este artículo se publicó en «MONDO BRUTTO» a comienzos de 1999) (esta nueva versión va dedicada a Gianni Donaudi -cristiano, libertario, anticolonialista y patriota europeo-, quien me descubrió a la Weil allá por el 96)

 

La historia que voy a relataros es la historia de una santa.

No una santa al uso y no la única: hay unos cuantos nombres en el santoral católico que tampoco se sabe muy bien qué hacen ahí (salvo por la intención clerical de digerirlos y de volver su perfil, originariamente subversivo, inocuo y «eclesiásticamente correcto»): Juana de Arco (socarrada primero como bruja por las jerarquías que más tarde la canonizarían -aunque su misterio carismático sería reivindicado en el recién enterrado siglo por elementos tan poco amigos de conformismos religiosos como el escritor Bernard Shaw, el dramaturgo Kaiser o los cineastas Dreyer y Bresson-), Francisco de Asís, Teresa de Jesús o Juan de la Cruz (pasados primero por la piedra inquisitorial en razón de su desestabilizador misticismo y, después, elevados a los altares por ver si así molestaban menos). Por cierto, todos tienen algo (bastante) que ver con Simone Weil.

Simone Weil, una santa muy puñetera: capaz de hacer dudar de su fe al beato más empedernido; capaz de hacer apearse de su incredulidad al más empecinado ateo; capaz de recordarnos algo perogrullesco pero olvidado en las últimas décadas (por el abuso que de ello hicieron a fines del XIX y durante la primera mitad de este siglo los sectores antisemíticos y por la ulterior sordina que pusieron, en revancha, los sectores sionistas), la responsabilidad del establishment judío de la época en la muerte de Jesús de Nazareth; capaz de poner las peras al cuarto a la Iglesia como institución represiva y totalitaria (sobre su ánimo pesaba de manera especial la salvaje matanza de los cátaros en la Edad Media por orden papal -preludio de tantas guerras de exterminio llevadas a cabo en la modernidad-) y, a la vez, pretender tozudamente ser admitida en la misma (la verdad, más como si entrase en las Tullerías o en el Palacio de Invierno que en actitud de catecúmena sumisa y devota); capaz de sentir piedad por el joven Hitler (a sus ojos, producto de una sociedad dislocada tras el diktat de Versalles) y, a la vez, de combatir el fascismo, en tanto que fenómeno político expansionista y depredador, en sus más recónditas raíces sociológicas y psicológicas.

 

 

 

I

 

Simone Weil nació en París en 1909 en el seno de una familia judía de clase media. Durante la adolescencia, comenzó a sentirse a disgusto por el racismo a la inversa de algunos parientes, sobre todo su cerril abuela paterna (que repetía constantemente cómo, si un miembro de la familia contrajese matrimonio con un no hebreo, sería inmediatamente expulsado de casa). En este alejamiento de la autocomplacencia judeocéntrica («nunca he entrado en una sinagoga y nunca he asistido a una ceremonia religiosa judía»; «no tengo ninguna razón para suponer que tenga algún vínculo, ni siquiera a través de mi padre o mi madre, con la gente que vivió en Palestina hace dos mil años») influyó también el ateísmo de su padre y su educación estoica, preparación impremeditada para su posterior descubrimiento del cristianismo como compromiso vivencial (un detalle muy significativo de la fuerte impronta de ese estoicismo primigenio fue su reacción a los tres años, cuando rechazó un anillo que le regalaron con la precocísima respuesta «No me gusta el lujo»).

Siguiendo al filósofo Alain (profesor suyo en la adolescencia y principal teórico del centrismo radical republicano -lo que se llamó «la república de los profesores»-), Simone consideraba necesario abrirse al mundo. Ello la llevaría, sucesivamente (o, mejor, en progresión acumulativa -ya que esta mujer prefería conciliar cuestiones a plantear disyuntivas-), a asumir diversos avatares izquierdistas.

Primero, la militancia pacifista (afiliándose a la Liga de los Derechos del Hombre y colaborando en publicaciones influidas por Alain como «Libres Propos» y «Volonté de Paix»), militancia que en algún momento adquiriría (según la óptica actual) perfiles «políticamente incorrectos» (como en 1938, cuando escribía a Gaston Bergery -procedente del Partido Radical y creador del primer agrupamiento antifascista francés, el Front Commun, anticipo del Front Populaire- reprochándole no ser lo bastante pacifista por su propuesta de declarar la guerra a Alemania si ésta invadía Checoslovaquia, pues, según Simone, era preferible la ocupación a una nueva guerra, que Francia con seguridad perdería -«Sin duda la superioridad de las fuerzas alemanas llevará a Francia a adoptar ciertas medidas, sobre todo contra los comunistas y los judíos. Esto es, a mis ojos, y probablemente a los ojos de la mayoría de los franceses, más o menos indiferente en sí mismo. Podemos imaginar que nada esencial será alterado» o «Una guerra sería ciertamente una desgracia, en cualquier caso, para todos y desde todos los puntos de vista. Una hegemonía de Alemania en Europa, por amarga que resultara, podría a fin de cuentas no ser una desgracia para Europa. Teniendo en cuenta que el nacional-socialismo, en su actual forma de máxima tensión, no puede probablemente durar, es concebible que, en un cercano futuro histórico, no todas las posibles consecuencias de esa hegemonía fueran funestas», consideraciones duras y fatalistas pero perfectamente comprensibles en esa tesitura y que nos recuerdan poderosamente a las de un reputado teórico de la izquierda europea de entreguerras, el socialista belga Henry de Man, cuando decidió colaborar con el ocupante al ser su país invadido por el Reich-).

Más adelante, Simone Weil se volcó de lleno en la dignificación del mundo del trabajo (alternaría su labor de maestra de instituto con la enseñanza a obreros y campesinos; incluso llegó a trabajar en fábricas y granjas para compartir al máximo la experiencia del trabajador manual, en un visionario adelanto de las inquietudes fomentadas en los jóvenes de los últimos 60 por la Revolución Cultural china, experiencia que ella planteó rigurosamente como «estudio de campo» y cuyas conclusiones habrían de dar pie a sus escritos sobre «La condición obrera» y al «Diario de fábrica», complementario reverso de «El trabajador» jungeriano: «Al colocarnos frente a una máquina, tenemos que matar nuestra alma, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, todo, durante ocho horas al día. Estemos irritados, tristes o hastiados, tenemos que tragárnoslo todo, reprimirlo todo en nuestro interior: irritación, tristeza y hastío. Enlentecerían el ritmo»). Militó en el sindicalismo revolucionario (durante un tiempo se afilió a la central CGTU -controlada por los comunistas-, donde tuvo no pocos conflictos por su visión nada ortodoxa de la tarea sindical -«La cuestión es la siguiente: encontrar la manera de constituir una organización que no acabe creando una burocracia. Pues la burocracia siempre traiciona. Y la acción no organizada no se contamina, pero fracasa. Ya sé que los "sindicalistas revolucionarios" están contra la burocracia. Pero el sindicalismo, en sí mismo, es burocrático. Y hasta los sindicalistas revolucionarios, desanimados, han acabado por pactar con la burocracia»-; más tarde practicó la doble militancia en la CGT sindicalista y la CGTU, anticipando con su gesto la unión de ambas centrales en el 34). Por entonces (1933), desarrollaba una intensa labor de agitación obrerista participando en varias huelgas y manifestaciones y dando charlas sobre marxismo en las Bolsas de Trabajo.

Sus últimas estadías políticas fueron el anarquismo (el español, particularmente, tras contactar con libertarios catalanes durante unas vacaciones -contactos que la indujeron a participar en agosto del 36 en nuestra guerra civil como miliciana de la columna Durruti, siendo evacuada del frente a los pocos días por abrasarse una pierna con una sartén llena de aceite hirviendo, lesión de la que nunca se recuperó del todo y que nos recuerda la tragicómica torpeza de esta mujer en las actividades manuales, tanto fabriles como bélicas-) y el comunismo antistaliniano (a partir de su trato y profunda amistad con el filotroskista Boris Souvarine -cuñado del líder del POUM Joaquín Maurín-). Colaboró profusamente en la prensa de izquierda de entonces, como las publicaciones sindicalistas «La Revolution Proletarienne», «L'Effort» y «L'Ecole Emancipeé», la anarquista «Le Libertaire» o las troskizantes «La Critique Sociale» y «La Verité»...

En 1932 había viajado a Berlín donde mantuvo diversos contactos con medios izquierdistas (entre ellos, un hijo de Trotsky -con el padre también sostendría alguna conversación en París: sería precisamente en la casa de los padres de Simone donde se fundaría oficiosamente la IV Internacional-), sintiéndose decepcionada con lo que consideraba «excesivo nacionalismo» del KPD, partido comunista alemán obediente a Moscú.

También en Alemania descubrió a Rosa Luxemburgo a través de la publicación de un volumen recopilatorio de su correspondencia (la Luxemburgo y la Weil estaban destinadas a encontrarse políticamente, ya que no en vida -la primera había muerto asesinada por un grupo paramilitar de los organizados por el socialdemócrata Noske en 1919: no olvidemos que la primera acción política del SPD alemán, primer partido socialista en la Historia con plenos poderes para gobernar, tras la caída del II Reich, consiste en la estructuración del terrorismo de estado para aniquilar a los comunistas, tradición represiva que en el futuro aplicarían con ahínco otros dirigentes de la cuerda socialista: en México, Israel, Venezuela, Perú, la Alemania Federal de Helmut Schmidt, la Italia de Bettino Craxi, la España del GAL o la Gran Bretaña del amigo de Aznar, Tony Blair-; y, en su choque con el leninismo/stalinismo -desencadenado, básicamente, por las diferentes posturas sobre la cuestión nacional y la polémica entre el espontaneísmo de masas luxemburgiano y el elitismo revolucionario leninista, exacerbado aún más por Stalin-, Simone continuaría hasta la ruptura total con el comunismo la controversia que Rosa había iniciado e interrumpido a su muerte -son significativas estas notas de la Weil: «Rosa creía firmemente que, a pesar del fracaso de la socialdemocracia, la guerra acabaría poniendo en movimiento al proletariado alemán y provocaría una revolución socialista. Esta esperanza no ha sido confirmada. El embrión de la revolución proletaria que se produjo en 1918, ahogado rápidamente en sangre, sumió en la ruina la vida de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. Después, todas las esperanzas que los militantes habían podido formarse sucesivamente, fueron burladas. Nosotros ya no podemos, como Rosa, tener confianza ciega en la espontaneidad de la clase obrera, y las instituciones se han derrumbado. Pero Rosa no extraía su alegría y su amor piadoso, hacia la vida y el mundo, de esperanzas engañosas; las extraía de la fuerza de su alma y de su espíritu. Por esta razón todavía ahora podemos seguir su ejemplo»-).

Conviene precisar sobre esto, para evitar una visión excesivamente reduccionista del hecho revolucionario. Simone Weil era mujer y profundamente yin (hago esta puntualización porque hay mujeres cuya naturaleza tiende a los valores solares, masculinos, heroicos o yan -Juana de Arco y Catalina de Arauso, «La Monja Alférez», son dos buenos ejemplos-, como hay hombres que tienden a los valores lunares, femeninos, místicos o yin -así, Francisco de Asís,  Juan de la Cruz o, en nuestro tiempo, Hermann Hesse-). Su concepción de la Revolución era, no la yan basada en la voluntad de poder sino, en la senda de Rosa Luxemburgo, la yin (valores matriarcales -abnegación y sacrificio, conservación de las vidas ajenas y desprecio de la propia-: las revoluciones de signo prioritariamente yin nunca triunfan en la praxis, precisamente por su escasísima o nula voluntad de alcanzar el poder y consolidarlo y por su tendencia al martirio -el ejemplo del comunismo alemán es paradigmático, especialmente en su etapa vinculada directamente a Rosa Luxemburgo, y aún más paradigmático si enfrentamos esa etapa con el comunismo ruso, liderado por Lenin en una pauta típicamente yan de búsqueda implacable de lograr el Poder-). Desde luego, la Historia nos enseña que la perfecta revolución debe ser aquella que no excluya lo yin ni lo yan: el fracaso de las revoluciones estrictamente yan (fracaso en tanto en cuanto, tras lograr y consolidar el Poder durante un tiempo, acaban por perderlo) nos muestra que la carencia de lo yin resulta tan nociva para que un proceso revolucionario permanezca firme en el Poder como la carencia de lo yan lo es para lograr alcanzar ese Poder. Estas consideraciones Simone Weil las supo ir aprendiendo (adaptándolas en la medida de lo posible a su naturaleza) a lo largo de su apasionada y rica trayectoria política.

 

 

II

 

El paulatino desencuentro de Simone Weil con la izquierda de su época se iniciaba con esta experiencia alemana pero continuaría con otras ramas menos autoritarias de la izquierda (así, esta frase escrita en el 33 en la que plantea su creciente alejamiento del sindicalismo revolucionario: «Me ahogo en este movimiento revolucionario que tiene los ojos vendados»). En su breve experiencia de nuestra guerra civil, su pacifismo visceral se sintió profundamente agredido por el trauma que le provocaron los fusilamientos de un sacerdote y de un falangista adolescente por los faístas. Ello provocó en su ánimo un cada vez más fuerte rechazo de ciertos excesos bélicos y su preocupación obsesiva por evitar el estallido de nuevas guerras (fuesen cuales fuesen las circunstancias -así se entenderá mejor su carta anteriormente mencionada a Bergery-). Sin renegar de esta experiencia como miliciana (desde su conocimiento directo del trabajo forzado en fábricas bajo el capitalismo supo valorar muy positivamente las cooperativas y mutuas creadas durante la guerra por los anarquistas -visitando varias fábricas catalanas en régimen de autogestión-: «La única esperanza del socialismo reside en aquellos que ya han establecido entre sí, tanto como es posible en la sociedad actual, esta unión entre trabajo manual e intelectual que caracterizaría la sociedad que perseguimos») pero deseando el más rápido final del conflicto, volvió a Francia trabando amistad con el escritor católico Georges Bernanos, también testigo desencantado de la guerra civil, aunque desde otro punto de vista (por su formación en Maurras y Peguy, fue atraído inicialmente por el franquismo -que representaba a sus ojos la defensa del cristianismo en la tierra ibérica-, pero, al contemplar ciertas atrocidades por parte de los golpistas y de sus tropas marroquíes -narradas en su obra «Los grandes cementerios bajo la luna»-, abandonaría toda simpatía por el campo «nacional»). La ruptura de Simone con el comunismo había quedado previamente sellada en el 34 con la redacción del trabajo «Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social» («Lo que hay que intentar representar claramente es la libertad perfecta, no con la esperanza de alcanzarla, sino con la esperanza de alcanzar una libertad menos imperfecta que la de nuestra condición actual, ya que lo mejor sólo es concebible por lo perfecto, sólo puede dirigirse hacia un ideal. El ideal es tan irrealizable como el sueño, pero, a diferencia de éste, mantiene relación con la realidad, permite, a título de límite, ordenar las situaciones, reales o realizables, desde su menor a su más alto valor» -este párrafo es clave para ver la agudeza con que Simone Weil detecta un componente psicótico en toda ideología totalitaria, cuando se pretende forzar la realidad para que encaje con nuestros sueños, con lo que normalmente sólo se consigue destruir aquello que se pretende mejorar o regenerar: es la vieja metáfora del lecho de Procusto, en el cual, si uno no encajaba por demasiado bajo, se le estiraba hasta descoyuntarlo o, si uno se salía del lecho, se le cortaban los pies; como alternativa frente a la identificación psicótica «sueño-realidad», ha de buscarse un equilibrio entre lo inmanente de la realidad y nuestros impulsos de regeneración, el ideal, entendido como horizonte al que nos vamos aproximando pero que nunca llegaremos a tocar-) y la publicación del artículo «Perspectivas: ¿caminamos hacia una revolución proletaria?» en «La Revolution Proletarienne» (artículo violentamente rechazado como «derrotista» por la mayor parte de la izquierda).

A partir de ese momento y, durante más de un lustro, perdería todo interés por la actualidad política francesa, en la que no veía alternativas (pero siguiendo con atención acontecimientos foráneos como la frustrada revuelta socialista en Viena o la progresiva consolidación del expansionismo hitleriano; también fue tomando partido cada vez más rotundamente por las reivindicaciones anticolonialistas, al considerar moralmente irreconciliables los ataques demoliberales contra el imperialismo del Reich con la defensa del mantenimiento de los entramados coloniales de las potencias «democráticas» -presunta paradoja que hoy se repite en la muy diversa actitud tomada por los derechohumanistas occidentales ante los musulmanes balcánicos y ante los palestinos-). Por otra parte, su alejamiento de la izquierda francesa se hizo aún mayor cuando, en su calidad de mujer vinculada al trabajo de fábrica, la CGT le encargó un informe sobre los posibles destrozos cometidos por los obreros en la ocupación de fábricas que saludó la llegada al poder del Front Populaire en verano del 36. El informe de Simone confirmó que, en efecto, se habían producido excesos y los dueños de las fábricas tenían razón en su demanda. Este informe ha de entenderse no en el contexto de un giro de la Weil hacia el capitalismo sino en su defensa inflexible de la responsabilidad y del deber (en este caso, del obrero, quien, como ocupante de la fábrica, debía dar ejemplo, procurando desarrollar su capacidad para la autogestión y no lanzarse a destrozos innecesarios ni confundir el justo rechazo de tareas forzadas y deshumanizadas con el rechazo al trabajo en general). Simone Weil, en su relación con elementos antiestatalistas (sindicalistas, anarquistas), no defiende nunca la anarquía sino la autorresponsabilidad, el deber frente al derecho («La noción de obligación prima sobre la de derecho, que está subordinada a ella y es relativa a ella. Un derecho no es eficaz por sí mismo, sino sólo por la obligación que le corresponde»).

Simone Weil iba aproximándose al cristianismo (su estado de ánimo se hacía día a día más propicio al unirse, a la impronta estoica de la niñez y a la experiencia como obrera fabril sedienta de expectativas -que desesperaba de hallar en la acción política-, la revelación que le provocó el espectáculo de cierta romería religiosa en un pueblecito portugués de pescadores en agosto del 35; profundizaría durante sus viajes a Italia del 37 y el 38, donde descubrió la figura de Francisco de Asís, con quien se identificaría profundamente -«He estado enamorada de san Francisco desde siempre, desde que le conocí. Siempre he creído y esperado que la suerte me llevase un día, por obligación, a este estado de vagabundeo y mendicidad que él había elegido libremente»-; y, ese mismo 38, haría otro descubrimiento capital con los poetas metafísicos ingleses, especialmente, George Herbert y su poema «Love» -«El Amor me dio la bienvenida, mas mi alma se apartaba, / culpable de polvo y de pecado. / Pero el Amor que todo lo ve, observando / mi entrada vacilante, / se acercó hasta mí, preguntándome con dulzura: / ¿hay algo que eches en falta? / Un invitado, respondí, digno de encontrarse aquí. / Tú serás ese invitado, dijo el Amor. / ¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado, / si no puedo mirarte! / El amor tomó mi mano y replicó sonriente: / ¿quién ha hecho esos ojos sino yo? / Es cierto, Señor, pero yo los ensucié; deja que mi vergüenza / vaya donde se merece. / ¿Y no sabes, dijo el Amor, quién tiene la culpa? / Te serviré, mi amado. / Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis manjares. / Así que me senté y comí»-, poema con el que tendría su primera experiencia extática -«Cristo, él mismo, ha descendido y me ha tomado»- en noviembre del 38). Se recogía en los templos a rezar («Mientras me hallaba sola en la pequeña capilla románica del siglo XII, en el interior de Santa María de los Angeles, incomparable maravilla de pureza en la que san Francisco rezaba muy a menudo, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas») pero nunca llegó a aceptar la disciplina de la Iglesia, de cuya estructura desconfiaba (en lo que influyó no poco su interés por el catarismo -descubierto en el 41 durante su estancia en el sur de Francia-). Desde luego, también supuso una falla infranqueable entre Simone Weil y la Iglesia/institución su profunda heterodoxia al considerar el cristianismo como una manifestación (pero no la única) de una misma intuición espiritual universal («Es imposible que la verdad no haya estado presente en todas las épocas y todos los lugares, disponible para cualquiera que la deseara (...) Es absurdo suponer que, durante siglos, nadie o casi nadie deseara la verdad, y que, durante los siglos siguientes, la verdad fuera deseada por pueblos enteros»; «Cada vez que un hombre de corazón puro ha invocado a Osiris, Dioniso, Krishna, Buda, el Tao, etc, el Hijo de Dios ha respondido enviándole el Espíritu Santo»). En su obra «Intuiciones precristianas», la autora tiende a demostrar la influencia del antiguo pensamiento griego sobre el cristianismo, haciendo especial hincapié en la compleja relación entre Zeus y Prometeo y Dios Padre y Cristo (dice el biógrafo Stephen Plant: «La fuente más obvia de verdad religiosa no cristiana era, para Weil, la filosofía y la literatura de los antiguos griegos. Afirmaba que «La Ilíada» de Homero y las tragedias de poetas como Esquilo y Sófocles "llevan el sello evidente de que los poetas que las compusieron se hallaban en estado de santidad" (...) Para ella, el pensamiento griego no preparó el terreno al cristianismo, sino que más bien contenía unas verdades esenciales que también estaban contenidas en los evangelios»), y diferencia de manera categórica al judaísmo del cristianismo (volvamos a Plant: «Weil argumentaba que Moisés, el gran profeta de los judíos, conocía la verdad divina presente en otras religiones, pero que deliberadamente eligió rechazarla. Los hebreos, señalaba Weil, lejos de concebir la desdicha como una vía abierta hacia la verdad de Dios [eje capital de la religiosidad de la Weil], la consideraron un síntoma de la maldad de quien sufre. El sufrimiento era el castigo que Dios imponía a los pecadores», o veamos esta cita de la propia Simone: «La maldición de Israel pesa sobre la cristiandad. Las atrocidades, la Inquisición, las exterminaciones de herejes y de infieles, eran Israel. El capitalismo era Israel (y lo sigue siendo en cierta medida...). El totalitarismo es Israel, y especialmente lo es en el caso de sus peores enemigos»).

Hay un refrán castellano («A Dios rogando y con el mazo dando») que resulta plenamente aplicable a la trayectoria de la Weil a partir de su alejamiento de la izquierda militante y de su descubrimiento de la búsqueda espiritual. Así, además de escribir trabajos como las «Reflexiones...» o «La condición obrera», tras su vuelta de España publicó numerosos artículos (sobre pacifismo, anticolonialismo, obrerismo...) en diversas publicaciones (como «Vigilance» -órgano del Comité de Intelectuales Antifascistas-, «Nouveaux Cahiers» -iniciativa sincrética de izquierda moderada- o «Syndicats» -de la CGT-).

Con la invasión de Checoslovaquia por el Reich, su pacifismo intransigente sufrió una decisiva crisis y acabó (a partir de finales del 39) por aceptar la inevitabilidad de una guerra contra Alemania. Tras la ocupación y la creación del régimen de Vichy, las leyes antijudías la obligaron a abandonar su puesto como maestra (incapaz de concebir el absurdo fondo biologicista de tal legislación, escribiría al ministro de Educación protestando en estos términos: «La tradición cristiana, francesa, helénica es la mía. La tradición hebraica me es extraña. Ningún decreto ley puede cambiar esto»). Con su familia se instaló en Marsella, permaneciendo en el sur de Francia hasta mayo del 42. Alternó en este tiempo su búsqueda religiosa (estudio del catarismo y de otras religiones -como la hindú- así como de místicos cristianos como Juan de la Cruz, conversaciones con diversos sacerdotes con la esperanza de llegar a ingresar algún día en la Iglesia Católica, participación en iniciativas civiles de inspiración cristiana -las revistas «Temoignage Chretien» y «Economie et Humanisme», la Federación de Jóvenes Obreros Cristianos...-) con su inserción en una red de la Resistencia (ya por entonces conocía de las persecuciones antijudías llevadas a cabo por el hitlerismo pero, ni siquiera entonces se sintió tribalmente «judía», sino que -como señala el biógrafo Hourdin- «Simone participaba en la Resistencia. Pero sin duda lo hacía en nombre del amor que sentía hacia la humanidad entera y no exclusivamente para defender a los judíos»), su participación en la revista «Cahiers du Sud» y su vuelta al trabajo físico, esta vez en granjas (y con una mayor tendencia a la automortificación -de clara influencia franciscana-, que la llevaba a dormir en el suelo y a acentuar sus impulsos anoréxicos).

En mayo del 42 se embarcó para Nueva York, donde se reuniría con elementos pertenecientes al equipo de la Francia Libre y, tras unos choques dialécticos con dos teólogos que la acusaron de «herética», abandonó toda expectativa de ingresar en la Iglesia. No obstante, visitando los oficios religiosos baptistas en Harlem, pudo participar plenamente de las sincréticas experiencias del cristianismo negro en Norteamérica («Voy todos los domingos a una iglesia baptista de Harlem donde, salvo yo, no hay ni un solo blanco. Tras dos horas y media de servicio, una vez establecida ya la atmósfera conveniente, el fervor religioso del pastor y de los fieles explota en bailes tipo charlestón, gritos, cánticos espirituales. Vale la pena verlo. Es realmente algo emocionante, de fe. De fe auténtica, creo») y dejar claro, una vez más, su rechazo de la separación entre judeocristianismo y paganismo, en defensa de un cristianismo empapado de paganismo popular y antioligárquico (aparte de recordarnos en esta profunda identificación con la negritud -ya expresada en sus reivindicaciones anticolonialistas y que llevaría a un conocido a considerar que, «si se hubiera quedado en los EEUU, probablemente se hubiera hecho negra»- la mejor veta de su adn judío -si por un momento nos atenemos a su sustrato étnico, cosa que a ella le molestaría enormemente-, la de los impulsos prometeicos, de ayuda y empatía con los peor tratados por la pirámide social, que la hermanan con tantos judíos «incorrectos» que han sido y serán -el Leonard Cohen de «Everybody knows», la Patti Smith de «Rock'n'roll nigger» o esa magnífica «negra honoraria» llamada Laura Nyro, el Noam Chomsky empeñado desde lustros en un combate sin tregua contra el colonialismo y el sionismo, la ya citada Rosa Luxemburgo...- y que demuestran lo perverso y falaz del secuestro que de lo judío ha hecho el sionismo -como, en su momento, hizo el nazismo de lo alemán-). Los dirigentes de la Francia Libre Maurice Schumann y André Philip la contrataron para el Servicio Interior de relaciones con la Resistencia. Se preparaba para llevar a cabo su proyecto de creación de un cuerpo de enfermeras de 1ª Línea que ella dirigiría y que, aparte de ayuda a los heridos, realizarían labores de sabotaje contra el ocupante (plan rechazado por irreal -especialmente al considerarse suicida su entrada en la Francia ocupada, dado su manifiesto aspecto judío que la inhabilitaba para cualquier tarea de espionaje-). Publicó en la prensa norteamericana varios artículos a favor de la Francia Libre donde volvía a insistir en la contradicción de la lucha antifascista y el mantenimiento de un imperio colonial (como el titulado «About the problems in the French empire»).

En noviembre logró por fin el permiso para viajar a Londres (sede del gobierno de la Francia Libre). A su llegada, sería durante dieciocho días internada en un centro de control por sus antecedentes como «pacifista amiga de negociaciones con Hitler» y su pasado sindicalista, anarquista y comunista. Finalmente, desde el 14 de diciembre se la admitió como funcionaria en el equipo de la Francia Libre, a las órdenes directas de André Philip, para quien escribiría diversos informes y propuestas (generalmente desechados por utópicos) y que, a su muerte, serían editados por Albert Camus bajo el título «Echar raíces» (el título original del manuscrito era «Preludio a una declaración de los deberes hacia el ser humano»).

El 15 de abril del 43 fue ingresada en un hospital con tuberculosis. Continuaría hasta el último momento escribiendo tanto sus escritos de búsqueda espiritual como sus propuestas de reconstrucción de la sociedad en base a su idea de primar los deberes sobre los derechos. El 26 de julio presentó su dimisión como funcionaria de la Francia Libre y entró en una etapa de depresión al sentirse impotente de participar activamente en la guerra y también de entrar en la Iglesia Católica. Una amiga, Simone Deitz, la bautizaría personalmente en el hospital reportándole un cierto consuelo (el padre Perrin, confidente religioso de Simone, testimonia: «...Simone había tenido una discusión bastante acalorada con un sacerdote francés. Este le había reprochado su obstinación en relación a ciertas posturas de la Iglesia romana, y le había dicho que ella era incompatible con el bautismo. Al quedarse a solas, Simone pidió a su amiga que la bautizase. Esta aceptó de buen grado y, juntando sus manos debajo del grifo, recogió agua en el hueco y se la derramó sobre la frente de Simone pronunciando las palabras rituales») pero el trato brusco del personal hospitalario ante sus «excentricidades» la hundió aún más y acabó por llevar al límite su tendencia a la anorexia. Moriría el 24 de agosto a los 34 años.

 

 

III

 

De Gaulle dijo que «estaba loca». Un fiel seguidor del general, Raymond Aron, más tarde principal valedor francés del neoliberalismo y de la alianza militar con los EEUU, quien conoció a Simone Weil de estudiante y cuya futura mujer, Suzanne Gauchon, sería gran amiga de aquella, ha dejado estas impresiones: «...la comunicación con Simone Weil siempre me pareció casi imposible. Al parecer ignoraba lo que es la duda y, si bien sus opiniones políticas podían cambiar, siempre eran igual de categóricas». El ya mencionado biógrafo Hourdin, democristiano, recordando la caridad cristiana de la Weil, nos deja este elogio ambivalente: «Siento entonces hacia ella una amistad sin reservas que borra todas las provocaciones e incluso todas las irritaciones que sus contradicciones y excesos pueden producir en mí» (dicho lo cual, en su biografía se niega, con una parcialidad total, a dar el más mínimo valor a su escrito más «sionistamente incorrecto», el ensayo «Intuiciones precristianas» -llegando a sugerir, contra toda evidencia, que la autora habría acabado repudiándolo de haber vivido más tiempo: ¿de veras, señor Hourdin, puede dudar un instante que, de haber conocido el ascenso irresistible del estado israelí y de los lobbies sionistas de la diáspora y su nefasta influencia sobre los intentos de soberanía del Tercer Mundo, las críticas de la Weil al judaísmo hechas en vida no habrían quedado tamañitas comparadas con sus diatribas de postguerra?; y como muestra vale este botón, procedente de «Echar raíces» y escrito pocos meses antes de su muerte: «Los romanos eran un puñado de fugitivos aglomerados artificialmente en una ciudad; hasta tal punto privaron a los pueblos mediterráneos de su vida propia, de su patria, de sus tradiciones y de su pasado que la posteridad los ha tomado, según sus propios testimonios, por los propios fundadores de la civilización en esos territorios. Los hebreos eran esclavos evadidos que exterminaron o redujeron a servidumbre a todos los pueblos de Palestina. Los alemanes, en el momento en que Hitler se adueñó de ellos, no eran más, como repetía Hitler sin cesar, que una nación de proletarios, esto es, de desarraigados; la humillación de 1918, la inflación, la industrialización a ultranza y sobre todo la extrema gravedad de la crisis de desempleo habían llevado en ellos la enfermedad moral al grado de agudeza que entraña la más absoluta irresponsabilidad. Los españoles e ingleses que a partir del siglo XVI masacraron o sojuzgaron a los pueblos de color eran aventureros sin apenas contacto con la vida profunda de su país. Lo mismo ocurre con una parte del imperio francés, constituido por otra parte en un período en que la vitalidad de la tradición francesa estaba debilitada. Quien está desarraigado desarraiga. Quien está arraigado no desarraiga»-).

Simone Weil no tiene nada de «correcta». Su santidad es herética e incómoda («De dos hombres sin experiencia de Dios, aquel que le niega es quizás el que está más cerca de él»), oscuramente cegadora y monstruosamente bella (no en vano su Cristo es también Prometeo -y, si nos metemos en catarismos, hasta el mismísimo Lucifer-), rabiosamente antifarisaica («Renunciar a todo cuanto no sea la gracia, y no desear la gracia»; «Dos concepciones del infierno. La corriente -sufrimiento sin consuelo-; la mía -falsa beatitud, creer equivocadamente que se está en el paraíso-»), inasequible a los chantajes, a los condicionamientos, carne de hoguera o de psiquiátrico... Sus apreciaciones, yendo al tuétano de las cosas, son de las que señalan sin cortarse un pelo que «el Rey va desnudo». En un mundo donde los presuntos grandes ideales («ecologismo», «antifascismo», «pacifismo», «tolerancia», «humanismo»...) hoy no son sino sepulcros blanqueados que ocultan hediondos agentes desmovilizadores dispuestos a defender la entropía del establishment en este su momento de crisis apocalíptica, es una cuestión de estricta supervivencia para nuestra libertad (¿qué digo libertad?: nuestra dignidad) de pensamiento el leer sus textos, donde lo sagrado y lo profano acaban fundiéndose en un lazo imposible de separar, donde su alma yin sabe endurecerse sin perder una pizca de sensibilidad hasta aunar en su lacerada personilla la sed de absoluto de un Francisco de Asís o un Juan de la Cruz con la bendita testarudez de la doncella de Orleans (también virgen y también miliciana).

Acabaré con un breve análisis de su pensamiento político (expuesto básicamente en las «Reflexiones...» y en «Echar raíces»). Como señalé antes, Simone Weil no era amiga de romper con las influencias del pasado sino que las iba acumulando críticamente en un sincretismo más y más rico. Así, todas sus improntas se hacen presentes en su discurso final: el estoicismo de infancia (que enlazará perfectamente, años después, con la valoración de una sociedad frugal según los principios de Rousseau), la ética republicana y pacifista de Alain, el sindicalismo revolucionario y el anarquismo (de los que conservará una profunda desconfianza a la centralización y a la burocracia, así como un apego especial al gremialismo y al corporativismo -denunciaba al fascismo italiano en este sentido no por practicar el corporativismo sino por jugar con el concepto sin desarrollarlo-), el comunismo antistaliniano (según las huellas dejadas por Rosa Luxemburgo -con el troskismo acabó por polemizar acremente al no considerarlo suficientemente despegado del troquel soviético, como se puede comprobar en sus discusiones con Trotsky-), más las doctrinas sociales de inspiración cristiana (tanto la «izquierda democristiana» -Maritain, Bernanos, curas de la Resistencia...- como el Personalismo Comunitario -Mounier, Yzard, Lacroix, Marc- pero, como en el caso del troskismo, polemizará sobre todo desde posiciones antiautoritarias -aunque también quedará impregnada, como puede verse sobre todo en el declarado antimodernismo de «Echar raíces», que nos trae a la memoria propuestas y reflexiones mounierianas-). Tomando «Echar raíces» como la referencia de por dónde habría continuado su búsqueda sociopolítica, me atrevo a señalar que experiencias de la postguerra como la acción de ayuda al Cuarto Mundo de un Abbé Pierre así como la agitación anticolonial de Frantz Fanon hubiesen podido interesar bastante a Simone Weil (no resultaría aventurado pronosticar una dedicación exclusiva de una Weil de postguerra por la lucha anticolonialista, que le habría permitido desarrollar sin interferencias su ecumenismo religioso, sus críticas tanto al capitalismo como a la burocracia comunista, su valoración creciente del pasado y de las tradiciones, ¡su antijudeocentrismo, por supuesto! así como sus nociones de «deber frente a derecho» y de justicia social: desde luego, la lectura comparada de «Echar raíces» y de obras de Fanon como «Los condenados de la tierra» o «Piel negra, máscaras blancas» no hace descabellada esta hipótesis-). 

Dejemos la última palabra a Simone Weil: «Sería vano apartarse del pasado y no pensar más que en el futuro. Es una ilusión peligrosa incluso creer que hay en ello una posibilidad. La oposición entre pasado y futuro es absurda. El futuro no nos aporta nada, no nos da nada; somos nosotros quienes, para construirlo, hemos de dárselo todo, darle nuestra propia vida. Ahora bien: para dar es necesario poseer, y nosotros no tenemos otra vida, otra savia, que los tesoros heredados del pasado y digeridos, asimilados, recreados por nosotros mismos. De todas las necesidades del alma humana, ninguna más vital que el pasado».

 

 

BIBLIOGRAFIA INTRODUCTORIA

 


«VIDA DE SIMONE WEIL» (Simone Petrement) (Ed. Trotta - Madrid, 1997) // «SIMONE WEIL» (Stephen Plant) (Ed. Herder - Barcelona, 1997) // «LA GRAVEDAD Y LA GRACIA» (Simone Weil) (Ed. Trotta - Madrid, 1996)  complementada con «CARTA A UN RELIGIOSO» (Ed. Trotta - Madrid, 1998) // «ECHAR RAICES» (Simone Weil) (Ed. Trotta - Madrid, 1996) complementada con  «ESCRITOS DE LONDRES Y ULTIMAS CARTAS» (Simone Weil) (Ed Trotta - Madrid, 2000) // «REFLEXIONES SOBRE LAS CAUSAS DE LA LIBERTAD Y DE LA OPRESION SOCIAL» (Simone Weil) (Ed. Paidós -Barcelona, 1995) // «CUADERNOS» (Simone Weil) (Ed. Trotta – Madrid, 2001) //  «SIMONE WEIL Y EL JUDAISMO» (Paul Giniewski) (Riopiedras Ed. - Barcelona, 1999) (Esta obra, feroz -y predecible- ajuste de cuentas del sionismo contra Simone Weil -se publicó originalmente en Francia en el 78 dentro de la ofensiva mediática desarrollada por Israel y los lobbies de la diáspora contra la resolución de la ONU de 1975 condenando al sionismo como crimen racista, resolución de cuyo espíritu podemos considerar precursoras a las tesis weilianas; si ahora se publica en nuestro país es, supongo, como reacción a las más de diez obras de o sobre Simone Weil aparecidas en el ámbito español en los últimos años y hace justas las palabras de Guy Debord: «Se inauguran pseudomuseos vacíos y pseudocentros de estudios sobre las obras completas de algún personaje inexistente, con la misma rapidez con que se forja la reputación de periodistas/policías, historiadores/policías y novelistas/policías»-, es recomendable por sus efectos boomerang, pues demuestra sin pretenderlo la profunda vigencia de las tesis weilianas sobre el sionismo y el judeocentrismo, al dar una interesante aproximación al totalitarismo sionista -de boca misma de dicho totalitarismo- en relación con lo judío -negación de existencia de lo judío fuera del ámbito sionista, muy similar a la realizada por el nazismo contra los alemanes contrarios a Hitler, por el apartheid sudafricano y rhodesiano contra los blancos desafectos con las prácticas de discriminación o por el macarthismo contra los norteamericanos acusados de «antiamericanismo»; llegando a criminalizar a los judíos no judeocéntricos como «antisemitas», incluyendo bajo este sambenito a nombres no precisamente anecdóticos como Spinoza, Marx o Rosa Luxemburgo, y haciéndonos también con esta criminalización recordar la colusión, señalada entre otros por Roger Garaudy y por Hannah Arendt en su clásico «Eichmann en Jerusalén», entre nazismo y camarillas del sionismo radical durante los últimos 30 y primeros 40 para forzar a los judíos asimilados a emigrar a Palestina bajo el dilema «o a Israel o a la muerte»-, así como reverdecer el arquetípico choque entre el sentimiento clánico de los fariseos y la visión universalista de Cristo -el completo daltonismo del autor para apreciar la solidaridad weiliana con el Tercer y Cuarto Mundos y su constante reproche de no dar un sesgo tribalista judío a esta solidaridad nos recuerda también la muy diferente proyección pública de los sufrimientos propios ejercida por una Hebe de Bonafini, criminalizada hoy por el establishment occidental so pretexto de su empatía con abertzales y palestinos, y por Violeta Friedmann, la Sor Patrocinio sionista- engrandeciendo todavía más, con sus ataques personales, la figura de Simone Weil -al destacar su dureza, su incomodidad, su correoso espíritu de ruptura y su tormento interior, alejándola así del peligro de convertirse, en los tiempos que corren, en una estampita limosnera ñoñamente vinculada al pensiero debole y a lo politically correct para consumo de ONGs y adeptos a los teletones-).

 

menciones a Simone Weil en «EL CORAZON DEL BOSQUE»: «El cristianismo helénico de Simone Weil» (publicado en el nº 9)

 

Simone Weil en la red: Simone Weil: una introducción (idioma: inglés) // Simone Weil, Walter Benjamín: una teoría de la atención  (idioma: castellano) // Simone Weil ¿una santa de nuestro tiempo? (idioma: inglés)